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laagenda · 3 years
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Demasiado jóvenes para el rock
Desde una leyenda del britpop a otra del tecnopop, desde el lejano krautrock a una diva del soul y otra del R&B. Un repaso por el retorno de varios íconos.
15 de octubre de 2021
porGustavo Álvarez Núñez
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THE BOO RADLEYS “Full Syringe And Memories Of You” (Boostr) Veintidós años de ausencia. Con el histórico guitarrista Martin Carr a la cabeza, The Bood Radleys fueron parte del tanque britpop: seis discos en su haber, Giant Steps (1993), su Everest, y “Wake Up Boo!”, su canción. Pero cosas de mandinga, este regreso es peculiar: “Es extraño leer y escuchar algunas de las entrevistas recientes de Boo Radleys. Siempre me ha costado mucho reconocer mi existencia, pero ¿estar ausente de mi propia historia?”. Sí, suponen bien. Locura y media: vuelven pero sin Carr. Cuestión que como anticipo de su próximo álbum –titulado Keep On With Falling, con fecha de lanzamiento del 11 de marzo de 2022–, el ahora trío formado por Simon “Sice” Rowbottom, Rob Cieka y Timothy Brown mostraron algunas credenciales de su nuevo espíritu en un EP con cuatro temas, entre ellos el primer sencillo, “A Full Syringe And Memories Of You”, en el que indagan alrededor de la hipocresía religiosa.
TEARS FOR FEARS “The Tipping Point” (Concord Records) Diecisiete años de ausencia. El dúo que conforman Roland Orzabal y Curt Smith anunció días atrás su primer álbum en casi dos décadas. The Tipping Point verá la luz el 25 de febrero próximo vía el sello Concord. En verdad, este retorno discográfico se iba a llevar a cabo en 2017. Pero pasaron cosas. Una, pelea legal y emocional con su antiguo manager. Dos, la muerte de Caroline, la esposa de Orzabal (¿no leyeron nunca que es nieto de un argentino, no?), después de una larga depresión. Tres, tuvieron que barajar de nuevo luego de una pelea entre ambos compositores. “The Tipping Point” es también el primer sencillo y los muestra vigentes y sofisticados como supimos conocerlos. “El narrador de la canción está en la guardia de un hospital mirando a la gente a punto de cruzar ese umbral que llamamos muerte”, aseguró el guitarrista y cantante sobre la escritura de esta canción, que hace referencia a su vía crucis personal. Serán diez temas para la versión convencional y trece para la de lujo.
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LINDSEY BUCKINGHAM “I Don´t Mind” (Rhino) Diez años de ausencia. Ex guitarrista de Fleetwood Mac –despedido en 2018 de la banda en la que era el principal compositor–, recientemente divorciado –Kristen Messner, su ahora ex, se lo solicitó en medio de la salida de su nuevo álbum–, un ataque al corazón, una operación en las cuerdas vocales… Sí, un puchimbol de carne y hueso el señor fingerpicking. Entretanto, en 2017 se encerró en un estudio de grabación con la cantante y tecladista Christine McVie –otra línea fundadora de Fleetwood Mac– para un álbum que iba a contar con Steve Nicks –según el guitarrista, ella lo echó del legendario grupo–, pero que a último momento se abstuvo. Lindsey Buckingham se titula su flamante trabajo, en el que despliega el eco soñador de sus melodías tan frescas como instantáneas. Esa habilidad que lo acerca a Brian Wilson, una de sus referencias insoslayables. “I Don´t Mind” es irresistible –con unos coros muy Mac–, una pincelada de un álbum redondo por donde se lo escuche.
DIANA ROSS “If The World Just Danced” (Universal) Quince años de ausencia. “Quienes tienen entre 8 y 80 años conocen cada palabra de las canciones de Diana Ross y su arte resuena en personas de todas las nacionalidades, orígenes y estilos de vida”, dijo Michelle Obama cuando en 2017 le entregaron a la diva soul un premio honorífico a la trayectoria en los American Music Awards. Esa noche la rompió sobre el escenario, como si los tiempos de oro supremo no hubiesen pasado. Y aquí está, con 77 años y un segundo sencillo “If The World Just Danced” en danza. Ya había compartido en junio el primer simple que lleva como título el mismo del esperado álbum, “Thank You”, un tributo a sus raíces soul y a su colaboración en 1980 con el guitarrista y productor Nile Rodgers (Chic), el opus Diana. El álbum previsto para el 5 de noviembre es además un homenaje a sus fans: “Esta colección de canciones es mi regalo para ustedes con aprecio y amor. Estoy eternamente agradecida de tener la oportunidad de grabar esta gloriosa música en este momento”. Uno de los temas de Thank You cuenta con la colaboración de los Tame Impala.
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KELIS “Midnight Snacks” (Knight & Shepherd) Siete años de ausencia. La diva del r’n’b asomó a finales de los años 90 cobijada por los ascendentes –en ese momento The Neptunes–, quienes generaron unas producciones intergalácticas y grooveras como pocos. Ella podría haber sido la heredera del nuevo soul, una rapera estrella o hasta un ícono pop, pero eligió ser Kelis. Que es todo eso y más. Hacedora de mega hits como “Trick Me” y “Milkshake”, lo suyo ha sido jugar con las ambigüedades y el doble sentido. Siempre pícara, siempre picante, adoradora de la comida –su último trabajo, lanzado en 2014, se llamó Food, y el año pasado estrenó en Netflix El ingrediente secreto, un programa centrado en la cocina con cannabis –, en estos días materializó su esperado regreso con una conjunción explosiva: sexo y comida. ¿Otra vez sopa? No, el single “Midnight Snacks” es una lujuriosa emboscada (¡oleee al trap!) de la siempre bienvenida Kelis.
DAVE GAHAN “Metal Heart” (Columbia Records) Seis años de ausencia. Por si no lo sabían, el cantante de Depeche Mode tiene una doble vida. Lo significativo es que no la oculta. Se trata del proyecto que lleva a cabo con el dueto Soulsavers –los productores Ian Glover y Rich Machin– desde hace un tiempo. Y este 12 de noviembre llegará a las tiendas digitales y las disquerías del ramo Imposter, un nuevo episodio en la biografía de Dave Gahan. La salvedad del asunto: el álbum está compuesto por doce canciones pertenecientes a diversos autores, desde Mark Lanegan, Neil Young y Rowland S. Howard a PJ Harvey, Gene Clark y Bob Dylan, entre otros. “Cuando escucho las canciones de estos artistas, y especialmente la forma en que las cantan e interpretan, me siento como en casa. Me identifico con la música. Me consuela más que cualquier otra cosa. No hay un solo intérprete en este disco que no me haya emocionado. Sé que hemos creado algo especial y espero que otras personas sientan lo mismo y los lleve a un pequeño viaje”, aseguró en un comunicado oficial. La recreación de “Metal Heart” de Cat Power (el proyecto de Chan Marshall) es la primera evidencia de una travesía que promete.
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SAINT ETIENNE “Pond House” (PIAS) Cuatro años de ausencia. Grupo de culto de los años 90, el trío Saint Etienne –Sarah Cracknell, Bob Stanley y Pete Wiggs– retornó a comienzos de septiembre con el duodécimo disco en una carrera que arrancó en 1991 con el inapelable y jubiloso Foxbase Alpha. El flamante I’ve Been Trying To Tell You es otra vuelta de tuerca en su retropop, pero ahora marcado por un futuro perdido. El mismo Bob Stanley ha sido rotundo sobre el concepto: “Es un disco sobre la memoria y cómo puede jugar una mala pasada. Como nadie se ha sentido muy optimista sobre nada en los últimos siete u ocho años, es fácil mirar a fines de los 90 y recordarlo como un delirio sin fin. Pero, por supuesto, no fue así, simplemente elegimos olvidar los momentos que no queremos recordar. Por eso I’ve Been Trying To Tell You gira alrededor de la niebla de la memoria, ese es el sonido del álbum”. La letárgica “Pond House” –con la voz sampleada de Natalie Imbruglia– fue el primer single y resume el tono del opus. Melancolía que se baila en estado comatoso.
BONUS TRACK
FAUST “Morning Land” (Bureau B) En esa gran y osada comunidad que encarnó el krautrock en la Alemania Occidental de la década de 1970, un grupo como Faust tal vez sea el momento más perturbador. Una reacción sonora que exploró los límites del rock, mostrando hilachas de electrónica experimental y música concreta. Un rumiar amenazante e iconoclasta de estos músicos procedentes de la escena underground de Hamburgo. La fastuosa caja 1971-1974 (con siete CDs y dos singles) rinde homenaje a los lanzamientos oficiales de estudio de Faust de los años 1971-1974. La trepidante “Morning Land” se encuentra en el mítico “álbum de Munich” Punkt, que la banda grabó en los estudios Musicland de Giorgio Moroder en 1974. Por una razón u otra, este último disco nunca vio la luz hasta ahora. Es famosa la anécdota de uno de sus integrantes, Jean-Hervé Peron, acerca de su tercer álbum, The Faust Tapes (1973): “Algunos eligieron jugar al frisbee con el LP, otros dijeron que les cambió la vida”.
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Gustavo Álvarez Núñez
Es periodista, músico y poeta. Conduce el programa “Tracks de un futuro perdido” en Radio Pandemia. En Wasap, armó el grupo “Gallinas All Inclusive”. En Twitter es @ganposta
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laagenda · 3 years
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Licencia para esperar
Argentina 1-Perú 0
Licencia para esperar
A diferencia de lo que pasó con Uruguay, donde jugó un 2T voraz, el equipo esta vez entró en su fase administrativa. Ni siquiera se defendió con la pelota.
15 de octubre de 2021
por Alejandro Caravario
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La selección argentina sigue en estado de gracia. Ganó, no le metieron goles, estiró el invicto a 25 partidos y el Mundial de Qatar está al alcance de la mano. Por si fuera poco, en el único percance serio, un penal inventado entre Farfán y el árbitro Sampaio, el travesaño jugó para Argentina. El público, devoto de las rachas como esta, aplaude hasta los laterales. Festeja el mínimo mohín, como hacemos con los niños cuando estamos de buen humor.
Por eso, nadie se atreve a ventilar ese pelín de insatisfacción que producen los partidos como el de anoche en la ventosa noche del Monumental. Todo el mundo cierra filas con los futbolistas, que hablan sobriamente del “objetivo” y se limitan a anotar los tres puntos en el asiento contable, que es lo que vale. Y después veremos. 
Claro, la vara ante Uruguay había quedado muy arriba. El equipo fue una sinfónica de principio a fin. Y frente a Perú, luego de un comienzo a todo ritmo, la selección reguló, acaso por falta de piernas, y cedió el centro del escenario recostado en una ventaja exigua que siempre creyó suficiente. Hizo un poco de fiaca, ahora que tiene licencia. No pueden ser todas bacanales. Aun así, el partido no le resultó arduo. El penal fue un sobresalto aislado que, dicho sea de paso, dejó en evidencia que el VAR es un dispositivo que puede potenciar al fútbol como producto televisivo (en perjuicio de los que van a la cancha, que no entienden nada durante las infinitas deliberaciones en el altillo de control), pero que jamás mejorará a los referís (sobre todo a los más orgullosos), de los que todavía dependen los fallos. Y, por lo tanto, las torpezas arbitrales –a veces con consecuencias decisivas– conservarán intacta su vigencia. Algunos lo agradecen, consideran que “humanizan” el fútbol. 
Argentina acudió de nuevo a su receta de control y movilidad. Y al comienzo, encontró espacios, sobre todo por le lado de Di María. Un par de tiros cruzados del tipo buscapié levantaron el uuuuhh de la tribuna (había ganas de gritar). Y se sabe que el uuuuhh de la tribuna no siempre retribuye acciones de peligro real, pero genera sensación térmica de gol inminente. Messi tuvo un partido flojo, pero de todas maneras la ruta de pases funcionaba. La pelota iba y venía en los contornos del área. La selección maceraba la jugada, esperando el momento propicio para la filtración, ante una defensa multitudinaria. Nada fácil. Así llegó el gol: luego de una triangulación perfecta, aleación invencible de velocidad y precisión. Pase magistral de De Paul, centro de Molina y frentazo de Lautaro Martínez. 
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Lautaro se las tiene que ingeniar para hacerse el hueco. Para ofrecerse. Por lo general, como el equipo toca hasta muy cerca del arco adversario, su parcela de goleador se comprime como un fuelle. Y de ese modo entra poco en juego, a menos que se retrase, algo que al parecer el entrenador no le pide. Debe asumir una conducta espasmódica. Tuvo una chance y, luego de un gran anticipo, la mando a la red. Récord de eficacia. 
A diferencia de lo que ocurrió frente a Uruguay, donde jugó un segundo tiempo voraz, Argentina esta vez entró en su fase administrativa. Ni siquiera se defendió con la pelota. Su control fue dubitativo, a causa de algunas actuaciones flojas. Leo atrajo rivales como siempre, sembró preocupación con el apellido, pero le salieron pocas. Su aliado inmediato, Lo Celso, no estuvo muy participativo. Se conformó con sacar faltas cerca del área, jugando de espaldas. Todos en realidad se conformaron tirándole el fardo a los peruanos, que igual no se hicieron cargo de semejante responsabilidad. De Paul y Romero fueron los únicos que mantuvieron su nivel. 
Aunque cebado por la bonanza y la hinchada en éxtasis, Argentina quizá llegó sin la energía suficiente para jugar los noventa minutos a full. Y su lánguido segundo tiempo no obedeció a una conveniencia táctica sino a cierto agotamiento, falta de reflejos. En cualquier caso, Scaloni quizá recurrió tarde al banco de suplentes. A pesar de que nunca le tembló el pulso para sacar y poner, y de que proclama metódicamente que ninguno tiene el puesto asegurado –salvo Messi, va de suyo–, es lícito imaginar que, luego de la Copa América, no le será tan sencillo mover, así sea provisoriamente, a algunos de los estandartes que lo condujeron a la gloria inesperada. Por ahora, no existen preocupaciones acuciantes en el horizonte del DT. La selección alcanzó su mejor versión en muchos años. Una situación que, cuando empezó desde la nada su carrera al frente del equipo, seguramente le sonaba inverosímil. 
Alejandro Caravario
Alejandro Caravario es escritor y periodista. Su última novela es Librería Palmer
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laagenda · 3 years
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Teatro
Destreza para sobrevivir
En Consagrada, la gimnasta y actriz Gabi Parigi despliega el relato de su vida como atleta, desde los sacrificios de su infancia hasta la violencia de entrenadores.
15 de octubre de 2021
por Mercedes Méndez
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Muchas veces me encuentro yendo al teatro con mi hija de nueve años. Por mi trabajo, suelo ver hasta tres obras por semana y no tengo tan a mano opciones para que la cuiden de noche. Lo que es un problema de logística doméstica intento transformarlo en una colección de recuerdos artísticos que logren impregnar su infancia y, tal vez, colaboren en la definición de su identidad. Puedo parecer pretenciosa, pero la veo acostumbrarse al mundo de la ficción, a los cuerpos de los artistas, a la magia de la iluminación y siento que algo de todas esas noches que acompaña a la madre freelance en sus rondas teatreras por Buenos Aires va a quedar en su futuro. Algunos días viene entusiasmada y otros no. En general, le pido (o le suplico) que acepte el trato de una hora o un poco más de silencio y quietud, aunque no entienda nada. Luego, claro, tendré que compensar con helado u otro tipo de extorsiones comestibles. 
Pero en Consagrada entendió todo. Quedó obnubilada por la destreza y las posibilidades del cuerpo de una atleta de gimnasia artística, se emocionó al pensar cómo hace una nena para competir, viajar y estar lejos de su familia, entendió el maltrato y la descalificación de un entrenador que le dice gorda a una chica, se quedó con la boca abierta viendo las mallas brillantes colgando de una soga y entendió que eso era la metonimia de tantas mujeres. Aclaro, Consagrada no es un espectáculo para chicos. Es una obra que despliega recursos y estéticas que van desde la autoficción, el circo contemporáneo, el teatro y la danza. También ayuda a observar desde el lenguaje artístico algo de la violencia sistemática que vivimos cada día y es un camino para disfrutar y exorcizar prejuicios. Eso lo entendimos mi hija de 9 y yo, de 37, mientras veíamos y escuchábamos el relato de Gabi Parigi agarradas de la mano y sin tener que recurrir a frases como “Esperá, aguantá un poco, ya termina”. El tiempo de la ansiedad se detuvo y empezó el tiempo de la ficción. 
En el centro de la escena aparece el cuerpo de Gabi Parigi. Hay algo solemne en su entrada con una música dramática y poderosa mientras camina con muletas, una corona de trofeos olímpicos incrustada en la cabeza, un corset y fajas por todo el cuerpo. De esta imagen, la obra construye un universo que va desde la metáfora a la literalidad, pero siempre trabajados con equilibrio. De esa entrada grandilocuente, la actriz enseguida cambia de registro y empieza a desplegar múltiples recursos: humor, imitaciones, canciones e interacciones con el público. Gabi Parigi es actriz, acróbata y gimnasta. Entre los 4 y los 19 años practicó gimnasia artística hasta llegar a convertirse en una atleta profesional. Fue parte de la selección argentina durante 10 años, participó de torneos Panamericanos y Mundiales, se formó como entrenadora hasta que un día dijo basta y cambió la destreza del deporte de competición por la poesía del circo. Se inscribió en la escuela circense La Arena, dirigida por el maestro Gerardo Hochman y su vida dio un vuelco irreversible. Muchos de estos puntos se cuentan en este unipersonal que dirige Flor Micha, en una puesta que logra pasar todo el relato autobiográfico por un aura poética y de intensidad dramática. 
