Tumgik
#gay chile
sergray999 · 2 months
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Feliz año nuevo lunar del dragón 💜🐲
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rodontheroad · 7 months
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Me creo Bad Bunny, qué wea?
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La Revolución
Carlos lived in Santa Rosa, a small village in South America. He worked at a local market and dreamed of helping his family and creating a better life. Due to the turbulent political situation in the region, business was poor and there was little to do. He often felt helpless because of the economical situation.
There was a lot of violence and conflict between different groups and factions. The Americans were trying to help the local government and the people, but they also had their own interests and agenda. Many people blamed the Americans for the problems and hated them. They thought they were invaders and oppressors who wanted to take their resources and control their lives.
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Carlos was walking home from the market when he saw a group of American soldiers passing by. They looked strong and confident, unlike the local people who were scared and oppressed. Carlos noticed one soldier who stood out from the rest. He was Jake, the captain of the team. He had long blonde hair and a muscular body. He wore a green uniform and a black beret. He carried a rifle and a knife on his belt. Carlos felt a surge of admiration and curiosity for the tall American soldier. He decided to follow him and see where he was going. He saw him enter a small cafe and sit at a table. Carlos gathered his courage and walked in. He smiled and said hello, then he reached into his pocket and took out a golden ring. It sparkled in the light and caught Jake’s eye.
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He said he wanted to give the ring to Jake as a thank you for the Americans’ help. Jake was touched by Carlos and felt guilty accepting such a valuable gift from a poor guy. Carlos said it was a lucky charm that would protect good people from harm. Nevertheless, Jack let the ring slip on and Carlos also put a ring on his finger and secretly wished he was Jake. Suddenly, they heard a loud explosion nearby and saw a cloud of smoke in the sky. Everything went black and both guys felt dizzy. When Carlos regained consciousness, he was in Jake’s body and saw him in his own body. Jake was shocked, confused and angry “What the hell have you done Carlos?!” Carlos explained that the ring somehow switched them. He said it was an ancient magic that only worked once.
They heard screams and shots - rebels had attacked the village. They had been waiting for the right moment to strike.
Everything was a trap. Carlos had planned it all along. He was the leader of the rebels. While he was a very good strategist, he lacked the strength and body for combat missions. He had used the ring to swap bodies with Jake and gain his power and skills to protect his people and to destroy the Americans.
Despite being an excellent fighter, Jake was captured in the weak and unarmed body of Carlos. It only took a moment to overpower him. The rebels skillfully tied his hands and feet and finally dragged him into a small cage where he was helpless and trapped. He looked at Carlos, who was standing outside the cage. He looked confident and proud, as he gave orders to his men.
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Jake: "I thought the ring was a good luck charm to protect good people against harm and not to betray me?"
Carlos: "That's what the ring is for. Because the harm comes from the Americans and your body will be of great help to protect my people."
Jake felt hopeless and angry, but he could not do anything to escape.
As a result of Carlos' new powerful body, many others were encouraged to join the fight and fight for the rebels. Jake watched as the rebel numbers grew and Carlos became an even more dangerous opponent for the Americans.
The End
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eldiariodelarry · 6 months
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Clases de Seducción II, parte 17: Alianzas
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9, Parte 10, Parte 11, Parte 12, Parte 13, Parte 14, Parte 15, Parte 16
Olivares tomó un bus comercial de regreso a la ciudad de Antofagasta después de haber ido a dejar a Sebastian hasta el regimiento de Arica.
Al llegar a la Perla del Norte de Chile, al mediodía siguiente, se tuvo que presentar en el regimiento para retomar sus labores.
—Olivares —lo saludó el Capitán Rodriguez apenas Matías cruzó la puerta del galpón principal del regimiento.
—Mi Capitán —se cuadró Olivares frente a su superior, con evidente cansancio en su semblante.
—Lo estuve llamando durante la mañana —le comentó el Capitán—, ¿por qué no le contesta a su superior?
Matías el día anterior le había entregado su viejo celular a Sebastian para entregarle novedades sobre Rubén. Si bien en el momento de tener esa idea no pensó en cómo obtener la información, ya que desconocía cualquier tipo de dato sobre Ruben (nombre completo, dirección, etc), pensó que se las arreglaría en el camino.
—Disculpe, Capi —respondió Matías, recordando que tampoco había considerado que podrían contactarlo cuando le entregó su celular a Sebastian—, perdí mi celular.
—��Lo perdiste? —preguntó ceñudo el superior.
—Sí —respondió Matias intentando sonar lo más convincente posible—, me quedé dormido anoche en el bus y me di cuenta cuando venía para acá que ya no lo tenía.
—Vamos a la comisaría —le dijo Rodriguez, poniéndose de pie—. Tiene que hacer la denuncia del robo.
—¡No! —dijo rápidamente Matías, de manera bastante sospechosa—, no es necesario, Capi —agregó, con más calma para sonar más despreocupado—, igual tenía pensado comprarme uno nuevo esta semana con mis ahorros.
Rodriguez miró a Olivares en silencio de forma seria por un par de segundos, levantando la ceja derecha.
—Olivares, si no quiere hacer una denuncia es su problema —le aclaró el hombre—, pero nosotros tenemos que ir a la comisaría. Me llamaron porque al parecer tenemos otro fugado.
—¿Otro más? —preguntó desganado Matías, sabiendo que siempre lo mandaban a él de chaperón de los soldados que se arrancaban de sus respectivos regimientos.
—Así es, Olivares —confirmó el Capitán.
Matías y Rodriguez se subieron al sedán negro del Capitán y tomaron rumbo a la tercera comisaría de la ciudad, donde se comunicaron con el Sargento a cargo.
—¿Por qué demoraron tanto en venir? —les preguntó el Sargento tras las presentaciones correspondientes.
—Estábamos atendiendo otro asunto de mayor importancia —respondió Rodriguez—. Además, la espera le enseñará al joven que arrancarse del regimiento no es cosa fácil.
—Tampoco es que sea delito, Capitán —aclaró el Sargento—. Nosotros lo retuvimos simplemente porque no tenía documento de identidad, y no nos quiso dar mayor información de su procedencia.
—Pero nada de eso es delito, sargento —comentó Matías, con algo de indignación—. No querer decirles de dónde viene no es delito, y la identidad la pudieron corroborar pidiéndole su RUN.
—Olivares —el Capitán le llamó la atención discretamente a Matías.
—¿Y por qué lo trajeron en primer lugar? —quiso saber Matías, ignorando la llamada de atención de Rodríguez.
—Recibimos una denuncia anónima de alguien que aseguraba que esta persona se había arrancado del servicio militar.
—Buen trabajo, Sargento —reconoció el Capitán Rodríguez, y el sargento trató de disimular una sonrisa de orgullo.
—¿Cómo pueden asegurar que efectivamente es la persona correcta, si no les ha dicho de dónde viene? —preguntó Matías, algo preocupado.
Efectivamente, el Sargento había admitido que tenían detenido a alguien que no había cometido ningún delito, y tampoco estaban seguros de estar frente a la persona que supuestamente se había arrancado de un regimiento.
—Bueno, la mochila que traía evidentemente era de indumentaria militar, y en el interior cargaba su uniforme —respondió algo molesto el carabinero.
—Gracias Sargento, nosotros continuamos desde aquí —intervino Rodriguez, dando por cerrado el cuestionario de Matías, lanzándole una mirada seria y fulminante al muchacho.
El par de militares ingresaron a la sala de detención y pidieron abrir la celda donde estaba ubicado el joven desconocido que había sido denunciado como un fugado del servicio militar.
El joven levantó la vista y Olivares se dio cuenta que tenía una notoria cicatriz en la frente y otra en el mentón, que le daban un aspecto intimidante, pero a la vez atractivo.
—¡Soldado! —habló con fuerza Rodríguez—, su aventura de fin de semana ha terminado.
—Hoy recién es viernes —murmuró con hastío el joven.
Olivares miraba en silencio la interacción.
—Bueno, como sea soldado, desde hoy en adelante todos sus días serán lunes —respondió Rodríguez—. Un eterno y tedioso lunes.
Rodríguez se acercó a la banca donde estaba sentado el joven, quien se puso de pie sin esperar que el hombre lo tocara de alguna forma, y comenzó a caminar en dirección a la salida de la celda, asumiendo su destino.
—Nos dirigiremos al regimiento, para averiguar de qué castillo se escapó la princesa —le anunció Rodríguez—, y luego Olivares se asegurará de enviarte de regreso, de donde no volverás a salir en mucho, mucho tiempo, ¿entendido?
El joven desconocido simplemente asintió.
Olivares se sentó en el sedán negro en la parte trasera, al lado del soldado en fuga, quien fue todo el camino mirando por la ventana, en silencio, permitiéndole a Matias apreciar la perfecta definición de su mandíbula, que comenzaba a mostrar el crecimiento leve de su barba tras dos días sin afeitar.
Al llegar al regimiento, Rodriguez se dirigió a su oficina a revisar en la base de datos del servicio militar dónde estaba designado el joven desconocido, a quien le había pedido anotar su RUN en un papel.
—Vaya, vaya —murmuró Rodríguez al salir de su oficina—, así que el soldado Javier Gutierrez se arrancó del mismo regimiento en Arica que nuestro querido Guerrero.
Olivares al escuchar la mención a Sebastian miró de inmediato al joven.
Javier mantuvo una expresión neutra en el rostro.
—¡Olivares! —le llamó la atención Rodríguez—, asegúrese que este soldado llegue a su regimiento en buenas condiciones.
A Matías no le encantaba la idea de volver nuevamente a Arica. Esta vez sería peor incluso, ya que tendría que ir en bus comercial, en vez de avión (ya que los pasajes de avión los había asegurado el padre de Sebastian el día anterior).
—¿Es necesario que vaya hasta allá con él —preguntó Matías, notando de inmediato la cara de furia de Rodríguez—… mi Capitán?
—Su labor es asegurarse que llegue al regimiento que le corresponde —insistió Rodríguez, sin cambiar su indicación.
A pesar de que quería hablar con el amigo de Sebastian, Matías no estaba muy convencido de ir nuevamente a Arica.
—¿Alguna posibilidad de que nos envíen en avión? —Matias dudaba que la respuesta fuera afirmativa, pero no perdía nada con intentar.
Rodríguez lo miró con seriedad, lo que fue suficiente respuesta para Matías.
—¿Puedo hablar con don Rolando para que lo lleve en el bus? —insistió Matías, recurriendo a la última alternativa que le quedaba.
El Capitán se quedó pensando unos segundos. Don Rolando era el conductor del bus militar que se había llevado a Sebastian desde Antofagasta hasta Arica (y que había recogido a Javier en el camino) al inicio del servicio militar.
—Bueno, si tiene la disponibilidad, al tener su formación militar debería actuar como escolta —accedió Rodríguez.
Matías sonrió satisfecho, y tomó las llaves del sedán negro que Rodríguez le estaba extendiendo.
—Vamos —le dijo a Javier, poniendo su mano en su hombro como si fueran amigos de toda la vida.
—Olivares —le llamó la atención Rodríguez, por la cercanía demostrada con el muchacho, provocando que Matias se alejara instintivamente.
Matías llevó a Javier hasta el sedan negro, y lo hizo subirse en el asiento del copiloto.
—Soy Matías —se presentó, extendiéndole la mano.
Javier no contestó, pero le dio la mano a modo de cortesía.
Matías se sintió algo estúpido por intentar demostrar una personalidad amigable con aquel desconocido, pero no perdía nada con intentarlo. Encendió el motor del vehículo y salió del estacionamiento, tomando rumbo por la costanera.
—¿Conocías a Sebastian? —le preguntó Matías a Javier, para romper el hielo.
Matías miró de reojo a Javier, quien iba pegado mirando por la ventana del vehículo.
—Te vi cuando lo fuiste a buscar a su casa —respondió Javier con la voz apagada después de un rato—. A ti y al otro viejo culiao.
