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juangarciaunica · 3 years
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Tres aprendizajes lectores (y III): el aprendizaje de regreso
Tres aprendizajes lectores (y III): el aprendizaje de regreso
En esta última entrada de la serie explicamos por qué la lectura, y en concreto la lectura de libros infantiles en edad adulta, es una actividad paradójica que nos permite regresar incluso al lugar en el que nunca estuvimos. Por eso, y por más que pueda haberla, la nostalgia no es un componente estrictamente necesario. (more…)
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juangarciaunica · 3 years
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Tres aprendizajes lectores (II): el aprendizaje escolástico
Tres aprendizajes lectores (II): el aprendizaje escolástico
Continuamos con esta serie de textos breves en la que proponemos un programa de aprendizaje lector. En la entrada anterior indagamos en el origen de la palabra escuela, que proviene del término griego scholé, que significa ‘ocio’. En esta, por ello, nos referimos a lo que vamos a denominar un aprendizaje escolástico de la lectura. Precedemos con nuestro tema. (more…)
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juangarciaunica · 3 years
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Tres aprendizajes lectores (I): el aprendizaje republicano
Tres aprendizajes lectores (I): el aprendizaje republicano Comenzamos una serie de entradas veraniegas que publicaremos de manera alterna los viernes. He aquí la primera.
En la entrada anterior propuse que en la siguiente, o sea, en esta, expondría un programa de aprendizaje lector perfecto para adultos. Con ese propósito, comienzo aquí una serie de tres textos sin más pretensión que la de servir de compañía durante las vacaciones de agosto. Serán, por ello, mucho más breves de lo que acostumbro, carecerán de citas y aparecerán de manera alterna desde el primer…
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juangarciaunica · 3 years
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¿A qué edad estamos preparados los adultos para leer libros infantiles?
¿A qué edad estamos preparados los adultos para leer libros infantiles?
Recientemente hemos visto cómo en la prensa generalista española se hablaba con apasionamiento sobre libros para niños. A simple vista, se diría que el tema se ha puesto de moda o, mejor todavía, que al fin empieza a recibir la atención que merece por parte de los mismos sectores mediáticos que tradicionalmente han tendido a ignorarlo unos 363 días al año (a veces, incluso, más). Hasta todo un…
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juangarciaunica · 3 years
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Un año y, más o menos, dos centenarios
Un año y, más o menos, dos centenarios
Acaba un incalificable 2020 y con él el año del centenario de Gianni Rodari, aunque no solo: el pasado noviembre se cumplieron, a su vez, 110 años de la publicación de El libro inclinado, de Peter Newell. Y en La lupa sobre el mapa vamos a hacer balance a nuestra manera. (more…)
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juangarciaunica · 3 years
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Mamá Oca
Hay alguien que contó por primera vez todas las historias. Y que, de hecho, lo sigue haciendo. ¿De quién hablamos? En efecto, de ella. Prepárense para conocer a Mamá Oca.
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juangarciaunica · 3 years
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El libro de los saludos
El libro de los saludos
El curso 2020-2021 comienza algo tarde en este blog, pero comienza en buena compañía. Nos ocupamos aquí de nuestra lectura de El libro de los saludos(A Buen Paso, 2020), una pequeña joya en forma de álbum que debemos al buen hacer en la escritura de Arianna Squilloni y de Olga Capdevila en la ilustración. Hablamos de un tándem que se nos muestra en estado de gracia en esta obra. ¡No se lo pierdan…
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juangarciaunica · 4 years
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Una pila de libros al final del verano
Una pila de libros al final del verano
Comienzan a aparecer ya en invierno, primero de forma tímida; después, en primavera, crecen de manera exponencial. En junio ya nos ocasionan algún que otro problema de espacio, pero es en julio cuando, por lo general, los libros que esperamos leer en verano se han acumulado en número suficiente como para que a la pila que conforman le sea fácil guardar el equilibrio. Ese montón desgajado del…
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juangarciaunica · 4 years
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Cómo leía Goethe... de niño