El argumento se centra en la infancia de esta talentosa actriz que entrenaba todos los días, que tenía complicaciones en su vida social por las exigencias del deporte, que comía chocolates a escondidas y que extrañaba a su familia en los viajes para competir. También habla de la violencia y el maltrato de entrenadores y todo un sistema pensado para la competencia, que no contempla consideraciones sensibles y empáticas. “Todo lo que me callé” es una frase que la actriz repite en varios momentos, en referencia a ese pasado intenso y duro. 
Del maltrato al dolor físico se arma la síntesis más oscura del mundo del deporte y que Gabi Parigi también padeció. La obra recorre una lista de lesiones físicas, placas, estudios médicos, sin dejar de considerar el miedo y los riesgos a caídas que implica un deporte de estas características. Pero también aparece el otro extremo: el del reconocimiento, los viajes, los triunfos. 
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El relato personal se vuelve universal. Un cajón de saltos funciona como plataforma para armar un mundo simbólico del cual se sacarán objetos, como si salieran de una galera: trofeos, medallas, mallas. Esta historia es el punto de partida hacia cualquier otra en la cual nos cruzamos con compañeros, tuvimos miedo, reprimimos y también experimentamos algo parecido a la felicidad. La puesta es atrapante por ese anclaje en los símbolos, por el humor físico de la intérprete, por un diseño de luces que arma espacios como la gloria de un podio, una fiesta de cumbia y desahogos, hasta la intimidad de la soledad. La música también se suma a este mundo de detalles para retratar este paso de lo singular a lo colectivo.  
En Consagrada puede suceder que el público comience a aplaudir y bailar y después se sumerja en el silencio del drama y la identificación. Y claro, está la destreza de la atleta, sus saltos en el aire, su capacidad de volver liviano su cuerpo, doblarse, estirarse, caminar con sus manos, los matices de una espalda trabajada. Para el final el aplauso del público es doble: se aplaude la transformación poética de este relato personal y se aplaude la historia de supervivencia, porque es la de todos los que insisten en perseguir el deseo. A la salida de la función, mi hija me pide esperar a la actriz y felicitarla. “¿Qué le vas a decir?”, le pregunto. “Que soy su fan”, me responde. Me río y le digo que debe estar cansada, sacándose el vestuario y seguro va a tardar en salir. Sé que son excusas porque a mí me da vergüenza hablar con los actores después de la función. Pero ella todavía es libre de esos sentimientos adultos. Me arrepiento de irme pero le prometo revancha. Los buenos momentos, mejor no guardarlos para un futuro incierto. 
Consagrada se presenta el 9 de noviembre en El Galpón de Guevara: Guevara 326. Entradas por Alternativa.
Mercedez Méndez
Es periodista y crítica de teatro de La Nación, Revista Ñ e Infobae. Coordina, junto a Jazmín Carbonell, el club de espectadores Cómo mirar teatro. Estudió Crítica de Artes y escribió en Tiempo Argentino, Clarín, Perfil y la revista Teatro del Complejo Teatral de Buenos Aires.
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laagenda · 3 years
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Estrenos
El terror materno
En Distancia de rescate, adaptación de la novela de Samanta Schweblin, la confusión de dos mujeres crea el espacio para una tormenta de paranoia.
14 de octubre de 2021
por Maia Debowicz
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Distancia de rescate, de Claudia Llosa (Perú/Argentina/Chile/España/Estados Unidos, 2021), 93´
Es difícil describir el miedo con palabras, se explica mejor con el estómago o con el reconocimiento de un olor que se queda atrapado en la garganta. Esa sensación refleja la experiencia de ver Distancia de rescate: la película dirigida por Claudia Llosa (Madeinusa, La teta asustada) que adapta la novela de la escritora argentina Samanta Schweblin, editada en 2015. Desde los primeros segundos la cineasta nacida en Perú nos sitúa en la mente desorientada de una mujer joven, Amanda (María Valverde). Su voz se enreda con la de un niño llamado David, dialogan sobre la presencia de gusanos, gusanos en todas partes. “Necesito entender qué cosas son importantes y qué cosas no”, dice Amanda. David le cuenta que lo importante son los detalles. El vehículo para detectarlos es la conversación entre una adulta y un niño, entre una madre que busca dónde está su hija (Nina) y un hijo que, de alguna manera, perdió a su madre (Carola, Dolores Fonzi). ¿Es un sueño? ¿Una alucinación? ¿Es real o pura fantasía? Distancia de rescate localiza la historia en una Argentina rural, pero más que en un espacio nos ubica en un estado. Una nube de confusión que crea las condiciones propicias para una tormenta de paranoia.
La película que fue parte de la Competencia Oficial del Festival de San Sebastián traza, como si la cámara fuera una rama que dibuja sobre tierra mojada, diferentes momentos durante la estadía de una madre con su hija en una casa de vacaciones. Un pueblo que irá escupiendo sus secretos más indigeribles. David guía a Amanda en un viaje dentro de su memoria, la voz en off de ambos personajes nos trasladan al momento donde se conocen las dos madres del relato. El sueño poco a poco toma forma de pesadilla, y ninguna pesadilla es ordenada. Distancia de rescate presenta una estructura narrativa donde las historias se esconden en la panza de otras historias. Es un juego del paquete en el que los recuerdos están envueltos en papel de diario, uno adentro del otro. Amanda se siente fascinada por la belleza de Carola apenas la ve, hay un imán que las une: el temor de que a sus hijos les ocurra algo malo. No es la primera vez que Claudia Llosa se involucra con la maternidad como tema: La teta asustada, nominada en 2010 a los Oscar como mejor película de habla no inglesa, cuenta el sufrimiento de una chica que padece una enfermedad transmitida a través de la leche materna de mujeres maltratadas durante el terrorismo en Perú. Esa tanza invisible que une con un par de puntadas a una madre con su hijo, sea con el alimento o el veneno; el amor y la repulsión.
La distancia de rescate es el hilo que ata a una madre a su hija, la capacidad de medir el peligro en metros y segundos. “Me paso la mitad del tiempo calculando esa distancia, y siempre arriesgo más de lo que debería. Un hilo invisible se tensa”, pronuncia Amanda con angustia. Carola le advierte que cuando le cuente qué le sucede a David ya no querrá que juegue con su hija Nina. El relato incluye pájaros flotando panza arriba en el agua, un niño enfermo y una señora que promete curarlo a través de la migración: dividir el padecimiento en dos cuerpos para evitar la muerte de David. La curandera asegura que es la única manera de luchar contra el veneno que se le metió adentro. ¿A qué no estaría dispuesta una madre para salvar a su hijo?
El género fantástico se define cuando un elemento sobrenatural irrumpe en lo cotidiano. Puede tener una atmósfera terrorífica, pero no siempre. El terror, que es más una atmósfera, puede tener características fantásticas o no. Escrita a cuatro manos entre Claudia Llosa y Samanta Schweblin, Distancia de rescate es un relato fantástico que por momentos se viste de película de terror, como si un niño pusiera sobre su cuerpo una sábana con dos agujeros en los ojos simulando ser un fantasma. Sin embargo, el verdadero horror se halla debajo de la tela. Ese instante donde lo familiar se torna irreconocible.
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La fotografía de Oscar Faura encapsula la progresiva pesadilla de Amanda.
La magia, la brujería, las maldiciones, han sido elementos importantes del género fantástico desde su origen como tal. Las ansias, la necesidad, de proteger a sus hijos para una madre es tan grande y profunda que a veces solo el fantástico o el terror se acercan a esa desesperación. Dentro del terror maternal existen tres formas de representar ese temor: hay un terror externo que metaforiza el miedo del ser humano ante el peligro físico, el entorno como amenaza.
Hay otro terror relacionado al lazo de intimidad entre una madre y un hijo que abre dos posibilidades: la madre como la amenaza o el hijo que se convierte en monstruo. Distancia de rescate habla de la maternidad como una pesadilla de la que no podés despertar. El relato saltarín pero no por eso menos agobiante rebota entre las tres variantes de terror maternal, como si un solo miedo no fuera suficiente para transmitir la experiencia de gestar y tener una persona a tu cuidado. “Ya no me pertenece”, dice Carola refiriéndose a David, a quien no reconoce como su hijo después del ritual de migración. “Un hijo es para toda la vida”, le responde Amanda espantada al escuchar decir eso a Carola. La maternidad conlleva el desafío de proteger a un cuerpo que no es el propio, y aún así se lo siente como tal: no del todo ajeno.
El terror de Distancia de rescate está construido a partir de cómo eso que vemos todos los días toma otro aspecto. Como una manzana que se pudre dentro de la heladera y ahora se muestra con otros colores y texturas. Lo familiar se vuelve peligroso. Detrás de la composición de los planos repletos de metáforas se encuentra Oscar Faura: director de fotografía y operador de cámara de películas escalofriantes como El orfanato, Los abandonados o [REC]². Y también de El maquinista, un relato donde la confusión y la paranoia atacan al protagonista al convertirlo en un ser frágil. Hay un plano de Distancia de rescate donde vale la pena detenerse, que define con una imagen aquello que parece imposible de bajar a tierra: el marido de Carola (Omar, Germán Palacios) acaricia un caballo negro. Ambos están en silueta y por un instante los cuerpos se fusionan pintando la postal de un centauro.
Lo más complejo de trasladar un relato literario al lenguaje cinematográfico es que a veces se pierden sutilezas y la libertad de elegir una imagen para plasmar una acción en nuestra cabeza. La imaginación suele ser más terrorífica que una imagen concreta. Ese es el mayor desafío de la adaptación cinematográfica de Distancia de rescate. En muchos momentos logra meternos dentro de la pesadilla, en otros miramos desde afuera. El mayor mérito de la película es su atmósfera, lo sensorial: no es necesario raspar un cartón de Odorama para oler el aroma del pasto, de la piel transpirada a la exposición del sol o el hedor insoportable de un animal muerto. “Es que a veces no alcanzan los ojos”, asegura Carola. Distancia de rescate confirma eso: las imágenes no son suficientes para describir ciertos miedos. El terror maternal es uno de los más poderosos porque cuando termina la película ese terror te acompaña, se te queda adentro como el veneno que ataca el cuerpo de David. El terror como un estado febril que amenaza con ser eterno. Es difícil especificar cuándo un miedo nace, pero lo más complejo es marcar el instante donde culmina. Los miedos no desaparecen, tardan en apagarse.
Distancia de rescate está disponible en Netflix.
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Maia Debowicz
Maia Debowicz es periodista. Escribe en Suplemento SOY (Página 12), Haciendo Cine, Infobae y El Amante. En Twitter es @Maia_Debowicz
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laagenda · 3 years
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Perfil
Brascó, el poeta polimórfico
La reedición de Otros poemas e Irene, el tercer libro de Brascó, permite repasar una de las facetas menos conocidos del último bon vivant.
14 de octubre de 2021
por Osvaldo Aguirre
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Miguel Brascó (1926-2014) fue escritor, dibujante, crítico de vinos y de gastronomía, periodista y creativo publicitario. Bromeaba diciendo que era “polimórfico”, aunque pareció lamentar esa condición hacia el final de su vida. Tantas ocupaciones hacían perder de vista el centro de su trayectoria y, según declaraba en las entrevistas con la prensa, lo que más le gustaba hacer: escribir poesía. La reedición de Otros poemas e Irene, su tercer libro, contribuye así al redescubrimiento de ese aspecto vital de su obra, mucho menos recordado que el personaje de tiradores y moñito que compuso en programas de televisión.
Otros poemas e Irene se publicó por primera vez en 1953, en Buenos Aires, y ahora se reedita con prólogo de Liana Wenner y como parte de la colección Nuestra vanguardia y del Régimen de Participación Cultural del gobierno de la ciudad de Buenos Aires. El título del libro invierte lo que sería el orden de enunciación convencional y nombra a la segunda hija de Brascó, nacida en 1952 de su relación con la poeta y diplomática peruana Lola Thorne y fallecida en un accidente de tránsito a los 31 años. “Irene sólo puede habitar en el misterio/ y toda revelación, toda claridad, le es extraña”, advierte Brascó en el primer poema.
Su definición como “un escritor que dibuja” condensó su situación inclasificable, que le costó el reconocimiento crítico tanto en una disciplina como en la otra, pero remitía a su formación. En las entrevistas de su última época, cada vez que le preguntaron al respecto, Brascó evocó su encuentro con el artista José Planas Casas, en Santa Fe, y la primera lección que había recibido: “la casa de la creación” está llena de habitaciones cerradas cuando un artista se inicia; hay que destrabar las puertas y las ventanas y dejar que la creaci��n circule libremente, sin quedarse en ningún lugar. Es lo que hizo a lo largo de su vida.
Nacido en la provincia de Santa Fe, criado en la de Santa Cruz y residente en la ciudad de Santa Fe hasta 1951, cuando se mudó a Buenos Aires, Brascó se relacionó desde muy joven con el mundillo literario no por ansias de figuración sino por un don de sociabilidad desinteresado de la utilidad que podían dar las relaciones. Pero los elogios a su libro trascendieron ese marco: “De Buenos Aires me llegaron unos libros de poetas jóvenes. De todos ellos, el que más me gusta es Miguel Brascó. Otros poemas e Irene está lleno de aciertos, y además me gusta su tono nada mesiánico, su tomársela un poco con soda (…), una sana actitud de tipo que no se hace demasiadas ilusiones sobre sí mismo y sobre el mundo”, escribió Julio Cortázar en una carta de febrero de 1956 a Eduardo Jonquières.
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Al publicarse el libro, Brascó integraba el comité de redacción de la revista Letra y línea, una de las publicaciones del grupo surrealista reunido alrededor de Aldo Pellegrini. Estaba de paso por Buenos Aires después de recorrer Bolivia y Perú junto al compositor Ariel Ramírez y antes de seguir viaje hacia España, donde hizo un doctorado en Ciencias Jurídicas, y Holanda. Recién volvió a fines de 1957, para sumarse a la campaña electoral de Arturo Frondizi: primera y última experiencia en política, de la que salió decepcionado para siempre.
Las antologías de poesía suelen ser regionales, temáticas, grupales, nacionales, generacionales. Brascó fue más allá y compiló la Antología Universal de la Poesía, publicada también en 1953 a través de Editorial Castellví, en Santa Fe. El libro, para el que hizo traducciones propias del inglés y del alemán, se reeditó en 1957, corregido y aumentado con una sección de poetas del Litoral que incluyó a un jovencísimo Juan José Saer.
Esa antología desmesurada es un dato que ilumina el perfil poético de Brascó, un vanguardista que cultivó virtudes clásicas: la preocupación por la forma y por la música de la expresión verbal. “Un poema tiene que seducirte auditivamente”, le dijo a Mónica Albirzú en el libro-reportaje Creo que soy poeta más que ninguna otra cosa. La devoción por la poesía española, desde los autores medievales hasta los poetas del siglo XX, está en la base de ese principio.
Otro criterio de su poesía fue que se escribe como se habla, con las palabras de uso cotidiano y la fluidez de la conversación. Los temas de Otros poemas e Irene son el amor y el deseo -“es una misma historia la que siempre se narra, una/ historia sentimental con variaciones”, escribe en uno de los poemas- pero Brascó no se exalta, mantiene un tono cortés y evita el sentimentalismo y los desbordes retóricos con otros recursos a los que puso un sello propio: el humor, la ironía.
La historia de “Santafesino de veras”, el chamamé que escribió para Ariel Ramírez y fue uno de sus grandes éxitos como autor de canciones, condensa ese equilibrio entre el respeto hacia las formas y las licencias poéticas. En medio de los arreglos surgió una discusión porque Ramírez notó que en un verso -“del río Carcarañá”- faltaba una sílaba y Brascó se negó a corregirlo con el argumento de que la entonación del cantor agregaba esa parte ausente en el texto al prolongar la palabra “río”; Ramírez no se convenció hasta que trajeron a un cantante de Chaco expresamente para oír la interpretación.
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Un escritor, pensaba Brascó, es también un humorista “esencial”. Y un humorista no es un cómico, no busca provocar la risa sino “expresar los aspectos incongruentes de la existencia”, captar “las sutilezas de la existencia en sus aspectos más inusitados”. Gregorio, el suplemento de humor que editó en la revista Leoplán entre 1963 y 1965, fue la gran realización de esas ideas y el medio que introdujo el humor intelectual en la Argentina.
Como la poesía, el humor fue para Brascó una defensa contra la rutina y contra la trivialidad. Participó también en la fundación de revistas y de grupos literarios a los que abandonó con la misma rapidez con que los había constituido: en Santa Fe, Espadalirio (del poema “La casada infiel”, de García Lorca: “Con el aire se batían/ las espadas de los lirios”); en Buenos Aires, Letra y línea y Zona de la poesía americana, entre otros. Se distanciaba por aburrimiento, por fastidio hacia las pequeñas rivalidades y las infatuaciones de los escritores, “el marketing dentro del marketing”.
La relación entre la poesía y el vino tiene una larga tradición en la literatura, y si Brascó no le concedió demasiada importancia fue tal para vez para prescindir del “macaneo glorioso”, como llamó a los eufemismos y las idealizaciones de los discursos corrientes. Escribió sobre vinos con la misma exigencia que se impuso al escribir sobre poesía -precisión, claridad, belleza de la expresión- y esos textos son también parte de su obra literaria.