—¿Estabas ahí? —preguntó Matías sorprendido—, ¿adentro de la casa?
—Estaba en la calle —aclaró Javier—. Los vi cuando llegaron y cuando se llevaron al Sebita. ¿Cómo pueden ser así de conchesumadres?
Matías se sintió interpelado.
—La verdad no tuvimos alternativa —le aclaró—. De hecho, tuve que llevarlo hasta Arica también, hablé harto con él. Me contó que su amigo Rubén había tenido un accidente, y le prometí que iba a averiguar cómo estaba.
Javier por primera vez dejó de mirar por la ventana y miró fijamente a Matias.
—Vamos, entonces —le dijo Javier—, vamos al hospital a ver cómo está el Rube.
Matías lo miró sonriendo, como si Javier acabara de leer su mente.
—Vamos —accedió, y pisó el acelerador para llegar lo antes posible a su destino.
La pareja de soldados se dirigió al hospital primero a ver si podían obtener información, pero no tuvieron nada de suerte.
—No puedo entregarles información de ningún paciente, porque no son familiares directos —le explicó la señorita del mesón de atenciones.
—¿En serio no puede hacer nada? —insistió Matías, empleando sus habilidades blandas para poder acceder de forma amable a la información—. O quizás, no darnos detalles de su diagnóstico ni nada, pero por último saber si todavía está acá en el hospital, o si lo dieron de alta.
Matías le sonrió con amabilidad a la señorita del mesón, quien se mostró dispuesta a ayudar.
—Voy a revisar si me arroja alguna información el sistema, ya que ni siquiera me están dando el RUT del paciente —le dijo con acidez la mujer.
Matías miró a Javier, quien sonreía ilusionado ante la expectativa de obtener respuestas.
—Me aparece que tengo a dos Ruben Castillo atendidos en los últimos cinco días —les informó la mujer—, y ambos aparece que fueron dados de alta.
—¿Alta?, eso quiere decir que se fue a su casa sano y salvo, ¿cierto? —preguntó Javier—, ¿o es posible que lo hayan enviado a otro centro más especializado o algo así?
—Alta significa que se va a su casa, con tratamientos orales, no tienen mayor complicación —le indicó la mujer, tranquilizando a los muchachos.
El par de soldados agradecieron la ayuda de la mujer, a pesar de que no les quiso decir la dirección de Rubén.
—¿Te acuerdas donde vive el Seba? —le preguntó Javier a Matías.
—Sí, me acuerdo, ¿por? —respondió Matías.
—Porque el Seba y el Rubén son vecinos, y el otro día estuvimos con el Seba en la casa del Rubén —le contó Javier—. Vayamos a su casa a verlo.
—¿Cómo no lo mencionaste antes? —le preguntó Matías.
—Porque primero teníamos que venir al hospital a ver qué onda.
—Estás ganando tiempo, ¿cierto? —preguntó a modo de broma Matías, sin esperar respuesta.
El par de soldados se subieron nuevamente al sedán negro y tomaron rumbo a la casa de Sebastian.
Javier le indicó a Matías exactamente cuál era la casa de Rubén, y tocaron el timbre. Después de unos segundos salió un joven de unos veintitantos años.
—¿Rubén? —preguntó Matías, algo confundido porque pensaba que el amor de Sebastian era más joven.
El joven negó con la cabeza.
—¿Quién lo busca? —preguntó el joven.
—Somos amigos de Sebastian —se presentó Matías, venimos a ver a Rubén.
—Lo siento, pero Rubén no está en condiciones para recibir visitas —les dijo el joven.
—¿Está bien? —preguntó Javier—. Sabemos que tuvo un accidente, y queríamos saber si está bien o no, para avisarle al Seba
El joven se acercó a la reja suavizando la expresión.
—Si, está bien —respondió el joven—. Con unas esguinces y moretones, pero bien. El Rube quiere descansar bien, así que pidió no recibir visitas.
—Entendemos —dijo Matías—. Con saber que está bien nos quedamos tranquilos.
El joven se despidió tras agradecer la preocupación, y volvió a entrar a la casa cerrando la puerta tras de sí.
—Misión cumplida —comentó Matías al subirse de vuelta al sedán negro.
Javier asintió.
—Hora de volver a la realidad —respondió Javier con pesar.
—Ahora te toca hacer lo más importante —Matías intentó animarlo—, tienes que entregarle la información a Sebastian.
Matías condujo el vehículo hasta un sector residencial del lado norte de la ciudad y se detuvo frente a una casa específica y tocó la puerta. Al rato salió un hombre al borde de la tercera edad que lo saludó con afecto: era don Rolando, el conductor del bus militar.}
Matías le preguntó si tenía disponibilidad de trasladar a Javier hasta el regimiento de Arica, y Rolando lo sorprendió al decirle que coincidentemente tenía que transportar un cargamento al mismo recinto, pero que saldría a la mañana siguiente.
Javier aceptó a regañadientes su destino, y volvieron ambos en el sedán negro hasta el regimiento de Antofagasta para que Javier pudiera pernoctar.
—Si se queda acá una noche más no me interesa —le dijo Rodríguez a Matías cuando volvieron—. Sería una noche extra fuera de su regimiento, lo que le extendería su castigo solamente.
Matías se despidió de Javier con un afectuoso abrazo cuando Rodríguez no estaba mirando.
—Gracias por ayudar al Seba —le dijo Javier durante el abrazo.
—No todos somos malos acá —respondió Matías separándose de él, dándole unos golpecitos en los hombros a Javier—. A algunos nos gusta hacer el bien cuando podemos.
Matias le guiñó el ojo a modo de despedida y se dio la vuelta camino a la salida del galpón.
Felipe llegó a la casa de Roberto con una amarga sensación de vacío. Notó que la casa estaba en completo silencio, indicando que aún no llegaba nadie. Sentía que estaba completamente solo en el mundo, y tenía la convicción que se merecía estar solo, sin nadie a su alrededor a quien arruinarle la vida.
Tras la visita a su padre en la clínica, donde sus progenitores le dejaron muy en claro que ni en aquella situación de vida o muerte iban a aceptar su naturaleza, quedó con una sensación de rabia, pena y soledad mezcladas, tan fuerte, que le provocaron un profundo dolor de cabeza.
Se había dirigido a la casa de Ruben para hablar con su pololo, contarle lo que le había ocurrido, pero él mismo había pedido no ver a nadie tras su accidente. Pensó que podría haber tenido algún privilegio por ser su pololo, pero la negativa de su suegro le demostró que no.
Sentía que eso último se lo merecía, por haber actuado de tan mala manera con su pololo en el último tiempo, llegando incluso a coartar un posible contacto con Sebastian, al llamar a los carabineros para avisar que el compañero del servicio militar con quien se había fugado se encontraba en el hospital.
Llegó a pensar incluso que ese último acto había tenido algún peso kármico en la reacción que tuvieron sus padres frente a su visita en la clínica: la vida lo estaba castigando por la forma que se había comportado.
Felipe se quitó los zapatos, el pantalón y la polera, y se acostó en su cama, tapándose con las frazadas. Cerró los ojos para despejar la mente e intentar olvidar lo que había vivido ese día, y volvió a abrirlos cuando escuchó la puerta abrirse al entrar Roberto a la habitación.
—¿Y tú?, ¿no tenías turno hoy? —le preguntó Roberto a modo de saludo.
“Conchetumare”, pensó Felipe, mientras se sentaba en el borde de la cama.
Había olvidado por completo que le correspondía trabajar esa tarde, pero prefirió evitar agobiarse la mente con una preocupación más.
—Mañana diré que estaba enfermo —respondió sin ganas Felipe.
—¿Qué te pasó? —Roberto notó de inmediato que algo andaba mal. Felipe no solía faltar a ningún compromiso, laboral o académico.
—Fui a ver a mi viejo a la clínica —le contó Felipe, y Roberto se acercó de inmediato y se sentó a su lado en la cama.
—¿Cómo está él? —preguntó Roberto, temiendo visiblemente que la respuesta fuese la más trágica posible.
—Muriendo —respondió Felipe, intentando sonar lo menos emocional posible. A pesar de su tono, Roberto le dio un abrazo y no lo soltó más—. Mi visita no fue muy bienvenida —continuó—. Estaban con un pastor, que les dijo que si mi viejo quería irse al cielo no podía volver a tener contacto conmigo, aunque se estuviera muriendo.
—Viejo culiao —murmuró Roberto, con total indignación en sus palabras.
—De verdad pensé que su situación actual podía haber cambiado algo en él, en los dos —le contó Felipe—. Pensé que por estar al borde de la muerte iba a querer recuperar el tiempo que había perdido. Lo peor de todo es que después de eso lo único que quería era hablar con el Rubén, estar con él, contarle la hueá, pero no pude.
—¿Por qué? —preguntó extrañado Roberto.
—Porque su viejo me dijo que no quería recibir visitas —explicó, y luego dio un largo suspiro mientras miraba el par de zapatillas que estaban tirados en el suelo a un metro y medio de la cama.
—Entiendo que no quiera recibir visitas, después de lo que le pasó —razonó Roberto—, pero igual uno esperaría que te diera algún tipo de privilegio.
—Bueno, no es como que me lo merezca en todo caso —comentó Felipe, sin ganas.
Roberto no dijo nada, coincidiendo con el comentario.
—Asumo que aún no han podido hablar después de lo de su cumple —dijo Roberto, y Felipe negó con la cabeza.
—Ayer cuando llegó del hospital estaba con una onda como súper optimista, de dejar atrás todo lo malo y la hueá —le contó Felipe—, pero con lo de hoy creo que lo nuestro ya terminó.
—Ya, pero no pienses eso —lo tranquilizó Roberto—. Entiende que tuvo un accidente igual grave, necesita tranquilidad. Quizás ya mañana o pasado puedan hablar con calma.
Felipe asintió, dando un suspiro.
—Necesito desahogarme.
Roberto lo miró, se puso de pie y se paró frente a él.
—Pégame —le ofreció Roberto.
—¿Cómo te voy a pegar, hueón? —rechazó de inmediato Felipe.
—Bueno, si no me quieres pegar a mí, tienes un saco en el patio que podría servirte —sugirió, ahora hablando en serio.
Felipe pensó un par de segundos la idea de Roberto, y luego se puso de pie dispuesto a bajar al patio. Tomó los guantes de box que tenía guardados en el cajón del escritorio y bajó con el objetivo de descargar todas sus emociones en ese saco colgante.
Salió al patio mientras se acomodaba los guantes, y apenas tuvo frente a su cuerpo el saco, le dio un fuerte golpe de puño. Comenzó de forma normal dándole golpes casi de rutina, y luego poco a poco fue aumentando la fuerza de sus golpes, hasta provocar que el saco se soltara de una de sus amarras.
Cuando el saco se tambaleaba colgando de un gancho menos, Felipe se percató que sus guantes estaban rotos de igual forma por la fuerza de sus golpes. Se los quitó y pudo ver que en los nudillos tenía heridas provocadas por los golpes.
Detestaba tener heridas en las manos, y la misma situación de haberse provocado el daño a sí mismo le generó aún más frustración y rabia consigo mismo.
Comenzó a lanzarle patadas al saco de box que seguía meciéndose sostenido por las amarras que le quedaban, y luego volvió a golpearlo con sus puños desnudos, provocando mayor daño en sus nudillos.
Después de unos minutos el saco de box cedió de sus amarras y cayó con un golpe sordo al suelo, y Felipe se arrodilló sobre el saco y siguió golpeándolo con menor fuerza esta vez, solo con la poca energía que le iba quedando en su cuerpo.
Cuando ya no le quedaban fuerzas en sus brazos, pegó un grito desgarrador, liberando toda la angustia que llevaba acumulando en los últimos meses, lo que provocó que empezara a llorar desconsoladamente.
