Tumgik
asttaeroth · 2 years
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Monte, trigo, tierra
Ella, así como la ves, vivió en el campo. Qué verá, pienso yo, pero no se lo pregunto. Qué sabrá, pienso después, y tampoco. Nada sabe. No sabe que estoy hecha de monte y trigo y cascotes de tierra recién arada. No sabe que el viento sur sigue cuarteándome la piel, que prefiero a de los teros y chimangos a cualquier otra voz, que extraño el crujido del pasto cuando hay helada y si llueve todavía pienso que no voy a poder salir. No sabe del olor a gas oil de los galpones ni que a veces escucho el tintineo de las llaves del cuenta ganado de papá y me acuerdo de cómo era ser hija de un hombre al que consideraba irrompible. No sabe que el mugido de las vacas se vuelve triste cuando destetan a sus crías. No sabe que grité cuando vi aparecer una luna enorme detrás de unos edificios y que era igual a la que nacía, panzona y recién lustrada, en la loma tan brillante. Que es mentira que el agua no tiene sabor porque la de molino es dulce, suave en el paladar, y está siempre fresca. Que me sigue molestando ser la última en dormirme porque lo cazadores asustan, aunque acá no haya ninguno. Que me gusta la ciudad, pero dice tantas cosas. Que si prefiero el campo es porque allá se dice una cosa por vez. Que extraño ver las sierras cuando abro las persianas y que vuelvo a tener diez años cada vez que encuentro un trébol. No sé muy bien de dónde soy, quiero decirle, pero sí que estoy hecha de todo eso.
Tomado de 'Los días comunes' de la poeta Jazmín Hollman.
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asttaeroth · 2 years
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Costumbre
Espero mientras el Kohinoor centrifuga uniformes del colegio, joggins y remeras. El agua cae en un recipiente azul. Los restos de espuma dibujan una víbora, después un dragón y al final un animal parecido a un perro que tiene la boca abierta. El hilo de agua se apoca y la figura se deforma hasta desaparecer. A veces, lo que me salva es simplemente esto.
Tomado de 'Los días comunes' de la poeta Jazmín Hollman.
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asttaeroth · 2 years
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Conversaciones con mamá
Es lindo cumplir años, ¿por qué te pone triste? Supongo que por las cosas que me hubiera gustado haber logrado y todavía siguen pendientes; nada grave, en unos días se me pasa. Creo que hasta me reí cuando se lo dije. Hablamos del día hostil, de los rollos de pasto para las vacas que se acaban rápido, de los 25 milímetros que cortaron un poco la seca. Me acuerdo de esa conversación mientras veo llover por la ventana. Una grúa casi invisible que se derrama lenta y parsimoniosa sobre el tender vacío y sobre los árboles. Si algo duele es porque está vivo. La lluvia no riega las cosas que están muertas, solo las moja.
Tomado de 'Los días comunes' de la poeta Jazmín Hollman.
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asttaeroth · 2 years
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Declaración
Voy a decirte tranquila, no mires más a ese lado del cielo no te esfuerces, la vida se parece a una ola gigante que rompe contra la orilla, el agua forma en las piedras marcas de origen que desconocemos. Voy a decirte, todas las veces que sea necesario no le debes nada a nadie no importa la herida. Ya no duele.
Tomado de 'El principio luminoso' de la poeta Natalia Romero.
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asttaeroth · 2 years
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Un lugar para cada cosa
Después de pasar tres días seguidos donde Santiago me siento cansada. Como chupada hasta el tuétano. Llego a mi casa, duermo toda la mañana, luego almuerzo una arepa y un café negro. Me duelen los músculos como si estuviera molida, y la garganta se siente tan hinchada que me cuesta tragar. Solo luego de llegar a mi casa, de cerrar la puerta, de darme una ducha, entiendo que algo estuvo molestándome todos estos días. Sin pensar mucho busco la caja del tarot y saco las cartas. Sobre mi cama extiendo una pañoleta negra con un cacho de luna blanca pintado en el centro y al rededor, en un círculo, todas las fases de la luna. Lo conseguí hace tiempo. En un viaje a Londres que me regalaron para celebrar mis quince años encontré, en un callejón aledaño a Oxford Street, una tienda llena de velas oscuras. Entré sin esperar que me pasaría toda la tarde hablando con la dueña. Era una tienda de esoterismo y brujería. Yo nunca había estado en un lugar así. Para mí la brujería era otra cosa, más íntima, más familiar, más terrosa, menos plagada de productos con precio e instrucciones.
En el lugar había sahumerios de plantas que no conocía, partes de animales ya preparadas para amuletos o amarres. Me impresionó sobre todo la colección de ingredientes frescos que estaba un poco oculta de la vista de los clientes: ojos de anfibios, órganos de diversos animales pequeños, pedazos de pieles, cueros, plumas, pelos y huesos. Luego encontraría en México lugares mucho más grandes y surtidos, pero a mis quince años esa tienda me atrapó. Al entrar, la mujer que estaba detrás de la mesa de madera que hacía de veces de mostrador pareció oler el aire cerca de mí, luego sonrió y asintió con la cabeza. Notó mi extranjería y me preguntó su hablaba inglés. Como le dije que sí se soltó a contarme que sentía algo que salía de mí, un aroma. Me preguntó si yo hacía brujería, aunque no dijo eso, dijo "magia", y a mí me chocó el uso de la palabra. Mis papás me habían enseñado a diferenciar claramente las cosas. Mi papá, la diferencia entre astronomía y astrología, sobre todo a desdeñar la última. Basura de charlatanes crédulos e ignorantes, decía. Yo siempre estuve de acuerdo. Mi mamá, por otro lado, me enseño a diferenciar entre magia y brujería. Me inculcó un odio profundo por la primera. Puro artificio, mercancía de hombres aprovechados, culebreros, engaño de usureros. Yo siempre estuve de acuerdo. Por eso, cuando la mujer utilizó la palabra magic (magia) en lugar de witchcraft (bujería) me molestó. Creo que ella lo notó un poco porque se arregló el pelo largo detrás de las orejas y se estiró con las manos las arrugas del vestido mientras bajaba la mirada. Yo, incluso en ese entonces, ya tenía suficiente experiencia para saber que ella no era una bruja. Mercachifle, diría mi mamá. Pero algo hizo que me quedara. Tal vez que nunca había visto tantas cosas raras a mi alcance. Recorrí la tienda un rato en silencio. Era pequeña y ordenada. Todo estaba en su lugar, con un letrero indicando nombre y valor. Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar, decía mi mamá siempre que se asomaba a mi pieza y la encontraba desordenada. Sobre la mesa había una colección de mazos de cartas. Barajas de Marsella y tarots de diferentes tipos. No vi por ningún lado la baraja española. Esa era la que echaba mi bisabuela Rosa. Yo la guardo aún hoy, me gusta sacarla de vez en cuando y ver las manchas de grasa que el roce de los dedos, por años y años, fue dejando sobre las imágenes.