Cómo leía Goethe… de niño
Bastante por satisfecho me daría si por casualidad quedasen dispersas, por aquí y por allá en este blog, y siquiera a modo divulgativo, algunas claves e ideas para la reconstrucción de la historia de la lectura infantil. En la forma en que la conocemos hoy, dicha lectura se comienza a afianzar a lo largo de un lento y complejo proceso que se remonta al siglo XVIII. En esta entrada abordaremos un…
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juangarciaunica · 4 years
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Por qué queremos tanto a Matilda
Por qué queremos tanto a Matilda
Tampoco es que sean tantas las cosas evidentes que se cuentan en esta vida, pero alguna que otra hay: el agua moja; todo tiene su fin; la invención de la rueda cambió el mundo; la red de afectos en la que vivimos en realidad no es una red, sino la cuerda floja sobre la cual estamos obligados a hacer de equilibristas; y, desde luego, Roald Dahl posee un talento inconmensurable para la narración.…
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juangarciaunica · 4 years
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Presencia de la voz en el álbum (y III): política y poética
Presencia de la voz en el álbum (y III): política y poética
En las dos entradas anteriores partimos de la delimitación de los orígenes misceláneos del álbum, expusimos de qué modo el formato ha llevado impresas desde que existe las marcas de la sociabilidad, y después pasamos a intentar delimitar brevemente de qué manera todo eso se fue concretando en el surgimiento y perfeccionamiento progresivo de un tipo de libros para niños. Cerramos ahora la serie…
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juangarciaunica · 4 years
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Presencia de la voz en el álbum (II): intermedio con monstruos
Presencia de la voz en el álbum (II): intermedio con monstruos
Retomemos las dos ideas clave que, según hemos visto en la entrada anterior, podemos considerar que han sido constantes en la historia de los diversos formatos que antecedieron a la irrupción del álbum infantil. Una de ellas es el carácter misceláneo, que conlleva que estemos hablando más de un formato sobre el que amalgamar documentos de diversa naturaleza que de un género literario propiamente…
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juangarciaunica · 4 years
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Presencia de la voz en el álbum (I): del foro al cuarto de juegos
Presencia de la voz en el álbum (I): del foro al cuarto de juegos
Debo el tener que redactar estas entradas, que se proponen rastrear las huellas de la voz en el álbum, al generoso interés de Arianna Squilloni, editora de A Buen Paso, estudiosa del formato y autora ella misma de álbumes y textos narrativos y ensayísticos. De hecho, su cuadernillo En el laberinto de la palabra. Guía de viaje(Pantalia, 2014), que no dudo en recomendar, ha sido una lectura que me…
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juangarciaunica · 4 years
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Cuando Paul Hazard escribía sobre libros para niños
Cuando Paul Hazard escribía sobre libros para niños
Declaraba hace un lustro Antonio Rodríguez Almodóvar, en una entrevista concedida a La Opinión de A Coruña, que la literatura infantil y juvenil «a veces carece de una crítica seria». La prudente locución adverbial a vecesle otorga al juicio que formula una doble condición: por un lado, hace que no resulte del todo exagerado, pues es evidente que en otras muchas ocasiones sucede todo lo contrario…
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juangarciaunica · 4 years
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Breve ética del párrafo largo
Aficionado como soy a los diccionarios, no lo soy tanto a reconocerle al más conocido de ellos en el ámbito hispánico, el Diccionario de la lengua española, que elaboran todas las academias de nuestra lengua, una autoridad en materia de precisión conceptual que con frecuencia ha dado muestras de no merecer. La definición que da el DLE de la palabra párrafo, por ejemplo, resulta una buena muestra de lo que digo: ‘Fragmento de un texto en prosa constituido por un conjunto de líneas seguidas y caracterizado por el punto y aparte al final de la última’. No es que no tal cosa no sea verdad, en cierto modo, pero reconozco que definiciones como esa me traen a la mente la famosa anécdota de Diógenes el Cínico llevándole a Platón a la Academia, tras recordar este la supuesta definición socrática de hombre como ‘bípedo implume’, un gallo desplumado. Además de lo que dice el DLE, cabe añadir que un párrafo es un conjunto de oraciones en el que se desarrolla de manera gramaticalmente coherente y cohesionada una idea.