En Brascó (2013), un documental de Ernesto Livon Grosman, imita el modo de leer poesía de Juan L. Ortiz y bromea así sobre el culto que rodeó al poeta entrerriano. También lee poemas de un libro propio todavía inédito -Plan B- y dedica uno de los textos, “El destino y sus criaturas”, a Rodolfo Walsh, de quien fue amigo y a quien publicó en Gregorio.
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La relación con Walsh es sorprendente si se tiene en cuenta el itinerario tan contrapuesto que siguieron ambos con respecto a la política, entre el compromiso con la lucha armada y la abstención completa. Más allá de que su afecto, como se nota en el documental, permaneció inalterable aunque no volvieron a hablarse, el vínculo es también un dato del lugar único que ocupa Brascó en la cultura argentina contemporánea: es un eslabón que vincula esferas habitualmente disociadas entre la vanguardia, el periodismo y el arte popular, de Xul Solar a Landrú y Quino, de Macedonio Fernández a César Fernández Moreno y Francisco Urondo, de Ariel Ramírez a Astor Piazzolla, de Mina Civita y la revista Claudia, donde se inició como crítico de gastronomía, al Gato Dumas y la revista Cuisine & Vins, entre otras direcciones notables.
“Tiene veintiséis años y hasta ahora es conocido/ mucho más por referencias que por actitudes personales”, dijo sí mismo en el poema final de Otros poemas e Irene. Pero esas actitudes ya estaban a la vista.
Osvaldo Aguirre
Es periodista, poeta y escritor. Trabajó en la sección Cultura del diario La Capital de Rosario. En Twitter es @campoalbornoz.
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Casa de empeños
Sylvia, Katherine, Emily, más
Pasó una personita de sombrero rosado arrastrando cuidadosamente un pequeño cochecito de muñeca. Era tan diminuto que debía arrastrarlo con un hilo.
14 de octubre de 2021
por Patricio Pron
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1 de octubre (de 1915, según Katherine Mansfield) 
“Están paseando por el jardín de Acacia Road. Está oscuro: las margaritas de Michaelmas están brillantes como plumas. Del viejo frutal que está al fondo del jardín (el delgado árbol que parece un álamo) cae una pera redondeada, dura como una piedra. ‘¿Oíste eso, Katie? ¿Puedes encontrarla? Por Dios... ese sonido familiar’. Sus manos se mueven entre el delgado pasto húmedo. Él la recoge e, inconscientemente, como siempre, la lustra con su pañuelo. ‘¿Recuerdas las enormes cantidades de peras que solía haber en aquel viejo árbol?’ ‘Junto al cantero de violetas’. ‘¿Y cómo después de un viento del sur solíamos ir con canastos para la ropa a recogerlas?’ ‘¿Y que mientras estábamos agachados seguían cayendo y nos golpeaban en la espalda y la cabeza?’ ‘¿Y qué lejos que habían caído, siempre tan lejos, debajo de las hojas de las violetas, por los escalones, hasta el lugar de las lilas? Solíamos encontrar las pisadas entre el pasto. Y qué pronto las hormigas daban con ellas. Es como si ahora viera aquel agujerito redondo con una especie de borde de pimienta oscura alrededor’. ‘¿Sabes que nunca he vuelto a ver peras como aquéllas?’”. 
2 de octubre (de 1971, de acuerdo con W. H. Auden) 
“La nostalgia recurrente de un mundo ordenado y racional es la causa de que haya partidos de derecha, hojas de opinión en los periódicos y cierta novela policiaca. Son tres fenómenos aparente disímiles, lo sé, pero los tres comparten la fantasía de que todo puede ser explicado y (así) resuelto o por lo menos neutralizado. En la novela policiaca esto se ve en la figura del detective, que es personaje central, recurso narrativo y Caballo de Troya ideológico todo a la vez. El detective tiene que tener la convicción de que existe una explicación racional a una serie de crímenes o de hechos misteriosos que operan de disparador de la acción, que estos poseen un autor o autores y que éste o éstos serán castigados al final, restituyendo la situación a un estado de cosas previo. Y el lector tiene que creer esto también para poder leer este tipo de novelas. […] Que la novela policiaca provoque en el lector la impresión de que el crimen es individual (y no social) y que es posible racionalizarlo y darle un castigo explica la popularidad del género. En el fondo, es un tipo de novela que legitima las instituciones de nuestra sociedad, incluyendo la acción de la policía. Pero no digo que los lectores de novela policiaca crean realmente en la justicia. Pienso que lo que buscan es consuelo. […] A menudo saben por experiencia propia que el mundo carece de sentido y que entre las causas y las consecuencias de nuestras acciones se extiende un abismo incomprensible. Pero anhelan un mundo perimido pero ordenado, y eso es lo que les da este tipo de novelas. Hasta la más moderna es, en realidad, un ejercicio nostálgico, así que lo mismo daría si leen cualquier sermón parroquial del siglo XIX: todos ellos están mejor escritos que las novelas policiacas de hoy en día y sus autores ya no están entre nosotros para someternos a sus opiniones.” 
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3 de octubre (de 1922, en el Diario de Katherine Mansfield) 
“Pasó una personita de sombrero rosado, arrastrando cuidadosamente un pequeño cochecito de muñeca. Era tan diminuto que ella debía arrastrarlo con un hilo de algodón. Naturalmente, cuando dejó de vigilarlo y su mano dio un tirón, cayó el cochecito. Por unos dos minutos ella lo arrastró de costado. Luego descubrió el accidente, corrió hacia el coche, lo reacomodó, y miró a su alrededor con rostro enojado: seguro que algún enemigo lo había derribado a propósito. Su pequeña mirada directa era muy atemorizadora y se dirigió a mí. ¿Había visto yo a alguien?”. 
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4 de octubre (de 1959, escribe Sylvia Plath) 
“Anoche se me apareció Marilyn Monroe en sueños como una especie de hada madrina. Una ocasión para ella de «charlar» con su público, más o menos como sucederá con Eliot,  supongo. Yo le contaba, al borde del llanto, cuánto significaban ella y Arthur Miller para nosotros, aunque naturalmente ellos no pudieran saberlo. Ella me hacía una manicura profesional. Como yo no me había lavado el pelo, le preguntaba si conocía buenos peluqueros y le contaba que vaya donde vaya siempre terminan haciéndome un peinado horrible. Ella me invitaba a visitarla en las vacaciones navideñas y me prometía una nueva vida prometedora y floreciente.” 
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5 de octubre (de 2006, según las Erinnerungen de Wolf Biermann) 
“Quienes recuerdan sus sueños me dan mucha curiosidad. ��Cómo lo hacen? Yo no los recuerdo nunca, así que supongo que es inevitable que piense en ellos, que trate de comprenderlos y saber cómo se sienten. Y supongo que era inevitable que les compusiera una canción también. Nunca la grabé, y sólo recuerdo que comenzaba diciendo que los que sueñan ‘son cómo pájaros sin huevos en sus nidos’, creo que ése era el estribillo. Por entonces tenía una esposa que recordaba todos sus sueños. Despertaba y empezaba a contármelos. Podía estar hasta el mediodía, pero mi principal problema no era ése sino la Seguridad del Estado. Unos meses después me echaron de la República Democrática y el resto es historia.” 
9 de octubre (de 1851, en la no muy apropiada recomendación de Emily Dickinson a Susan Gilbert) 
“Me das las gracias por el pastel de arroz […] y cuánto me alegra mandarte algo que te encante (estarás muy hambrienta antes de que allí sea mediodía) y además estarás agotada de dar clase a esos estúpidos estudiantes. Te imagino muy a menudo bajando al aula, luchando con un orondo teorema de binomios en la mano, que has de diseccionar y exhibir ante tus incomprendentes (sic) (espero que los azotes, Susie, por mí, ¡azótalos fuerte siempre que no se comporten como tú quisieras!”. 
10 de octubre (de 1959, sueña Sylvia Plath) 
“Soñé con la señora Mansion: acababa de darle a Gordon un plato con dos grasientas costillas de cerdo al horno. Había una gran tarta helada de varios pisos. Por error, la mandaban al asilo de ancianas de la ciudad y se la comían toda menos cuatro porciones. Yo llegaba justo cuando la señora Mansion se las estaba ofreciendo a las que servían el té y la reprendía: ¡los artistas son tan pocos, les encantarían las sobras del pastel! Finalmente yo ganaba y conseguía un pedazo de tarta.” 
11 de octubre (de 1861, en las palabras relativamente explícitas que Emily Dickinson dirige a Samuel Bowles y traduce Nicole d’Amonville Alegría) 
“El título divino, es mío. / La Esposa sin el Signo – / agudo Rango a mí otorgado – / Emperatriz del Calvario – / regia, en todo salvo la Corona – / desposada, sin el Vértigo / que Dios nos manda a las Mujeres – / si Tú acercas Granate al Granate – / Oro – al Oro – / Nata – Nupcial – Amortajada – / en un Día – / Victoria triple – / ‘Mi Esposo’ – dicen las Mujeres / acariciando la Melodía – ¿Es esta – la vía?”. 
13 de octubre (de 1959, según Sylvia Plath) 
“Sueños: anteanoche soñé en el espantoso ajetreo de hacer el equipaje durante los dos días antes de tomar el barco para partir a Europa; echaba de menos a Ted aquí, allí, mientras pasaban las horas y yo seguía metiendo suéteres extraños y libros en el maletín de mi máquina de escribir. Anoche estaba entre judíos, en un servicio religioso, tomando leche en un cáliz de oro mientras repetía un nombre; mientras tanto, la congregación bebía leche en unas tacitas. Yo deseaba que le echaran miel. Estaba sentada junto a tres mujeres embarazadas. Mi madre estaba rabiosa por mi embarazo y para burlarse de mí sacaba una falda inmensa para poner en evidencia lo gorda que yo estaba. Peter Davidson también aparecía: me afeitaba las piernas por debajo de la mesa. Un patriarca judío a la cabecera de la mesa me decía: «Espero que no traigas tu cimitarra a la mesa».”
Patricio Pron
Es autor de libros de relatos. ensayos y novelas, entre ellas, El comienzo de la primavera, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia y Nosotros caminamos en sueños. Fue traducido a diez idiomas y publicado en más de veinte países. En 2019 ganó el Premio Alfaguara de Novela. Vive en Madrid, donde trabaja como escritor y crítico. En Twitter es @patricio_pron
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Entrevista
Los niveles del pánico
Ante el estreno de Distancia de rescate, Samanta Schweblin habla de sus miedos a la adaptación de su novela y los miedos terrenales de la obra misma.
13 de octubre de 2021
por Diego Lerer
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Hay una historia que siempre recuerdo de las pocas que mis padres me contaban cuando era chico. Se mencionaba a modo de broma familiar, entre risas, pero para mí era una historia de terror de esas que te impiden dormir a la noche. Según mi madre, unas horas después de mi nacimiento una enfermera del sanatorio me llevó de “la nursery” a su cama y apenas ella me agarró se dio cuenta de que no era yo, que le habían llevado otro bebé. Se lo dijo y, aparentemente (“esto es lo importante”, diría David en la novela), corrigieron el error, devolvieron aquel bebé a sus padres y me entregaron a mí en brazos de mi madre. Nunca me convencía del todo el final feliz de la historia. ¿Y si el primer bebé que le llevaron era realmente su hijo y yo era el de otra familia? Después de todo, los recién nacidos son muy parecidos entre sí y confundirse no es tan difícil. ¿No habré estado viviendo una vida equivocada, con mis verdaderos padres criando a un ser extraño que suponen es su hijo y conmigo, acá, rodeado de toda esta gente con la que no tengo relación alguna?
Ese terror infantil volvió con toda su furia cuando leí Distancia de rescate y reapareció al ver la película, que llega hoy a Netflix en una de esas extrañas coproducciones internacionales que tienen todo para salir bastante mal pero que, por esos raros milagros creativos, quedó bastante bien. El miedo del que habla la novela de Samanta Schweblin es ese mismo, solo que parece estar puesto del lado de la madre. “¿Qué sucede si un día siento que mi hijo ya no es mi hijo?”, parece pensar Carla (Carola en la película) al verlo a David, irreconocible, un niño quizás viviendo en el cuerpo de otro que no es el suyo. “¿Qué sucede si un día le pasa algo a mi hija?”, parece pensar Amanda, que no quiere ni puede dejar de ver por un segundo a su Nina, que necesita tenerla a la distancia del título, una que le permita alcanzarla si, por ejemplo, se cae a una pileta.
“Tarde o temprano algo malo va a suceder”, decía mi madre, “y cuando pase quiero tenerte cerca”. Esa temerosa y fatalista frase que Amanda, la protagonista de Distancia de rescate, recuerda haber oído de su madre, es la que modula en gran parte el horror existencial de esa novela corta que publicó Schweblin allá por 2014. Es, casi, un ensayo sobre el “fuera de campo”, sobre lo que pasa cuando las personas que queremos se alejan de nuestra vista, de nuestra vida, se vuelven irreconocibles o directamente desaparecen. Y también sobre el horror que no vemos y con el que convivimos sin saberlo. Y el cine es el lienzo perfecto para pintar esos miedos. Entre el drama familiar y la película de terror, el film de Claudia Llosa (directora de La teta asustada) propone acercarse y mirar de frente ese terror difícil de poner en palabras.
Protagonizada por Dolores Fonzi y la española María Valverde como las dos madres enredadas en una compleja trama que va de la confusión existencial a miedos más terrenales y reconocibles, una película que coquetea con un universo fantástico en el que la transmigración de las almas convive con alternativas de corte más científico como la contaminación ambiental o los agroquímicos, Distancia de rescate es también una historia sobre eso que está pero que no advertimos, eso que nos modifica, nos altera y nos mata pero que no podemos determinar bien de dónde viene o qué es. En algún punto, el núcleo de la novela anticipa --al menos de manera metafórica—la existencia del Covid-19: no hay distancia de rescate posible cuando lo que nos puede atacar, matar, deformar o convertir en “otra persona” es algo invisible a los ojos.
Schweblin está en Berlín, donde vive hace ya varios años, afrontando una larga serie de compromisos periodísticos vía Netflix para promocionar una película en la que está más involucrada que lo que usualmente están los novelistas en las adaptaciones de sus obras. De hecho, Samanta estuvo involucrada en el casting, en la elección de las locaciones, estuvo en el rodaje y hasta viajó un par de veces a Barcelona para el montaje. “Así que cuando vi la película no sentí distancia, sentí que fue un proceso en el que estuve presente de punta a punta”, recuerda.
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La película es protagonizada por María Valverde y Dolores Fonzi.
Quizás uno de los motivos por el que los escritores no suelen ser invitados a participar de las películas que se hacen en base a sus libros es que se trata de dos lenguajes distintos y es habitual pensar que los creadores de esas historias serán muy celosos y protectores de su propio material, que les va a costar soltarlo, dejar que viaje solo, que se transforme en otra cosa, en cine. Schweblin se reconoce “prejuiciosa” con ese proceso, temía que como autora no iba a tener la distancia para poder hacer una adaptación y que iba a tener que abandonar el material del que partía, un material muy cercano y personal. Pero, asegura, eso jamás sucedió, que por la manera de trabajar de Claudia (“que es espectacular”) sintió un enorme colchón de seguridad. “Se trataba de jugar con el material –recuerda--. De hecho, dimos un salto muy grande, estábamos dispuestas a cambiar muchísimo y fue la propia novela la que nos volvió a traer y a concentrar todo alrededor suyo. Yo me quedo tranquila porque no me quedé en ‘quiero contar todo esto de nuevo’ sino que fue un movimiento natural.”
Schweblin estudió cine en la carrera de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires, pero luego dejó por completo el asunto –se adaptaron cuentos suyos pero ella no estuvo involucrada-- para dedicarse de lleno a la literatura. Y al adaptar su propia novela pegó un giro completo, quizás inesperado, de regreso a ese origen ya que, si bien había escrito algunos guiones antes, nunca había hecho una adaptación y menos de algo propio. Y la experiencia la sedujo a tal punto que ahora están adaptando “otra cosa” con Claudia. “Es raro porque, aunque no lo parezca, hay mucha libertad al adaptar algo. Podés hacer lo que querés porque siempre hay una historia que puede atajarte en el momento en el que estás perdido”, dice.
El otro “inconveniente” es que las películas tienden a fijar una imagen univoca del universo creado por el autor. Si tomamos en cuenta el alcance de Netflix en relación a un éxito literario, es obvio pensar que de ahora en adelante millones de personas en el mundo verán a Amanda con el rostro de Valverde, a Carla/Carola con el de Fonzi y al mundo imaginado por Schweblin (y reinventado por cada lector al leerla) con los espacios específicos armados por Llosa y su equipo. Y ese era, y quizás siga siendo, el gran miedo que tenía antes de aceptar la propuesta: hasta qué punto una mirada en particular encasilla para siempre a la novela o no. “No lo tengo claro pero es un miedo, sí —dice--. A la vez, también pienso en mi experiencia como lectora, en las novelas que leí después de ver sus adaptaciones al cine y eso me serena, porque las novelas que me gustaron se separan de sus adaptaciones. Incluso cuando son bastante fieles, es otra la experiencia. Entonces trato de pensarlo de otra manera, que la película podría generar muchos más lectores para la novela que los que podría perder. El cine tiene una visibilidad que la literatura no tiene.”