Mi bisabuela era una mujer de dedos grandes y fuertes, y las huellas en sus cartas son eco del movimiento que hacían estos al echarlas. Ella había desarrollado una forma propia de interpretar las cartas. Cada una de nosotras tiene que enseñarse a leer, mija, porque cada una tiene ojos distintos, me decía antes de tirar la baraja. Era rápida, hacía unos sonidos con la lengua que indicaban aprobación ante lo que leía, o apretaba los labios si era negra la lectura. Pa' leerlas vos tenés que escoger qué cartas te hablan, con las que mejor podás conversar, y eso que a veces hay las que no leen cartas sino otras cosas, el café, el chocolate, el tabaco, los dientes, las manos, decía mientras volvía a mezclar el mazo. Me repitió siempre la misma cantaleta hasta que se me grabó, aunque yo todavía estaba muy chiquita en esos días se aseguró de que recordara sus palabras. Decía: unas leen las bebidas porque son más cariñosas, más detallistas, esas tienen los ojos en la boca. Otras leen cosas muy particulares como las palmas de las manos o los dientes, esas tienen los ojos en los dedos. Y algunas leemos las cartas porque somos más ordenadas, más mandonas, porque tenemos los ojos en la cabeza.
Yo tengo los ojos en la cabeza. Aprendí a leer sola ese tarot extendido ante mí sobre la cama. La cosa es tan evidente que ni preguntas hay que hacer. Las respuestas salen solas, incontrovertibles, en la combinación de las cartas frente a mí. Llamo a Santiago y le pregunto que si puedo volver esta noche a su apartamento. Sé que le parece raro porque acabamos de pasar tres días juntos, pero no es capaz de decirme que no y yo me doy cuenta, incluso por teléfono, de que en la garganta tiene cosas apeñuscadas que no es capaz de decir. Si seguimos juntos sé que algún día esa garganta va a explotar. Pero ahora no pienso en eso, solo en lo que leo y en lo que tengo que hacer.
De entre el montón de mazos de cartas que había en la tienda me atrajo un tarot oscuro, lleno de seres deformes. Cada carta estaba saturada de significados, personitas torturadas, símbolos desconocidos, demonios en situaciones absurdas. La mujer de la tienda, que se llamaba Emma, me preguntó si sabía leerlo. Tuve que admitir que no pero le hablé de las cartas de mi bisabuela y de que yo las guardaba con la esperanza de aprender a leerlas un día. Sus dedos distraídos jugaron con el mazo de cartas oscuro, el que me llamó la atención, y sentí que había un misterio en los movimientos de sus manos que ni ella entendía. Calculé el valor y decidí que el resto del viaje no compraría nada más. De la tienda salí con el mazo de tarot y con un collar largo en el que cada cuenta era un cráneo pequeño tallado en hueso. Emma me aseguró que era hueso humano, pero al tacto supe que no. Desde chiquita tenía una manera de saber ciertas cosas, inesperadamente y sin explicación, y la certeza era tan fuerte que me impulsaba sin freno en contra de quien me contradijera. Emma era una mujer débil pero amable y ante mi terquedad tuvo que agachar la cabeza. Ella no tenía los ojos abiertos ni el secreto de la voz y el oído. No poseía el tacto despierto en la tierra que yo había heredado de mi bisabuela, mi abuela y de mi mamá, y que desde siempre usaba sin saber bien cómo. Toqué las cuentas una a una y pensé en un cerdo, era hueso de cerdo. Se lo dije a Emma y ella admitió que no sabía qué hueso era. Aún así, compré el collar. Me gustaban las calaveras. Emma no era bruja, el gesto de oler el aire cuando entré a su tienda había sido un aspaviento de vendedora que trata de engatusar a un cliente incauto. Ella supo que la había descubierto, se supo desnuda, en evidencia. De ñapa, tal vez para tapar su culpa, me regaló una pañoleta grande, cuadrada, de tela negra, con un cacho de luna blanca en el centro, y las fases de la luna en círculo a su alrededor.
El apartamento de Santiago es pequeño y tiene poca luz. Es el segundo piso de una casa que fue reformada para ser una unidad independiente, con baño y cocina. Pero apenas es eso. El baño está cundido por una humedad que ningún plomero ha podido coger. Se infla la pintura por todas partes y el techo está oscurecido por una sombra de moho que se extiende sin control. La cocina es sencilla pero amplia, aún así, carga una oscuridad rara, como si la luz de la ventana no alcanzara todos los rincones. El lugar en general tiene un aire de pocos amigos que sentí desde el primer día. Fui rechazada al entrar, pero de eso Santiago no se dio cuenta. Supe que habías alguien más y que ya tres éramos muchos. Sin que él lo notara hice un par de atados y los escondí en el clóset y detrás de la nevera para apaciguar el lugar, para poder pasar alguna noche ahí. Pero estos últimos tres días fueron el límite. El lugar nos estaba comiendo lentamente y al tercer día ya me daba dificultad hasta levantarme de la cama.
Santiago me abre la puerta con un mecanismo de cuerda que jala desde el segundo piso para no tener que bajar. Aprovecho que no me ve y dejo un montoncito de sal al pie de la entrada. Me imagino los dedos grandes de mi bisabuela Rosa haciendo ese mismo gesto de moldear la sal para que quede como una pirámide, como un pellizco, decía ella. En la noche escondo el tarot debajo de la almohada. Santiago se queda dormido muy rápido siempre. Le envidio esa capacidad de no dar vueltas, yo en cambio me siento a esperar. Me recuesto contra la pared fría, húmeda como todo el apartamento y abro los ojos ante la oscuridad. Abro los ojos como me enseñaron mi bisabuela y mi abuela y mi mamá, abro los ojos que no todo el mundo puede abrir y espero, con el tarot ahora en la mano. Me preguntó en qué andará Emma, tantos años después, si seguirá con su tienda, si habrá entendido que la brujería, el arte de la mano en la tierra, no se imita ni se compra. Santiago se mueve inquieto y ronca un poco, está teniendo una pesadilla. Y, como lo dijeron las cartas, ante él aparece ella. A su lado, parada junto a la cama, hay una señora vieja, vestida con una bata de flores. Lo mira con rabia y con la mano intenta empujarlo, hacerlo a un lado, pero no puede. Yo la veo sin verla, sé que está ahí, en la oscuridad, en un estado raro que no es materia pero sí existencia. No es el primer fantasma que veo pero sí el más definido. La señora casi parece tener cuerpo, aunque no me devuelve la mirada y sigue insistiendo en empujar a Santiago de la cama. Me levanto tratando de no despertarlo y me siento en el suelo al lado de las piernas de ella, que sigue sin reparar en mí. Extiendo la pañoleta negra y extiendo el mazo de tarot. Entonces ella se voltea. Da un rodeo corto y se para frente a la pañoleta, frente a mí. Por primera vez me mira y eso me molesta. La mirada de los fantasmas es incómoda, desviada pero punzante.
Me concentro en las cartas porque el gesto de su cara se asusta. Tiene la boca toda abierta, como un grito que no se oye y tiene también los ojos todos abiertos que me miran, atravesándome. La mujer carga preguntas, eso vi en las cartas anoche. Sentada en mi cama el tarot me mostró la presencia de una mujer vieja, me habló de una rabia que caía sobre Santiago todo el tiempo y de un montón de deudas, de abandonos, por eso he vuelto, por eso estoy aquí esta noche. Abro los ojos y escucho, aunque solo eso me agota. Sus preguntas, al principio desordenadas, van cogiendo forma y yo tiro las cartas. La señora se murió en la cocina de un derrame. La encontraron muchos días después. Esa no es manera de encontrar a alguien, ya descompuesta, maloliente. Su gesto ante mí sigue siendo el del grito. Las cartas me muestran que no la velaron, que no le rezaron misas, que no le hicieron su novena. Las cartas me dicen lo que ella piensa y en las cartas yo le respondo. Las cartas me indican que debo hacer esto nueve noches, darle su novena, intentar acompañarla, aliviarla. El apartamento se siente más frío y la humedad se respira en un olor a encierro, a olvido que exudan las paredes. La señora sigue frente a mí con la boca abierta. Espera respuestas.