Felipe intentaba frenar el llanto para mantener la compostura, pero no podía. Las emociones que se había esforzado tanto en mantener dentro suyo por tanto tiempo por fin estaban saliendo a la fuerza.
De repente Felipe sintió unas manos que lo tomaban para ponerlo de pie y luego un fuerte abrazo de contención. Era Roberto que había estado probablemente viendo todo su patético espectáculo en el patio de su casa.
—Todo va a salir bien —le dijo Roberto al oído, con la voz quebrada por la emoción, acompañándolo en su llanto.
Felipe estaba seguro de que su amigo no tenía como asegurar eso, pero prefirió creer que así sería.
A Sebastian le correspondía nuevamente dormir en ese pequeño cuarto oscuro lleno de quizás qué tipo de animales e insectos.
Al igual que la noche anterior, no pudo dormir casi nada, pero esta vez, fue producto de los pensamientos que rondaban en su cabeza.
Estuvo constantemente pensando en las palabras de Julio y sus secuaces respecto a Simón, y lo que supuestamente le había pasado.
Si bien no fueron específicos en contarle qué le había pasado a Simón, Sebastian pudo deducir que le habían hecho algo, aprovechando su ausencia y la de Javier.
Ahora era Sebastian el que se encontraba completamente solo, sin el apoyo de Javier ni de Simón, dejándolo completamente vulnerable al igual que su compañero iquiqueño.
Según las palabras de Andrés, el capitán había dicho que Simón tuvo una crisis de pánico simplemente, pero podía estar cubriendo al trío de imbéciles.
“¿Pero por qué haría algo así el capitán de un regimiento?”, Se cuestionaba Sebastian intentando buscar una lógica a sus teorías: Para no exponer que no tenía realmente bajo control a su pelotón de soldados.
Eso tenía sentido.
Se imaginó a Simón completamente desfigurado por los golpes que le propinaron Julio, Luis y Mario, según habían insinuado, y le dio una profunda pena y rabía, pensando que había tenido que pasar por eso simplemente por quedar completamente solo, tras haberse fugado con Javier.
“Ojalá que esté bien”, se repetía en la mente, con angustia, no pudiendo evitar sentir algo de culpa por la situación.
No se dio cuenta cuánto tiempo había pasado cuando escuchó la puerta abrirse de forma sonora, y la voz de Ortega desde afuera dijo con fuerza:
—¡Soldado Guerrero!, puede volver a las barracas para asearse.
Sebastian sin perder tiempo se levantó de inmediato y salió a la intemperie, donde aún estaba oscuro, se cuadró frente a Ortega y corrió rumbo a las barracas. Se lanzó sobre su cama, con la esperanza de dormir al menos unos minutos.
Estaba acostado dando la espalda al resto del dormitorio cuando sintió unas manos presionando con fuerza su boca.
—Bú —pudo identificar sin lugar a duda la voz de Julio en su oído, mientras Luis y Mario lo ataban de brazos y piernas y le ponían un bozal en la boca para que no pudiera gritar.
Sebastian intentaba con todas sus fuerzas soltarse y emitir algún sonido, pero nada salía de su garganta, estaba completamente silenciado.
El trío de abusadores comenzó a darle golpes de puño en el cuerpo y la cara.
—¿Qué se siente recibir el especial Simón? —preguntó con sarcasmo Luis, mientras sacaba una navaja suiza de su bolsillo y se la entregaba a Julio.
—¿Quieres saber por qué la Simona no dijo nada de lo que hicimos? —le preguntó Julio, acercándose a Sebastian.
Sin esperar respuesta, Julio se montó encima de Sebastian, blandió la navaja y la acercó a su rostro.
Posó la punta de la hoja con una leve fuerza, suficiente para cortar la piel, y la deslizó por la frente de Sebastian.
Las lágrimas cayeron por las sienes de Sebastian, y el corazón le latía a mil por horas, sin creer que nadie a su alrededor hubiese despertado con lo que estaba pasando.
Julio tras hacer el corte en la frente, tomó con fuerza la navaja y la enterró en el bozal, y sin dudar un segundo, la arrastró con fuerza hacia donde estaba la comisura del labio de Sebastian, provocando un corte completo hasta casi llegar a la oreja.
Sebastian se retorció de dolor y comenzó a gritar con todo lo que le permitía su cuerpo, hasta que cayó de bruces al costado de la cama.
Tenía los brazos y las piernas liberadas. Se llevó las manos a la cara y no había rastros de ningún corte ni de ningún bozal. Todo había sido un mal sueño.
—¿Estás bien? —la voz adormecida de Andres desde un par de camas a la derecha lo sorprendió.
—Si, todo bien —susurró Sebastian, intentando contener el llanto.
Se percató que el corazón le latía con fuerza y estaba completamente sudado. Se quedó de pie unos segundos al lado de la cama, mirando al resto de la habitación. Todos dormían plácidamente, incluso el trío que lo atormentó en sueños.
Se volvió a recostar en la cama, sin poder volver a dormir hasta que sonaron las trompetas indicando la hora de levantarse.
Rubén despertó el viernes cerca de las nueve de la noche.
El cansancio acumulado, y los medicamentos para el dolor habían actuado de forma sinérgica ayudando a que pudiera dormir con facilidad.
Se levantó con dificultad con el único propósito de ir al baño, ya que en realidad seguía cansado y no tenía hambre ni ganas de hablar con nadie.
Al volver del baño se cruzó con su papá y su hermano que estaban en el living viendo un partido de fútbol en el cable.
—¿Cómo dormiste, hijo? —le preguntó Jorge.
—Bien —respondió Rubén, sin querer entrar en detalles.
—¿Te preparo algo para comer? —ofreció Darío, con demasiado entusiasmo como para estar ofreciendo una comida.
—Bueno —aceptó Rubén, fingiendo una sonrisa amable. A pesar de que no tenía hambre, no quería rechazar un ofrecimiento de su hermano.
Si bien, no lo soportaba la mayoría del tiempo, tenía que admitir que, en el último tiempo tras aceptar su homosexualidad, la actitud de Darío había cambiado en un ciento porciento. Se mostraba más atento que nunca, y al haber viajado desde Santiago solo porque tuvo un accidente, sentía que le debía retribuir sus buenas intenciones.
Dario le preparó un par de huevos revueltos con pan tostado, y se lo sirvió a Rubén en la mesa del comedor.
—¿Quieres compañía? —le preguntó su padre, entendiendo que Rubén ya había manifestado temprano ese día su intención de estar solo.
Rubén se encogió de hombros. No iba a responder que sí, ya que obviamente quería estar solo, y tampoco podía responderle que no, a su padre que había estado obviamente preocupado por él después del accidente.
De todas maneras, Jorge entendió el significado de su respuesta, y volvió al sillón a ver fútbol con Darío.
Rubén se comió las tostadas con huevo revuelto de Darío en menos de diez minutos. A pesar de creer que no tenía hambre, al parecer su cuerpo estaba pidiendo que lo alimentara.
Después de comer se acercó aparatosamente al living para darle un abrazo a su padre y su hermano a modo de buenas noches, y se fue a su habitación a seguir durmiendo.
Esa noche soñó nuevamente con la voz que le decía “vengo por Sebastian”, lo que le dejó una sensación amarga de que su amigo estaba en peligro.
Si bien, estaba sumamente molesto por la forma en que se habían dado las cosas cuando se fue al Servicio Militar, aún se preocupaba por él. De igual forma, se tranquilizó pensando que esa voz era solo un sueño sin ningún significado profético.
Al día siguiente estuvo toda la tarde viendo televisión en el living de su casa. No tenía ganas de ponerse a chatear por MSN ni hablar por celular con nadie, simplemente quería estar solo.
Su padre, que se había ido a trabajar antes de que él despertara, volvió durante la tarde con una grúa que llevaba el Aska que le había regalado para su cumpleaños.
Rubén sintió que se le aceleró el corazón al ver el vehículo al cual su padre le había dedicado tanto tiempo y trabajo, visiblemente dañado por su irresponsabilidad al manejar.
Intentó ocultar la culpa y la pena que le provocaba ver el resultado de su inmadurez, ante su padre que por su parte igual intentaba mantener una actitud positiva frente a la evidencia del accidente.
—¿Lo vas a restaurar? —le preguntó Rubén a su padre.
—Voy a ver si se puede hacer algo con esto —respondió su padre.
—¿No será demasiado esfuerzo para algo que quizás no vaya a funcionar? —Rubén quiso sugerir que no se esforzara en recuperar el vehículo.
—Hijo, entiendo que te pueda resultar algo chocante, o traumante ver el auto así, y seguir viéndolo, pero creo que un vehículo siempre nos va a ser necesario acá en la casa, y no tenemos plata para comprar uno nuevo. Al menos mi jefe del taller me permitió usar todas las herramientas de allá para intentar repararlo —le explicó Jorge, dándole unas palmaditas en el hombro a Rubén, y le sonrió, mientras sus ojos expresaban otras emociones.
A pesar de que Rubén no quería ver más el Aska, porque le recordaba su irresponsabilidad, su fragilidad y el trauma de haber tenido el accidente, aceptó la decisión de su padre. Si era lo que él quería hacer, no se lo iba a impedir después de haber arruinado su trabajo de años.
Durante la tarde, Rubén llamó por teléfono a Catalina, para poder desahogarse.
—¿Estás bien? —le preguntó ella, tras contestar la sorpresiva llamada de su amigo.
Rubén simplemente respondió con un suspiro.
—¿Quieres que vaya a verte? —le preguntó Catalina, preocupada. Si bien le había sorprendido la decisión de Rubén de permanecer sin visitas, no se sentía cómoda manteniendo tanta distancia después del accidente.
—No sé —respondió finalmente Rubén después de unos segundos—. La verdad no sé qué quiero.
—Si no sabes qué quieres, no es necesario que pienses en eso —le dijo Catalina—, quizás sea mejor enfocarte en qué necesitas.
—Necesito salir, dar una vuelta, respirar —comenzó a decir Rubén.
—¿Y qué te detiene? —le preguntó Catalina.
—Apenas puedo caminar —respondió Rubén con sarcasmo en la voz.
—Ya, pero qué te detiene realmente —insistió ella, ignorando el tono de voz.
Rubén dio un suspiro.
—No sé —respondió en primer lugar—. Siento que, si salgo, voy a preocupar mucho a mi papá y mi hermano. Bueno, sobre todo a mi papá.
—Bueno, yo creo que es natural que se van a preocupar, pero no por eso te vas a limitar a vivir tu vida
Se generó un silencio entre ambos, que Catalina interpretó como que había algo que Rubén se estaba guardando.
—¿Hay algo más? —preguntó ella.
—Creo que tengo miedo —admitió Rubén, con la voz temblorosa.
Catalina se quedó en silencio para dejar que Rubén se explayara.
—Ayer fui a buscar al Seba a su casa, y cuando venía de vuelta me saqué la chucha —le contó—, y aparte de la vergüenza que me dio en el momento, después me puse a pensar qué hubiese pasado si justo pasaba un auto mientras estaba tirado en el suelo, o qué pasaría si salgo ahora a la calle y pasa un auto y me atropella…
—Rube, debes entender que los accidentes pasan —lo interrumpió Catalina—, lo que te pasó a ti fue algo súper fuerte, y sí, creo que es súper normal que quedes con algunos miedos asociados a eso, pero no puedes limitar tu vida en base al miedo.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —comentó con ironía Rubén, y Catalina se rió.
—Lo sé —admitió ella—. No me puedo ni siquiera imaginar cómo te sientes realmente. Incluso yo me siento rara con lo que te pasó, y eso que no lo experimenté físicamente —hizo una pausa para respirar—. Tu mente va a estar dándole muchas vueltas al accidente por mucho tiempo yo creo. Podrías considerar ir a un psicólogo, digo, si sientes que tu mente no logra procesar todo lo que pasó.