Distancia de rescate presenta dobles por todos lados: dos mujeres, dos niños (uno de ellos que quizás sean dos distintos), dos temas que funcionan en paralelo (la maternidad y la contaminación ambiental) y hasta dos tonos, uno más cercano al drama y otro, si se quiere, más ligado al fantástico. En la literatura los recursos para conjugar esos modos son diferentes que en el cine. Y eso era algo que Schweblin y Llosa sabían de entrada y que les demandó un trabajo muy consciente ligado a las maneras de contar las historias, tanto la de la maternidad como la del medio ambiente. “En ambos casos tienen lecturas realistas y a la vez fantásticas, metafísicas –analiza--. Y siempre quisimos trabajar en los dos niveles a la vez sin que se cancelen en ningún momento. Fue un trabajo de hormiguita, de mover comas, de nunca decir ‘es esto’ o ‘es lo otro’. Creo que en la película el tema del medioambiente es más fuerte que en el libro, lo cual agradezco, pero sigue la misma lógica. A mí las denuncias que más me golpean son las que tienen más que ver con mis propios terrores y con lo que me pasa en el cuerpo que los nombres o los números. Eso a veces escapa a la ficción. Acá me interesaba más el terror físico del lector y del espectador: “Levantate, movete rápido, esto te puede tocar en cualquier momento’, que ir por una denuncia más explícita.”
La adaptación de la novela de Schweblin aparece en un momento en el que la literatura argentina está siendo muy requerida por el audiovisual, tanto para cine como para series, tanto en el país como fuera de él, con libros de Mariana Enriquez, Gabriela Cabezón Cámara, Selva Almada, Iosi Havilio, Pedro Mairal, Camila Sosa Villada, Tamara Tenenbaum y Camila Fabbri –además de la propia Kentukis, de Schweblin--, entre otros que han sido o serán en breve llevados a algún formato audiovisual. Una nueva caja de Pandora, la define la escritora, a la que se nota muy entusiasmada por lo que está pasando en esa relación entre el cine y la literatura nacional a partir de la cantidad de adaptaciones que están en proceso, algunas de ellas muy recientes, de novelas de un par de años atrás. “Mi impresión es que la tecnología llegó a un límite en el que es posible hacerlo todo y lo que se necesita, lo que adquirió un lugar central, son historias –explica--. Hay mucha avidez por qué es lo que se cuenta. Creo que tenemos muy buenas historias para contar acá y hay una inmediatez en ese movimiento que es muy interesante.”
Diego Lerer
Diego Lerer es crítico de cine. Fue editor del suplemento Espectáculos del diario Clarín y edita el blog Micropsia. En Twitter es @dlerer
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Ojos bien cerrados
La incorporación de cámaras en los estudios de radio, que permiten la transmisión en vivo, ponen en peligro la identidad misma de ese medio.
13 de octubre de 2021
por Mauro Libertella
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A veces creo que la radio es el único medio de comunicación verdaderamente sagrado. El diario en papel tiene por supuesto un prestigio venerable, asociado a un puñado de postales de fuerte peso histórico: las redacciones antiguas con los hombres fumando y tipeando como maníacos en sus pesadas Remington negras; los canillitas agitando el papel enrollado al viento y gritando el improbable Extra Extra!; las tapas con título enorme, en tipografía escándalo y, por supuesto, el grito de guerra: paren las rotativas. Pero el papel murió, o al menos eso nos vienen anunciando hace años. Desde hace, por lo menos, una década, los diarios se pusieron en la fila que va al patíbulo en el que todavía esperan para ser ejecutadas otras víctimas del siglo XX: la filosofía, el amor, Dios.
La radio, en cambio, parece no peligrar, quizás porque su esencia última, eso que llamaríamos con algo de pomposidad su alma, es de lo más sencilla, y por eso no puede ser alterada: un grupo de personas hablando. Desde que se inventó el lenguaje, no hay nada que sea al mismo tiempo más simple y más sofisticado que una conversación, y el acto de hablar define mejor que ningún otro (mejor que la guerra, incluso) al género humano. La radio es atávica: cada vez que dos personas se ponen a hablar frente a un micrófono se vuelve a activar esa memoria genética que está guardada en la lengua materna, y que también pulsamos cuando escribimos.
¿Por qué, entonces, modificar eso que no necesita ser modificado? ¿No era que el equipo que gana es un equipo que no se toca? ¿Por qué convertir a la radio en un medio audiovisual?
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No quiero exagerar, pero la incorporación de cámaras en los estudios de radio, que hacen que ahora podamos ver cómo se hacen nuestros programas favoritos, es una decisión que amenaza con romper la radio para siempre. La gracia de la radio era que se trataba de un espacio misterioso, invisible, del que solo podíamos reconstruir sus contornos usando la imaginación. Así, la imaginación de los que crecimos escuchando radio se hizo frondosa porque esa fue nuestra escuela: la radio era el único medio que se podía consumir con los ojos cerrados, y eso lo volvía mágico y misterioso. La voz áspera y desganada de los conductores de la trasnoche, la voz sexy de algunas locutoras, el tono rapidisimo de los conductores de la segunda mañana: a través del grano de la voz inventábamos una cara, un contexto en el que esas charlas acontecían, un repertorio de gestos que acompañaban a la risa o a la indignación del que decía algo. La fantasía soltaba amarrabas y por eso la radio se parece a la literatura.
Pero ahora que muchas radios transmiten sus programas en vivo por Youtube comprobamos, como si hiciera falta, que la realidad es más rampolona que nuestras fantasías juveniles. No hay nada que ver: personas que son iguales que nosotros –primera comprobación decepcionante– dicen cosas en ambientes demasiado iluminados y asépticos, como una oficina cualquiera. Cuando vemos radio por Youtube ocurre un poco lo que pasaba cuando un mago enmascarado tuvo la idea terrible de hacer un programa de televisión en el que mostraba cómo se hacían los trucos de magia más famosos de momento. La pérdida del aura diría, otra vez, Walter Bejamin. Porque la radio se parece a la literatura pero también a la magia, y en todos los casos es preferible no saber cómo se hizo el truco.
(Un recuerdo. En 1998 cursaba la primera material de la especialización en Medios de Comunicación de mi escuela secundaria. La materia era, precisamente, Historia del Medios de Comunicación, y en grupos de tres alumnos teníamos que elegir un medio y reconstruir su historia. Yo elegí la Rock & Pop; era una frecuencia aún joven pero ya había dejado una marca fuertísima, y era una tatuaje en mi propia formación. Para tener algún testimonio directo, decidimos apersonarnos en los estudio de la mítica emisora, que entonces quedaban sobre la calle Arenales, a las 8:30 de la mañana, un rato antes de que comenzara el programa de Mario Pergolini y Eduardo de la Puente. Diez minutos antes de las nueve, Mario, caminando con agilidad, manipulado sin vacilaciones los movimientos de un cuerpo altísimo, llegó por Arenales y lo abordamos como fans tímidos. Le explicamos lo que teníamos que hacer y nos invitó a pasar con él al estudio. ¡Con él al estudio, a nosotros, unos purretes de 16 años que recién habíamos dejado los pañales! Cuando atravesábamos el pasillo que conducía al estudio central, Pergolini me miró y vaticinó: “Con esa cara, en unos años vas a fumar porro todos los días”. Entramos. Nos ubicamos en un sillón pequeño y don Mario nos avisó que iba a hacer el primer bloque, de 40 minutos, que nos mantuviéramos en estricto silencio y que luego pondría tres canciones seguidas y podríamos hacer la entrevista. La luz roja de Aire se encendió. Pergolini habló durante más de media hora, de manera ininterrumpida, mientras hojeaba revistas pornográficas. Frente a él, De la Puente, con campera de cuero, lo miraba con ojos perdidos, algo abstractos, como si no comprendiera muy bien lo que allí estaba ocurriendo. No habló, no dijo nada. Ese día salí de ahí como se sale del cine un mediodía de sol, sin poder creer que afuera el mundo siguiera girando, y nunca más apagué la radio).
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Me pregunto ahora, mientras miro programas de radio en Youtube (no debería hacerlo pero, ay, los miro), qué nivel de conciencia tienen los conductores y quienes los acompañan en la mesa de la presencia constante de esas cámaras. ¿Elegirán con mayor cuidado la ropa que se van a poner ese día? ¿Evitarán hacer ciertos gestos entre sí cuando están haciendo una entrevista telefónica? ¿Dejarán el trago furtivo de alcohol para las publicidades, cuando también la cámara se corta? Quién sabe. Todavía es demasiado pronto para saber con certeza si esta incorporación tecnológica va a cambiar el modo de hacer radio; quiero decir, si va a cambiar las palabras que se dicen al micrófono, el tono en el que se dicen, las risas que siguen a un chiste. De a poco la radio se irá convirtiendo en un medio audiovisual y los locutores serán, faltamente, conductores de televisión, porque Youtube ya es la televisión. ¿Estoy exagerando?
  Nos queda un consuelo: siempre se pueden cerrar los ojos. Algún día los programas de radio se harán con 20 cámaras simultaneas, conductores maquillados, transmisión en Alta Definición, planos cortos a los poros de la cara del columnista de deporte o de espectáculo, pero el oyente tendrá la última llave disponible para volver el tiempo atrás y ser, de nuevo, oyente.
Podrá cerrar los ojos.
“Mirar” la radio es una rara tentación –igual que mirar la resolución de los trucos que ofrecía el mago resentido–, y a veces algunas tentaciones parecen estar ahí para que luchemos contra ellas.
Mauro Libertella
Es periodista cultural. Publicó los libros Mi libro enterrado, El invierno con mi generación, Un reino demasiado breve y Un hombre entre paréntesis. Retrato de Mario Levrero.
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Mesa de luz
Morir en las islas
La otra guerra, de Leila Guerriero, es un reportaje editado como un libro pequeño, en el que indaga en el cementerio argentina de las Islas Malvinas.
12 de octubre de 2021
por Gustavo Nielsen
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Escribir otra vez sobre Malvinas, mi dolor. Le pedí el libro a Sebas Lidijover de Anagrama pero sin prometerle nada. Decir que me muero un poco cada vez que hablo o escribo acerca del tema sería una impertinencia: hay compañeros que dejaron la vida de verdad, y lo mío no pasa de ser una metáfora sin brillo. Leí a Leila Guerriero por recomendación de Lori Saint-Martin, mi traductora al francés. Pero no sé si quiero leerla de nuevo en este librito titulado La otra guerra y subtitulado “Una historia del cementerio argentino en las islas Malvinas”. Igual sé que lo haré, mal que me pese. Porque leo todo sobre esas tierras, porque estoy obsesionado con ese tema y cada vez que algún gobierno infeliz o algún idiota que no sabe nada dice frases como “son británicas”, mi cuero de soldado salta al cuello a degüello. Soy así y las Malvinas son argentinas.
Hice la colimba durante la época de la guerra. Clase 62. Me tocó Marina. Tuve la instrucción en Puerto Belgrano y el lujo de presentarme como universitario (había dado bien el examen para entrar a arquitectura; me enteré de las notas un día antes de ser llevado en tren a Punta Alta) me puso a disposición del aprendizaje de algo singularmente simple, pero a la vez complejo: los radares de profundidad. Y de un destino: el Crucero General Belgrano, en el que hice prácticas reales y hasta llegué a dormir algunas noches a bordo. Habrán adivinado: no llegué a salir en el viaje fatídico en el que el crucero fue hundido por los ingleses fuera del área de conflicto. O tal vez lo sepan por una nota que publico todos los años en los medios –en el máximo de medios que puedo (también ha sido publicada aquí en La Agenda)– titulada “Valiente muchachada”, sobre el cumpleaños que le hago cumplir, valga la redundancia y casi como una orden, al que fue en mi reemplazo por el cambio de tripulación. Era un chico como yo, de dieciocho, pero carpintero y de Ramos Mejía. En la nota le cambio la edad cada año, para que crezca conmigo. Aquí pueden leer su cumple de 59, el dos de abril último pasado. Mientras yo esté vivo, ese conscripto seguirá celebrando su natalicio. Esta nota es su templo.
Leí el libro de Leila de un tirón (es corto, además de que me lo quería sacar de encima). “En 1982, tras la guerra entre Argentina y Gran Bretaña por las islas Malvinas, el ejército inglés ordenó al oficial Geoffrey Cardozo que identificara a los soldados argentinos fallecidos en ese territorio y diseñara un cementerio para albergarlos. Los resultados de su trabajo llegaron al gobierno argentino, que no los hizo públicos ni los dio a conocer a los familiares de los caídos, de modo que estos permanecieron sin identificar. El libro narra los esfuerzos exitosos y recientes por restituir la memoria opacada por la inacción institucional, el orgullo nacionalista y la sombra de la dictadura”. Esa es la tesis de La otra guerra. La mayoría de los familiares tardaron treinta y cinco años en enterarse oficialmente de los decesos.
El libro enumera los problemas que tuvieron, que son un montón. Los desaires más importantes vienen del propio gobierno militar. Acostumbrados a llamarle “guerra” al exterminio generacional que manejaron desde el Estado en los años setenta y por el cual no soltaron ningún dato a ninguna Madre ni Abuela, esta guerra real de apenas setenta y cuatro días estaba destinada a seguir iguales consecuencias. Aunque las familias de los hijos, hermanos y maridos muertos en batalla insistieran con que no eran N/N sino héroes. Un segundo problema de comunicación es que Cardozo, aún con ese apellido casi uruguayo, era inglés, entonces era el enemigo: sus listas podían ser un arma de manipulación más que un favor hacia nosotros. Otro problema: el país derrotado era un país en dictadura y “sus héroes, en muchos casos, también habían participado en la represión ilegal, en nombre de la misma patria”, escribe Federico Lorenz, el presidente del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) que se ocupó de exhumar y reconocer la totalidad de los cadáveres hallados.
También hubo, por raro que parezca, oposición de parte de la Comisión de Familiares de caídos en Malvinas. Acá contribuyó la grieta –no voy a dejar que utilicen políticamente a mi hijo/hermano/marido muerto los gobiernos de turno– y un malentendido que se originó en un grupo de veteranos que decía que todo el plan de desenterrar y reconocer identidades estaba dirigido a llevar los cadáveres a tierra continental. En los reportajes diferentes personajes utilizan el latiguillo despectivo: “va a ser un carnaval de huesos”.
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Los ingleses fueron dejando, a lo largo de la historia, cementerios propios en sus colonias (qué medieval suena hablar de una nación colonialista, ¿no?, pero son como las monarquías, que las hay, las hay). De ahí puede venir el resquemor de esos veteranos de que el objetivo de los ingleses fuera desmontar el cementerio argentino isleño para que el enemigo no continúe con su presencia en el sitio.
En una charla con Claudio Avruj, el Secretario de Derechos Humanos de la Nación durante la presidencia de Mauricio Macri, el funcionario trata de adjudicar a su gobierno los viajes humanitarios de los familiares que dieron su consentimiento al equipo forense y lograron identificar los cuerpos de sus hombres en las islas, pero Leila Guerriero le refuta: “Esos vuelos los pagó Eurnekian”. El empresario fue quien, en 2006, rentó personalmente varios aviones para que los familiares pudieran encontrarse con sus muertos. Entonces Avruj agrega, tratando de salvar la situación: “Pero si deja de pagarlos, el Estado se va a hacer cargo”. Las miserias apiladas durante años de espera doliente se juntan en las páginas de este libro. Pero también algunos triunfos, los del equipo forense convocado en 2012 y los de aquellos que se ocuparon le ponerle lápidas, cruces, nombres al cementerio. Copio un diálogo entre la autora de la crónica y Eurnekian:
-       Financiar esos viajes parece responsabilidad del Estado, no de un empresario (dice Leila).
-       Yo pienso diferente. La apatía del Estado no me gusta, pero es lo que hay. La bronca mía es pensar cómo no hubo un empresario que se haya solidarizado con este esfuerzo antes. Todos participaron de la gesta de una manera muy emotiva y luego se olvidaron.
-       ¿Y cuál era su postura en relación a las identificaciones?
-       Es muy triste ser familiar de un caído y que digan “Está tirado por ahí”. Nos pareció muy humano. Correctísimo. Es lógico que sea así.
Quiero terminar esta nota con un poema del libro “Soldados”, de Gustavo Caso Rosendi, un colimba al que le tocó ir y tuvo la suerte de volver. Su amigo Vojkovic, en cambio, no. 
“Cuando cayó el soldado Vojkovic
dejó de vivir el papá de Vojkovic
y la mamá de Vojkovic y la hermana
También la novia que tejía
y destejía desolaciones de lana
y los hijos que nunca
llegaron a tener
Los tíos los abuelos los primos
los primos segundos
y el cuñado y los sobrinos
a los que Vojkovic regalaba chocolates
y algunos vecinos y unos pocos
amigos de Vojkovic y Colita el perro
y un compañero de la primaria
que Vojkovic tenía medio olvidado
y hasta el almacenero
a quien Vojkovic
le compraba la yerba
cuando estaba de guardia
Cuando cayó el soldado Vojkovic
cayeron todas las hojas de la cuadra
todos los gorriones todas las persianas.”
Gustavo Nielsen
Es arquitecto, dibujante y escritor. Como arquitecto realizó obras en Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Ha publicado varios volúmenes de ficción, entre ellos "La otra playa", Premio Clarín de Novela 2010
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Antes paria que jerarca
Mesa de luz
Antes paria que jerarca
Una antología revela un motín de textos anarquistas que circulaban en Argentina y Uruguay a principios del siglo XX. Entrevista con sus compiladores.