Termino agotada y Santiago lo nota por la mañana. no desayuno con él, quiero aire, quiero caminar para sacarme la humedad que me imagino igual que moho en mis pulmones. Necesito otras noches para completar la novena de la señora que, aunque la mañana camufla, se sigue sintiendo en el apartamento como un grito ahogado o como un charco de agua estancada. Me invento que estarán fumigando mi casa unos días debido a una plaga de comején en los maderos del techo para poder quedarme con Santiago las noches siguientes a riesgo de que se aburra de mí, de que piense que soy una intensa, pero es lo único que me queda por hacer.
Nunca le había leído las cartas a un muerto. Poco lo hago con los vivos. Las lecturas, más que para los otros, son una forma de responderme a mí misma. Santiago no sabe nada de esto, ni de los atados, ni de la sal, ni de lo que se hace con la mano en la tierra, ni de lo que se hereda de la bisabuela a la abuela a la mamá a la hija. Pero esto lo hago por él que, aunque no sabe, se resiente con la rabia de la señora olvidada en su cocina, agarrándose a las paredes, existiendo en la humedad y en la sombra perpetua de este lugar.
Por nueve noches, sentada en el piso de baldosa fría después de que Santiago se duerme, le leo las cartas a la muerta, que me pregunta por su familia, por qué no la buscaron, que me indica que el señor del piso de abajo le quedó debiendo una plata para que yo la reclame, que me cuestiona por la naturaleza de su destino. La novena noche me pregunta, a través de las cartas, cuánto tiempo irá a estar atrapada en este lugar. Yo mezclo y tiro pero ellas no responden nada. Varias veces intento, pero las cartas no hablan. El silencio se siente pesado en la oscuridad antes de la madrugada y Santiago se mueve incómodo porque tal vez, en el sueño, percibe más a la señora que cuando anda despierto. Me asusto porque esto nunca había pasado. Estas son mis cartas, las que me encontré y me encontraron al otro lado del mundo. Las que aprendí a leer yo sola como mi bisabuela me enseñó que debía hacerse, las que no se revelan ante ningunos ojos que no sean los míos.
La señora se impacienta por mi silencio. Su boca parece abrirse más, me reclama, pero esta vez no hay solo rabia, hay también angustia ante el encierro. Se siente atrapada. Pongo las manos abiertas sobre las cartas. No sé qué más hacer, la angustia ya me sofoca a mí también. Me pregunto cuánto es el tiempo de un fantasma y solo se me ocurre la frase de mi mamá. Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar, digo pacito, sin hacer casi ruido, para que solo la señora me escuche, para que Santiago, en la cama a nuestro lado, no se despierte. Echo las cartas otra vez repitiendo esa frase. Un lugar para cada cosa, y destapo una carta. Y cada cosa en su lugar, y destapo otra. Entiendo entonces que a los muertos no se les lee igual que a los vivos, porque el tiempo de los muertos es otro que no transcurre. Insisto con la frase, un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar, mientras la señora cierra la boca y empieza a caminar por el apartamento, hacia la cocina. Entiendo que no se puede medir cómo pasa el tiempo para un espanto, porque la señora está convencida de que apenas murió, porque la señora no está atrapada en el apartamento, sino en esos días de soledad mientras su cuerpo se pudría en la cocina.
Tiro las cartas y estas vuelven a responderme, porque aprendo finalmente que la lectura para los muertos tiene que hacerse con ojos sin tiempo. Espero mucho rato sentada y solo cuando empiezo a cabecear de sueño me levanto y voy a la cocina. La señora no está. Extiendo la pañoleta y echo las cartas. Me confirman que la señora no está. Este ya no es su lugar.
En la mañana le digo a Santiago que yo conozco un plomero bueno que puede arreglar la humedad del baño. Con dificultad lo convenzo de volver a intentar después de tantos trabajos fracasados. Le digo que se viene un verano largo, que si hay un momento para curar esa humedad del baño es estos días. Guardo el tarot para que él no lo vea y desayunamos en silencio. Las pesadillas que él tuvo las recuerda. El día se nos pasa sin darnos cuenta, y es que el tiempo sigue transcurriendo raro en este apartamento. Pero ahora cabemos los dos un poco mejor.
Tomado de 'Un lugar para cada cosa' de la escritora Lina María Parra.
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asttaeroth · 2 years
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Los números equivocados
No sé qué pasa con mi número de teléfono. Se debe de parecer a muchos otros. No me quejo. Cada llamada es una distracción de mi monótona existencia. Desde que estoy en el paro, a veces me aburro un poco. No siempre, claro. Los días pasan asombrosamente rápido. A veces hasta me pregunto cómo era capaz de meter ocho horas de trabajo en una jornada tan corta de por sí.
En cambio, las noches son largas y silenciosas. Por eso me alegro cuando suena el teléfono. Aunque muy a menudo, casi siempre, se trate de un error, y no sea más que un número equivocado.
La gente es así de despistada.
–¿Talleres Lanthemmann? –me preguntan.
–No, gracias –digo yo abochornado (tendría que quitarme la costumbre de decir gracias porque sí a todo) –. Se equivoca de número.
–Qué pesadilla –dice el hombre al otro lado de la línea–, he tenido una avería en la carretera entre Serrières y Areuse.
–Lo siento –le digo–, no puedo desaveriarlo.
–¿Es el taller Lanthemmann o no? –Y se cabrea.
–Discúlpeme por no ser el taller Lanthemmann, pero si puedo serle de alguna utilidad…
Siempre intento ser amable por teléfono, incluso cuando no sirve de nada. Nunca se sabe. A veces se establecen contactos, se hacen amigos.
–Sí, me puede ser de ayuda trayéndome una garrafa de gasolina.
En su voz hay esperanza, piensa que se ha topado con un buenazo, cosa que es verdad.
–Lo lamento, señor, no tengo gasolina, solo tengo un poco de alcohol de quemar.
–¡Pues entonces préndase fuego, idiota! –Y cuelga.
Así son las llamadas equivocadas. Si no tienes lo que quieren, pierden el interés por ti. Podríamos haber charlado un poco.
Me acuerdo de la llamada equivocada más bonita que he tenido. Dejé sonar el teléfono un buen rato. Estaba en una época muy pesimista. Era una mujer. A las diez de la noche.
Adopté un tono apático, lleno de inquietud disimulada.
–¿Diga?
–¿Marcel?
–¿Sí? –dije circunspecto.
–¡Ay! Marcel, llevo buscándote una eternidad.
–Yo también.
Es verdad, llevo toda la vida buscándola.
–¿Tú también? Ya lo suponía. ¿Te acuerdas de la orilla del lago?
–No, no me acuerdo.
Respondí eso porque soy tremendamente sincero, no me gusta engañar.
–¿No te acuerdas? ¿Estás borracho?
–Es posible, me emborracho con bastante frecuencia. Pero no me llamo Marcel.
–Claro –me replica–. Yo tampoco me llamo Florence.
Bueno, pues ya es algo, ahora ya sé cómo no se llama. Estoy a punto de colgar, pero me dice de golpe:
–Es verdad, no es usted Marcel. Pero tiene una voz muy bonita.
Así que me callo. Pero ella continúa:
–Una voz muy agradable, grave, dulce. Me gustaría verle, conocerle.
Yo sigo callado.