Catalina hizo una pausa, y Rubén supo que era para que él dijera algo, pero no supo qué decir. Inmediatamente pensó que no tenía dinero para ir a terapia, y mucho menos quería molestar a su padre con más gastos después de haber arruinado el único medio de transporte independiente que tenían.
—¿Te molestaría si te pregunto qué onda con Felipe? —le preguntó Catalina, después del silencio de Rubén.
—¿Qué onda de qué? —Rubén se hizo el loco.
—Ay Rube, no te hagas —Catalina endureció el tono, como una madre retando a su hijo pequeño—. Tuviste el accidente después de conversar con tu pololo que te había ignorado por varios días antes de tu cumple.
—No fueron varios días —la corrigió Rubén.
—Ya, da lo mismo cuanto tiempo fue —aceptó Catalina—. Igual si no quieres contarme nada de esa noche lo entiendo, no te voy a presionar.
—Gracias —le respondió Rubén, y Catalina entendió de inmediato.
—No es que no te vaya a contar nunca —explicó Rubén—, es solo que no quiero contártelo por teléfono.
—Entiendo —aceptó ella—. Siquiera, ¿siguen pololeando, al menos?
Rubén dio un suspiro.
—No sé —respondió finalmente.
Ambos se quedaron en silencio por un par de segundos.
—¿Te puedo decir algo, Rube? —le preguntó Catalina, y Rubén aceptó—. Creo que el principal miedo que te limita a salir de tu casa es enfrentar tu situación con Felipe.
Rubén tuvo una sensación de vértigo al escuchar las palabras de su amiga.
—Te sientes seguro en tu casa porque no puede llegar allá y entrar a incomodarte —continuó ella.
—No me incomoda —acotó Rubén.
—Como digas, incomodidad o no, no lo tienes que enfrentar —continuó ella—. En cambio, si sales de tu casa, a dar una vuelta por ahí, ¿cuál sería tu excusa para no ir a verlo y hablar con él?
—Ninguna —aceptó Rubén finalmente. Su amiga había dado en el clavo—. ¿Podemos juntarnos el lunes? —le preguntó él.
—Por supuesto, donde tú quieras —accedió Catalina.
Rubén accedió por fin suspender su aislamiento para juntarse con su amiga.
—Deberías haber estudiado psicología en vez de enfermería —le comentó en broma a Catalina antes de colgar el teléfono.
—Está en mis planes apenas termine enfermería —respondió Catalina, aunque Rubén no supo si lo decía bromeando o en serio.
Sebastian estaba agotado.
Ya era el segundo día que pasaba sin dormir gracias al castigo, y el quinto sin poder dormir desde su escape del regimiento.
Lo que le había dicho Julio la tarde anterior le seguía dando vueltas en la mente, dándole crédito a su versión de que habían golpeado a Simón, a pesar de que “oficialmente” el joven iquiqueño había tenido una crisis de pánico.
—¿Por qué insistes tanto, Sebastian? —le preguntó Andrés mientras almorzaban—, ya te dije que le dio una crisis de pánico.
—Pero ¿estás seguro? —insistió Sebastian—, ¿lo viste?
—No po, si yo estaba durmiendo —respondió Andrés, visiblemente cansado de la insistencia.
Sebastian se dio cuenta que estaba siendo demasiado insistente, así que no siguió presionando a Andrés.
Si bien no le caía tan mal, Andrés nunca había sido de su total agrado. Tenía claro que no era una mala persona, pero su excesivo entusiasmo por el servicio militar le provocaba un profundo rechazo. A pesar de todo eso, era la única persona con quien podía conversar en ese momento, ya que todos los demás le caían peor.
—Estará bien —le dijo Andrés después de un largo minuto de silencio, para darle un poco de ánimo—. Solo debes tener fe.
Justamente lo que menos tenía en ese momento.
Sebastian continuó ese día con una profunda sensación de soledad, incluso peor que en sus primeros días en el regimiento, ya que en aquella ocasión, al menos había llegado aceptando su destino, habiéndose despedido de Rubén en sus propios términos (de los cuales ahora se arrepentía, pero para él en ese momento tenía todo el sentido del mundo); ahora, en cambio, volvió contra su voluntad, después de que su escapada haya sido completamente en vano, sin poder lograr su objetivo de ver a Rubén, y sin saber su estado de salud después del accidente.
…El accidente.
Había tratado de no pensar mucho en Rubén y su accidente, porque desde ahí adentro no podía hacer mucho para obtener información, pero la imagen ficticia de su mejor amigo atrapado entre los fierros del clásico vehículo de su vecino se le venía a la mente de tanto en tanto, provocándole una sensación de vértigo y ganas de vomitar.
La alternativa no era mucho más optimista: preocuparse de lo que realmente le había pasado a Simón. Pero al menos, ahí en el regimiento podía pretender obtener información al respecto.
Lo único que le faltaba era que Javier estuviera en problemas o algo por el estilo.
“Espero que estén todos bien”, pensó.
—¡Guerrero! —le gritó el Teniente Ortega a Sebastian, cuando se estaba formando para asumir su castigo nuevamente—. Espere aquí unos minutos.
Sebastian se quedó de pie, expuesto a la frescura de la noche, completamente solo después que los demás soldados ya se habían dirigido a sus puestos para realizar la guardia.
Ortega lo dejó unos diez minutos en soledad afuera de su nueva “habitación”, hasta que escuchó acercarse unos pasos: era el Teniente, seguido de un rostro moreno muy familiar: Era Javier, esgrimiendo una sonrisa socarrona.
El corazón se le aceleró a Sebastian de pura emoción, e intentó contener una sonrisa, pero no lo logró.
—¡Guerrero!, encontramos a su pololo —le gritó el Teniente, sonriendo con satisfacción por su propio comentario.
—Te extrañé tanto, amor —fueron las primeras palabras que le dijo Javier, provocándole una risotada a Sebastian al ver la cara de desagrado del teniente.
El comentario burlesco del teniente le había explotado en la cara.
—El par de maricones —murmuró Ortega con rabia—. Por hueones, sáquense la chaqueta y los pantalones.
—¿Qué? —preguntaron Sebastian y Javier al mismo tiempo.
—Acá no formamos maricones —respondió el teniente—, a ver si el frío los convierte en hombres.
La pareja de amigos obedeció a regañadientes, sabiendo que no tenían alternativa, mientras el teniente abría la puerta metálica del lugar que Sebastian ya había asumido como su dormitorio.
Javier apenas se sacó el pantalón, lo enrolló como una pelota y se la tiró en la cara a Ortega, desafiándolo con la mirada.
El teniente enfurecido se acercó a Javier, le dio un puñetazo en el rostro y lo empujó por la puerta hacia adentro, cayendo de bruces al frío suelo.
—¡Javier! —gritó instintivamente Sebastian, pero se quedó inmóvil.
Ortega miró a Sebastian sin decir nada, intimidándolo con su semblante desquiciado, y el puño levantado.
—¿Algo más? —le preguntó a modo de amenaza.
Sebastian le sostuvo la mirada canalizando toda la furia que sentía, pero no dijo nada.
—Muy bien —aprobó el teniente, y empujó con fuerza a Sebastian por la puerta, tropezando y cayendo sobre Javier.
Ortega cerró la puerta con tal rapidez que los muchachos no alcanzaron a verse mutuamente antes de quedar totalmente a oscuras.
—¿Estás bien? —le preguntó Sebastian.
—De maravilla —respondió Javier con sarcasmo.
Sebastian instintivamente buscó el rostro de Javier con sus manos, con la idea de sentir la gravedad del puñetazo que le había dado Ortega.
—¿Cómo estás tu? —quiso saber Javier, intentando sonar compuesto, pero Sebastian notó en su voz que estaba aguantando el dolor.
Le pasó los dedos por el rostro y sintió un líquido espeso brotando de su mejilla, y un quejido sordo proveniente de la boca de su amigo.
Sebastian se sacó la polera, que al menos estaba limpia, la envolvió y la presionó contra el rostro de Javier.
—Conchetumare —se quejó Javier.
—Sorry, pero tengo que hacerlo para detener la hemorragia —le dijo Sebastian con preocupación.
Javier soltó una risita.
—¿Qué? —quiso saber Sebastian.
—Buena po, doctor House —se burló Javier.
—Ándate a la chucha —se rió Sebastian, y presionó con más fuerza el rostro de su amigo, quien se rió entre quejidos.
—¿Pá qué te picai?
—¿Quién se picó? —Sebastian se hizo el loco.
—¡Conchetumare! —exclamó en un grito Javier, poniéndose de pie tan rápido que Sebastian no alcanzó a quitar la mano que hacía presión en su rostro.
Iba a preguntarle qué había pasado, pero luego sintió sobre su pierna desnuda “algo” caminando a toda velocidad.
Se puso de pie de inmediato al igual que su amigo y lo abrazó.
—Sentí una hueá —le dijo Javier.
—Yo igual —coincidió Sebastian, que ya sabía que ese espacio estaba plagado de bichos y ratas.
Javier se rió de improviso.
—¿Qué? —le preguntó Sebastian.
—Nada —respondió rápidamente Javier—. Fui a buscar a tu amorcito.
Sebastian había quedado marcando ocupado con la risita repentina de su amigo, pero lo dejó pasar para saber más respecto a la última frase.
—¿Qué?, ¿Cómo estaba?, ¿Está bien? —quiso saber Sebastian, impaciente.
—O sea, no lo vi a él —aclaró Javier—. Fui hasta el hospital, y lo vi, pero estaba durmiendo, así que no le pude decir nada —omitió la parte de los gritos—. Después me pescaron los pacos y llamaron a los milicos para que me fueran a buscar. Resulta que el hueon que me fue a buscar, fue el mismo hueon que te trajo hasta acá. Me dijo que te había prometido ir a buscar al Rube, así que lo convencí de que me dejara acompañarlo antes de mandarme de vuelta.
Ambos amigos seguían abrazados, y Sebastian escuchaba atentamente la aventura de Javier.
—Fuimos hasta su casa y hablamos con el hermano. Nos dijo que estaba bien, pero no quería ver a nadie —finalizó su relato—. Está bien —repitió, como para asegurarse de que sus palabras se grabaran en la mente de Sebastian—, se está recuperando.
El corazón de Sebastian se detuvo por un segundo, y comenzó a llorar de alegría al saber que Rubén estaba bien, y abrazó con más fuerza a Javier, expresando su emoción.
—¿Fue muy grave? —quiso saber Sebastian.
Javier dudó.
—No sé —respondió finalmente—. Lo importante es que ahora está bien.
El alivio que sentía en ese momento era indescriptible. Estaba tan contento de saber que Rubén estaba bien, que no se había percatado que estaba temblando, quizás de emoción, o quizás por el frío insoportable que sentía al estar casi desnudo.
—¿Vamos a tener que dormir parados como los caballos o hay alguna cama en esta hueá? —preguntó Javier, cambiando de tema.
Sebastian notó que también estaba temblando.
—Hay un catre de metal nomas, sin colchón —le informó Sebastian, soltando su abrazo y tomándolo de la mano para guiarlo en la oscuridad hasta el catre.
—Estoy cagao de frío —comentó Javier, siguiendo a Sebastian en la oscuridad.
—Yo también —coincidió Sebastian—. Oye, el Simón no está —le contó, cambiando de tema.
—¿En serio? —preguntó Javier, demostrando su sorpresa en su tono de voz—, ¿Qué le pasó?, ¿se arrancó igual?
—El Andrés dice que le dio una crisis de pánico.
—Chucha —murmuró Javier—. ¿Habrá sido porque se sintió solo después que nos fuimos? —supuso Javier, y Sebastian pensó que tenía sentido.
—Puede ser, pero el Julio me dijo que él y los otros dos hueones le habían sacado la chucha.
—¿Y tú le crees? —preguntó Javier, medio en serio y medio con sarcasmo.
—No sé, ¿por qué?