12 de octubre de 2021
por Gustavo Alvarez Nuñez
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Esta nota comienza con una semblanza personal. En 1930, en Lanús, en el sur del conurbano bonaerense, una mañana de huelga obrera, mi abuelo Antonio Álvarez estaba caminando en medio de un grupo, a metros de la panadería propiedad de su cuñado y su hermana –donde trabajaba–, cuando en una confusión de tiros y alboroto, una bala acabó con su vida. En Albares de la Ribera, una aldea de la provincia de León, a 372 kilómetros de Madrid, en una región conocida como El Bierzo, siete meses atrás había nacido su última hija. Mi padre recién había cumplido tres años. El mayor de los cinco hermanos tenía once. Mi abuela Maximina quedaba viuda. Dato que no es menor: ella lo fue de por vida, siempre vistiendo de negro, como se estilaba. Murió a los 88 años, en Madrid, en la casa que compartía con una de mis tías. Pero hubo una pregunta que se hizo hasta sus últimos días: si ellos lo tenían todo, ¿por qué su esposo había venido a la Argentina?
Ese año fatídico para mi familia significó la segunda incursión de mi abuelo en Argentina. La vez anterior se había escapado de su casa siendo poco más que un adolescente –pagando el pasaje con ahorros de su trabajo– pero regresó a España para hacer el servicio militar. Como tantos otros en ese tiempo, los límites de su comarca, la pobreza reinante y la falta de horizonte hicieron que otra vez se subiese –con la maleta llena de sueños– a un barco en Vigo, Galicia, y se dirigiese hacia estas playas. El reproche que mi abuela se hizo hasta los últimos días tal vez encerraba un dilema filosófico.
Ella estaba atada a su terruño, a su tierra; no concebía su vida fuera de esas lindes. Quizá mi abuela seguía pensando en el siglo XIX y los recursos del trueque (contaban con pasto y animales, ¿qué más?). En cambio, mi abuelo, más inquieto, más aventurado, estaba cautivado por el universo de las ideas progresistas, por eso que tenía en la punta de la lengua y no sabía nombrar. Tal vez él estaba embelesado por un mundo nuevo, el de la modernidad incipiente del otro lado del océano. Quizás en “América” estaba ese faltante, ese hueco, que le hacía tomar unas pocas pertenencias y abandonar por un tiempo a su familia. ¿Ellos lo tenían todo?
Después de la Guerra Civil, mi familia paterna tuvo que dividirse. Varios integrantes quedaron allí. Antonio Celada, abogado y ya retirado, es uno de mis primos españoles. Desde Madrid me hizo un pormenorizado estado de situación del universo político e ideológico que rodeaba a mi abuelo un siglo atrás. “El abuelo era un anticlerical radical que se negaba a pisar la iglesia, rasgo muy propio de las izquierdas militantes de la época, y que estaba a contracorriente del sentimiento tradicional del pueblo, que era campesino, conservador y muy controlado por la iglesia católica. Sin embargo, por lo que sé, él se mantuvo siempre firme en eso. No era tampoco el único en el pueblo pues la existencia de las minas de carbón y los trabajadores y obreros mineros, influenciados por ideologías progresistas, fue un revulsivo en aquella sociedad cerrada, tradicional y católica”, escribió.
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Más adelante, mi primo Tonio –como cariñosamente lo conocemos–, apunta a ese círculo en que se movía mi abuelo, en un pequeño pueblo de León, en el norte del país: “Existía también en aquel entorno en que vivía el abuelo una organización, no específicamente política o dependiente de un partido, pero progresista y de avanzada. Era la Institución de Libre Enseñanza. Agrupaba a los maestros partidarios de una modernización de los métodos y contenidos de la enseñanza convencidos de que la trasformación de una sociedad como la española de la época pasaba por la educación, por la escuela y la pedagogía que desterrara la enseñanza impuesta por la iglesia que quien por entonces la controlaba”.
Sin embargo, en un punto, mi abuelo –empleado de la panadería de su cuñado– terminó siendo asesinado por personas con ideas cercanas o por lo menos no extrañas a su modo de ver el mundo. Mi primo subrayó: “El anarquismo no era con seguridad nada ajeno o desconocido para el abuelo, lo que no quiere decir que participara de sus ideas o militara en sus organizaciones. Pero su trayectoria vital en el Albares de la Ribera que dejó para ir a la Argentina se movía en un territorio común en cuanto a ambientes, amistades y, en general, proximidad a los partidarios republicanos, socialistas, anarquistas, anticlericales y en general progresistas y partidarios de la modernidad”.
Toda esta introducción se corresponde con un motivo más actual. La llegada a las librerías del explosivo e irreverente Contra la autoridad – Literatura anarquista rioplatense (1896-1919), donde los investigadores Daniel Vidal (doctor en Letras por la UDER en Montevideo) y Armando V. Minguzzi (licenciado en Letras por la UBA) se encargaron de retratar –bajo la atenta mirada de Matías Raia, editor de este volumen y factótum de esta unión, más el prólogo de Horacio Tarcus– con más de cuarenta textos (entre poemas, relatos, himnos, panfletos y otros) el regurgitar antiburgués en el Río de la Plata y aledaños (bienvenida siempre la inclusión del inclasificable Rafael Barrett, nacido en España pero a quien gran parte de su producción lo encontró en Paraguay).
El recorte tiene un porqué: en 1896 aparece la publicación La Voz de la Mujer, y en 1919 ocurre la Semana Trágica en Buenos Aires. Gran parte del material procede de revistas de la época. Desde la legitimada y fundamental Martín Fierro hasta el periódico uruguayo La Rebelión y la revista La Lucha Obrera. Desde la Revista Racionalista y Prometeo hasta otro clásico porteño como Fray Mocho. Desde las uruguayas La Batalla y La Nueva Senda hasta las argentinas El Burro y La Protesta Humana. O con nombres increíbles como el diario editado en Buenos Aires El Azote. Periódico hebdomadario contra la lepra clerical y los gobernantes a base de machete. Para ahondar un poco más sobre este flamante y cuidada edición de Tren en Movimiento –la tapa, con un rosa chicle y gris afelpado, está a años luz de la imagen icónica ácrata–, qué mejor que conversar con sus hacedores.
¿Por qué leemos a la producción literaria anarquista como una literatura desplazada?
Daniel Vidal: Creo firmemente, como creían en el novecientos, que la palabra es una acción directa. El mundo de la literatura anarquista fue oculto, despreciado por la cultura burguesa intelectual; desplazado de lo literato, desplazado de las antologías, de las miradas críticas, de los libros de crítica. Es más, casi no accedió a las ediciones en libros. En cambio, ese mundo circuló en los periódicos anarquistas, que eran decenas en esos tiempos en Argentina y Uruguay. Y estaba allí, floreciente, interactuaba con la vida y con los públicos.
Armando V. Minguzzi: Hay algo interesante del anarquismo –y que hoy parece muy lejano– que es el vínculo entre la izquierda y el humor. En ese punto, el anarquismo fue subversivo hasta en sus últimos detalles. El humor es algo que los anarquistas retoman sistemáticamente.
D. V.: Sí, el humor como arma de lucha. Por eso en el libro vemos muchas caricaturas y dibujos. La imagen y la palabra se conjugan muy bien en esa retórica entre la ironía y el humor.
En el prólogo de la antología ponen en conflicto la idea de considerar a la literatura anarquista solo en su forma panfletaria. ¿Cómo es eso?
A. V. M.: Sí, esa cuestión de que esta literatura es emprobecedoramente dicotómica. Esa es la versión de las lecturas académicas. Como que no hay grises. Pero lo que van descubriendo los anarcos son las absurdas dicotomías de la época. Es una literatura desprejuiciada.
D. V.: Nuestra antología es un nuevo recorte de un mundo amplio y muy heterogéneo. Aparecen textos cuasi naturalistas. Otros con un apego al realismo tradicional. Otros de tinte fantástico. Además, textos de propaganda y denuncia, como también el modernismo canonizante esteticista. O un texto como el de Roberto de las Carreras, “¡El amor libre en Montevideo!”, que es un manifiesto feminista. Mismo la presencia de la poesía gauchesca: el anarco criollismo, salvo Alberto Ghiraldo, es muy desconocido. El himno anárquico es una letra anarca que toma la música del himno argentino. ¿Quién hacía eso? ¡Los anarco! Es que a ellos les interesaba un comino las reglas del decir, de lo legitimado. Mezclaban y se apropiaban de todos los instrumentos y recursos que tenían a mano. 
Matías Raia: Hay textos sorprendentes que tienen una vigencia increíble. Como es el caso de “Sobre el césped”, de Rafael Barrett. Cuando lo leí me quedé alucinado: tiene una sensualidad de novela erótica. Me resultó contemporáneo, fresco. Muchos de estos textos siguen conservando una potencia en el presente que me parece fascinante: desde “El confesionario” de F. J. A. a las biografías futuristas de hombres ilustres (un ejemplo: “Almafuerte: Jesucristo repartiendo garrotazos”), entre otros.
En el libro aparecen muchos textos sin firma o con siglas. Algo muy común en el universo de la literatura ácrata. 
A. V. M.: Es que la anomia es una cuestión política. Porque los anarquistas no entendían la firma como un hecho de prestigio, ya que es todo lo contrario de lo colectivo. Hay una contradicción básica en el anarquismo respecto al lenguaje que es interesante. ¿Cómo puede ser que una filosofía que no cree en ningún tipo de representación institucional ni política, utilice una herramienta que es representativa como lo es el lenguaje? Lo resuelven pensando que la palabra no es medicación, sino acción.
M. R.: Uno de los criterios que pensamos desde el vamos es que si bien iban a aparecer varios nombres reconocidos (desde Ghiraldo a Salvadora Medina Onrubia), también debíamos publicar esos nombres que firmaban con seudónimos y que nunca se supo quién estaba detrás de esa firma. Si vemos el índice de Contra toda autoridad, hay una gran variedad y diversidad de firmas, y algunos son obreros que despuntaron el vicio de escribir, otros son escritores que querían mandar un mensaje encriptado y otros estaban detrás de una búsqueda estilística y ficcional. Esa convivencia es lo que hace interesante a la literatura anarquista.
¿Cómo ven que hoy la causa libertaria esté en manos de personas tan poco afines a los ideales anarquistas?
A. V. M.: Con respecto a los hoy mal llamados “libertarios”, hay algunas cosas que aclarar. Algunos pensadores han señalado que el anarquismo es solo un liberalismo extremo, pero nosotros no estamos de acuerdo con esa idea simplificadora y mal orientada. En primer lugar, el anarquismo ha sostenido a lo largo del tiempo que la propiedad privada es un límite a la libertad de las personas y no su mejor posibilidad de realización como sujetos en tanto propietarios, como piensa ese liberalismo extremista de hoy. En segundo término, más allá de lo payasesco de algunos personajes de esa forma de pensar de ultraderecha, para el anarquismo la igualdad es un horizonte de llegada y no la mera posibilidad de igualar las condiciones de partida que se expresa en la frase liberal “igualdad de oportunidades”. Un dato más: muchos de los pensadores anarquistas, como por ejemplo el italiano Malatesta en su diálogo “En el café”, sostuvieron que debía darse la libertad de experimentación de organizarse socialmente; es decir, la libertad para construir vínculos sociales más allá de la eficiencia o el progreso material basado en el interés individual. En cambio, el liberalismo en todas sus vertientes, inclusive el clásico, jamás podría atreverse a planteos semejantes. Los que hoy son denominados o se autodenominan de forma errónea “libertarios” creen en el egoísmo extremo como motor de la historia, el anarquismo está en las antípodas de eso. El anarco-comunismo de la segunda mitad del siglo XIX le puso nombre al ser humano que pretendía un mundo más igualitario y justo, lo llamó el “asociado”. Es toda una definición, ¿no?
Gustavo Álvarez Núñez
Es periodista, músico y poeta. Conduce el programa “Tracks de un futuro perdido” en Radio Pandemia. En Wasap, armó el grupo “Gallinas All Inclusive”. En Twitter es @ganposta
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Teatro
El tiempo habitado
Se reestrenó Cae la noche tropical. Dos ancianas se interesan ávidamente por la vida de su vecina, que rota amantes y acumula historias.
12 de octubre de 2021
por Viviana Bernadó
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Dos hermanas argentinas de más de ochenta años están viviendo solas en Río de Janeiro. Nidia (Leonor Manso) y Luci (Ingrid Pelicori) se entregan a un presente rodeado de pequeños episodios, sentarse a tomar un licor en el balcón, recordar que alguien va a llamar para estar atentas al teléfono, regar las plantas, pensar en lo que van a almorzar al día siguiente así van a hacer las compras. Planes pequeños, recuerdos que entristecen o que hacen reír, un culto a lo efímero, a lo nimio, controlar el crecimiento de las hojas nuevas de las plantas es una necesidad prioritaria y sentarse en los distintos espacios del departamento destinados a cada horario del día. De entre todas esas minucias, Nidia se ha interesado especialmente por la mujer que vive en el departamento de arriba y quiere saberlo todo sobre ella. Silvia (Eugenia Guerty) vive sola, tiene 45 años y hace poco se enamoró de un hombre de apellido Ferreira. Pero antes se había enamorado de un mexicano de apellido Avilés, por sus ojos. Esa es la información con la que cuentan sus vecinas para interpretar la vida de Silvia, que se enamora de Ferreira porque sus ojos se parecen a los del amante anterior. Esta psicóloga argentina de mediana edad, que además de transitar otras experiencias sexuales propias de la época —distintas a las que han experimentado las ancianas— vive su vida como si estuviera dentro de una telenovela, sufre por amores no correspondidos, y es narrada por Luci, que cuenta lo que sabe de la vida de Silvia por Silvia, pero también por lo que puede espiar a través de su ventana.
El último autorretrato narrativo de Manuel Puig es esta psicóloga, que estaba enamorada de sus clisés freudianos: Silvia se esfuerza por seducir a su inalcanzable objeto amoroso, cuya conducta justifica con un parloteo psicoanalítico: “Él sí se volvió maduro, envejeció un poco, pero adentro lleva a ese que era él antes, un muchacho jovencito al que nadie deja hablar”.
La obra transcurre en la bellísima Sala Casacuberta y comienza con las dos hermanas hablando de la tristeza del atardecer, y la manera en que el fin del día les hace rememorar el fin de la vida de sus seres queridos. Ellas encienden todas las luces del departamento porque dicen que la penumbra es propia de las casas habitadas por ancianos solos. Mientras lo hacen se ríen, se han tomado el tiempo para reencontrarse, para hablar de sus vidas y de las vidas ajenas. 
Las ancianas no entienden el presente de las formas de vincularse, cuestión que las interpela, pero lo toman con humor, cierta picardía y hasta inocencia. Nidia pide un relato de los “hechos picantes” y con esa promesa las hermanas van a rememorar viejos amores, junto a los aromas de esos muchachos de entonces, los peinados, algunas esquinas y bares de Buenos Aires y hasta algunos poemas que los hombres recitaban a las muchachas que habían sido. 
Algo las va a desplazar de esa cotidianidad, en principio va a ser por las historias de Silvia, pero después Luci deberá viajar a un país distante y Nidia tendrá que regresar a Argentina.
De las mujeres de Puig es muy difícil que alguien pueda decir que resultan  interesantes, a excepción de dos de ellas que encontraron el valor para serlo: Molina de “El beso de la mujer araña”, porque a pesar de intuir que va a morir decide jugarse la vida por amor y Nidia de Cae la noche tropical, porque  vuelve a Río a pesar de la negativa de su familia, lo hace por su bienestar, por su salud, porque ese destino le produce felicidad. 
En la obra la muerte ronda a estas mujeres octogenarias todo el tiempo. En principio muere la madre, después los maridos de ambas, una amiga cercana de Luci que vivía en Buenos Aires. La muerte más reciente es la de la hija de Nidia, quizá por ello las hermanas necesitan refugiarse en el relato de la vida de la vecina. 
Cuando Silvia las visita le convidan mates. Ellas van a permitirse consumir algunos alimentos que tienen prohibidos por su salud, y mientras deambulan del living a la cocina, de la cocina al balcón, con esos pequeños movimientos que tienen las ancianas, van a reponer lo que no saben de la vida de Silvia, a ejercitar el pensamiento y la palabra, crear hipótesis, estos relatos las alimentan y es ese el corazón de la obra. Las situaciones dramáticas son pequeñas pero se sostienen tan perfectamente para atrapar a los espectadores a través de la voz narrativa de Puig, que se hace visible y cobra potencia en cada gesto de estas mujeres, en cada palabra y en la predilección que tienen Nidia y Luci por el chisme, que además las hace revivir sus propias experiencias.
El momento de mayor intensidad teatral, ese que se produce cuando las distancias, las imágenes, las acciones y los cuerpos nos hacen tomar distancia de lo literal para llegar a una zona de interés escénico, sucede cuando Nidia lee la última carta que le ha enviado Luci (sin saber que su hermana está muerta). Las dos hermanas están separadas por cinco o seis metros, una en la parte superior del escenario y la otra en la cocina.   
La realidad del entorno del escritor en ese entonces no dista tanto de la obra. Male, la madre de Puig, está viviendo en Río y recibe la visita de su hermana Carmen, que ha perdido a su hija recientemente. Pero lo más interesante de Nidia y Luci en la representación es que no se entregan y aparecen despojadas de cierto velo atribuido a la vejez vinculado con el sentimentalismo y la desprotección.  Luci le aclara a Nidia al llegar: “Yo me emancipé”.  
Publicada en 1988, Cae la noche tropical fue concebida, explicó Manuel Puig; “más que nada porque por primera vez tengo muy cerca de mí a unas personas que han entrado en la épica de la vejez. Me he dado cuenta de que la vejez es la edad épica por excelencia, porque todos los días echas un pulso con la muerte. A esa edad ya no eres dueño de tu futuro próximo. Todo tiene que ser consultado con la muerte”.
