El mundo a sus pies.
En una linda casa vivían seis hermanas: Casandra, Carolina, Carlota, Camila, Carmina y la menor, Catalina.
Casandra, la más grande, cantaba bonito como una calandria; cantaba mientras lavaba los platos, cantaba cuando cosía y cuando recogía las flores del jardín.
Carolina dibujaba tan lindo como los caracoles que dejaban su rastro de baba por las baldosas del patio. Ella dibujaba las flores que Casandra recogía, y dibujaba a sus hermanas con una sonrisa.
Carlota podía correr tan rápido que nadie lograba alcanzarla y ganaba todas las carreras, llenando su habitación de medallas.
Camila practicaba con su violín día y noche. Practicaba tanto que podía tocar con los ojos cerrados y sin necesidad de leer las notas. Tocaba tan bonito que todas se reunían a escucharla, como si fuera un concierto.
Carmina bailaba tan bien que no había ni un solo paso que le saliera mal y parecía un verdadero cisne con su vaporoso tutú blanco.
Pero a diferencia de sus hermanas, Catalina era una niña que no cantaba bonito como las calandrias, ni dibujaba como los caracoles, ni corría rápido o tocaba el violín, y mucho menos podía bailar como un cisne. A veces pensaba que no era buena para nada, que no tenía ningún talento, y envidiaba a sus hermanas. «Si tan solo pudiera hacer algo especial como ellas», repetía cada noche antes de dormir, cuando las luces se apagaban y sólo la luz de la luna entraba por la ventana.
Entonces, una noche estrellada, Catalina buscó una linterna en la cocina y en lugar de dormir se cubrió hasta la cabeza con su manta, encendió la pequeña linterna e iluminó sus pies cubiertos de un par de medias rayadas, rojas y blancas. Los movió divertida juntándolos y separándolos. Los juntó y separó, juntó y separó, hasta que al separarlos observó una luz que provenía de los pies de su cama.
Extrañada, apagó su interna, pero la luz seguía allí. «Qué raro», pensó. Sin miedo, giró su cuerpo sobre la cama y se acostó en dirección a la luz, que se apagó dejándolo todo oscuro otra vez.
Catalina se arrastró por el colchón, iluminando sus sábanas con la linterna; siguió avanzando más y más, hasta que se puso a cuatro pies y notó que aquello ya no parecía su cama sino una cueva acolchonada forrada de suave tela estampada.
Siguió un poco más y otro poco más, hasta que ya no necesitó su linterna: la luz había regresado y era incluso más fuerte.
Al levantar su cabeza vio que la cueva era en realidad una especie de túnel y que había llegado a su final. Con cuidado sacó un pie y luego el otro, hasta encontrarse parada sobre el césped de un hermoso parque, tan grande que parecía no tener fin.
Pero el parque no lucía como uno normal. La hierba, arbustos y las copas de los árboles no eran de color verde sino violeta; y el cielo no era azul sino amarillo. Ya no era de noche, sino de día, y el sol era tan fuerte que Catalina debió cubrir sus ojos por un momento hasta que se acostumbraron a la luz.
Miró en todas direcciones sin poder creer lo que veía. Nunca antes había estado en un lugar tan extraño y especial, tan diferente.
De pronto, escucho que una vocecita chillona la llamaba.
—¡Catalina! ¡Al fin nos visitas! —exclamó la vocecilla. Catalina buscó a su derecha y luego a su izquierda pero no vio a nadie.
—¡Aquí! —dijo la voz y sintió que algo tiraba del borde de su media rayada. Catalina miró entonces hacia abajo y se encontró con un pequeño animalito peludo de color blanco que agitaba sus largos bigotes de forma graciosa y abría grande sus rosadas orejas redondas.
—¿Qué eres? —preguntó curiosa Catalina, ya que nunca había visto un animal como ese —¿Un conejo? —intentó adivinar.
—¡¿Un conejo?! —El animalito repitió sus palabras sorprendido y algo ofendido—. No, no soy un conejo ni llevo prisa, soy una tranquila chinchilla albina.
—¿Y por qué puedes hablar? —preguntó Catalina.
—Porque no soy como cualquier chinchilla, así como este lugar no es cualquier lugar.
—¿Y tienes nombre, chinchilla? —la interrogó divertida Catalina.
—Tendré el nombre que tú quieras.
—Siendo así, te llamare… —Catalina lo pensó por un momento, rascando su cabeza—… te llamare… ya sé, ¡Enriqueta!
La pequeña chinchilla, que ahora se llamaba Enriqueta, asintió complacida.
—¡Muy bien! Mi nombre es Enriqueta, y ahora debes acompañarme —dijo, tirando de su media de nuevo con su pequeña patita.
—¿Cómo es que me conoces? Y ¿A dónde quieres que vaya?