—No creo que hayan sido capaces de hacerlo. Esos hueones son re cobardes.
Sebastian a pesar de las palabras de Javier, seguía creyendo en las palabras de los bravucones.
—Oye, estoy cagao de frío —insistió Javier, recostándose en el catre.
—En la madrugada se pone más helado —le contó Sebastian, con desgano—. Nos vamos a morir de hipotermia.
—Ok, doctor House —le dijo Javier, bromeando nuevamente.
—Sigue hueveando y vas a dormir en el piso con las cucarachas —le dijo Sebastian, poniéndose nuevamente su polera y recostándose al lado de su amigo.
—Ya, no te enojes —Javier se acomodó en el catre y Sebastian notó que se acostó de lado en su dirección—. ¿Te molesta si hacemos cucharita?, por el frío, digo.
Sebastian trató se recuperar dominio de su mandíbula que temblaba por el frío, antes de responder.
—Bueno —aceptó, esperando no morir de frío.
—Nos vamos turnando durante la noche quien abraza a quien —le informó Javier—. Yo empiezo.
Sebastian se dio vuelta, dándole la espalda a su amigo, y se dejó abrigar por su calor corporal.
—La hueá —murmuró Javier, divertido, antes de que Sebastian pudiese lograr conciliar el sueño—. El viejo culiao se va a morir cuando abra la puerta mañana y nos vea durmiendo así.
A Sebastian le hizo gracia la idea de que las medidas homofóbicas del teniente le estallasen en la cara.
—Eso si es que logramos quedarnos dormidos —le dijo Sebastian, pensando en que él no había logrado dormir mucho en ese lugar.
—Te quiero mucho amiguito, pero no voy a hacer otras cosas para entrar en calor, así que mejor durmamos nomas —bromeó Javier.
Sebastian no respondió, y sorprendentemente pudo conciliar el sueño al poco rato.
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Clases de Seducción II, parte 16: Culpa
Temporada 1
Temporada 2: Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4, Parte 5, Parte 6, Parte 7, Parte 8, Parte 9, Parte 10, Parte 11, Parte 12, Parte 13, Parte 14, Parte 15
Sebastian y Matias tomaron un móvil del ejército que los estaba esperando en el aeropuerto de Arica para transportarlos hasta el regimiento.
Olivares ya no insistía en sacarle tema de conversación a Sebastian, y él lo agradecía. Sabía que después de todo lo que habían conversado, habían llegado a tal confianza entre ambos que los silencios ya no eran incómodos.
Al llegar al regimiento, Matias se presentó como el escolta de Sebastian, y los hicieron pasar a ambos a la oficina del Capitán Guerrero.
—¿Lo hizo pasar muchas rabias, Cabo? —le preguntó el Capitán a Olivares.
—No, Capitán —respondió con sinceridad Matías—. Él sabe que cometió un error, y está arrepentido.
Sebastian levantó la ceja levemente, sorprendido por las palabras de Matias, porque claramente estaba mintiendo: de lo único que estaba arrepentido era de haberle creído a su padre.
El Capitán resopló sonoramente, en señal de incredulidad ante las palabras de Matias, y miró directamente a los ojos a Sebastian, quien ya había recuperado su semblante inexpresivo.
—¿Es cierto eso, soldado? —le preguntó directamente.
Sebastian se demoró una milésima de segundo más de lo necesario para sonar convincente.
—Si, capitán —respondió finalmente.
—Parece que el pequeño paseo no le sirvió para sacar la voz de hombre y hablar fuerte, Guerrero —comentó con sarcasmo el capitán.
—Está cansado —lo defendió Matias—, no ha dormido nada desde hace dos días, me comentó.
—Bueno, se habría evitado ese problema si no se hubiese arrancado —argumentó con lógica el Capitán—. Como sea, muchas gracias por su servicio, Cabo Olivares —agregó, a modo de cierre de la conversación para despedir a Matias, y luego se dirigió a Sebastian—. Y usted, Guerrero, vaya a las barracas a darse una ducha y a vestirse. Lo espero en la armería en cinco.
Sebastian obedeció al capitán, y salió de su oficina apurando el paso. Al cabo de unos segundos se percató que el capitán no venía detrás de él y caminó con normalidad hacia las barracas.
—Oye —Sebastian escuchó la voz de Matias acercarse a él por la espalda—. Recuerda guardar bien lo que te pasé —le dijo, dándole unas palmaditas fraternales en el hombro, mientras disimulaba la falta de aliento.
—Gracias —Sebastian no atinó a decir nada más. Estaba abrumado por la amabilidad y empatía de Matías.
Olivares le sonrió, como indicándole que era lo mínimo que podía hacer, y luego dio la media vuelta y se fue.
Sebastian dio un suspiro de alivio, al saber que no estaba totalmente solo en el mundo. Aun había gente buena que valía la pena conocer y potencialmente a futuro poder llamar amigos.
Siguió caminando hasta llegar a las barracas, donde se dirigió rápidamente al baño para lavarse la cara y mojarse el pelo, y luego se fue al dormitorio, abrió su casillero y sacó su ropa de militar, aprovechando en el momento de guardar disimuladamente el celular que le había pasado Matías, envolviéndolo con un par de calcetines limpios. Se vistió rápidamente y al salir del dormitorio para dirigirse a la armería se cruzó con Andrés, quien lo saludó con alegría.
—¿Dónde estabas? —le preguntó, dándole un abrazo.
—Fui a comprar cigarros —respondió con sarcasmo.
Andrés se rió.
—Qué bueno tenerte de vuelta —le dijo el muchacho—. ¿Llegaste con Javier? —Sebastian negó con la cabeza—. Uy, su castigo va a ser más pesado entonces.
Como si a Sebastian le hubiese hecho falta ese comentario. El recordar que su amigo probablemente no volvería, y que tenía todo un castigo por delante, por su ausencia de dos días del regimiento le hizo revolver el estómago.
—Oye, hay algo que tienes que saber —le dijo Andrés, pero Sebastian no tenía ganas de seguir con la conversación.
—Sorry, Andrés, ¿podemos hablar después?, el capitán me está esperando —le dijo Sebastian, y sin darle tiempo para responder, se alejó del lugar.
Al llegar a la armería, estaba el capitán Guerrero junto a Ortega esperándolo.
—Guerrero, llega justo a tiempo —le dijo el capitán, con sorpresa, provocándole una leve sonrisa de satisfacción a Sebastian—. Sígame.
El Capitán comenzó a caminar por el amplio terreno del regimiento, sorprendiendo a Sebastian, que pensó que lo encerrarían en la armería a contar casquillos nuevamente, como la vez anterior.
Caminaron hasta una de las torres de vigilancia, que en la base tenía una puerta de metal cerrada con un candado. El Capitán le indicó a Ortega que abriera el candado y Sebastian esperó ansioso a ver qué había dentro.
Al abrir la puerta, desde donde estaba de pie, Sebastian solo vio profunda oscuridad, hasta que Guerrero iluminó una parte del interior con su linterna.
—Bienvenido a su dormitorio —le dijo el hombre, mientras alumbraba específicamente un viejo catre metálico sin colchón ni sábanas, con solo una gruesa malla de resorte del mismo material para soportar su cuerpo.
Aparte del catre, Sebastian solo pudo divisar que tanto el suelo como la pared eran de un color gris cemento, sin pintar.
Sebastian no dijo nada, e intentó mantener una expresión seria en el rostro.
—Aquí tendrá mucho tiempo para pensar en lo que hizo —comentó Ortega, y Sebastian lo odió por eso.
Lo que menos quería era pensar en todo lo que había pasado en las últimas 48 horas, el haberse escapado, con el único propósito de ver a Rubén, el enterarse que había tenido un accidente, y ser obligado a volver sin poder saber su estado. De todas maneras, aunque no lo quisiera, sabía que iba a pensar en todo eso durante la noche.
Guerrero le hizo una seña con la mano para que Sebastian ingresara a la habitación, y él obedeció. Cruzó el umbral de la puerta intentando acostumbrar la vista para descifrar qué más había dentro, pero la oscuridad se apoderó de todo el lugar rápidamente cuando Ortega cerró la puerta, y Sebastian solo pudo escuchar el candado cerrarse al otro lado.
Caminó lentamente en dirección hacia donde estaba la cama y se quiso sentar, sobresaltándose levemente al sentir el frío metal del catre. Dio un suspiro, y decidió tratar de descifrar qué más había en esa habitación. Volvió hacia la puerta y desde ahí comentó a caminar con ambas manos apegadas a la pared a modo de guía.
El corazón le dio un vuelco cuando sintió un chirrido al llegar a una de las esquinas del lugar. “Ratas”, pensó Sebastian, con un escalofrío recorriéndole la columna, justo en el momento que sintió que algo pasó por encima de su mano derecha, caminando por la pared hacia el suelo.
Sebastian dio un salto y se alejó lo más rápido que pudo de la pared, sacudiendo las manos y tratando de ubicar el catre, donde se recostó en posición fetal y con el corazón latiéndole a mil por hora, y con lágrimas cayéndole por los ojos, las que no tardaron en desencadenar un llanto real.
Rubén despertó con un profundo dolor en la mayor parte de su cuerpo. Apenas podía mover la cabeza gracias al cuello ortopédico, el que no evitaba que le doliera, y simplemente agregaba una gran incomodidad a su estado.
Pasó una pésima noche, entre dolores y sueños raros, no pudo conciliar el sueño como habría deseado para descansar de todo lo malo que había pasado en las últimas horas.
Se levantó a duras penas y salió de su habitación hacia el comedor, donde su padre estaba tomando desayuno con Darío, quien había llegado esa misma mañana desde Santiago.
Su hermano tenía los ojos llorosos y sonrió aliviado al verlo despierto. Darío se levantó con ímpetu y le dio un largo abrazo.
—¿Estás bien, enano? —le preguntó Darío, mirando cada moretón en las zonas visibles del cuerpo de Rubén, quien asintió, y usó toda su energía para esbozar una sonrisa—. No sabes lo asustado que estuve —le dio un abrazo con suavidad.
Rubén quiso decir alguna palabra para bajarle el perfil a todo el asunto, pero sabía que no tenía cómo, y que sería un estúpido por intentar hacerlo. Simplemente trató de responder con optimismo.
—Tranquilo, que al menos a mi no me pasó nada —dijo finalmente, algo avergonzado al saber que el regalo que le había hecho su padre había quedado prácticamente inutilizable.
Rubén se fue a servir un poco de cereal con leche fría, y se percató de la expresión de Darío, que tenía una actitud de querer ayudarlo, pero tampoco quería agobiarlo con su ayuda. Al menos eso intuía Rubén, y en el fondo lo agradecía. No quería que lo vieran como alguien frágil en ese momento. Seguía siendo funcional.
Mientras comía en silencio, pensó en el sueño que había tenido la noche anterior: “Vengo por Sebastian”, la frase en boca de una voz masculina que se repitió en sus sueños durante toda la noche.
Estaba seguro que el sueño estaba condicionado por la noticia que le había entregado su padre. Le había dicho la noche anterior antes de dormir que Sebastian lo había ido a saludar para su cumpleaños, pero ya había vuelto al regimiento, según lo que había dicho el padre de su amigo.
A pesar de todo, la frase de su sueño le generaba una sensación preocupante, como si ese “vengo por” fuese una especia de búsqueda para matar.
—Voy a ir a la casa del Seba —comentó Rubén, a ninguno en particular, tras llevarse a la boca la última cucharada de cereal.
Su padre levantó la vista, pero no dijo nada para impedirlo, aunque Rubén sintió que quería hacerlo. A pesar de lo que Jorge le había dicho, Rubén esperaba que el padre de Sebastian le hubiese mentido, y que en realidad Sebastian estaba en ese momento en su dormitorio, aun indeciso si ir a verlo finalmente o no.
—¿Quieres que te acompañe? —le ofreció Jorge.