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En la escenografía está representada la arquitectura brasileña de Copacabana de los años ochenta, erigida en líneas rectas. En uno de los márgenes del escenario una gran palmera abarca los dos pisos del edificio. En el departamento de Luci abundan las plantas tropicales y en el balcón se multiplican. Del lado opuesto hay pérgolas por las que también asoma vegetación, las escaleras de un edificio y otras ventanas de lo que podrían ser departamentos vecinos. Suenan acordes de los temas originales “Cuando cae la noche” y “Por esos ojos”, en distintos momentos de la representación, compuestos e interpretados por Carmen Baliero (piano y voz), Carlos Vega (contrabajo), Wenchi Lazo (guitarra eléctrica) y Juan Faisal (voz). A la vista está la cocina del departamento de Luci, el espacio donde transcurren la mayoría de las escenas. 
En el acto final, mientras Nidia viaja en avión extiende una manta, y esa misma manta de la aerolínea será el abrigo que se llevará la anciana, a la manera de telón final. Una voz en off anuncia a los espectadores: “El aterrizaje en Río fue particularmente suave y los pasajeros aplaudieron la maniobra del capitán”. Como última acción, vemos a Nidia sentada en el balcón envuelta en la manta, desde ahí nos sonríe. 
“El teatro es jugar con responsabilidad”, dice Leonor Manso acerca de esta puesta en escena. Sin lugar a dudas, su juego nos magnetiza.
  Las funciones son de miércoles a domingos, a las 19 horas. Hasta el 19 de diciembre estará en cartelera la adaptación teatral de la última novela de Manuel Puig.  La versión escénica es de Santiago Loza y Pablo Messiez, con las actuaciones de Leonor Manso, Ingrid Pelicori, Eugenia Guerty y dirección  de Pablo Messiez, con reposición de Leonor Manso.
Viviana Bernadó
Viviana Bernadó nació en General Villegas y vive en Capital Federal. Es periodista y Magister en escritura creativa. Publicó el libro de cuentos Aquello era el cielo (Nudista, 2020).
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Respirar, aire de todos
Argentina 3-Uruguay 0
Respirar, aire de todos
El equipo terminó derrochando energía, convicción y creatividad. Pudo ser goleada memorable. Es memorable igual. ¿Por qué mezquinar ilusiones?
11 de octubre de 2021
por Alejandro Caravario
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El regreso de la gente a los estadios coincidió con el esplendor de la selección que conduce Scaloni. Frente a Bolivia, los tres goles de Messi fueron el prólogo del festejo en público por la obtención de la Copa América, un hito que parece haber borrado cualquier cuenta pendiente (del rosarino y del equipo) para inaugurar una relación sin residuos tóxicos, sin facturas, sin reproches mascullados a modo de murmullo de tribuna. Fue barajar y dar de nuevo, y se nota. Bajó la ansiedad de hhinchas y jugadores, y la sobredosis de análisis de la academia dejó lugar a la lisonja y a la licencia para ser feliz. Redescubrimos –y los periodistas nos dieron permiso– que el fútbol puede ser un momento de emociones gratas.  
La victoria contundente ante Uruguay confirma esa  tendencia. Extiende el goce, mantiene lejos las introspecciones culposas, el revisionismo, los deditos que acusan y ese tipo de derivaciones crispadas que el fútbol nos depara. Sigue la fiesta. Con el eco del ole que baja de la popular, con Messi encendido y con un rival clásico, molesto, áspero, rendido ante una superioridad indiscutible. Qué más se puede pedir. 
Incluso esa pausa inocua del cero a cero en Asunción no mereció la mínima alarma. Desde la cresta de la ola, la perspectiva es maravillosa. Hasta se dice a micrófono abierto que, de jugarse ya el Mundial, Argentina sería un gran candidato a campeón. Y está bien: para qué ayunar en tiempos de opulencia. Por qué mezquinar ilusiones. El equipo terminó derrochando energía, convicción y creatividad en el Monumental. Pudo ser goleada memorable. Es memorable igual. 
Pero, en tren de contar lo que pasó, acaso convenga detenerse en algunas circunstancias y talentos que transforman la historia. Y son los que dan pie a la euforia. Las contingencias que rigen el mundo. O, en términos futboleros, los detalles que marcan las diferencias en un panorama de paridad. 
La brecha entre Argentina y Uruguay no parecía tan visible en el primer tiempo. Por el contrario, con distintos argumentos, los dos podían aspirar a apropiarse del partido. La selección de Scaloni, mediante el dominio de la pelota, la posesión paciente, a la espera del espacio por donde perforar la defensa enemiga. Uruguay, con menos protocolo, con menos teoría, apostando a la resolución rápida luego de la recuperación. Con Luis Suárez, indomable animal del área, como gran esperanza. Así, los uruguayos, sin tanta corrección política, estuvieron más cerca de ponerse en ventaja. Con tres apariciones de Suárez, un delantero capaz de resolver cualquier incomodidad a la hora de definir, capaz de diseñar rutas al gol donde no hay nada. Una vez el palo, y dos veces Dibu Martínez, con reflejos increíbles y la mano firme, mantuvieron el cero. 
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Primera diferencia entonces: el arquero. Segundo motivo, perdón por la redundancia: Messi. Pero menos por su destreza impar, de la que ya se dijo todo, que por su actitud. Desde siempre –a veces se nota más, a veces menos–, Leo juega de espaldas al resultado. En un ensimismamiento que acaso dice mucho de su genio. Procede más allá de lo que el marcador indica que es oportuno y adecuado. Más allá del sentido común. Como en su apogeo más eléctrico en el Barcelona –aunque con menos respuesta muscular–, intenta en cada pelota la jugada volcánica. La gambeta vertical y seriada, a todo ritmo, o el pase hondo que presagia el gol. Cuando la pelota le llega, pasan cosas. Cosas vertiginosas. 
Messi, en contra de las recomendaciones vigentes, es impaciente. No se contenta con ese boceto de buen juego –y expresión de dignidad– que es la sucesión de pases laterales. El dominio psicológico producido por la demora. Messi va al hueso. Y de él depende romper el circuito de toques y más toques. Esa acumulación para la estadística que no siempre es elaboración como se dice. 
Tercer personaje clave para sacudir la quietud de las aguas: De Paul. Jugador realmente polivalente, recupera, juega, llega al gol (como en el segundo). Y se anima a salir de la línea de montaje con pases exactos tan efectivos y bellos como las elucubraciones de Messi. Su pegada puso a Lo Celso mano a mano con Muslera cuando el partido estaba cero a cero y Uruguay aguantaba sin sobresaltos. El palo dijo no. De ese mismo pie provino la asistencia –la segunda en la misma jugada– que le permitió a Lautaro Martínez clavar el 3-0. De Paul es la novedad más relevante que introdujo Scaloni en lo que va de su gestión. Es tan importante como Messi. 
Luego, no menos determinante en esta noche lujosa, estuvo el azar. El accidente inesperado que no suele entrar en el análisis –ni se prevé en la charla táctica– y que sin embargo abre un partido o lo sentencia. Tal fue el caso del gol de Messi. Claro, hizo falta su mirada panorámica, su toque con tres dedos y su irrenunciable vocación por llegar al arco cuanto antes. Pero, del mismo modo, hizo falta la pifiada de Nico González que desorientó a Muslera. También el segundo gol le debe una parte a la carambola. Aunque Argentina, para entonces, ya ejercía el dominio anímico. 
Roto el cero, la selección se agigantó. Y, gran gesto, abordó el segundo tiempo con afán de goleada. No se refugió en la circulación elegante. Construyó de modo legítimo la fiesta, con una performance colectiva muy lucida, en la que sobresalió, entre otros, el infranqueable Cuti Romero. Una fiesta cuyos fundamentos no habría que silenciar con el estruendo del aplauso.    
Alejandro Caravario
Alejandro Caravario es escritor y periodista. Su última novela es Librería Palmer
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Aniversario
En la esquina de mi barrio
Con la producción de Ricardo Mollo y el respaldo de una multinacional, hace 25 años La Renga editó Despedazado por mil partes, cumbre de su discografía.
11 de octubre de 2021
por Martín Zariello
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Hacia mediados de los noventa, después de Los Redondos, La Renga era probablemente la banda que más veces le había dicho que “no” al establishment. No posaban para las fotos, casi no ofrecían entrevistas y no iban a programas de televisión. Decir “no” cuando cualquiera diría “sí” es una decisión que tal vez no implica necesariamente una postura partidaria o un eje ideológico delimitado, pero tiene connotaciones políticas. Con dos discos de estudio auto-gestionados (el primero en realidad fue un casete que sonaba como un demo) llegaron a Obras el 19 de noviembre de 1994. Cuando los buscó una multinacional, en este caso Polygram, pusieron las condiciones necesarias para mantener la autonomía artística, además de esquivar, como a los charcos, el típico contrato leonino por el cual los rockeros suelen odiar a las discográficas. 
Es cierto que ese acuerdo generó una polémica, porque para algunos significó una claudicación con respecto a la ética independiente que sugerían los movimientos de la banda. También es cierto que a su público, cada vez más numeroso, no le pareció tan grave: al igual que los integrantes de la banda, de clase trabajadora, probablemente les generaba felicidad y orgulloso que jóvenes sub-30 de Mataderos, que poco tiempo atrás trabajaban en plomería (Gustavo Chizzo Nápoli), como operarios de una fábrica (Gabriel Tete Iglesias) o en un taxi (Jorge Tanque Iglesias) cumplieran el sueño del pibe. 
El primer disco para Polygram, en vivo, se tituló Bailando en una pata (1995) y combinó el repertorio de Esquivando charcos (1991) con el de Adonde me lleva la vida (1993).  Fue el punto final a la etapa cuasi-amateur de La Renga, que no anhelaba la sofisticación sino más bien el shock de una energía desbordante, que se retroalimentaba por la devoción de los fans, en el límite de lo visceral (“Somos Los Mismos De Siempre”) y lo grotesco (“El sátiro de la mala leche”). 
La primera canción que conocieron por radio quienes no escuchaban a La Renga fue “La nave del olvido”, coreada por su público. Era una canción evocativa, de fogón, pegadiza, con carga emocional, que parecía existir desde mucho tiempo atrás, y obligaba al oyente desprevenido a preguntarse de quién era.   
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Tal vez el término “meteórico” se haya utilizado demasiado, pero no hay otra manera de describir el ascenso de La Renga: durante 1995 tocaron cuatro veces en Obras y se los señalaba como los herederos naturales de Los Redondos, con quienes compartían sala de ensayo y, como tantas otras bandas, los garabatos de saxofón como arreglo ineludible en las canciones (en este caso de Chiflo). 
Fue el auge de la “futbolización” del rock, del “aguante”, cuando el público joven, sin herramientas ni estímulos institucionales para sublimar su catarsis en la política –la reivindicación del Che parecía más existencial que ideológica-, entendió a las bandas como un sentimiento y llenó los conciertos de banderas y bengalas. El tercer disco debía ser la prueba de ese crecimiento inusitado y, como le contó Chizzo a Bruno Larocca para la Rolling Stone, la compañía les propuso que los produjera Gustavo Santaolalla. Pero como Santaolalla no conocía a la banda y la banda no conocía a Santaolalla, se negaron. Es decir, para que se entienda, y a riesgo de ser repetitivo: se negaron a que les suceda lo que toda banda de América Latina durante los noventa deseaba que les sucediera. El elegido fue Ricardo Mollo, que durante el segundo lustro de esa década produjo varios discos, entre ellos los mejores de Almafuerte. 
Para redondear el círculo de toda banda grande hubo problemas con las letras de sus canciones. La Embajada Boliviana –no el grupo punk, sino la del país- se quejó por la existencia de “Blues de Bolivia”, tema festivo, pachanguero, que era un himno en los recitales. La letra en cuestión decía: “Cocaína, cocaína, nos corre la policía/ Cocaína, marihuana, por turista voy en cana/ Cocaína, cocaína, se la quedan los de arriba/Cocaína, marihuana, prenden fuego y no queman nada”. 
El resultado fue Despedazado por mil partes, cumbre creativa del grupo y de lo que en esos años se llamó, con un poco de clasismo y para diferenciarlo del histórico rock nacional made in clase media porteña, “rock barrial”. Si bajara un marciano y preguntara qué es La Renga, probablemente haya que darle este disco. A excepción de “Psilocybe Mexicana”, un narcocorrido lisérgico, y el coqueteo con el reggae de “El viento que todo empuja” y “Paja brava” –que continuaba por otros medios la debilidad spinetteana por Carlos Castaneda-, el sonido del grupo se volvió más denso y compacto, añadiendo al habitual influjo de Creedence, un estilo algo metalero, por momentos cercano al grunge, que recién acababa de morir. En “El final es en donde partí” Chizzo filtra una cita de Blaise Pascal y en “Cuando vendrán” ya se luce como un poeta suburbano de fuste, al comenzar el tema con aquello de “Es que la muerte está tan segura de vencer/ Que nos da toda una vida de ventaja”. “Veneno”, otro de los cortes del disco, en realidad es un cover de La Negra, una banda de la que se sabe muy poco a excepción de que también eran de Mataderos. “Hablando de la libertad” puede ser entendido como el “Juguetes perdidos” de La Renga y cierra un disco rutero, que si fuera un libro podría analizarse como un viaje iniciático, en el que todo el tiempo se oye la fricción entre la ciudad (símbolo de la deshumanización tecnócrata) y la montaña (paradigma de una vida ligada a la naturaleza salvaje). 
*** 
Desde sus inicios, La Renga contó con el fervor popular pero a la hora de explicar por qué la banda se había convertido en un emblema se hablaba de un “fenómeno”, que tal vez se vinculaba más a la sociología que a la música. En retrospectiva, porque en su momento había cuestionamientos, Despedazado por mil partes marca el principio de un reconocimiento que no sólo incluía a “Los mismos de siempre” sino también a buena parte de la opinión pública del rock argentino. Ese reconocimiento se debe, en buena medida, a la producción de Mollo pero también a la indudable evolución de Chizzo, como cantante y compositor. El tema que lo certifica es tal vez su máximo hit o clásico automático: “La balada del Diablo y la Muerte”. 
Hasta los detractores habrán cantado “La balada” a escondidas. De la misma forma que el beat de la TR-808 de Clics Modernos nos remite a la atmósfera de un departamento del centro de Buenos Aires, el fraseo de la armónica de Manu ya nos ubica en un barrio de calles sin asfalto y poca iluminación, un barrio desprovisto del glamour menemista, donde las supuestas bondades del uno a uno y de la estabilidad económica se conocieron, sí, pero por televisión. Ubicado geográficamente en la esquina de una cuadra perdida, la canción eleva el imaginario a veces en exceso prosaico de la época a un estatuto mitológico y, por qué no, filosófico. La clave está en el final, cuando al sujeto que espera a quien “nunca iba a venir”, comprende que más miedo que el Diablo y la Muerte “le daba el propio ser humano”. Esa vuelta de tuerca tan simple y conmovedora significa una síntesis brillante del adn del rock argentino, el de Vox Dei, el de Manal, el de Pappo’s Blues. Tal vez ahí se encuentre el secreto de ese “fenómeno” llamado La Renga.    
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Martín Zariello
Es narrador y bloguero. Es autor de “Sobre el rock”, “En realidad quería hablar de otra cosa”, “No bombardeen barrio norte” y “1988. El fin de la ilusión”. Su blog es Il Corvino.
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laagenda · 3 years
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Anatomía de un instante
Algo que se deshace
Querías que esa sensación se acumulara en algún lugar de vos para que después, cuando volviéramos a casa, pudieras acudir a eso.
11 de octubre de 2021
por Julieta Habif
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Entonces te dije que no. Fue un ‘no’ nimio, callado, de paso (de paso poco firme); aunque también fue un ‘no’ que espió el final antes de que sucediera. Yo estaba contenta pero incómoda. No ese día, ni en ese viaje: durante buena parte de la relación. Y no sé si fue por cansancio, porque veníamos durmiendo poco y mal y en lugares demasiado baratos como para garantizar aunque sea un ciclo completo de sueño; o si fue porque esa mañana hablamos menos, caminamos desde la parada de colectivo hasta el predio donde se corría la carrera casi sin cruzar palabra; o si fue porque mencionaste a alguien lejano que de repente estaba muy cerca, la hermana de la novia de tu amigo, y de la posibilidad de seguir viaje con ellos cuando yo volviera; o si fue porque cuando me dijiste que querías viajar conmigo yo cambié el pasaje y lo primero que me preguntaste fue qué pasaba si por alguna razón debía cambiarlo otra vez; o si fue porque cuando me enamoré de vos, vos estabas enamorado de otra chica; o si fue aquella vez que al final no volviste a dormir; o si fueron las ganas de sentir que me querías muchísimo; o la necesidad de tener el control. Algún control. O quizás fue mi balanza descalibrada y caprichosa que confundió tomar una decisión con pisotearte de alguna manera a ver si eso me hacía sentir, no poderosa, pero bien. Bien en total. 
Además de gustarte, las carreras de Fórmula 1, Monza, el bullicio de los motores era importante para vos. Tenía que ver con algo vinculado a tu infancia, a tu papá, a la relación con tu papá que había muerto hacía poco. Recorrimos locales, tomamos cerveza, comimos entre caras pintadas de los colores de Italia, remeras de Ferrari y buzos de Mercedes. Son las únicas dos escuderías que recuerdo sin esfuerzo. No quisiera esforzarme en recordar para no terminar perdida en la casa de espejos distorsivos que a veces es mi memoria. Me compré tapones, nos encontramos con un grupo de italianos que conocías y que estaban enloquecidos con las apuestas, nos ubicamos en las gradas y vimos autos pasar a toda velocidad durante más de una hora mientras alrededor fanáticos gritaban enardecidos, flameaban banderas, escuchaban sus radios como si estuvieran a punto de anunciar quiénes se salvarían del apocalipsis.