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En cierta ocasión tuve que vérmelas, como tantas otras veces para preparar mis clases, con un libro que trataba de un tema que siempre me ha resultado particularmente interesante: la historia de la infancia. No hace falta que diga el título ni la autoría, pues no quiero contribuir con este texto a desprestigiar a nadie, pero sí recordaré que en una sola página llegué a contar hasta diecisiete párrafos, todos ellos más del tipo que define el DLE que del que se ajustaría al matiz que le he puesto arriba a tal definición. Diecisiete párrafos no equivalían, en ese caso, a diecisiete ideas distintas. De hecho, lo habitual en aquel libro era más bien constatar lo mucho que costaba reconocer el asunto principal que se estaba desarrollando en cada momento, o su armazón, puesto que lo que se mostraba ante los ojos del lector no era sino una sucesión de datos dispersos y ocurrencias –más o menos pertinentes para el tema, eso sí– lanzadas sobre la página de manera un tanto azarosa y sin ligar del todo entre sí. El resultado era un texto reiterativo, a menudo falto de coherencia y, pese a no ser demasiado extenso, de lectura agotadora. Suele decirse que escribimos como pensamos; no suele ponderarse lo suficiente, sin embargo, hasta qué punto tal cosa es cierta.
Hay una ética en el párrafo y lo trataré de explicar brevemente. Quien más, quien menos habrá asistido alguna vez a una lección o exposición pública en la que alguien se limita a leer en voz alta una presentación de diapositivas con un esquema. No es casual que tal cosa nos aburra sobremanera o nos resulte directamente irritante, dado que quien así se comunica con su auditorio comete el error de dar por hecho que sus oyentes conocen de antemano la relación entre los diferentes fragmentos de información que está exhibiendo, cuya ligazón lógica el emisor no se molesta en establecer o desarrollar. Hacer esto último requeriría de nexos, conectores, concordancia… requeriría de sintaxis, en suma. Renunciar a hacerlo implica, por el contrario, una pereza que cansa al prójimo. Para qué, digamos, voy a molestarme yo en hacer el trabajo que me corresponde en tanto emisor si ya lo puede hacer el receptor por su cuenta; tal es el razonamiento, el del ahí se las compongan, que parecen hacerse los fanáticos del PowerPoint y otras aplicaciones similares. No es casual, tampoco, que ese tipo de exposición simplificada se suela justificar en aras del didactismo y la amenidad, excusas ambas de mal pagador. Trasladando esto al terreno de la escritura, hemos de señalar una cuestión muy simple: cuando escribimos, llevamos a cabo un acto de amabilidad para con quienes, pudiendo hacer otra cosa, se toman de manera generosa la molestia de leernos. No invitamos a alguien a cenar a nuestra casa para acabar obligándole a que se ocupe de los fogones o de lavar los platos, desde luego.
Por eso desconfío por norma de quienes a su vez desconfían de la inteligencia del prójimo. En el cada vez más complicado mundo de las redes sociales se multiplican los efectos de esa desconfianza: hay personas que ponen memes que reducen cuestiones complejas a observaciones simples como si les fuera la vida en ello, tomándose rara vez –si es que alguna– la molestia de justificar por sí mismas lo que quieren decirle al resto del mundo con ello; hay una amplia, amplísima, oferta de ocurrencias, capturas de pantalla y frases ingeniosas tras la que ocultarnos; por haber, hay incluso quienes se quejan de que otros escriban entradas demasiado largas o complejas (lo digo por experiencia, pues adoro escribir y leer comentarios largos si están bien construidos, lo cual me ha expuesto más de una vez y de dos a las impertinencias de algún que otro mequetrefe); y hay, en definitiva, mil formas de hablar renunciando a pensar.
En este texto encontrarás, contando este, cinco párrafos. En el primero he expuesto un concepto sencillo de párrafo, que incluye como eje principal la construcción de una idea. En el segundo, he tratado de ilustrar con una anécdota lo frustrante que puede ser la lectura de párrafos que renuncian a ese aspecto (el de construcción de la idea). En el tercero se propone un símil que pretende hacer más comprensible el tema principal de esta entrada, que no es sino el de la ética del párrafo. En el cuarto, expreso mis razones para desconfiar de quienes desconfían de la inteligencia ajena y por tanto les hablan a los demás como si no fueran capaces de entender un texto largo. Y en este quinto y último aprovecho para invitarte a que discrepes todo lo que quieras de lo que acabas de leer, porque quien lo escribe, puedes darlo por seguro, no te trata como si fueras imbécil.