Rubén negó con la cabeza, aunque luego dudó de su respuesta, al pensar que no sabía cómo podría moverse por un trayecto tan largo con muletas. Apenas sabía cómo usarlas.
Finalmente se mantuvo firme con su respuesta. Se las ingeniaría.
Prefería ir solo, y no interactuar con Sebastian frente su padre o su hermano.
Quería mucho ver a Sebastian. Deseaba verlo con todas sus fuerzas, pero casi todas esas ganas de verlo eran para enfrentarlo, para gritarle por haberse marchado en la forma que lo hizo, por haber terminado con su amistad de toda la vida por razones estúpidas y sin sentido, y por haberlo dejado sufriendo su partida, quitándole todos los buenos pensamientos que pudo haber atesorado de no haberse marchado de esa forma.
Rubén salió de la casa en dirección al domicilio de su mejor amigo, mientras Darío lo observaba desde la reja.
Al llegar a la casa de Sebastian, después de andar a duras penas con ambas muletas, abrió la reja aparatosamente y se acercó a golpear la puerta de entrada, como hacía siempre.
—Rubén, qué sorpresa —lo saludó el padre de Sebastian, con un muy falso tono cordial.
—¿Está Sebastian? —preguntó Rubén, esbozando una sonrisa a modo de saludo.
—Sebastian está en el regimiento, en Arica —le contó el padre.
—Mi papá me dijo que estuvo aquí el otro día —desafió Rubén. No iba a aceptar que le mintiera.
—Si, estuvo aquí antenoche —admitió el hombre—, pero como se había arrancado del regimiento, lo vinieron a buscar y se lo llevaron. Ayer vino tu papá y le conté lo mismo.
Rubén sintió una impotencia enorme. Después de haber estado tan cerca de verlo y de decirle todo el rencor que había guardado por meses, Sebastian se había marchado nuevamente.
—¿Y como supieron que estaba acá? —interrogó Rubén, algo molesto.
El padre de Sebastian soltó una risita burlona y despectiva.
—Es protocolo del regimiento ir a buscar a los que se fugan a sus domicilios particulares —argumentó.
Rubén se mordió el labio por la rabia. Tenía sentido lo que había dicho el padre de Sebastian. Y realmente no tenía pinta de que estuviera mintiendo. No le daba la impresión de ser una especie de psicópata que tendría a su hijo encerrado en algún dormitorio de la casa, atado de pies y manos y con una mordaza en la boca.
—¿Y no dejó nada para mí?, ¿ningún recado? —preguntó Rubén, aferrándose a la última esperanza que le quedaba para tener algún tipo de contacto con Sebastian.
—Nada —el hombre se encogió de hombros y negó con la cabeza.
Rubén miró fijamente a los ojos al padre de Sebastian, intentando buscar alguna señal de que estaba mintiendo, pero finalmente tras largos segundos de silencio, aceptó la realidad.
—Gracias —dijo finalmente Rubén, asumiendo que su mejor amigo ya no estaba en la ciudad, y ya era imposible hablar con él.
Dio media vuelta y salió a la calle nuevamente rumbo a su casa, con una velocidad bastante imprudente para haber recién empezado a andar con muletas, lo que le provocó un tropiezo mientras iba cruzando la calle, cayendo de bruces al asfalto.
—Cresta —murmuró con rabia, tomando una de sus muletas y lanzándola con fuerza lo más lejos posible.
Le dolía todo el cuerpo y estaba ahí tirado en mitad de la calle, humillado, solo.
Se quedó tirado por largos segundos, mirando el cielo despejado, intentando vencer las ganas de llorar por la rabia. Cuando pudo dominar sus emociones se puso de pie, tomó la muleta que tenía a su lado, y con dificultad se fue a buscar la que había lanzado lejos, que se había torcido por el golpe.
Al voltear la esquina de su casa, vio a Darío que lo seguía esperando, y no le dijo nada, solo sonrió aliviado al verlo regresar en buen estado.
Felipe salió de clases al mediodía y se fue rápidamente a la clínica donde sabía que estaba internado su padre.
Tenía un profundo sentimiento de culpa después de todo lo que había pasado, el accidente de Rubén, las discusiones que habían tenido, y por último la llamada que había hecho para que fueran a detener al amigo de Sebastian, evitando por todos los medios que Rubén tuviera algún tipo de contacto con su mejor amigo.
Intentó convencerse por mucho rato que lo había hecho por el bien de su pololo. Esa persona era un total desconocido, y su presencia en el hospital donde estaba internado Rubén podría significar un riesgo para él.
Sin embargo, muy en el fondo, tenía claro que lo había hecho por celos y egoísmo. Rasgos que no eran propios de él, o al menos eso prefería creer, así que se propuso tomar las acciones necesarias para enmendar las causas que le habían provocado actuar de la forma que lo había hecho últimamente, y determinó que la principal razón era la relación con sus padres.
Tomó la micro con premura al cruzar la calle de su liceo para no darle tiempo a la posibilidad de arrepentirse.
Se bajó de la micro a dos cuadras de la clínica, porque sabía que en esa calle vendían ramos de flores, ideales para subirle el ánimo a los pacientes que permanecían ingresados en el centro de salud.
Recorrió varios puestos donde vendían flores, sin poder decidirse por ninguna. Las encontraba todas muy bonitas, ideales para llevarle a su padre, pero no era capaz de comprar alguna. Sabía que su inconsciente estaba aplazando el momento de verlo, y abriendo la posibilidad de desistir de su decisión, y sin quererlo Felipe lo estaba permitiendo.
Pero fue fuerte. Y se mantuvo firme con su decisión.
Compró un ramo de margaritas sin importarle mucho el precio, y se dirigió con determinación hacia la clínica.
Al cruzar las puertas de acceso la duda se apoderó de él al no saber dónde estaría su padre. No tenía detalles del piso, habitación o unidad en la que se encontraba. Esa pequeña duda hizo tambalear su determinación, proponiéndose ir mejor otro día, cuando supiera exactamente dónde estaba.
No.
Iba a ingresar ese mismo día, en ese mismo instante.
Se acercó al mesón de recepción, procurando mantener una actitud segura.
—Buenas tardes, ¿sabe cómo puedo encontrar la habitación de mi padre? —le preguntó a la señora al borde de la tercera edad que atendía el mesón.
—¿Cuál es el nombre de su padre? —le preguntó la mujer, con atención.
—Guillermo Ramirez —respondió Felipe.
Le pareció raro decir el nombre de su padre en voz alta, considerando que era el mismo nombre que tenía él de nacimiento. Un nombre que hace años se había prometido enterrar y olvidar.
Después de un par de tecleos en el computador que tenía la señora en el mesón, y un par de llamados telefónicos para contactarse con la unidad, le indicó a Felipe que su padre estaba en el quinto piso, ala sur, habitación 510.
Felipe agradeció la amabilidad de la señora, y caminó con paso decidido hacia las escaleras, prefiriendo esa via en lugar del ascensor porque le daría más tiempo para pensar.
Subió peldaño a peldaño, tomándose su tiempo, con la mente dándole vueltas al hecho de que estaba a punto de ver a su padre voluntariamente, después de todo lo que había pasado. Pensaba que ya había dado por olvidada a su familia, o ex familia en ese caso, que ya había cortado todo tipo de conexión con ellos a raíz de la forma en que lo habían rechazado. Pero se dio cuenta que estaba muy equivocado, inconscientemente seguía teniéndolos presente en su interior, por mucho que odiara la idea.
Llegó al quinto piso y comenzó a recorrerlo sin mucho apuro, mirando las señales al costado de cada puerta para ver qué numero de dormitorio tenía, hasta que encontró la que buscaba: 510.
Felipe se asomó al dormitorio y notó que en el interior habían dos camas separadas por una cortina plástica. En la cama que estaba más cerca de la puerta había un anciano acompañado de quien seguramente era su esposa: ambos hablaban en bajo volumen tomados de la mano, y en sus miradas conectadas entre sí se podía apreciar el infinito amor que se tenían.
La segunda cama, que estaba al otro lado de la cortina y junto a la ventana, Felipe no veía quien la ocupaba y quien se encontraba de visita, pero estaba seguro que era la cama de su padre. De hecho, no había otra alternativa, ya que era el dormitorio que le había indicado la señora del mesón.
Ingresó a la pieza, saludó a la pareja de ancianos con cortesía, y caminó con paso decidido hasta la otra cama, donde había un hombre sumamente delgado y demacrado recostado de espaldas: era su padre.
Felipe quedó impactado por el aspecto físico que mostraba su padre, y el cambio radical que había tenido desde la última vez que lo había visto hace un par de semanas. La piel del rostro le marcaba la forma del cráneo, como si ya no tuviese nada de materia grasa para darle forma al rostro.
El hombre estaba acompañado de la madre de Felipe, un hombre de lentes ópticos vestido con pantalón de tela, camisa blanca y chaleco de lana (a quien Felipe no conocía, pero suponía quién podía ser), y una mujer que usaba una blusa floreada y pantalón de color café.
—Hijo —dijo su padre al verlo, con una leve expresión de sorpresa—, viniste.
Felipe asintió con seriedad, mientras su madre se ponía de pie para acercarse a él.
El hombre desconocido se aclaró la garganta para llamar la atención.
—Mucho gusto, soy el Pastor Ortiz —se presentó el hombre—, y ella es mi esposa, Marta.
Felipe asintió serio, incómodo por la presencia de aquel hombre que se quiso presentar antes de permitirle hablar con su propia madre.
—Yo soy Felipe —dijo sin dar más detalles, y por la reacción del pastor, que se esforzó por ocultar su cara de desagrado, Felipe se dio cuenta que sabía perfectamente quien era él: el hijo homosexual.
—Marcela —dijo el pastor dirigiéndose a la madre de Felipe—, creo que, para asegurar la salvación de Guillermo, es mejor evitar el contacto con las fuentes de pecado.
—¿Qué? —preguntó molesto Felipe.
Había entendido perfectamente qué había querido decir: Él era a los ojos de ellos la fuente de pecado, que podría poner en riesgo el destino celestial de su padre si es que se atrevía a perdonarlo.
La madre de Felipe se volteó a ver a su esposo sin decir una palabra. Después de unos segundos de comunicación no verbal, la mujer se volvió a sentar en la silla contigua a la camilla sin mirar a los ojos a Felipe.
—¿Esto es en serio? —preguntó enfurecido Felipe—, ¿y quien chucha se cree que es usted para venir a decidir a quienes puede ver o no mi papá?
—Es el Pastor jefe de la Iglesia…
—Me importa un pico que sea el mismísimo Papa —Felipe interrumpió a su madre—. El viejo se está muriendo.
—Guillermo, compórtate que tenemos visitas —lo retó su madre poniéndose de pie nuevamente, refiriéndose al pastor y su esposa—. Es un sacrificio que debemos hacer por la salvación de tu padre. No puedo creer que seas tan egoísta…
Felipe estaba sin palabras. Tenía un nudo en la garganta tan fuerte que le provocaba dolor físico, y pensó que incluso podía ser visible para los demás. Miró a su padre quien le devolvía la mirada triste, pero resignado.
—¿Yo soy egoísta? —desafió a su madre con sus propias palabras—, ¿eres tan cara de raja de decirle eso al hijo que abandonaste cuando tenía quince años?
—Tu sabes que lo que insistes en hacer está mal —argumentó la mujer.
Felipe miró fugazmente al pastor, quien tenía una mueca de satisfacción en el rostro, como si se sintiera orgulloso de lo que estaban haciendo los padres de Felipe.
—¿Y tú no piensas decir nada? —le preguntó a su padre, quien simplemente se encogió de hombros.
—Hijo, no me quiero ir al infierno —se excusó el hombre.
Con esas palabras Felipe sintió como una puñalada en el pecho. No podía creer que, después de todo lo que había pasado entre ellos, y ahora con la enfermedad de su padre, siguieran prefiriendo sus creencias por sobre su propio hijo.