Uno de los italianos gritó, mientras presionaba los auriculares contra su tímpano y miraba un punto fijo como parece que hacen los ciegos, “FUORI VETTEL”. Él estaba decepcionado, vos intentabas seguirlo y yo estaba motivada porque sentía que había pasado algo y que ahora esperábamos otra cosa distinta, pero no sabía qué; estaba entusiasmada aunque afuera, como esos chicos a los que su entrenador les dice que es probable que en breve entren a jugar y ellos saltan y saltan y pican corto pero todavía e indefinidamente detrás de la línea de cal.
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Terminó como se esperaba. Un podio más o menos lógico, según me habías contado. Después abrieron la pista para que todos nosotros, los hinchas, los turistas, los salvajes pudiéramos recorrerla, mirar al ganador saludando desde el balcón y que nos rociara con champagne como si se hubiera convertido en el presidente de una distopía. Por encima nuestro volaban avionetas que pintaban el cielo de blanco, verde y rojo. Me preguntaste si podíamos dar la vuelta entera. También me pediste que nos quedáramos hasta que cerraran. Querías que esa sensación, la que yo no tenía ni tuve, se te impregnara, se metiera por debajo de tu piel, se acumulara en algún lugar de vos para que después, cuando volviéramos a casa, a tus problemas, los míos, la vida, la queja, la ausencia, pudieras acudir a eso. Y no sé si fue el cansancio, o sentirme todavía más lejos tuyo que antes, o tu falta de amor, o mi falta de registro, o que estaba contenta aunque incómoda, pero te dije que no. Que había demasiado caos, que prefería volver más bien rápido a la ciudad. Y me miraste, y me pediste aunque sea tirarnos en el pasto afuera del predio hasta que bajara un poco la marea de gente para tomar el colectivo. Y nos quedamos en silencio, vos con tu mochila de almohada, quizá pensando en tu papá o en el viaje o en lo poco probable que era que volvieras a ver una carrera de autos en Italia o en la hermana de la novia de tu amigo; o tal vez estabas bien, bien en total, y esa era yo, apoyada en tu hombro, repasando lo que acababa de decirte, buscando lo que buscaba cada vez: estar tranquila al lado tuyo.
Recordé, no sobre ese día, ni ese viaje, sino durante buena parte de la relación, lo que hacía varios años había dicho el hermano de mi amiga. Cuando yo era chica y después de que mis papás se divorciaran y mi papá se fuera a vivir con otra mujer, mi mamá y yo íbamos a comer a las casas de sus amigas muy seguido. Esa vez fuimos a lo de Cora. Durante el almuerzo, Pato, el hijo mayor, dijo que para él la canción de Charly no hacía sentido, que él pensaba que debía ser “todo se construye y se destruye tan rápidamente que no puedo dejar de deprimirme”. Yo no conocía la canción de la que hablaba, “Parte de la religión”. Tenía 8, 9 años. La escuché bastante después, pero nunca me olvidé de eso.
Esa frase −la original dice “Todo se construye y se destruye tan rápidamente que no puedo dejar de sonreír”− es, para mí, la mejor explicación del siglo XXI. Pero también podría serlo con ‘deprimirme’, y también podría serlo con ‘ignorar’, con ‘evadir’, y podría serlo con casi cualquier verbo, porque esto es algo que se deshace, y lo que importa es la sensación de que todo eventualmente se va a venir abajo. También podría serlo, por ejemplo, con ‘preocuparme’. 
Todo se construye y se destruye tan rápidamente que no puedo dejar de preocuparme. 
Seis meses después de volver, nos separamos. La entrada a esa carrera todavía está imantada en mi heladera. No sé si como recuerdo o como recordatorio.
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Julieta Habif
Nació en 1991 en la Ciudad de Buenos Aires. Estudió Comunicación. Es editora de El Gato y La Caja y colabora en distintos medios. Vive con sus dos perros. En twitter es @julietahbf.
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laagenda · 3 years
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Diario del domingo
Una lengua que resiste
En la FED vivimos lo más parecido a un Lollapalooza de literatura. Cuadras y cuadras de letraheridos haciendo fila, otros colándose, esquivando a los de seguridad.
10 de octubre de 2021
por Belén López Peiró
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La Feria de Editoriales Independientes marcó el inicio de este calendario semanal. Una feria que tuvo lugar al aire libre en el Parque de la Estación, un espacio verde que funciona como jardín de la mítica Estación Once del Ferrocarril Sarmiento. Ahí se dieron cita viernes, sábado y domingo miles de personas que aman los libros. Booklovers como les dicen, o letraheridos en su traducción españolísima. Todavía no sé si es la escritura que ancla en la herida o es la herida que ancla en la escritura, pero esa traducción me gusta. Me recuerda a la autora boliviana, Giovanna Rivero, quien en una entrevista dice: “¿No es cuerpo acaso lo que busca la escritura? Como esos espíritus desencarnados, como esas almas en pena, la escritura necesita desesperadamente nombrar al cuerpo para poder organizar el deseo, el amor, las repulsiones”. Lo cierto, es que este fin de semana vivimos lo más parecido a un Lollapalooza de literatura. Cuadras y cuadras de letraheridos haciendo fila para ingresar, otros colándose entre las vallas, esquivando a los de seguridad; stands repletos de novedades, editores interesados en conversar sobre sus catálogos, libreros buscando ofertas, charlas abiertas a la sala llena, presencia de escritoras admiradas, conversatorios con preguntas que nos interesan muchísimo: ¿por qué las bibliotecas siguen siendo tan blancas? ¿la rebeldía se volvió de derecha? ¿existen reglas para cada género? Y un homenaje a Tamara Kamenszain, una poeta argentina que no conocí hasta el día de su muerte, que su nombre se hizo noticia. ¿Por qué, a veces, llego tan tarde a lo que verdaderamente importa? Por esos días leí tantos homenajes, tantos recuerdos compartidos, incluso fragmentos que ella misma había escrito, que sentí muchas ganas de conocerla, de buscarla hasta poder recuperar algo del tiempo perdido. Y este fin de semana, no pude irme sin llevar conmigo uno de sus libros, Chicas en tiempos suspendidos, publicado por la editorial Eterna Cadencia.
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“Poetisa es una palabra dulce
que dejamos de lado porque nos avergonzaba
y sin embargo y sin embargo
ahora vuelve en un pañuelo
que nuestras antepasadas se ataron
a la garganta de sus líricas roncas.
Si él me llama le dices que he salido
había pedido Alfonsina mientras se suicidaba
y eso nos dio miedo.
Mejor poetas que poetisas
acordamos entonces entre nosotras
para asegurarnos aunque sea un lugarcito
en los anhelados bajofondos del canon.
Y sin embargo y sin embargo
otra vez nos quedamos afuera:
no sabíamos que los poetas
gustan de volverse vates
mientras a las chicas en lenguaje inclusivo
la palabra vata no nos suena
porque las mujeres no escribimos
para convencer a nadie.
Por eso la poetisa que todas llevamos adentro
busca salir del clóset ahora mismo
hacia un destino nuevo que ya estaba escrito
y que al borde de su propia historia revisitada
nunca se cansó de esperarnos”.
Y sin embargo y sin embargo… pienso ahora en Betina González, que fue protagonista también de una de las charlas que ofreció la feria. Y que por suerte no hablaba de la relación entre literatura y feminismo, ni del rol de las mujeres en el nuevo boom latinoamericano, como lo llaman ellos. ¿Ya estamos un poco cansadas de hablar siempre de lo mismo, no? A Betina la conocí como docente –y yo alumna– en la carrera Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires. La conocí como docente y no como escritora, pero cuando la leí seguí aprendiendo de ella como cuando se paraba frente al pizarrón con el pelo corto y la tiza en la mano como sosteniendo un pucho. En La obligación de ser genial, Betina narra en femenino y no tiene por qué dar explicaciones. Nos habla a nosotras y habla también como una forma de agradecimiento a esas autoras de las que tanto aprendió, Ursula Le Guin y Shirley Jackson, autoras que como ella “se animaron a describir y analizar sus modos de escribir, a exponer sus formas de hacer magia narrativa”.
“Empezamos a escribir siempre como un atrevimiento, un acto de subversión frente a la institución ordenadora de la Lengua”, dice Betina y yo pienso en Victoria Baigorrí, autora de Los Malhabidos, la novedad de Hermosa Cena Editorial, que llegó a la FED de la mano de la librería Salvaje Federal, que funciona como un mapa necesario de la narrativa contemporánea argentina.
Victoria Baigorrí es una autora riojana de lengua irreverente, atrevida, torcida. “Una lengua que resiste, retuerce, guasquea la lengua del imperio”, como dice Carolina Cobelo. Un libro de cuentos con personajes díscolos, descartables, nacidos por (y para) la desgracia. Una autora que explora en la incomodidad, en el desquicie: el gore. Que parece encomendarse al espíritu del mismísimo Osvaldo Lamborghini para decirle que aparezca de una buena vez, que se ha corporizado su legado: una versión riojana 2.0 del terror en la literatura argentina, donde aparece “el calor riojano como arma de fuego para matar”.
“Perdóname Diosito por la poca bola, pero vas a tener que compartirme ahora que me hice fan de yo misma, hasta rezos propios tengo. Hoy me ha llegado una carta que dice ata de defunción y tengo que garabatear en una casilla que dice: “En conformidad firma la viuda del occiso, la señora Teresa De Puruya”.
Qué viuda ni Sra. Yo soy nadie y de nadie soy, taché mis disconformidades en el alta, hice mi firma y listo. De ahora en má, hasta que la cirrosis no me lleve, soy la Teresa Herrera de la Quebrada”, dice la protagonista de Rioja Prosa, una mujer que cansada de aguantar a su marido decide asesinarlo con un corcho de vino, un “corcho matador”.
Y otro cuento, Cadete, basado en una historia real, donde un Sargento le da la bienvenida a los nuevos uniformados: “Todo el mundo sabía que a la Gladys la dejaron regalada en una canasta en la terminal de Patquía con una nota: “Esta es hija de la chaya y del carnaval, o sea, de todos y de ninguno. Lloya tengo ciete críos, 4 abortos y 3 ligaduras de trompas, soy gefa de ogar, no la puedo criar”. Remitente: Edificio 2 de Abril Polisia de la rioja”. Esa la adoctamos como querendona, y miren, hoy es Sargenta la Gladys”.
Como decía Tamara Kamenszain, las mujeres no escribimos para convencer a nadie.
Yo creo que Baigorrí va más allá: escribe para desafiarnos.
Y entonces, ¿quién se atreve?
Belén López Peiró
Nació en Buenos Aires en 1992. Es licenciada en comunicación y trabaja como redactora en diversos medios nacionales e internacionales. Es parte del colectivo Ni una menos. Publicó los libros “Por qué volvías cada verano” y “Donde no hago pie”. En Twitter es @Belenlopezpeiro
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laagenda · 3 years
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Pez
Sábados de súper ficción
Pez
"Caminaron río abajo, tal como lo habían hecho todos los años y, hacía tanto. Nada había cambiado. Solo ellos”.
9 de octubre de 2021
por Camila Sportuno
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Como solía pasarle los domingos cuando iba a pescar con su hijo mayor Roberto se despertó mucho antes de levantarse. Había tenido el sueño nuevamente: su hijo pescaba un pez enorme y cuando lograba sacarlo del agua después de una larga lucha, no lo podía matar con nada. Él, a su lado, intentaba ayudarlo pegándole en la cabeza con piedras, pero el pez resistía y seguía intentando respirar afuera de agua. Luego, le pedía al hijo que sostuviera fuerte al pez para poder meterle los dedos en la boca y quebrarle la mandíbula. El hijo se negaba y ahí se despertaba. 
 Aún no había amanecido. Adivinó los objetos a su alrededor para luego ver sus contornos paulatinamente. La cómoda con polvo a su lado derecho y la puerta ventana al izquierdo con la cortina marrón mal puesta. Su hijo siempre le decía que los muebles en su casa no tenían un lugar. 
Poco antes del amanecer Roberto levantó su cuerpo de la cama con alguna dificultad y puso la pava para el mate. Sacó del armario su equipo de pesca y lo llevó a la mesa para armarlo. Se sentó mirando hacia la ventana. El cielo estaba un poco más claro, el sol estaba saliendo. Como si estuviera armando un rompecabezas que ya había hecho mil veces y sabía de memoria, Roberto armó la caña y la paró al costado de la puerta, eligió cuidadosamente algunas moscas, que él mismo había hecho y bautizado, y las cucharitas. Metió algunas en un maletín con otros elementos de pesca y sus preferidas las enganchó en el bolsillo del chaleco. Se puso una camisa gris, pantalones cómodos y el chaleco. Luego tomó mate mirando el cielo despejado.  
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Cargó el equipo de pesca en el auto junto al carbón, kerosene, galletitas de agua, paté y, la carne para el asado y se fue a buscar a su hijo que vivía en la otra punta de la ciudad.  
Francisco estaba esperándolo en el portón de la casa. Desde que se había divorciado Roberto nunca había entrado a la que había sido su casa, donde había criado a su familia. Como si se hubiera trazado una línea imaginaria o como si estuviera prohibido para él. Sus hijos no lo habían entendido. Su esposa simulaba molestia ante ese hecho cada vez que sucedía. 
Francisco entró al auto y le dio un abrazo fuerte. 
– ¿Preparado para la pesca? 
- Sí, papá-contestó el hijo mientras recibía una palmada amistosa. 
No hablaron durante todo el trayecto. Cuando llegaron, mientras bajaban las cosas del auto, el padre le preguntó a su hijo cómo estaba y si tenía novia. Él le respondió que estaba muy bien, estudiando mucho, que rendiría un final dentro de poco y que no, que no tenía novia. Roberto entonces le habló de la importancia de las mujeres en la vida de los hombres. 
  El lugar por el que debían pasar para llegar a la vera del río no era un camino propiamente dicho sino más bien un sendero de tierra abierto a fuerza de muchas personas que habían pasado por ese mismo lugar, en su mayoría pescadores. Francisco se ajustó las zapatillas deportivas y se puso la pesada mochila al hombro. Su padre ya estaba adelante bien avanzado el camino, casi desapareciendo.  
Durante el trayecto Roberto no se dio vuelta ni una sola vez y le llevó una ventaja de varios metros a Francisco. Aun no era ni media mañana, pero se podía adivinar por la falta de nubes y de viento que sería un día muy caluroso. Roberto paró un instante a descansar, tomó un poco de agua, se sacó el buzo y al levantar la mirada divisó a la figura larga que se acercaba como quebrándose. Su paso firme era otro, pero él tenía muchos años más, más experiencia. Lo miró y reanudó la caminata. Al llegar vio al río tan calmo que sin pensarlo se acercó a uno de los pozones que había unos metros a la izquierda, se desnudó y se metió al agua. 
-¡Estás loco! 
-¡Está hermosa, metete!-respondió el padre pasándose las manos por la cabeza, peinándose con agua de río. 
-Pero no tengo calor papá, está fresco todavía, no es ni media mañana. 
-Cuanto más fresco afuera más calentita parece el agua-le respondió mientras salía.  
Francisco se le quedó mirando. 
Roberto se secó un poco con una toalla, se vistió con destreza y rapidez y comenzó a armar la caña. Francisco se colocó al lado del padre y lo imitó. Roberto terminó de armar la caña antes que su hijo, se levantó del suelo y se sentó un rato al sol, detrás de él, mirando hacia el río, mientras lo esperaba. El río mostraba desde aquella distancia las piedras que yacían en el fondo. De vez en cuando se veía un movimiento pequeño de remolino o algún espacio en el que se producía una contracorriente. Estaba todo tan tranquilo que ellos parecían ser las únicas personas en esta parte del mundo. Se escuchaba cada tanto el sonido de las hojas de los sauces llorones al temblar por la brisa o el de los pastos secos un poco más atrás del río. 
No supo si era él que se estaba volviendo viejo o su hijo que cada vez tardaba más en armar una caña de pescar. Cuando se quisieran acordar ya sería la hora de comer el asado. Se entretuvo mirando un rato más el río. 
-Hoy va a haber pique- le dijo Roberto acercándose por detrás. Se agachó un poco y le dio una palmada en la espalda- ¿Vamos a tirar unos tiritos allá cerca del otro pozón? 
Empezaron a caminar hacia el lugar. Roberto escuchaba atrás suyo los pasos inciertos de su hijo, como si estuviera pisando arriba de las huellas recién impresas por sus zapatillas. Se dio vuelta y se sorprendió al comprobar que Francisco había frenado varios metros antes de llegar al pozón y se había puesto a pescar. Recordó la primera vez que su hijo había pescado una trucha. Habían salido ellos dos, era una de las primeras salidas. Francisco se había quedado parado del otro lado del río con la caña bien arriba y la trucha moviéndose para todos lados, intentando escapar de la trampa; él le gritaba a todo pulmón que alejara la trucha del agua, que la apoyara en el piso, que buscara alguna roca grande y le pegara en la cabeza con fuerza y, varias veces. Él se había quedado paralizado mirándolo mientras la trucha seguía luchando por su vida en el aire. Cruzó lo más rápido que pudo y se acercó a su hijo. Le mostró cómo se hacía. 