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juangarciaunica · 4 years
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La furia
Lo quiera o no, y lo quiero, mi memoria académica y profesional quedará unida ya para siempre a la de los dos grupos a los que doy clase este semestre en la Universidad de Granada, el primero en la historia de la universidad española que empezó siendo presencial y acabará en un entorno virtual. No tengo tanto la impresión de que uno atraviese esa experiencia cuanto de que esa experiencia lo atraviesa a uno. De no ser así, pensaría que, pasado el confinamiento, volveremos a retomar nuestra rutina tal cual era antes, pero lo cierto es que no creo que eso vaya a suceder en absoluto. Son estos días difíciles, en esencia tristes, pero también de un raro aunque intenso aprendizaje. Ni mis alumnos volverán a ser los alumnos que eran ni yo el profesor que solía. La nueva normalidad, de la que tanto se habla, seguramente será una nueva alteridad. Mas, dentro de lo que cabe, no me quejo. El protocolo diario es más o menos el que sigue: nos interesamos los unos por los otros y por nuestras familias, cumplimos con nuestro deber lo mejor que podemos y, al final, nos recordamos la importancia de cuidarnos. Funciona bien en la medida en que hemos aceptado que nos necesitamos más que nunca en tiempos de crisis.
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Por lo demás, no me entusiasman las rutinas académicas por videoconferencia. Agradezco contar con la tecnología adecuada para poder llevarlas a cabo e incluso siento que estoy aprendiendo. Y aunque comprendo muy bien que haya colegas a los que les cueste adaptarse a este nuevo medio, tan ajeno a menudo a nuestras prácticas habituales, lo cierto es que a mí las tecnologías digitales siempre me han gustado y las he incorporado con gusto a mi trabajo. No se trata de eso. Hay otros aspectos, sin embargo, a considerar en la educación, incluso en tiempos en los que la tecnología se nos presenta como un auxilio imprescindible. La presencialidad es algo que va más allá de la posibilidad de asistir a un aula, paradójicamente porque en ella va implícita también la posibilidad de no asistir. Me explico: estamos en una época del curso en la que los estudiantes universitarios pasan muchas horas charlando sobre el césped de los campus, tomando el sol en las terrazas de las cafeterías, ligando, poniéndonos a caldo a los docentes… Nada que no le suene a quien haya sido cocinero antes que fraile. Por eso mismo, en las condiciones adversas que vivimos, tengo muy claro que en el confinamiento y la suspensión de la presencialidad pierden más mis alumnos que yo: lo que ha desaparecido de su día a día es ese ocio – scholé, lo llamaban los griegos; escuela, nosotros– asociado al encuentro que propician los centros educativos. De esas horas pelando la pava de los estudiantes, que a veces a los profesores nos parecen tan improductivas, saldrán sin embargo amistades de por vida, ideas, tal vez algún proyecto con futuro, amores y desamores, alegrías, desengaños y, en fin, los caracteres que se forjan en un periodo de la vida donde se suceden uno tras otro los ritos iniciáticos. Todas esas cosas son valiosas por sí mismas, todas me parecen privilegios que soy consciente de haber disfrutado en otros tiempos, pero que ahora no me corresponden. Al fin y al cabo, en circunstancias normales, yo soy el que cada día echa el cierre a la puerta del despacho y vuelve a casa más o menos satisfecho al final de la jornada, donde espera el calor de la familia. A mis alumnos, en cambio, jamás debería negárseles ese don de un tiempo singular que dilapidar a placer.