—¡Sólo tienes preguntas, Catalina! ¡Ven conmigo y lo sabrás!
Catalina acompañó a Enriqueta, atravesando el campo violeta, hasta llegar a un bosque donde había un gran árbol, alto como un edificio. En su enorme tronco tenía una puerta. Enriqueta la golpeó tres veces: Toc, toc, toc, y la puerta se abrió.
Una vieja musaraña de pelaje rosa apareció delante de Enriqueta y su invitada y las saludó limpiando sus manos en su diminuto delantal de cocina.
—¡Qué bueno que llegaron! ¡Pasen, pasen!
Catalina hizo un paso hacia adelante y se topó con algo enorme que bloqueaba la entrada. ¡Era la pata de un elefante!
—Disculpen, disculpen —dijo con su voz grave el elefante azul— también quería recibirlas.
Y diciendo esto se hizo a un costado, dejando ver el interior del árbol. Era una mansión, con su sala de estar llena de confortables sillones, cuadros colgados en las paredes y en el centro una larga, larga mesa repleta de platos con comida deliciosa.
—Mamá musaraña, has estado cocinando con tus hijas, ¿Verdad? —Enriqueta se sentó entusiasmada a la gran mesa tras trepar en una silla pequeña como ella pero muy, muy alta, olvidando a Catalina.
—Así es. Lo hice porque algo me decía que hoy recibiríamos una importante visita —dijo la musaraña conforme con su buena intuición—. Siéntate también, Catalina.
Catalina la obedeció, eligiendo una silla acorde a su tamaño, que no fuera demasiado grande ni pequeña, ni baja o alta para no sentir vértigo.
El elefante azul se sentó en un enorme sillón, mientras elegía comida de la mesa —que a él le resultaba pequeña— con su larga trompa.
—Disculpe, ¿Cómo es que saben mi nombre? —preguntó tímidamente Catalina, mientras Enriqueta le ofrecía una reluciente manzana morada.
—Ah, eso. Pues lo sabrás en cuanto nos ayudes con algo, por eso es que Chinchilla te trajo aquí —respondió la musaraña, acomodando sus anteojos.
—Mi nombre es Enriqueta ahora —añadió la chinchilla orgullosa —Catalina me bautizó así.
—Me gusta mucho tu nuevo nombre, Enriqueta —dijo riendo la pequeña musaraña — pero aunque me gustaría charlar sobre ello, ahora debemos concentrarnos en nuestro problema.
—¿Qué problema? —preguntó Catalina y dio un mordisco a su jugosa manzana.
—Zorro te lo mostrará —respondió la musaraña—. Llama a Zorro, por favor —le pidió luego al elefante azul.
El elefante estiró su trompa y como si hiciera sonar una trompeta lo llamó barritando.
Enseguida bajó por la altísima escalera caracol un zorro de patas largas y delgadas, vestido con un elegante traje negro y un moño atado con un lazo alrededor del cuello.
—¿Qué necesitas, mamá musaraña? Estaba jugando a las cartas con Tejón y como siempre iba ganando —aseguró el Zorro, algo molesto por la interrupción.
—Ganabas porque de seguro hacías trampa, como siempre —lo retó el elefante.
El zorro ya caminaba enojado hacia el sillón donde todavía descasaba el elefante, cuando la musaraña lo detuvo asiéndolo por la cola.
—No hay tiempo para peleas, Zorro. Debes llevar a Catalina hasta la habitación de las ardillas; ella nos ayudará con nuestro problema.
—Está bien —le respondió el Zorro a mamá musaraña, rezongando—. Sígueme, niña.
Catalina no hizo más preguntas; dejó su manzana mordida en la mesa, se despidió con la mano de Enriqueta que seguía disfrutando de su tarta de arándanos con los bigotes llenos de mermelada, y siguió a Zorro por las escaleras caracol hacia arriba.
A medida que subía observaba los demás pisos. En todos ellos los animales coloridos estaban reunidos en diferentes tareas. Algunos hacían mermelada, otros cosían hojas para armar vestidos o trajes y otros, como los castores amarillos del cuarto piso, tallaban madera y fabricaban vistosos muebles, idénticos a los que había en la sala de estar de la planta baja.
—Es aquí —dijo Zorro, deteniéndose delante de Catalina y caminando por un pasillo hacia una habitación estrecha y desordenada.
Había bellotas desparramadas por todo el suelo y algunas volaban de aquí a allá, en todas direcciones. Catalina retrocedió y se cubrió la cabeza por miedo a ser golpeada por una de ellas. El zorro carraspeó aclarando su garganta, y las bellotas dejaron de volar.
—¡Catalina está aquí! —gritó, empujando levemente a Catalina con sus patas, hacia adelante. —No tengas miedo —le dijo a la niña—, no te harán daño.