La situación le provocaba mucha pena, pero se obligó a no llorar, y producto de reprimir esa emoción, la furia empezó a dominar su estado de ánimo.
—Lo único que queremos es que recapacites —intervino su madre
Felipe no quiso escuchar más a su madre, y la interrumpió acercándose a su padre, evitando el bloqueo de su madre.
—Deseo de todo corazón que te vayas al infierno —le dijo a su padre, mirándolo a los ojos, lleno de furia—. Tú y todos ustedes —se dirigió a todos los presentes.
El rostro de su padre se desfiguró por la pena, mientras que su madre se llevó las manos a la boca sin poder creer lo que su hijo había dicho.
Felipe salió de la habitación con el ramo de flores en la mano, pero se devolvió casi de inmediato para entregárselo al compañero de cuarto de su padre.
—Espero le guste —le dijo al desconocido, con un tono bastante agresivo.
La anciana estiró la mano para recibir las flores.
—Muchas gracias, hijo —le dijo la mujer, con expresión de lástima, mientras que el anciano dijo lo mismo, pero apenas audible.
Felipe no dijo nada más, bajó la mirada y se marchó.
Bajó corriendo las escaleras, para alejarse de ahí lo más rápido posible. La rabia y la pena lo estaban inundando y no quería llorar ni liberar la furia con violencia.
Salió de la clínica chocando con la gente a su paso, todo con el afán de abandonar el lugar con rapidez, como si acabara de plantar una bomba y necesitara arrancar antes de que explotara.
Hizo parar la primera micro que vio pasar en la calle, y se subió sin importarle el recorrido.
Felipe pensó que era una pésima persona, y sobre todo un pésimo hijo. Desearles el infierno a sus padres era lo peor que podría haberles dicho. Se arrepintió casi de inmediato por haberlo dicho, pero la rabia fue más fuerte.
“Merezco que me pasen todas las cosas malas de mi vida” pensó. Por eso sus padres lo habían abandonado. Tuvieron buen ojo, él no era una buena persona, por mucho que había intentado ser un joven maduro y bueno, simplemente su maldad era demasiado grande para permanecer oculta, que incluso llegó a manchar su relación con Rubén.
Felipe se bajó de la micro lo más cerca posible de la casa de Rubén. Tenía que verlo. Necesitaba verlo.
Con el corazón acelerado y la respiración entrecortada, caminó más de diez cuadras hasta la casa de su pololo y gritó desde la reja para anunciar su llegada.
—Vengo a ver al Rubén —le dijo Felipe a Jorge apenas salió a abrir la puerta.
—El Rube está durmiendo —le dijo su suegro—. Y la verdad dijo que no quería ver a nadie.
Felipe se sorprendió por lo que escuchaba.
—¿En serio? —preguntó, intentando ocultar su decepción—, ¿incluso yo?
Jorge asintió.
—Necesita descansar —le explicó Jorge—, descansar de verdad, después de lo que pasó.
Felipe asintió resignado.
—¿Te puedo pedir un favor, Jorge? —le preguntó Felipe, sintiendo unas ganas incontrolables de gritar por la impotencia—. ¿Me avisas cuando Rubén esté listo para recibir visitas, para venir a verlo?
—Por supuesto Felipe —respondió su suegro.
—Y otra cosa —Jorge escuchó atento—. Dile al Ruben que lo amo.
La ultima palabra salió un poco débil, quizás por el hecho de que nunca se la había dicho a Rubén, o porque sentía que las energías de su cuerpo se estaban acabando, pero una cosa era segura: realmente lo sentía.
Felipe se dio media vuelta y comenzó a caminar resignado a su realidad. Su pololo no quería verlo, justo en el momento que más lo necesitaba. Aceptó su destino, por la culpa que sentía por haber actuado tan mal en el último tiempo. Estaba pagando todo el daño que había hecho.
Después de enterarse que Sebastian había vuelto al regimiento, Rubén se sintió aun más desganado de como ya se sentía antes.
“Me voy a acostar, estoy cansado” le había dicho a su hermano después de explicarle que no había podido ver a su mejor amigo.
Su energía solo le permitió fingir buen ánimo para su hermano y su padre, pero por eso mismo evitó mantenerse en el comedor conversando con ellos.
Se acostó en la cama mirando el cielo raso de su dormitorio, pensando en lo poco oportunos que habían sido todos los hechos ocurridos los últimos días.
Intentó convencerse que, quizás había sido para mejor: después del accidente sentía un impulso incontrolable de complacer a los demás, de mantener una fachada de optimismo y vibras positivas, producto de la culpa y vergüenza que le provocaba haber tenido el accidente. No quería mostrarse deprimido o pesimista frente a su padre o hermano, y tampoco quería hacerle sentir a su pololo que había sido su culpa.
Pero con Sebastian era distinto. Quería que supiera lo molesto que estaba con él por la forma en que se había marchado, lo mucho que había sufrido con su partida.
Cuando despertó de una siesta de un par de horas, Rubén le dijo a su padre que no quería ver a nadie. Se sentía cansado física y mentalmente por todo lo que había pasado últimamente: sus peleas con Felipe, el accidente, la pérdida del automóvil en que su padre había trabajado por años. Por eso mismo necesitaba estar solo.
—Necesito descansar bien —argumentó Rubén, y su padre sin agobiarlo a preguntas aceptó su decisión.
—Igual quiero que sepas que estamos para lo que necesites —le hizo saber su padre.
Rubén siguió acostado en su cama, soportando los dolores que seguía teniendo en todo el cuerpo, y sintiendo ansiedad cada vez que pensaba que quizás esa posición en la que estaba acostado le podría hacer quizás más daño que bien.
Sebastian escuchó la puerta del dormitorio abrirse de par en par. No había dormido prácticamente nada, escuchando demasiado cerca los chirridos de lo que pensaba eran ratas, e intentando aguantar el frío que hacía en ese lugar.
El cielo aun estaba oscuro así que supuso que aún era más temprano de las seis de la mañana.
—Soldado Guerrero, puede ir a las barracas a asearse —le indicó Ortega, de quien solo divisó su silueta.
Sebastian se levantó y sin responderle salió del lugar y se dirigió a las barracas, donde sus compañeros seguían durmiendo. Pasó al baño a lavarse las manos y la cara, y luego se fue a recostar a su antigua cama, para ver si podía recuperar algo del sueño perdido. Sin embargo, apenas apoyó la cabeza en la almohada, las bocinas comenzaron a sonar dentro del dormitorio anunciando la hora de levantarse.
Se levantó nuevamente y vio que todos sus compañeros hacían lo mismo que él, con mucho más ánimo. Miró hacia la cama de Javier, que obviamente estaba vacía, y sintió un poco de pena al recordar que no estaba ahí con él. Luego miró hacia donde dormía Simón y se dio cuenta que tampoco estaba ahí. Se preguntó qué le había pasado, y asumió que estaba en la guardia nocturna, y que se sumaría al resto en la formación de la mañana, pero no apareció.
—Tuvo un ataque de pánico, creo —le respondió Andrés cuando Rubén preguntó dónde estaba Simón.
—¿Cómo?, ¿Tuvo uno?, ¿o crees que tuvo uno? —presionó Sebastian para obtener una respuesta concreta.
—Es que nunca supimos qué pasó. Una noche le tocó hacer la guardia, como casi siempre, y al otro día ya no estaba. El capitán dijo que fue un ataque de pánico, pero en verdad varios dudan que haya sido eso.
—¿Y tú qué crees que le pasó? —Sebastian quiso saber su opinión.
—Yo creo que el Capitan nos dijo la verdad —respondió Andrés, y Sebastian pensó que su opinión era bastante predecible.
Sebastian no le preguntó a nadie más al respecto porque simplemente no tenía ganas de hablar con nadie. Sentía que todo su mundo se estaba desmoronando lentamente: estaba solo en el regimiento, con la incertidumbre del estado de salud de Rubén, y ahora con el desconocimiento de la situación de Simón. Solo esperaba que tanto Rubén, como Simón y Javier estuvieran bien y a salvo.
A pesar de todo, su preocupación por Rubén era lo principal. Sabía que había tenido un accidente automovilístico con potenciales consecuencias mortales, mientras él estaba encerrado en el regimiento.
Se escabulló hacia el dormitorio en las barracas todas las veces que pudo durante el día para revisar el celular que le había pasado Matías, en busca de algún mensaje con novedades sobre Rubén.
—Hasta que volvió La Novia Fugitiva —comentó Julio a las espaldas de Sebastian, haciendo que se sobresaltara.
Eran cerca de las seis de la tarde, y la hora de la cena se acercaba.
Sebastian se dio media vuelta y vio a Julio, Luis y Mario mirándolo desde la puerta del dormitorio, que acababan de cerrar tras ellos.
Se puso nervioso. Había evitado hablar con ellos durante todo el día porque no los soportaba: eran unos matones homofóbicos que ni siquiera se esforzaban en ocultarlo.
—¿Qué pasó?, ¿te comieron la lengua los ratones? —le preguntó Julio, buscando una respuesta, provocando las risas forzadas de sus dos amigos.
Sebastian se puso serio y no respondió, se dio media vuelta dándoles la espalda, guardó el calcetín con el celular en el fondo del casillero, y luego cerró la puerta de su casillero.
Se volvió para salir del dormitorio, pero el trío de idiotas estaba a menos de metro y medio de distancia de él, sobresaltándolo porque ni siquiera había escuchado sus pasos acercarse.
—¿Qué tenías ahí? —preguntó Mario con prepotencia.
—¿Qué te importa? —respondió Sebastian, sintiendo una breve ráfaga de euforia.
“No son más que tres pobres idiotas que hablan mucho pero no hacen nada. Perro que ladra no muerde”, se decía Sebastian en su mente.
—Esas no son formas de responder —le dijo Julio acercándose, y Sebastian aprovechó la oportunidad para evadir el contacto físico y pasó por su lado, derecho hacia la puerta—, ¿o acaso quieres terminar como la Simona?
El corazón se le detuvo a Sebastian. Las palabras de Julio indicaban que la ausencia de Simón se debía a que le habían hecho algo. La rabia se apoderó de sus impulsos, y se acercó rápidamente para enfrentar a Julio.
—¿Qué le hiciste a Simón? —le preguntó, quedando a escasos centímetros del rostro de Julio.
Los tres matones soltaron una risa burlesca.
—¿Qué crees que le hicimos? —le preguntó con sorna Luis.
—Es interesante igual lo vulnerable que queda la gente cuando se les va su guardaespaldas —comentó Mario con sarcasmo.
—Cuando los maricones se quedan sin defensores, es súper fácil sacarles la chucha, a tal nivel que son físicamente incapaces de decir qué pasó realmente —añadió Julio.
Sebastian se imaginó a Simón internado en un hospital, completamente desfigurado, imposibilitado de hablar.
El corazón se le aceleró tanto que pensó que los matones lo escucharían desde la distancia en que estaban. Su cuerpo temblaba de terror, y quedó completamente paralizado, incapaz de responder, o de siquiera aventar un golpe a alguno de los abusadores.
—Así que ten harto cuidado, princesa —continuó Julio, dándole una palmada agresiva en el trasero a Sebastian, que se mantenía inmóvil—, porque en cualquier momento te toca a ti.
Sebastian se mantuvo dándole la espalda a la puerta, escuchó cómo la abrían para salir, y el murmullo de las voces lejanas de los demás soldados entró de forma casi inmediata.
Bajó la cabeza, y miró sus manos que estaban empuñadas y le ardían. Las levantó tembloroso, mientras lágrimas de impotencia y miedo caían por su rostro. Abrió los puños y las palmas las tenía bañadas en sangre. Había presionado con tanta fuerza que se había herido con sus propias uñas.