Dicho todo esto, y yendo a la realidad concreta que estamos viviendo, la semana pasada pudimos asistir a una reacción furiosa del alumnado de mi universidad (aunque no solo de la mía, dicho sea de paso) en la red social Twitter. Pueden buscarse todavía los hashtags #verUGRenza o #vergUGRenza para comprobar hasta dónde ha llegado y quizá llegue aún la furia. En apariencia, se diría que el desencadenante tiene que ver con el modo de evaluación en estas condiciones de suspensión de la presencialidad, donde a menudo ha habido más dudas que certezas, y donde suele haber más inquietud que tranquilidad. Algunas quejas me parecen bastante fundadas: personalmente, no he dedicado un solo minuto a preocuparme por si los alumnos se copian o dejan de copiar, dado que me parece prioritario preocuparse de que aprendan. Esa es una de las quejas más o menos recurrentes que nos han hecho y, más que entenderla, la comparto. Por eso no he contemplado en ningún momento la posibilidad de hacer exámenes online, amparándome en dos razones: una, menor pero ineludible, es que me parece que no tenemos garantías absolutas de que una tecnología que, en el caso de la UGR, encima no está pensada de inicio para soportar todo el peso de un sistema íntegramente online, vaya a funcionar como un reloj cuando más se necesite; otra, fundamental, tiene que ver con el escaso entusiasmo que me despierta la confianza excesiva que el sistema educativo tiende a otorgarle a la realización de pruebas de corte puramente memorístico. Eso, claro, requiere de una explicación algo más detallada. Ya volveré después sobre la furia tuitera.
A menudo, hablando con colegas, he escuchado estos días que tan ingenua como mi desconfianza hacia los exámenes memorísticos es la idea de que los alumnos se van a poner a «reflexionar» sobre temas como la lengua (la mitad de mi campo de actuación junto a la literatura) si no cuentan con herramientas sólidas. Lo crean o no, comparto esa opinión, pero si hablamos de eso, de herramientas sólidas, no veo razón alguna para considerar que un examen memorístico sea el único camino para hacerse con un bagaje intelectual importante. No quiero resultar pesado, pero espero se me disculpe este pequeño y acaso necesario rodeo: yo creo que de cara a la docencia contamos en el fondo solo con dos grandes paradigmas, si bien ambos han conocido siglos ya de ramificaciones y variantes. Uno de ellos es el rousseauneano, centrado en la idea de aprendizaje natural; el otro es el socrático, centrado en la dialéctica. Aunque lo parezcan, no son lo mismo. En el primero (por cierto, nutrido de una larga tradición de desconfianza hacia la literatura, aunque esa sea otra historia) se privilegia el protagonismo del discente y de los procesos cognitivos que desarrolla por encima de la evaluación de resultados, de modo que el docente pasa a ser una suerte de acompañante en ese itinerario; en el segundo, el socrático, la lección magistral no se descarta, si bien, en su estado idóneo, no debe confundirse con el monólogo inerte y vacío de significado: el docente, más que guiar o acompañar, en el modelo socrático ayuda a «alumbrar» ideas, para lo cual se requiere de la puesta en práctica de un eros, de un proceso de seducción a través del discurso que despierte en el discente el deseo de saber (no es verdad que en una lección magistral verdaderamente digna de ese nombre el alumno sea un ser pasivo, porque, entre otras cosas, cuando se escucha algo que nos transforma se está siendo muy activo). Dado que me siento más cercano a este segundo modelo y, dicho en román paladino, no creo que por subirles a una plataforma digital a mis alumnos los contenidos básicos de la asignatura se vayan a poner a «reflexionar» espontáneamente, prefiero matizar que lo importante no es eso, sino la invitación a pensar que, si yo fuera el docente que aspiro a ser, debería propiciar en ellos. Y esa es una labor nada espontánea, que requiere de muchas horas de esfuerzo y trabajo, así como de una actitud siempre atenta.