Miles de ardillas de pelaje naranja comenzaron a aparecer de detrás de las barricadas que habían construido en lados opuestos de la habitación.
—¿Qué sucede? —preguntó Catalina con preocupación.
Una de las ardillas, un poco más grande que las demás, se acercó hasta sus pies lanzando una mirada amenazadora a las ardillas de la barricada contraria.
—Nosotras trabajamos en dos equipos —comenzó a explicar la ardilla—, un equipo recolecta bellotas de los árboles en el sur y el otro lo hace en el norte. Debemos buscar las más grandes y bonitas, para que mamá musaraña las tueste. Ellas dijeron de pronto que su equipo, el del sur, conseguía siempre las mejores bellotas.
—Y por eso dejaron de trabajar y se lanzan las bellotas desde ayer —agregó el zorro enojado, cruzando sus patas—. Nadie pudo convencerlas de terminar con su pequeña batalla.
—¿Y eso es cierto? —preguntó Catalina.
—¿Qué cosa? —dijo confundida la ardilla.
—Que el equipo del sur recoge siempre las mejores bellotas.
—¡Es cierto! —exclamó una ardilla del equipo sur, a lo lejos, a quien la ardilla más grande miró con el ceño fruncido.
—¡Eso no las hace mejores! —gritó una del equipo norte, y por un momento reanudaron su pelea, lanzándose las bellotas a través de la habitación.
—¡Esperen! —gritó Catalina, alzando sus brazos—. Ambas tienen razón entonces. El equipo del sur recoge siempre las mejores bellotas, pero eso no las hace mejores en su trabajo. Lo que deben hacer es sencillo —aseguró la niña caminando hacia el centro de la habitación, ya tranquila—. Que el equipo del sur recoja bellotas en el norte, y el del norte en el sur. Tal vez las bellotas en el sur son más grandes y bonitas que las del norte; ¡es sólo eso!
Las ardillas hicieron silencio por un momento, e incluso el zorro miraba a Catalina con los ojos bien abiertos, sorprendido.
—Creo que tienes razón —dijo finalmente la ardilla más grande, jefa del equipo norte— ¿Y ustedes qué opinan? —le preguntó al resto de las ardillas.
Las demás asintieron con la cabeza y acercándose todas al centro de la habitación estrecharon entre ellas sus patitas sellando el acuerdo.
—¿Ya ven? No hacía falta pelear ni recurrir a la violencia; muchas gracias Catalina —dijo el Zorro contento.
—Yo sabía que solucionarías nuestro problema —aseguró de pronto mamá musaraña, que apareció en la habitación junto con Enriqueta —. Estoy orgullosa de ti.
Catalina agradeció el cumplido con gran alegría. Estaba feliz de haber sido de ayuda.
—No fue nada, mamá musaraña. Yo sólo ayudé a las ardillas a ver más allá de sus bellotas y entender que lo que importa es el esfuerzo y no el resultado o sentirse las mejores —Catalina habló con gran sabiduría; las ardillas asintieron un poco avergonzadas y recibió más felicitaciones de los demás.
Solucionado el problema de las ardillas, Catalina regresó a la sala y aceptó festejar comiendo pan de nuez, tarta de arándanos y pastel de manzana, junto con un puñado de bellotas recién tostadas. Sentía que era su cumpleaños por cómo era tratada, pero recordó de pronto que debía volver a su casa o sus hermanas se preocuparían por ella.
Enriqueta la acompañó de vuelta a través del parque violeta hasta llegar al inicio del túnel por el que había llegado hacía un momento.
Se despidió de Catalina dándole muchos besos con sus bigotes y ella le prometió que regresaría pronto, por si la necesitaban de nuevo.
Al ingresar al túnel todo estaba oscuro; recordó su linterna, que aún guardaba en el bolsillo de su pantalón pijama, y la encendió para saber por dónde seguir.
Al llegar al otro lado quitó la manta con la que cubría su cabeza y descubrió a su hermana Casandra, parada junto a su cama, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—Qué haces despierta todavía, Catalina —la retó.
—Estaba solucionando un importante problema —respondió Catalina sonriendo.
—Ya, apaga esa linterna y a dormir.
Su hermana dejó la habitación. Aún era de noche, y los grillos cantaban mirando las estrellas.
Catalina cerró satisfecha el cuaderno en el que había escrito su historia, de cómo había hallado la solución al problema de las ardillas; apagó su linterna y se acomodó dichosa bajo su manta. Comprendió que ya no necesitaba desear tener un talento, puesto que siempre lo había tenido: su imaginación.
Al ponerse de costado sintió que algo le hacía doler la pierna. Metió su mano en el bolsillo y sacó una bellota tostada que colocó sonriendo junto a su cuaderno. Y cerrando sus ojos, cansada, durmió feliz, recordando el mundo a sus pies.
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