–¿Está usted ahí? ¿Por qué no habla? Sé muy bien que me he equivocado de número, no es usted Marcel, quiero decir: no es el que me dijo que se llamaba Marcel.
Otro silencio. Sobre todo por mi parte.
–¿Está ahí? ¿Cómo se llama? Yo me llamo Garance.
–¿No Florence? –le pregunto.
–No, Garance. ¿Y usted?
–¿Yo? Lucien. –No es verdad, pero Garance tampoco, creo yo.
–¿Lucien? Qué nombre más bonito. Dime, ¿y si quedamos?
No digo nada. Me resbala el sudor de la frente y se me mete en los ojos.
–Podría ser divertido –dice Garance–, ¿no le parece?
–No sé.
–¿No estará casado?
–No, casado no. –Casado yo, ¡qué ocurrencia!
–¿Entonces?
–Sí –respondo.
–¿Sí qué?
–Podríamos quedar, si quiere.
Se ríe.
–Se ve que es usted un tímido. Me gustan los tímidos. –Será por eso que cambia de Marcel–. Oiga, le propongo una cosa. Mañana por la tarde entre las cuatro y las cinco estaré en el Café del Teatro. Mañana es sábado, supongo que no trabaja.
Supone bien. No trabajo los sábados ni los demás días.
–Me pondré… –continúa–, veamos, una falda escocesa con una blusa gris y un chaleco negro. Espere. –No hago otra cosa–. Tendré un libro con la cubierta roja delante, en la mesa. ¿Y usted?
–¿Yo?
–Sí, ¿cómo lo reconoceré? ¿Es alto, bajo, delgado o gordo?
–¿Yo? Pues usted dirá. Más bien de estatura mediana, ni gordo ni flaco.
–¿Lleva bigote, barba?
–No, nada. Me afeito religiosamente cada mañana. –Cada tres o cuatro mañanas, depende.
–¿Lleva vaqueros?
–Evidentemente. –No es verdad, pero seguro que le encantan.
–Y un jersey grueso, creo.
–Sí, normalmente negro –le contesto por complacerla.
–Muy bien –dice ella–. ¿El pelo corto?
–Sí, el pelo corto, pero no mucho.
–¿Es usted rubio o moreno?
Qué pesada. Tengo el pelo cano sucio, pero no le voy a confesar eso.
–Castaño –le suelto.
Y si no le gusta, me da lo mismo. Mirándolo bien, prefiero al tipo de la avería.
–Eso es muy vago –dice ella–, pero lo reconoceré. ¿Puede llevar un periódico bajo el brazo?
–¿Qué periódico? –Se pasa de la raya. Nunca leo periódicos.
–Pongamos Le Nouvel Observateur.
–Sí, puedo coger Le Nouvel Observateur. –No sé lo que es eso, pero lo encontraré.
–Entonces hasta mañana, Lucien –dice ella, y añade antes de colgar–. Esto me parece apasionante.
¡Apasionante! Hay gente que dice palabras como esa con toda la facilidad del mundo. Yo no podría hablar así. Hay un montón de palabras que soy incapaz de decir. Por ejemplo: «apasionante», «excitante», «poético», «alma», «sufrimiento», «soledad», etcétera. Me es sencillamente imposible pronunciarlas. Me da vergüenza, como si fuesen palabras obscenas, palabrotas, como «mierda», «marranada», «guarra», «puta».
Al día siguiente por la mañana me compro unos vaqueros y un jersey grueso negro. El vendedor me dice que me queda muy bien, pero yo no estoy muy acostumbrado. Voy también al peluquero. Me propone un champú colorante. Me dejo hacer, castaño oscuro, tanto da, si queda mal no iré. Pero no queda mal. Tengo el pelo de un castaño precioso, pero no estoy acostumbrado.
Vuelvo a casa, me miro en el espejo. Pasan las horas, no dejo de mirarme en el espejo. El otro, el desconocido, también me mira. No me gusta. Es mejor que yo, más guapo, más joven, pero no soy yo. Yo no estoy tan bien, soy menos guapo, menos joven, pero estaba acostumbrado.
Las cuatro menos diez. Tengo que ir. Entonces me cambio rápido, me pongo mi traje de terciopelo negro, desgastado, no compro el Ancien Observateur y llego al Café del Teatro a las cuatro y cuarto.
Me siento, observo.
Llega el camarero, le pido una copa de tinto.
Observo. Veo a cuatro hombres que juegan a las cartas, una pareja que se aburre con la mirada perdida, y, en otra mesa, una mujer sola con una falda plisada gris, una blusa gris claro, un chaleco negro. Lleva también un largo collar compuesto de tres cadenas de plata (no me dijo nada de ningún collar). Delante de ella, una taza de café y un libro con la cubierta roja.
Me resulta imposible calcular su edad por culpa de la distancia, pero sin embargo adivino que es guapa, muy guapa, demasiado guapa para mí.
Veo también que tiene unos ojos tristes, con una especie de soledad en el fondo, y me entran ganas de acercarme, pero no me decido, porque me he puesto el traje viejo de terciopelo desgastado. Voy al lavabo, echo un vistazo al espejo y el pelo castaño me da vergüenza. Me avergüenza también este impulso que me atrae hacia ella, hacia «sus hermosos ojos tristes, con una especie de soledad en el fondo», que no es más que un capricho estúpido de mi imaginación.
Vuelvo a la sala, me siento en una mesa muy cerca para observarla.
Ella no me mira. Espera a un joven en vaqueros y jersey negro con un periódico bajo el brazo.
Mira el reloj del café.
No puedo evitar mirarla fijamente, cosa que la irrita, me parece, porque llama al camarero y paga su café.
En ese momento se abre la puerta o, más bien, empujan los dos batientes de la puerta como en un western, y un joven, más joven que yo, entra y se detiene delante de la mesa de Florence-Garance. Va en vaqueros y jersey negro, casi me sorprende que no lleve un revólver y espuelas. También lleva una melena negra hasta los hombros y una buena barba del mismo color. Pasea la mirada por la concurrencia, yo incluido, y oigo con claridad lo que dicen.
Ella dice:
–¡Marcel!
Él responde:
–¿Por qué no me llamaste?
–Pues mira, había un número que no debí de entender bien.
–¿Esperas a alguien?
–No, a nadie.
Sin embargo, yo existo, estoy allí, ella me esperaba, pero por suerte soy el único que lo sabe, y no hay peligro de que se lo cuente.
Sobre todo porque Marcel dice:
–Entonces, ¿nos vamos?
–Sí.
Ella se levanta, y se van.
Tomado de 'Los números equivocados' de la escritora Agota Kristof.