Pero hasta lo que yo crea a este respecto, en el fondo, importa más bien poco. Si hiciese recapitulación de mi experiencia como estudiante, acabaría por aportar ejemplos de maestros que me marcaron y que podría clasificar a grandes rasgos en uno u otro modelo indistintamente. Lo mismo puede decirse de los que preferiría olvidar. Lo que les hacía maestros, maestras, a los inolvidables no era el método o su adscripción pedagógica (el mejor de ellos, Juan Carlos Rodríguez, sostenía de hecho que los métodos no son aspirinas), sino su habilidad, su fidelidad a un programa de trabajo, su compromiso, su ethos y, esto me parece especialmente importante recordarlo, también la libertad de actuación que les confería un marco quizá menos preocupado que el actual por estandarizar las prácticas docentes, así como más propenso a establecer un margen de confianza amplio. Retomando nuestro tema, la modificación que tenemos pendiente diría que va más allá de la adenda a unas guías docentes o de un cambio en los porcentajes de evaluación: una universidad que permita a los alumnos recurrir a pruebas de ensayo como medio principal de evaluación y, de paso, a los profesores disponer del tiempo para implementar un sistema de ese tipo, lo que no puede permitirse, so pena de deteriorar la calidad del aprendizaje, son las ratios de más de setenta alumnos por aula a las que muchos estamos acostumbrados, por no hablar, además, de la sobrecarga de créditos y asignaturas que los profesores llevamos sobre nuestros hombros ya no en periodos de excepcionalidad, sino de normalidad. La media anual de estudiantes a los que evaluamos en una facultad como la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Granada, que es donde yo trabajo, puede estar perfectamente en torno a los tres centenares de estudiantes en muchos casos. Conozco a muy pocos docentes que no sean vocacionales, y prácticamente a ninguno que tome las decisiones que toma, por muy distintas que sean de las que yo he declarado aquí haber adoptado, pensando en perjudicar a sus alumnos. Por desgracia, tampoco conozco demasiadas instituciones que apuesten por establecer una relación de confianza plena e incondicional con sus docentes; y sí bastantes que a menudo nos abocan a confundir la formación para la docencia o la transferencia de conocimiento con la mera demanda permanente de instrucción. Crítica esta, por cierto, que a comienzos de la década de los setenta del pasado siglo hacía extensiva Ivan Illich, en La sociedad desescolarizada, a los sistemas educativos surgidos en el seno de las economías del crecimiento. Más habitual que la confianza es encontrarse con instituciones que nos convencen de que el amor por lo que sabemos no nos capacita a los docentes para continuar la cadena de transmisión de lo que sabemos, y que ingenuamente consideran que un diploma firmado por un experto sí lo hace, aunque muchos sepamos por experiencia propia que, como en todo en esta vida, hay cursos de capacitación docente muy valiosos y otros sobre los que mejor correr un piadoso velo. Fuera de eso, solo mi ignorancia es mía, dado que lo que sé es todos. Quiero decir, en definitiva, que una verdadera evaluación continua no surgirá cambiando un documento administrativo, que es al fin y al cabo lo que son las guías docentes, sino transformando profundamente toda la organización del sistema universitario.
Lo que no significa que deje de tener los pies en el suelo. Lo suficientemente en el suelo, al menos, como para preferir tirar lo mejor que se pueda con lo que hay en lugar de empecinarme en lo que no hay. Sin duda, estamos muy lejos de contar con el capital y los recursos necesarios para acometer una reforma radical. Con todo, yo debo admitir que nunca he hablado con mis compañeros más que estos días; nunca antes nos hemos preocupado tanto de establecer foros sobre los que intercambiar experiencias ni he aprendido tanto de ellos, lo cual me lleva a pensar si, en circunstancias de normalidad, en lugar de intentar superar las muchas limitaciones que afectan a nuestra profesión, no las hemos estado agravando más con cierta dejadez convertida en norma hace ya mucho. La parte amarga del intercambio de conocimientos entre colegas de las últimas semanas quizá sea pensar que, antes de llegar a este momento, hemos estado desperdiciando potencial, saberes y talento (en ese orden) por encima de lo que nos podíamos permitir. Hay saberes gremiales para los que tal vez no hemos sabido construir los canales de transmisión y desarrollo adecuados, sin que eso quiera decir que tales saberes no existan fuera del arbitrio de la administración formal. Ningún curso de capacitación docente, dígalo la ANECA o el porquero de Agamenón, enseña más que la confianza y el apoyo de un colega. Ni es más útil, sino tan solo más rentable en el competitivo mercado de la construcción curricular, al cual se llega siempre por caminos más bien coercitivos.