Aún después la mayoría de las veces que Francisco pescaba devolvía la trucha al agua. Como respuesta a la mirada de reproche del padre Francisco siempre le decía lo mismo que para qué la quería. Para qué va a ser, para comerla, le respondía él y su hijo repetía que prefería no matarlas.  El padre replicaba entonces que matar para comer no estaba mal. Dos o tres veces, sin explicación alguna, Francisco había matado algunas truchas y había mirado para otro lado para no encontrarse con la mirada, seguramente orgullosa, de su padre.  
Ya era el mediodía y el sol empezaba a quemar. Roberto se puso una gorra y le ofreció otra a su hijo. Francisco le respondió que había traído la suya. Siguieron caminado río abajo y tirando tiros, ya habían pasado algunas horas y ninguno de los dos había tenido pique. Una hora después el padre se apartó del río, buscó algunos pastizales secos, puso algunas piedras y colocó la parrilla en el piso. Francisco lo miró hacer el fuego mientras preparaba unas galletitas con paté para picar. 
 Después de terminar de comer el asado se tiraron panza arriba a la sombra de un sauce. Roberto se durmió casi enseguida y comenzó a roncar de manera ruidosa. Cada tanto entreabría los ojos y, semidormido, levantaba la cabeza y miraba a su alrededor, luego lo volvía a vencer el sueño. Francisco luego de un rato de no poder dormir se sentó y miró el río. Vio varias truchas arcoíris y cómo algunas salían a la superficie a comer insectos. Miró a su padre. No recordaba haber sentido el paso de tanto tiempo, le parecía ayer cuando su padre tenía bigote y pelo negro. También, era mucho más flaco de joven, no tanto como él, pero no tenía esa panza redonda y blanca. Se acercó y lo miró respirar. Se quedó varios segundos admirando esa tranquilidad y armonía de la inhalación y exhalación, la enorme panza llena de vino y asado (de tantos años) que subía y bajaba. Sí, estaba viejo. Le pareció sentir por un momento que el aire que el padre exhalaba era inhalado por él. 
Con un ronquido fuerte y desagradable el padre abrió los ojos de repente bien grandes. Se incorporó e invitó a su hijo a seguir la pesca. 
 Caminaron río abajo, tal como lo habían hecho todos los años y, hacía tanto. Nada había cambiado. Solo ellos. El río, las montañas atrás, los sauces, las grandes rocas que bordeaban algunas partes del río no se habían movido. 
–Pero yo ya estoy viejo.  
-¿Qué decís? 
-Que ya estoy viejo, escuchaste. Mirá este río. Es siempre el mismo. Y yo ya estoy viejo. Unos años más y no sé si voy a poder seguir viniendo a pescar. 
-Bueno, tampoco seas tan fatalista. 
-Vos estás más grande pero no del todo. 
-Sí, ya soy un adulto. 
-Bueno, pero me refiero a que todavía tenés muchas cosas pendientes, armar una familia, conseguir un trabajo estable. 
-Sí, no sé si tengo. Tampoco sé si quiero. 
-¿Cómo? 
-Y sí papá, eso se va dando con el tiempo. Aparte, no todos quieren tener hijos y formar una familia. 
-Yo pensé que vos querías. 
-No sé. 
-¿Pero querés o no querés? No tendrá que ver con esto de que no tenés novia, ¿no? 
-No. No tiene que ver con eso. No tengo novia porque no quiero tener novia. 
-Si me preguntás a mí y a cualquiera creo que te van a decir lo mismo. Que estás loco. A tu edad es normal querer tener novia. Aparte vos ya tuviste novia, no sé qué es esto de andar solo últimamente. 
-No estoy solo, tengo a Santiago. 
  Roberto se quedó quieto. No estaba preparado para enfrentarlo. Miró hacia el río e ignorando a su hijo siguió pescando. Francisco se desnudó y se metió al río.  
Le había enseñado todo a su hijo. No solo a pescar. Por qué no pescaba ninguna trucha. Justo hoy. Quizás era el día de las malas noticias. Su único hijo. Si hubiera tenido dos. De dos uno homosexual no es tan grave. Y qué le diría a su familia. Hasta donde sabía no había ninguno de sus sobrinos era puto. Y no picaba nada. Eso era mal agüero. Percibía a su hijo nadando a un costado. 
Jamás volvería a nadar desnudo delante de su hijo. 
Camila Spoturno
Camila Spoturno Ghermandi nació en San Carlos de Bariloche en 1985, pero vive en La Plata desde el 2003. Se recibió de Lic. en Letras con orientación literaria (UNLP) en 2011 y desde entonces ha publicado artículos sobre literatura en revistas académicas y cursa actualmente su Doctorado en Letras (UNLP). Ha publicado dos cuentos de su autoría en la antología Una admiraodra burra y otros relatos (2020, Servicop). Trabaja en docencia en el nivel medio y coordina talleres de lectura con perspectiva de género. Este cuento forma parte de su libro No quiero volver a casa, editado por Malisia
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Aniversario
Un maldito policía
Cumple 50 años The French Connection, el film de William Friedkin que, jugando al filo de la ley dentro y fuera del set, resultó un mojón de la incorrección política.
9 de octubre de 2021
porPablo S. Alonso
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Hubo un tiempo, en pleno cambio de guardia en Hollywood, donde no era un problema si los personajes principales podían ofender o no a algún sector del público, aún si eran policías que se olvidaban de leer derechos y tenían actitudes racistas. Por el otro lado, los traficantes de droga podían ser bon vivants franceses en vez de latinoamericanos faltos de refinamiento, y las escenas de persecución, lo más reales que el cine pudiera permitirse.
Todo esto y mucho más es mérito de The French Connection, película de William Friedkin que está cumpliendo medio siglo. Muchas de las cosas que hoy damos por hecho -no sólo en cine, también en la mejor TV, como The Wire- se pueden rastrear hasta aquí: el protagonista antihéroe con zonas grises y aun así un fuerte código ético, la pinchadura telefónica como procedimiento legal con su carga de tedio, la decadencia en las grandes urbes y el narcotráfico como subgénero ficcional que reemplaza a las historias de contrabando de alcohol durante la Ley Seca. A diferencia de tanto abordaje efectista del tema en el cine y la televisión, especialmente en los ochenta reaganistas, la guerra de la Ley contra el imperio de la droga (título en España del film) parece perdida de antemano, no importa cuántas batallas se ganen.
Contacto en Francia, como se estrenó aquí en 1972, comenzó a desarrollarse cuando Friedkin, quien para entonces tenía cuatro largometrajes de ficción y algunos documentales en su haber, conoció a Phil D’Antoni, productor de Bullitt (1968), donde Peter Yates dirigió a Steve McQueen en una de las más icónicas persecuciones automovilísticas del cine. D’Antoni tenía los derechos de un libro de Robin Moore sobre un caso real: la incautación de heroína más grande en la historia de Estados Unidos.
Publicado en 1969, The French Connection se centra en el trabajo de dos detectives neoyorkinos: Eddie Egan y Sonny Grosso.Habían sido separados profesionalmente luego del caso, pero su amistad se mantuvo hasta la muerte de Egan en 1995. Hasta que no los conoció personalmente, Friedkin no vio en el material pasta para una película, ya que el texto le había parecido por demás seco. La química entre ambos lo fascinó.
Como casi siempre ocurre, la historia real era más compleja de que lo que el film muestra. Incluso Moore revisó su versión en un libro posterior. En sus memorias The Friedkin Connection (2013), el director cita a Grosso y sostiene que Contacto en Francia está acertada en un noventa por ciento. La matemática no cierra si se piensa que la celebrada persecución de un tren por un auto, la muerte y el disparo de la escena final, y el cambio de nombre de los personajes, para tranquilizar al departamento legal de la 20th Century Fox, serían parte del diez por ciento restante. Egan se convirtió en Jimmy “Popeye” Doyle, y Grosso, en Buddy “Cloudy” Russo.
Para empaparse en la forma de ser de los protagonistas y los ámbitos en los que se movían, Friedkin comenzó a asistir al trabajo de Egan y Grosso, sin autorización de los superiores de estos: los acompañaba a bares o refugios de junkies. Grosso encerraba a los detenidos en cabinas telefónicas,una rutina que luego Friedkin reflejaría en el film. Este era un refuerzo designado: Egan le confiaba su .38, en caso de que alguien tuviera la mala idea de escaparse. Por suerte, nadie lo intentó.
Friedkin y D’Antoni fueron pasando el proyecto de compañía en compañía, pero siempre rebotaban. La versión definitiva fue escrita por Enerst Tidyman, también autor de la novela y el guion de Shaft. Finalmente, la Fox, que ya había dicho que no, decidió darles una oportunidad. En ese momento, la cabeza del estudio era Dick Zanuck, hijo de Darryl Zanuck, legendario ejecutivo de la edad dorada de Hollywood. El menor de los Zanuck sabía que en cualquier momento iban a echarlo, pero quería jugarse por esa película. ¿Podrían Friedkin y D’Antoni filmarla por un millón y medio? Mintieron-estimaban el doble de gastos, aunque “sólo” se excedieron en 300 mil- y dijeron que sí.
Las limitaciones presupuestarias influyeron sobre el casting. Paul Newman se hubiera comido un tercio del presupuesto. Otros, como Jackie Gleason, fueron vetados por Zanuck. Peter Boyle fue considerado, pero no quería volver a hacer personajes de ese tipo. Probaron por una semana con un periodista que jamás había actuado, Jimmy Breslin. Pese a que parte de sus improvisaciones fueron a parar a los diálogos de Popeye Doyle, Egan y Grosso lo rechazaban por sus críticas a la policía en sus columnas. Además, un día funcionaba y al siguiente se olvidaba todo, o llegaba tarde. Friedkin le dio el olivo: que Breslin no supiera manejar fue la excusa perfecta. Finalmente, el protagónico cayó en las manos de Gene Hackman. Friedkin no estaba entusiasmado. Hackman tampoco, pero estaba disponible. Además, cobraba veinticinco mil dólares, una ganga considerando el presupuesto. Roy Scheider, que provenía del off-Broadway y había participado en la entonces inédita Klute (también estrenada en 1971), fue elegido por Friedkin para el papel de Russo ni bien lo vio entrar a su oficina.
Los propios Egan y Grosso actuaron: Egan hizo las veces de su antiguo jefe en Narcóticos. Otros roles estaban a cargo de sus contrapartidas reales, desde el mecánico del garaje policial hasta el conductor del tren.La convocatoria del actor a cargo del jefe criminal hubiera resultado digna de La última locura de Mel Brooks. Friedkin quería a un intérprete en particular que había trabajado en Belle du jour (1967) de Luis Buñuel. Se encontró yendo a buscar al aeropuerto a alguien con experiencia en filmes de Buñuel, pero no precisamente en esa. Ni siquiera era francés, sino español, y tenía una barba candado que se negaba a afeitarse. Era Fernando Rey. “Estaba convencido de que la película iba a ser un desastre”, escribió Friedkin, lamentándose por el casting de Hackman y Rey, quien “parecía un personaje salido de una pintura de El Greco”.
Si bien Hackman es uno de los principales motivos por los que Contacto en Francia es tan recordada, la cosa no fue fácil. La relación protagonista-director siempre estuvo al borde del abismo. Por ejemplo, Friedkin había grabado y transcripto interrogatorios de Egan y Grosso y construido los diálogos en base a eso. Se hicieron treinta y cinco tomas de Doyle y Cloudy interrogando a un sospechoso con sopapo incluido. Ninguna funcionaba. Hackman quería renunciar. Friedkin se dio cuenta de que, si quería salvar el proyecto, tenía que permitir que su actor principal improvisara un poco para que se sintiese más cómodo. Además, a Hackman no le gustaba Egan: le parecía un racista (“Never trust a nigger” es una de las frases de Doyle), pero mucho menos le gustaba cuando este lo elogiaba diciendo que hacía de él mejor que él mismo.
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El burlón saludo de Fernando Rey a Hackman durante su escape en subte, un ícono de la película.
La clave para Friedkin era, si no la verdad, al menos su simulación. El estilo cuasi documentalista de Costa-Gavras en Z (1969), con su uso de cámara en mano, fue una referencia. Algunas secuencias fueron registradas de manera ilegal, a veces poniendo en riesgo la vida de varios. El atasco de tránsito en el puente de Brooklyn se capturó en una toma, sin más permiso que el de Egan, Grosso y otros detectives fuera de servicio bloqueando el puente. La persecución del tren con el auto siguiéndolo por debajo de la vía se gestionó gracias a la interesada colaboración de un directivo de la Autoridad de Tránsito que fue sobornado con cuarenta mil dólares (fuera de presupuesto) y un pasaje de ida a Jamaica. Friedkin la filmó con tres cámaras: los transeúntes y automovilistas sólo eran avisados de lo que ocurría por una sirena que hacían sonar. Hasta la heroína que se testea en un par de escenas era, según el director, auténtica. Pero Friedkin no dejaba de crear su propia realidad durante el montaje: en la misma secuencia podía saltar de Brooklyn a Queens.
Para cuando Friedkin tuvo un corte para mostrar a la Fox, Dick Zanuck ya estaba afuera y el histórico montajista Elmo Williams se había hecho cargo del día a día del estudio. Friedkin estaba entusiasmado con la idea de trabajar con él, sobre todo cuando Williams le dijo que buena parte del crédito de A la hora señalada (1952), por el que había ganado un Oscar a la edición, en verdad correspondía a él y no al director Fred Zinnemann. Pero el entusiasmo le duró poco: después de una proyección, Williams le sugirió un montón de cambios, “prácticamente a cada plano”. ¿La solución de Friedkin? Decirle que sí a todo pero no cambiar nada. Era arriesgado, pero funcionó. El único problema fue que Williams luego pidió un relato en off porque sostenía que la historia era incomprensible. Friedkin y D’Antoni arguyeron que Hackman estaba ocupado en su siguiente proyecto, lo que postergaba la grabación de la narración, de la que jamás escribieron una línea.
Otro problema para la dupla director-productor fue lidiar con el departamento promocional de la Fox. Sin haber visto el film, habían realizado algunos estudios de mercado y llegado a la conclusión de que debían cambiar el título. Uno de ellos les dijo que The French Connection provocaba en el público las siguientes asociaciones: “(a) una película extranjera, (b) una porno; o (c) un condón”. Por eso proponían dos soluciones. Una era usar el apellido del protagonista, Doyle, o, mucho mejor, pensaban, su apodo: Popeye. Director y productor ganaron la puja del título, pero perdieron la del afiche.En él, se ve la conclusión de la persecución del tren, con Nicoli, el asesino francés, siendo abatido por la espalda por Doyle, al fondo de la imagen. Una escena que, por otro lado, le valdría al film acusaciones de apología de gatillo fácil. Para Friedkin, Egan hubiera resuelto la cuestión así.
Complementada por la inquietante música de Don Ellis, Contacto en Francia fue un éxito de crítica y público, pese a la poca promoción y al lanzamiento limitado que recibió, siendo incluso presentada en ciertos cines como parte de una doble función. De acuerdo a Peter Biskind en su libro sobre el llamado New Hollywood, Easy Riders, Raging Bulls (1998), en la noche del estreno, Friedkin se la pasó en comunicación con el estudio, pidiendo números de asistencia a cada proyección. Con cifras más que alentadoras, colgó el teléfono y proclamó con una gran sonrisa: “Soy millonario”. Entre la recaudación local y extranjera, más ventas de televisión, Contacto en Francia hizo más de cuarenta millones de dólares.
En Europa, según Friedkin, la película dividió a la crítica de acuerdo a las posturas políticas. Los de derecha pensaban que la policía debía tener una presencia y un poder en las calles similar al que detentaba Doyle, mientras que desde la izquierda la acusaban de promover una agenda lindante con el fascismo. A Friedkin le gustaba esa ambigüedad, aunque sostiene que ni él ni D’Antoni tuvieron intenciones políticas.
Cinco Globos de Oro fueron la antesala para los Oscar, donde Contacto en Francia también ganó cinco estatuillas: mejor montaje (Gerry Greenberg), mejor guion adaptado (Ernest Tidyman), mejor director (Friedkin), mejor actor (Hackman) y mejor film, ganándole a La naranja mecánica, La última película, Nicolás y Alejandra, y El violinista en el tejado. Al día siguiente, Friedkin vio por única vez en su vida a un psiquiatra: sentía que no merecía el premio.
En su autobiografía, Friedkin escribió que sigue sin saber qué piensa Hackman del film. Cuando este ganó el Oscar, agradeció a Friedkin el no haberle dejado abandonar el rodaje; sin embargo, durante la proyección pre-estreno que el director hizo para él, Hackman le dijo que se sentía muy cerca para opinar, más allá de que las partes de acción le parecían muy buenas.
Como haya sido, cuatro años después, Hackman volvió a vestir el sombrero de Doyle para Contacto en Francia II, película enteramente ficcional donde solamente él y Fernando Rey retomaron a sus personajes, y Don Ellis una vez más estuvo a cargo de la partitura. Dirigida por John Frankenheimer y ambientada en Marsella, tiene sus propios méritos como cine de género y en la performance de Hackman, aunque no puede disimular sus intenciones comerciales (y las de Hackman de ganar otro Oscar).
Un mes antes del estreno de Contacto en Francia, durante una gira promocional en San Francisco, William Friedkin abrió un paquete que le había llegado poco antes de viajar. Empezó a leer una flamante novela escrita por William Peter Blatty. Era El exorcista.
Pablo S. Alonso
Es licenciado y profesor en Ciencias de la Comunicación, músico y periodista. Publicó los libros Italia ‘90. Una épica de lo imposible (Ediciones B, 2020) y La música de Sandro (Gourmet Musical, 2016). Colabora en la revista Viva, el podcast Café Beatle, y está trabajando en dos libros. En Twitter es @Pablo_S_Alonso
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