Se dio media vuelta para mirar hacia la puerta, para comprobar que Julio, Luis y Mario ya se habían ido: efectivamente se habían marchado, y él se encontraba completamente solo.
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isivvywritting · 10 months
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Arte pa' tus ojos (Historia Chilena) Parte 2: Diablito (2/2)
"-Diablito llegaste?
-Sí, sí
Pero no te veo 😔
-No?
Yo acabo de ver un muy buen par de piernas pasando"
Will baja el celular y se detiene, mira hacía atrás y ahí ve a Bjorn sonriéndole desde debajo de un árbol, corre hasta él y lo abraza por el cuello.
-Hoola- Bjorn se  abraza a su cintura con fuerza.
-Wena po diablito.
-No te había visto.
-Sí caché, te ví dando vueltas como 5 minutos- Will ö y empuja a Bjorn levemente.
-¡Bjorn!- Este ríe apoyando la cara en el hombro de Will- Que eres malo.
-Yaa, si tampoco hace tanto rato pero te vei bonito con esa carita de perdío.
-Que tonto- Se levanta sobre la punta de sus pies para darle un corto beso a Bjorn quien lo profundiza rápidamente.
-Echaba de menos esos besitos.
-Y yo te echaba de menos a ti- Se separa de Bjorn y mira a su alrededor- Que bonito el parque, me encanta.
-¿Sí? No sabía qué tipo de lugares te gustaban.
-Me gusta todo en verdad, y no he visto casi nada lejos de mi casa así que estoy dispuesto a explorar donde me lleves- Bjorn lo observa largamente con una sonrisa- ¿Qué pasa?
-Que eri bacán- Will ríe risueño a la vez que Bjorn lo toma de la mano y comienzan a caminar por el parque.
-La próxima salida me toca a mí.
-¿Mmh?
-Yo voy a planear algo para que salgamos.
-Yaa, no es necesario igual
-No pero igual te quiero sacar yo a alguna parte, ¿Qué tipo de lugares te gustan?
-Mientras tengamos donde comernos, donde sea.
-¡Ay Bjorn!- Se voltea ligeramente mientras caminan, mostrando un bolso que llevaba cruzado por su cuerpo- Traje lo que te dije para comer y una manta.
-Wena, sí yo igual traje mis cosas así que busquemos sombrita y nos instalamos, ah- Will asiente con una sonrisa.
-Me encanta esta idea que tuviste del picnic- Dice Will poniendo las últimas cosas y sentándose en la manta bajo la sombra de un árbol.
-Ah, sí, supuse que era algo lindo- Will asiente mientras ve a Bjorn sentándose.
-No te ves del tipo de hombre al que le gusten los picnic.
-No, nunca he hecho uno, pero es comer po- Ambos ríen entre dientes- Comer no cuesta naa.
-Sí, bueno, la experiencia de comer en un picnic es muy diferente a la de comer en un mall, por ejemplo- Bjorn levanta las cejas mientras toma una de las galletas que Will había llevado- Es tierno que hayas pensado en esto, me hace verte como un hombre mucho más dulce de lo que pareces- Sonríe tímidamente, Bjorn solo lo queda mirando con media galleta en la boca.
-Ah- Se aclara un poco la garganta- Eh oye están super ricas las galletas.
-Eh…sí, las hizo Yaya, la trabajadora de hogar de mi casa, volvió el otro día de sus vacaciones y se ofreció a ayudarme con estas cositas…pero yo igual ayudé.
-...¿Teni nana?
-Ah, sí, ¿Hay algún problema?
-No, no, es como sorprendente, no sé, no en mala es que nunca había conocido a alguien con nana.
-¿No? Que raro, todos mis amigos tienen, es como…imposible vivir sin una, si cuando se fue de vacaciones tuvimos que aprender a hacer hartas cosas igual, imagínate, tuve que lavar una olla- Bjorn solo asiente lentamente con las cejas alzadas.
-Oye, ¿Te gusta ir a la disco?
-¿A la disco?
-Pensé en invitarte a una pero no sabía si era lo tuyo.
-...creo que las discos a las que vas tú no son iguales a las fiestas que voy yo- Bjorn ríe entre dientes.
-Seguramente, no deben escuchar ni reguetón en tus reuniones de cuicos.
-¡Bjorn!
-Pura música en inglés ¿O no?
-...más o menos- Will sonríe- Me da cosita pero si estoy contigo igual me gustaría ir a alguna disco.
-¿Sí?- Williams asiente- Buena, pa la otra te invito.
-Después de que yo te saque.
-Claro, claro, ¿Y a dónde me queri llevar?
-Todavía tengo que pensarlo, con el calor que hace.
-¿Algún lao pa mojarnos?
-Oye sí ah- Bjorn se acerca a Williams con las cejas alzadas.
-Aunque pa terminar mojaitos se me ocurren hartos laos.
-Ay, cómo eres- Toma a Will por la cintura y acerca su rostro a su cuello, dándole ligeros besos- Bjorn…- Mira a Bjorn y le da un cálido beso que pronto se transforma en uno hambriento y profundo que lo deja sin aliento- Ah Bjorn.
-Que te vei rico, diablito- Con una mano en la nuca de Will y la otra en su cintura, lo empuja levemente haciendo que se acueste sobre el pasto y besándolo profundamente, posicionando meticulosamente su cintura entre los muslos de Williams y su cuerpo sobre el del chico. Su boca resbala con habilidad por la mandíbula de Will y por el costado de su cuello, besando, lamiendo y mordiéndolo con pasión.
-Ay Bjorn, alguien nos va a ver- Siente el cálido aliento de Bjorn al dar un suspiro contra su cuello.
-Que miren, que disfruten del show- Siente los labios de Bjorn pegarse a su cuello y succionar, haciendo que no pueda contener el ligero gemido que escapa de sus labios, se siente sonrojar a la vez que Bjorn levanta la mirada con una sonrisa- qué lindo.
-Ugh, Bjorn- Habiéndole gustado la respuesta previa, Bjorn sigue besando el cuello de Will, succionando de vez en cuando, dejando un camino de marcas moradas y rojizas, algunas más profundas que otras- Ya, ya Bjorn- Will lo aleja entre ligeras risas.
-Ya no más, por ahora ah- Will asiente sonriendo risueño. Bjorn se quita de encima de Will-...oe, traje unas cositas más, pa la calor- Will observa a Bjorn sacar un par de botellas medianas de alcohol- Vienen helaitas.
-¡Bjorn!- Baja la voz como si corriera el riesgo de que alguien lo escuche a pesar de que estaban solos- ¿No es ilegal tomar en la vía pública?
-Pensé que te gustaba hacer cositas malas po diablito, no es naa, no nos va a ver nadie- Abre una botella y se la ofrece a Will- Mira, si nos pillan decimos que te obligué, ¿Ya?- Will ríe entre dientes tomando la botella.
-¿Y yo qué hago si te lleva carabineros?
-Me vai a ver en cana po', me vai a dejar de tus galletitas, imagínate, mi visita es el medio mino, voy a ser la envidia.
-Ayy Bjorn- Ríe viendo a Bjorn tomar un sorbo de su bebida y haciendo lo mismo. Beben en plácido silencio un rato, dándose esporádicas miradas y sonrisas.
-¿Le devolviste el encendedor a tu amiga?
-¿A la Trini? Sí sí- Bjorn parece divertido.
-¿Se llama Trini?
-Ay sí sé, es nombre típico. Pero a ver, yo me llamo Willy Wonka- Empuja a Bjorn levemente.
-Yaa si te dije así porque estaba enojao no más.
-Comprensible, la verdad- Parece recordar algo de pronto y Bjorn lo ve sacar algo de su bolso- Toma, se me estaba olvidando devolver tu chaqueta.
-Ah, pero diablito- toma la chaqueta y la pone sobre las piernas de Will- Si ya no es mía po.
-¿Cómo que no es tuya?
-Es del que se vea más bonito no ma, es tuya- Will ö y se sonroja ligeramente.
-P--Pero Bjorn no, no no, no puedo aceptar algo así.
-No le pongai color si es una chaqueta, y te queda bonita a vo po'
-No es ponerle color, si es algo bonito Bjorn, es un gesto muy tierno- Bjorn niega levemente con el ceño fruncido y expresión de asco, haciendo a Will reír.
-¿Qué?
-¿Por qué no te gusta que diga que hiciste algo lindo? Eres un hombre tierno, Bjorn.
-Aggh, no digai esas cosas po Williams, vo eri tierno, yo no, yo soy…
-¿Mmh?- Will apoya el mentón en una de sus manos con una divertida sonrisa.
-No sé, dime que estoy rico, no que soy tierno- Will gatea hasta hasta tener su rostro frente al de Bjorn, su expresión era seductora y su voz baja y aterciopelada, como el ronroneo de un felino.
-Eres muy sexy, estás muy rico, sí, tienes unos brazos muy marcados y me encanta la rudeza en tu mirada- Sube una mano lentamente desde la muñeca hasta el hombro de Bjorn- Me gustan mucho las cicatrices que tienes en la cara, ¿Fueron con cuchillos?
-Navajas- Bjorn parece falto de aliento.
-Eres el tipo de hombre que a cualquiera intimida.
-A cualquiera…
-Menos a mí- Su mano sube sorpresivamente hasta el cuello de Bjorn, este traga saliva contra su palma- A mí me gustas. Y aunque te diga que no, a mi me gustan las cosas que me haces hacer, entrar a una casa, tomar en la calle- Con su pulgar acaricia la mandíbula de Bjorn- Me encantaría saber hasta dónde podemos llegar.
-Oh pero diablito-- Will pone un ligero puchero sin borrar la seducción de su expresión.
-Porque yo estoy aburrido de tener una vida tan aburrida.
-¿Entonces?
-Ser tierno te viene de paquete, Bjorn, y me encanta, y no quiero que lo niegues. Pero no eres un caballero, y tampoco quiero que hagas cosas que no quieres o no te gustan. Y no me dejes fuera, yo también quiero vivir, mi vida es muy aburrida, y esa no es vida para tu diablito, ¿o sí?
-No…no- Con una traviesa sonrisa ladina, Bjorn se levanta sobre sus rodillas, besando a Williams apasionadamente y haciéndolo caer sobre su espalda al pasto nuevamente, toma los muslos de Will por debajo levantando sus caderas.
-¿Bjorn?
-¿No queriai hacer algo arriesgado?
-¿Eh?- Mira hacia abajo y ve a Bjorn desabotonando su pantalón con rapidez y disponiéndose a bajarlo- ¡No, no Bjorn!- Este se detiene de inmediato- Eso no, Bjorn, aquí no.
-No hay nadie, diablito- Will se sienta nuevamente- La hacemos rápida…
-No, si alguien nos pilla ahí sí que nos vamos presos. A parte me pondría muy nervioso.
-Ya, dale…disculpa- Will sonríe ampliamente y le da un beso en la mejilla.
-No te preocupes, cuando estemos solitos…veremos qué pasa, ah- Bjorn asiente con entusiasmo.
-Oe…pero, ¿Nos podemos comer un rato más?
-Sí po'- Empuja a Bjorn por los hombros, dejándolo en el suelo, y sentándose sobre él. Toma las manos de Bjorn en las suyas y las pone a ambos lados de su trasero con una ligera sonrisa- Dale Bjorn, agarra lo que quieras- Se agacha y besa a Bjorn, introduciendo su lengua en su boca con sensualidad, cuando se separa nota a Bjorn quien parecía estar en las nubes.
-Oooh diablito- Sube una de sus manos y la pone en la nuca de Will, acercándolo a su rostro- Me tení más caliente que la chucha.
-¿Quieres que pare?
-Nooo, por favor no- Williams ríe entre dientes y vuelve a besar a Bjorn. Pasan mayor parte de la tarde juntos en el parque, hablando, besándose, tocándose y bebiendo.
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mauricioavc · 2 years
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xuunqi · 2 years
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kervinvalor · 9 months
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