Y estando en estas, ahora sí, llegó la furia en Twitter. Y llegó con todo lo que arrastra Twitter: junto a quejas más que razonables, contradicciones mil; junto a voces certeramente reflexivas, exageraciones vacías; junto a mensajes que conviene tomarse en serio, pataletas varias. De todo hay, y además aliñado con un problema de contrastes: mal que bien, las instituciones académicas tienen sus cauces de participación como tienen sus tiempos. Por muchas razones que no puedo explicar ahora, a mí no me parece que la UGR, su rectora, Pilar Aranda y, en general, toda la comunidad que aglutina la institución, de la que yo formo parte como profesor, igual que lo forman los alumnos que se quejan y los que no, estemos haciendo un mal trabajo. Sí creo, sin embargo, que lo estamos haciendo en unas circunstancias malísimas. Pero los cauces y los tiempos de participación de una institución casi más grande que la ciudad que la acoge, Granada, y con cerca de cinco siglos de historia ya, no son los de Twitter. Los tiempos académicos son deliberativos, lentos, reflexivos. A menudo requieren no que nos miremos el ombligo, sino la confianza de delegar en quienes elegimos para que nos representen. Frente a la furia tuitera, siempre estarán en desventaja, porque la furia sí que es inmediata y puede prescindir alegremente de todo lo que no sea ella. La furia es tan permeable al narcisismo como incapaz de articular proyecto colectivo alguno. La furia, en definitiva, es la forma última de la idiocia. Por eso me ha dado bastante pavor estos días comprobar la capacidad deshumanizadora de la red social del pajarito: entiendo que tantos estudiantes reclamen empatía, pues es imprescindible que ahora no les falte, que no les fallemos, pero no entiendo tanto que muchos que se ofuscan no den muestras de ella, a su vez. La universidad no es una batalla campal entre profesores y alumnos ni la relación entre ambas partes se basa en el enfrentamiento o se dirime a garrotazos. Solo los muy despistados viven en ese marco mental, que no va más allá de sus cabezas. Es obvio, por lo demás, que los efectos de la crisis sanitaria que estamos viviendo, como son la ansiedad, el miedo, el estrés ante la perspectiva de un futuro laboral incierto, la enfermedad o, en los peores casos, el dolor de tener que afrontar la muerte de un ser querido sin la posibilidad de un verdadero duelo, algo que yo mismo he vivido en persona estas semanas, no son cosas que afecten solo a los estudiantes. Eso cualquiera lo sabe.
Este clima de fragilidad emocional en el que andamos inmersos requiere de cuidados, de comprensión y de apoyo mutuos, de extrema delicadeza y hasta de un reordenamiento de las prioridades vitales. No se aprende a convivir con todo ello sin un mínimo de sosiego, paciencia e inteligencia crítica, que son, para qué engañarnos, cualidades que no tienen por qué adornar a un tuitero, pero que sí deberían definir ese modo particular de estar en el mundo que, cuando menos, aspiramos a tener en común quienes hemos pasado por la universidad, acaso la institución –universitas– más ligada a su propio nombre de cuantas han sobrevivido a varios siglos de existencia.
Cuidémosla, porque también ahora, en estas circunstancias terribles, nos hace mucho más de lo que nos deshace.
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juangarciaunica · 4 years
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Alerta antifascista
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Dos cuerpos masculinos hipermusculados. Dos cuerpos en una exposición –la Universal de París– o dos cuerpos expuestos, porque es la piel, el pecho que para el golpe y la mano que se tensa para golpear lo que se expone, no el alma de los pueblos. Dos cuerpos arios en tensión ambigua: no se sabe si esperan ser agredidos o si intuyen que van a tener que agredir. Dos cuerpos como predispuestos a unirse a otros muchos en falange de combate.
Esta escultura, de título Camaradería, es obra del escultor austríaco Josef Thorak. Como decía antes, formó parte del conjunto que la Alemania del III Reich presentó en su pabellón durante la Exposición Universal de París de 1937. Para quienes no sabemos gran cosa, nos explica qué es el fascismo.
En el origen de toda idea reaccionaria subyace una adhesión casi religiosa a la condición de víctima, una sublimación de tal condición. Hemos visto muchas películas con nazis cometiendo actos de maldad gratuita; hemos visto el odio por el odio y no tanto su reflejo inocente en el espejo. Yo diría que es este. Porque hay inocencia en esta imagen. «Estamos desnudos ante el mundo», parecen decir, «pero nuestra verdad es nuestra desnudez. De nada puede culpársenos, porque nada ocultamos».
Sea lo que sea lo que se acerca, la pierna izquierda del cuerpo del fondo, adelantada, ya anticipa la catástrofe: nos indica que va a tener que reaccionar.
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