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asttaeroth · 3 years
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Acá
Eran las siete de la tarde, sábado. El hombre con quien vivo regresó de hacer compras. Yo me había quedado en casa, leyendo un libro de Louise Glück en la cocina. Sobre la mesada había un pan que estaba levando. “Bajó mucho la temperatura”, dijo él, y acomodó las cosas en la alacena. Después fue hacia el balcón. Escuché los pasos alejándose por el pasillo, escuché cómo abría la puerta. Imaginé las plantas que yo había arreglado esa mañana: los cactus florecidos, el jazmín, la flor de nácar enredada en la baranda. Una de las dos gatas que viven en casa se subió a la mesa y le rasqué la cabeza con el dedo índice. Cuando quise ponerla sobre mi falda, se fue. A lo lejos, la puerta del balcón volvió a cerrarse. Poco después sentí una mano en el hombro, y la pregunta: “¿Qué hacemos esta noche? ¿Vamos a tomar algo, al cine?”. Yo estaba llena de silencio. Había llegado días atrás de tantos sitios. De Chile y de Colombia y de Perú y de Uruguay y de México. Recordé un poema de Idea Vilariño que sé casi de memoria: “Todo es muy simple mucho / más simple y sin embargo / aun así hay momentos / en que es demasiado para mí / en que no entiendo / y no sé si reírme a carcajadas / o si llorar de miedo / o estarme aquí sin llanto / sin risas / en silencio / asumiendo mi vida / mi tránsito / mi tiempo”. Sentí que el poema, salvo por un par de versos, no me decía nada. Bajé la vista y leí los dos versos finales de un poema de Louise Glück: “Mi alma se marchitó y se encogió (...) Y cuando recuperé la esperanza, / era una esperanza completamente distinta”. Miré el cielo a través de la ventana. Era azul y pesado como un trozo de fieltro. Un ocaso como la orilla de un lago. No era un gran momento. No era un momento especial. Era tan solo un momento. En la estupenda simplicidad de la vida cotidiana. Dije: “Yo no quiero salir. Quiero quedarme acá”. Era una verdad enorme.
Tomado de las columnas de la escritora Leila Guerriero.
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asttaeroth · 3 years
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Domingo
Es domingo. El domingo es, a veces, una tierra donde lo único que queda es el combate. Voy a una exposición de gatos en un hotel del centro. La conjunción es enervante: gatos en un hotel alguna vez señorial que ahora, en el esplendor de su decadencia, imagino como un sitio donde el empapelado se desprende de las paredes con el crujido que tiene la tristeza y cortinas untadas de desgracia.
No sé por qué voy. ¿Por qué soy así, qué busco? Estaciono. Camino. Me abre la puerta un hombre joven, pálido, vestido con un chaleco verde y un pantalón marrón. Lo imagino durmiendo en una pieza sin ventanas, humillado por una inquilina que lo obliga a secar los azulejos del baño después de ducharse (tendemos a defendernos del espanto de tener vidas así endilgándoselas a otros).
La exhibición se hace en un salón chico. Hay mesas y, sobre las mesas, jaulas con gatos. Detrás de cada jaula, un dueño: los varones usan anillos de plata, suéteres con escotes en v por los que asoman pelos del pecho; las dueñas llevan los labios pintados de un rojo alarmante. Los gatos parecen muertos. Hay ruido y olor a orín y demasiada tintura para el pelo. ¿Qué hago acá, qué busco?
Veo a una mujer vieja con una vincha imitación orejas-de-gato besar en la boca a un gato que no tiene pelos. El horror tiene formas diversas. Salgo. Me abre la puerta el conserje pálido y siento ganas de hacer algo por él, o de que él tenga ganas de hacer algo por mí. Afuera, la luz del día es silenciosa, sucia. Pongo el auto en marcha, enciendo la radio. Suena Gloria, de Laura Brannigan.
Me veo con 15 años, aullando en una discoteca de pueblo con la euforia fácil de esos años difíciles: “Gloria, don’t you think you’re falling!”. Subo el volumen, intentando evocar algo que no sé bien qué es, pero no pasa nada. Regreso a casa. Enciendo el televisor. El domingo late afuera como un fantasma o como un miedo. No hay moraleja.
Tomado de las columnas de la escritora Leila Guerriero.
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asttaeroth · 3 years
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Quieta
He pensado a menudo en esta escena; un atardecer de cuando yo empezaba a ser adolescente y estaba en mi dormitorio apenada por, supongo, algún novio, mi padre entró, se sentó a mi lado y me dijo que todo lo que tenía que hacer para dejar de estar triste era pensar, una por una, en todas las escenas que me habían provocado esa tristeza. Que repasara el dolor, una y otra vez, hasta gastarlo: “Hasta que, cuando pienses en eso, ya no te produzca nada”, dijo. Después se levantó y se fue. ¿Pudo haberme aniquilado? Pudo. Me dio, en cambio, templanza y voluntad de sobreviviente. Hay un poema, llamado Desiderata, del poeta chileno Claudio Bertoni (Lumen acaba de publicar su libro, Antología), que dice: “Piensas que despertar te va a aliviar / y no te alivia / piensas que dormir te va a aliviar / y no te alivia / piensas que el desayuno te va a aliviar / y no te alivia / piensas que el pensamiento te va a aliviar / y no te alivia /piensas que hacer un trámite te va a aliviar / y no te alivia (...) / piensas que el sol te va a aliviar / y no te alivia / piensas que llover te va a aliviar / y no te alivia / piensas que conversar te va a aliviar / y no te alivia / piensas que oír las noticias te va a aliviar / y no te alivia (...) / piensas que el tiempo te va a aliviar / y no te alivia”. El dolor es el dios que a menudo nos convoca. Cuando toca caminar en medio de un valle de sombra de muerte, cuando no está claro qué parte de mí soy yo o el monstruo que me habita, sé —lo sé— que nada alivia. Ni despertar ni dormir ni tomar desayuno ni pensar ni hacer un trámite ni el sol ni la lluvia ni hablar ni quedarse muda. Así que, cuando nada salva, en ese lugar donde siempre estoy sola y son las tres de la mañana, no busco alivio. Tan solo recuerdo aquella tarde y hago lo que dijo mi padre: contemplo al enemigo y me quedo quieta. Después, como todo el mundo, sobrevivo.
Tomado de las columnas de la escritora Leila Guerriero.
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asttaeroth · 3 years
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Callada
Mi abuela materna era una mujer pequeña y cándida. Cuando el presentador del noticiero decía “Buenas noches”, ella lo saludaba: “Buenas noches, hijo”. Viajó sola, a los 12 años, para encontrarse en América con un padre al que quiso con un amor devocional, el mismo que sentía por sus nietos. Nos acariciaba la cabeza, nos decía “mi vida, mi alma”.
Mi abuela paterna era alta y delgada. Tenía un hermoso rostro de mujer. Usaba zapatones de varón, faldas oscuras. Para saludarme, me daba un beso en la coronilla y me decía “Qué tal, mi vieja”. En las noches de invierno me leía historietas, libros, el Struwwelpeter que traducía del alemán. Uno de sus hermanos había muerto aplastado mientras su madre lo amamantaba. El otro de difteria, en el colegio de monjas donde su padre viudo los había dejado a resguardo. Había querido ser enfermera en África, pero, en cambio, se había casado con mi abuelo. El día de su casamiento —lujoso, con orquesta en vivo—, llevaba un vestido de seda natural que la hacía parecer una mujer recién salida del agua. Antes de casarse, iba sola a los bailes, en la pequeña ciudad donde vivía, y regresaba caminando, blindada en la reputación de su severidad tozuda. Me dejaba jugar con su cristalería y su ropero, donde había tapados de visón, enaguas de encaje, olor a polvos de Artez Westerley. Jamás me dijo que me quería. Hacia el final de su vida estuvo enferma algunos años, que yo pasé esperando el llamado que me anunciaría su muerte. Antes de que eso sucediera, la visité en la clínica. Dormía; le toqué un brazo. Era como papel de arroz aquella piel que, hasta entonces, yo sólo había mirado, sin tocarla. Cuando vaciamos su casa, encontré unas libretas escritas por ella en alemán. Hay una sola nota en castellano, y habla de mí. La austeridad, su magnética hermosura.
Tomado de las columnas de la escritora Leila Guerriero.
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asttaeroth · 3 years
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Cuidado
Leo, hacia el final de Un hombre enamorado(Anagrama, 2014), la temible y fabulosa novela del noruego Karl Ove Knausgard, esta frase: “Mis rabias eran mezquinas, me enfadaba por detalles tontos, ¿a quién le importa quién fregó qué a la hora de mirar hacia atrás al resumir una vida? (...) ¿Cómo se podía echar a perder la vida enfadándose por el trabajo de la casa? ¿Cómo era eso posible?”. Sí. ¿Cómo es eso posible? Y, sin embargo, la pila de platos sucios, la pelea en torno a quién le toca hacer la compra, transforma nuestro corazón, alguna vez en llamas, en un pantano ciego. Y lo hace con una eficacia sibilina, más tóxica e irreversible que una catástrofe mayor. A veces, cuando camino por la calle y veo caras sumergidas en la indiferencia, en la resignación o el miedo, me digo: cuidado. Porque ¿cómo es que sucede? ¿Cuándo la fruición de la carne empieza a deslizarse, anestesiada, entre las páginas de un libro, los anteojos para la presbicia, el beso de las buenas noches? ¿Cuándo dejamos de reírnos como lobos? ¿En qué momento la prudencia empieza a ser más importante que todo lo demás, el crédito hipotecario que todo lo demás, la compra en el supermercado que todo lo demás? ¿Cómo, en qué momento los domingos de almuerzo con los suegros reemplazan para siempre el desayuno a las cuatro de la tarde, el amasijo, los tiernos bordes de la noche licuándose en un amanecer de pájaros ardientes? ¿Dónde está aquel sueño imposible, tan enloquecido: a qué pila de escombros hay que ir a buscar? Cada vez que veo en las caras la prudencia, la resignación, el miedo, me digo: cuidado. Me miro la sangre y los tendones. Me entreno para estar despierta. Dicen: “Les sucede a todos: el tiempo pasa”. Me dirán loca. Yo siempre estaré buscando, bajo los adoquines, la arena de la playa.
Tomado de las columnas de la escritora Leila Guerriero.
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asttaeroth · 3 years
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Las cosas oscuras
Pueden ser densas, con un núcleo profundo: en ese caso pesarán toneladas e irán depositándose en los sucesivos subsuelos de la incomprensión. O pueden ser ligeras, parpadeantes capaces de interrumpir la luz sin ninguna certeza: ni ellas saben qué contienen. Como cuando mi hijo levantó la vista de noche, hacia la ventana y preguntó: “¿Ves eso?” y le dije: “No. Sí. No sé. ¿Qué es?” y me dijo: “Algo que está y no está pero al menos lo ves vos también”.
Tomado de 'Las cosas oscuras' de la poeta Laura Wittner.
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asttaeroth · 3 years
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Bosque
En el bosque las araucarias hacían un círculo con las copas apuntando al cielo. Era el bosque de mi sueño y era el bosque real. A la mañana el lago Queñi, tan tranquilo tan sin reconocernos mostraba su llanura, un celeste calmo de agua fría de agua blanca, transparente. Todo lo demás es piedra, acá el deshielo no pagó nada. Voy a mirarme al lago, a su espejo, me asomo y solo veo la copa de las araucarias, el redondo marco de un cielo y no hay nada más verdadero que esto. Aunque sea un recuerdo aunque ese lago no esté delante de mí ahora.
Tomado de ‘El principio luminoso’ de la poeta Natalia Romero.
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asttaeroth · 3 years
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Resplandor celeste
Hace un rato que apagamos la luz, ninguno de los dos está dormido. Llueve. Las gotas gordas y pesadas caen una después de otra sobres las tejas. Nos buscamos la mano debajo de las sábanas sin hablarnos. La mente y la incertidumbre son lugares solitarios. Abro los ojos. Un resplandor celeste ilumina el cuarto. Busco el origen de la luz; es un punto mínimo y brillante que viene de la mesita de la televisión. Nadie lo notaría con las luces prendidas, pero en la oscuridad se multiplica y crece.
Tomado de ‘Los días comunes’ de la poeta Jazmín Hollman.
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asttaeroth · 3 years
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Pongo otros dados en la misma suerte
Pongo otros dados en la misma suerte y no me importa el hambre del camino; asumo su misterio y lo ilumino con este corazón que atiza muerte.
Es tarde para todo, mas quisiera hallar deslumbramiento en tantas cosas. Mi oficio no es cazar las mariposas sino rendir de amor alguna fiera.
Me ocupo de los huesos inmortales. Aunque combato poderosos males ni luz me trata ni dolor me arredra.
Sigo de pie, y cuanto el viento arrasa es mi sed de vivir, mi propia casa que oculta su temblor bajo la piedra.
Tomado de ‘Pongo otros dados en la misma suerte’ la poeta Carilda Oliver Labra.
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asttaeroth · 3 years
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A la esperanza vuelvo, a la madera
A la esperanza vuelvo, a la madera que construyó mis días importantes, a la extraviada primavera de antes.
A la justicia de mirarlo todo como si me perteneciera, que en fin de cuentas no hay un modo de abandonar el hambre de la fiera.
Tomado de ‘A la esperanza vuelvo, a la madera’ la poeta Carilda Oliver Labra.
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asttaeroth · 3 years
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1997
Juliana
EN EL PRIMER FIN DE SEMANA de octubre de 1997, yo acababa de cumplir catorce años. Jota y Sebastián tenían dieciséis; Catalina y Elvira, quince. íbamos los cinco en el jeep de Jota por una carretera destapada en Santa Fe de Antioquia. Las niñas, en shorts, camiseticas y brasieres con tiras plásticas, los hombres, en pantaloneta, camiseta y chanclas. íbamos prendidos. Los hombros los teníamos rojos del sol. A mí la camiseta me floja, por flacuchenta; la camisetica de Cata era pegada. Hacía ese clima fresco que hace en tierra caliente a las ochos de la noche con cara de escalofrío porque estábamos insolados. En los hombros hacía frío y en las piernas calor. Uno sentía el cuero del asiento pegado a la parte de atrás de las piernas. Olía a polvo de carretera y a manga de potrero larga sin cortar. Olía a Santa Fe de Antioquia. Sonaba un CD que tenía Bitter sweet symphony, que me acuerda siempre de Daniel y ese fin de semana. Cada que se terminaba, Jota, que iba adelante manejando, hundía el botón de return y la volvía a empezar. Cause it's a bitter sweeeet symphony this life. Mis piernas eran flaquísimas y estaban rojísimas y eso me angustiaba; las piernas de Cata eran perfectas, se veían bonitas contra el cuero de la silla del carro. Sebas y Cata iban atrás conmigo.
Los del británico nos habían dichos que cayéramos a la finca del primero de Vero Martínez y le habían explicado a Jota dónde quedaba: Volteando por la finca de Laural del Corral, te metés por una portada verde vieja y de ahí seguís como un cuarto de hora, es la finca del final. Ya íbamos en esa parte pero no veíamos ninguna finca. No veíamos nada. I'll take you down the only road I've ever been down. Oía la música y me parecía que la música describía exactamente lo que yo era en ese momento, la road, la carretera, Jota llevándonos por una carretera a toda velocidad.
La única luz que había era la del jeep que con el polvo era nada. Olía a polvo. Todas las ventanas las llevábamos abiertas. Íbamos rápido. Se oían las chicharras y el ruido del carro sobre la carretera. Sentíamos el viento fresco entrar por las cuatro ventanas. Mirando hacia adelante, se veía un borde verde fosforescente a lado y lado, iluminado por el carro, la carretera café clara en el centro, el polvo alborotado y, de resto, un negro negrísimo. Íbamos prendidos. La mano de Sebas estaba ahora sobre la pierna de Cata que estaba en la mitad, al lado mío. Jota manejaba sacando la cabeza por la ventana. Elvira no tomaba trago en esa época, iba tiesa. Jota a veces se volteaba y me daba soros de Ron Punch en botella de plástico. Me lo tomaba de a poquitos., yo tampoco tomaba tanto y ya me sentía muy prendida, me sabía a Bonbonbum.
En algún momento, Sebastián se empezó a chupar a Catalina. Catalina sí es perra, cómo se va a chupar a Sebas si acabó de terminar con Ricardo y ni siquiera le gusta. Olía a polvo. La canción la sentía en todo el cuerpo y me retumbaba en la cabeza. I let the melody shine, let it cleanse my mind, I feel free now. Me sentía muy free. Todas las ventanas abiertas, Jota y yo como locos sacando la cabeza por la vetana. ¿Por qué seré tan flaca? Anf there's nobody singing to me now. ¿Estará Daniel donde el primo de Verónica? ¿Por qué Sebastián se chupó a la perra de Catalina y a mí nadie me tira?, Juliiii, Jota, cuidadooooo, metan la cabeza —se oían las chicharras— Elvi, cansona, Julianaaaaa, meté la cabeza ya, Elvira, deja de ser cansona, te hubieras quedado en el puente.
Elvira
Llegamos a la finca y me dio felicidad poderme bajar del carro. Parqueamos en una metidita, y cuando nos bajamos, sentí un calor que aplastaba. Los hombros los sentía hirviendo. las tetas me sudaban, donde empieza el pelo también, el calor me alborotaba la churrusquera. Sin viento, sin música, sin carretera, el calor se sentía más grande. Se oían las chicharras y a lo lejos esa canción de Rikarena de te voy a hacer falta mami. Qué bueno bailar, como baila de bueno Jota. Me quedé parada mientras salían los otros cuatro del carro, la manga estaba alta y se le metía a uno por dentro de las chanclas. Y al caminar, empezamos a caminar, la manga nos rozaba y cortaba los tobillos. Me estorbaba la manga y me estorbaban Juliana y Jota —aunque me moría de ganas de bailar con él—: demasiado amigos, prendidos y bobos. Me hacían sentir como la que no sacaba la cabeza por la ventana, la que sobraba. Cata y Sebas se bajaron por fin. ¿Cómo así?, ¿y ahí qué pasó?, ¿donde esté Ricardo? Juliana, Jota y yo íbamos detrás, callados, y Catalina y Sebastián adelante, pegados; Sebastián medio cargando a Catalina que estaba prendidísima y se tropezaba cada tres pasos con piedras escondidas en la manga. Sé que Juliana y yo estábamos pensando lo mismo de Catalina, pero como estaba brava con Juliana, la lucida, ni la miraba ni le hablaba. Mientras caminábamos hacia la luz, hacia la música, hacia te voy a hacer falta mami, pensaba muchas cosas, pero sobre todo que me quería devolver, y que faltaba mucho para estar otra vez en la finca de Catalina y que hasta pereza tenía de estar en la finca de Catalina: lo que quería era volver a mi casa, a mi cama en Medellín. Llegamos a un parqueadero de piedra, había cuatro palmeras gigantes maiamescas y una puerta grande como de casa de Hollywood de las que mostraban en MTV.
Entramos rápido y nos paramos en la puerta. Se veía mucha gente. Ya se había acabado la canción de Rikarena y había empezado a sonar una de Proyecto Uno pero nadie bailaba. Había gente metida en la piscina y otra sentada en varios sofás, unos de cuero blanco y otros de cuero café normal. La finca parecía sin papás, era muy mañé, muy blanca, muy grande. Tenía una especie de discoteca dentro de la casa con una bola de esas de colores y espejos que giran, una escalera de acrílico y unas estatuas rococó rodeando la piscina. Además la piscina quedaba mitad adentro, mitad afuera y era en forma de diamante. Era obviamente una finca de mafiosos y pensé en mi mamá. Me dio miedo que saliera un papá mafioso. Vi una puerta cerrada y me imaginé que podía salir un señor como el hijo de Pablo Escobar que había visto un día en la bomba de gasolina de los Ochoa. Me temblaron las piernas y volví a mirar a la gente. Los que estaban eran casi todos conocidos y no muy mafiosos que yo supiera. Pues, estaba Tatiana la de mi salón y Vanessa la amiga de ella pero ya. Además ellas eran queridas. Pero de todas formas me quise ir, me quise ir pero no había cómo, tampoco iba a quedar como una boba, además qué iba a decir, además la tres estábamos durmiendo en la finca de Catalina y a ella ya ni la veía. Juliana estaba al lado mío y también tenía cara de quererse ir. Nos quedamos quietas. La mamá de Juliana y mía eran del costurero, no les gustaba ni poquito que nos juntáramos con mafiosos. A mí tampoco, me daba miedo, un miedo abstracto no sé exactamente a qué. me daba miedo porque mi mamá había dicho que me tenía que dar miedo que corriera que corriera muy rápido que no me juntara que no me untara. Me las imaginé, a mi mamá y a Clemencia, viéndonos en esa casa prendidas —bueno, prendida Juliana— y me sentí muy mal. Claro que yo no tengo la culpa, pensé. Me dio ese dolor que le da a uno en la barriga cuando tiene susto y vergüenza. Miré a Juli, ya no estaba tan brava con ella, ya éramos del mismo equipo, de las que se querían ir, de las que no se juntaban con hijos de mafioso porque les daba un miedo abstracto. Hablamos pasito, Juli, ¿qué hacemos? Muy magic esto, Magic Kingdom, Me quiero ir, mira la piscina, Yo también, ¿has visto a Dani?, No, ¿y Jota? ¿Cómo hacemos para irnos?, Qué bobas haber venido, Qué íbamos a saber, ¿Buscamos a Cata?, Ojalá esté Daniel, ¿Te imaginas donde salga un papá o un tío o un primo y resulte ser un mafioso de esos barrigones de la televisión que encuentra el bloque de búsqueda?, Callate, Elvi, qué susto, yo me muero. Creo que nos dijimos eso. No sé si nos lo dijimos de verdad moviendo la boca o si nos lo dijimos mirándonos, pero estoy segura de que sabíamos exactamente lo que la otra estaba pensado. Eso le pasa a uno con la gente que conoce desde chiquita. Y estoy segura de que pensábamos eso: mafiosos susto Daniel Jota dónde está la gente vámonos. Pero el bobo de Jota se nos había perdido del todo y a Daniel tampoco lo veíamos, seguro al final ni había ido. No sé cuánto tiempo nos quedamos paradas en esa puerta.
Juliana
Alguien me tocó el hombro. Era Daniel. Me temblaron las piernas. Empezó Te dejaron flat y subieron el volumen. No se oía casi nada, uno no podía hablar. No importaba no poder hablar. Yo la quiero sacar a bailar pero no tengo plata. Qué ganas de bailar. Dani tenía el pelo más largo que la última vez que lo había visto, una camiseta de Gap y una pantaloneta azul con rayas plateadas a los lados. Dani Dani Dani. Estaba descalzo, con las piernas mojadas hasta las rodillas. Dani también era flacuchento. Dani era muy lindo, era mi traga, y en un baile en agosto me había sacado a bailar mucho, uh uh ya tu sa, te dejaron flat, pero nunca me llamó y no nos habíamos vuelto a ver y me habían dicho que se había cuadrado con Juana. Obvio que escogió a Juana, Juana la del cuerpo bonito que no es flaquísima, Juana la que ya había tenido tres novios, Juana a la que habían estrenado hace mucho. Lo saludamos las dos de pico, olía a Ck One, y nos quedamos los tres quietos. Ei ei o, ei ei, eee o, eee o. Vimos a Jota, venía para donde nosotros. Llegó con una Sprite para Elvira y se la llevó. Elvira seguía medio brava con lo de Jota por lo del carro, pero se fue con él. Vi cómo Jota le cogía la mano y vi que Elvira se dejaba. Sentí mis manos colgando solas. Daniel me miró y, sin decirnos nada, empezamos a caminar hacia la piscina.
Mientras caminábamos, me cogió la mano y yo me la deje coger. Sentía las piernas desgonzadas. Procura seducirme muy despacio, y no reparo de todo lo que en el acto te haré. Sentía que todo lo importante que me había pasado hasta ahí era esa mano pegada a la mía. Y nuevamente, la música describía exactamente lo que me estaba pasando. Ya no pensaba, como Elvi, que iba a salir un señor barrigón a saludarnos. Nos sentamos en el borde de la piscina. Olía a cloro. Metimos los pies y me ofreció el vodka con Canada Dry que se estaba tomando. Me lo fui tomando de a poquitos, los hielos estaban derretidos y la parte de arriba estaba fría y no sabía casi a vodka; pero si uno se tomaba un trago largo, estaba fuertísimo y tibio. Olíamos a vodka los dos. Creo que me dijo que estaba muy bonita así quemada, creo que me dijo que había terminado con Juana, creo que me dijo que estaba muy bonita así quemada y despeinada. Procura coquetearme más. Medio me tocó el huesito de la clavícula por error y yo sentí un corrientazo desde los hombros hasta las piernas. Seguíamos con las manos cogidas, calientes, nerviosas. Olía a piscina, a cloro y a vodka. Yo estaba ´prendidísima. Al frente mío, en una pared, en la parte de la piscina que quedaba dentro, había un cuadro horrible con un caballo dibujado y, al lado, un óleo de una señora con copete y un vestido verde oscuro. Pensé en mi mamá.
Elvira
Jota estaba con los de los Alcázares. Estaban Andrés Retrepo, que había sido novio de Manuela Martínez como seis meses; Andrés Vélez, que me gustó en sexto pero ya no; el Tuso; Perfe y Lucas. Había dos niñas: una que era la novia de toda la vida de Perfe, del Jesús María, no me acuerdo del nombre, y otra que estaba parada al lado de Lucas. Jota me cogía la mano y yo me la dejaba coger. Todos me saludaron queridos y empezaron a hablar de un torneo de golf que iba a haber en El Rodeo y de marcas de rones. Yo seguía pensando que me quería ir y ahora, con lo del carro y esta conversación tan estúpida, también estaba pensando que cuando llegara a Medellín iba a echar a Jota. Mis amigas seguramente me iban a decir otra vez que echo a todos y que iba a quedar como una perra porque no duro nunca más de dos meses pero, agh, qué me importaba. Jota era un bobo y yo no era capaz, como otras, de seguir con alguien que no me gustaba, no era capaz de hacerme la boba. La niña que estaba con Lucas me dijo Tú no te acuerdas de mí, pero yo fui una vez a una miniteca de tu unidad porque soy amiga del colegio de Pablo Nicholls. Me acordé, claro, se llamaba Carolina. Pablo era vecino mío, éramos amigos y todos decían, hasta mi mamá y Juli, que estaba tragado de mí, pero yo no creía. Nos pusimos a conversar Caro y yo, me cayó súper bien. Me dijo Pablo va a venir. Pensar que Pablo iba a ir me emocionó porque sabía que él tenía siempre carro y que nos podía devolver. Ya sé, le digo a Jota que tengo un dolor de cabeza horrible, voy a empezar a decirle desde ya, le digo a Cata que me voy con Juli antes por el dolor de cabeza, Juli se va conmigo porque también se quiere ir de esta mafiosura y Pablo nos lleva a las dos y se devuelve. Volví a mirar a la gente, buscando a Pablo. No lo veía por ninguna parte. Empecé a buscarlo persona por persona, grupito por grupito. La mayoría de la gente estaba parada ahora cerca de la piscina. En la parte de adentro, al lado de la bola discotequera, estaban unas de mi colegio de décimo conversando con unos que no conocía. Jota, tengo como dolor de cabeza, ¿Te traigo algo?, No, tranquilo, seguro ahora se me quita. Dentro de la piscina ya no había tanta gente, solo tres pelaos, yo creo que borrachísimos. En la parte del borde de la piscina que estaba afuera, había una parejita, y en las escaleras, solo, sentado dándome la espalda, estaban Juliana y Daniel. De lejos, parecían casi dos niñas porque Daniel tenía el pelo súper largo y Juli medio cortico, pues, hasta los hombros los dos. Aunque no alcanzaba a ver del todo, podía presentir que tenían las manos cogidas.
Volví a mirar la puerta, entraron los amigos de Pablo. Carolina me tocó el hombro y me dijo Elvira, mirá, ahí llegó Pablo. Lo vi. Pablo nos vio y empezó a caminar hacia donde estábamos. Perfe y Lucas salieron a bailar. Qué bueno bailar qué bueno llegó Pablo qué bueno por fin me voy a ir. Los vi alejarse hacia la pista y, al mismo tiempo, vi a Pablo acercarse hacia nosotros y, al mismo tiempo, en una esquina, vi otra vez las espaldas de Juliana y Daniel. Las espaldas pegadas, cada vez mas pegadas. Pensé Qué rabia, ya no me puedo ir.
Juliana
Sentía las manos cogidas —calientes— y los pies mojados —sueltos, fríos—. La sensación era al revés de cuando estaba en el asiento del carro. Sentía la mano de Dani pegada a la mía. Olía a cloro y a piscina. La canción la sentía en todo el cuerpo. En los pies hacía frío y en las manos calor. Veía ese cuadro horrible de un caballo dibujado y, al lado, un óleo de una señora con copete. Juli, ¿qué te pasa?, Nada. Quise decir Muy feo ese cuadro, ¿no?, pero mejor no dije nada porque, pues, para qué iba a hablar de eso y no quería quedar como picada y, pues, yo era la única que estaba pensando en esas bobadas de cuadros mafiosos con mi traga congiéndome la mano. Juli, acompáñame a la cocina, vamos por más vodka. Yo no querías más pero lo acompañé.
Estaba descalza y el piso de la cocina empegotado y pensé Me va a coger la luz. La cocina estaba sola a excepción de un niño como de nueve años que sacaba mecato de la alacena. Estaba mirando al niño y, sin darme cuenta, Daniel me cogió la otra mano, me medio tiró contra la nevera y me dio un beso. Sentía su boca y su lengua Me estrenaron y ya no sentía los pies. Que yo caiga en tus brazos. No cerré los ojos, veía afuera el mismo verde fosforescente de los árboles de tierra caliente que están alumbrados por un único foco. Veía al niño, que estaba quieto mirándonos y tenía un paquete de chitos en la mano. Era idéntico a Daniel.
Tomado de ‘La corriente’ de la escritora Juliana Restrepo.
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