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#gorrión garganta blanca
brooklynbridgebirds · 2 years
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White-throated Sparrow Brooklyn Bridge Park Pier 6 Water Lab
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yvng-lalo · 3 years
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Mi gorriona.
Te voy a contar una cosa que me pasó cuando era niño; ocurría todas las primaveras. Con las primeras lluvias se caían de sus nidos los gorriones recién nacidos, o aquellos que estaban a punto de empezar a volar.
Un amigo y yo salíamos a la calle para buscarlos, tomábamos un paraguas cuando la lluvia estaba muy fuerte y recorríamos todo el barrio. No había nadie por las calles y en ocasiones encontrábamos uno o varios gorriones en el suelo, siempre estaban mojados y tiritando de frio. Nos gustaba salvarlos, darles de comer y que formarán parte de nuestra vida.
Aveces encontrábamos gorriones demasiado pequeños, sin plumas todavia y con las boqueras amarillas muy grandes... Las boqueras son parte del pico, si las tenía muy grandes significaba que el gorrión era muy pequeño; los pájaros adultos no tienen boqueras. Otras veces el gorrión se moría del golpe que había sufrido al caer del árbol, se le hinchaba la panza y no duraba ni dos días, yo solo podia llorar y me ponía muy triste.
Si el gorrión no era muy pequeñito podía comer solo, le daba migajas de pan mojadas en leche o algunas lombrices partidas que sacabamos de la tierra, se las metía directamente en el buche, osea su cuello usando un palillo de dientes. Sus padres lo hacen así, les meten el pico lleno de comida hasta la garganta.
La diferencia entre los gorriones y las gorrionas está en la corbata, de adultos a los machos les sale una mancha negra en el cuello parecida a eso, a una corbata. A las hembras no les sale nada, bueno la próxima vez que veas gorriones fíjate haber si son machos o hembras.
Tuve muchos tipos de gorriones; algunos tan pequeños y pelones que parecían de ciencia ficción, otros más grandes y nerviosos que se negaban a comer y había que darles el pan abriéndoles el pico, también tuve otros que comían solo con acercarles la miguita a la boca. Mis favoritos eran los de las alas blancas, yo tuve una gorriona de alas blancas, cuando la conocí aún tenía boqueras y era muy pequeña.
Mi gorriona estaba todo el día conmigo, desde el primer dia comía sola, daba saltitos por la habitación y dormía en una caja de zapatos. Poco a poco la enseñe a recostarse en mi hombro, la sacaba al patio y jamás se separaba de mi lado, ella creía que yo era su padre o su madre o los dos juntos. A mí me encantaban sus plumas blancas, las tenía solamente en las últimas plumas de las alas, pero eso la hacía diferente.
La ví crecer, ví como se hacia cada vez más grande, como le iban desapareciendo las boqueras. La gente del barrio se sorprendía al verme siempre acompañado de mi gorriona, una vez un hombre quizo comprarmela, vio que era muy bonita y que estaba amaestrada y me ofreció dinero por ella, pero yo le dije que no. ¿Cómo iba yo a vender a mi gorriona?
La gente me decía cosas horripilantes como: "cortale el pico por delante, así no podrá comer sola y siempre tendrá que buscarte para que le des el pan y el alpiste" y también me decían que le cortará las plumas de las alas para que no se me fuera nunca. A mí me parecían cosas horribles y por su puesto nunca le hice nada de eso.
Llegó el verano, así que al salir de vacaciones de la escuela tocaba estar todo el día en casa y por supuesto con mi gorriona, yo la llevaba al patio y también a la azotea de la casa, echaba agua en un hueco de la acera y ella se bañaba, se metía adentro y sacudía todas sus plumas... Parecía un bailecito nervioso y muy divertido.
En el patio de mi casa teníamos una jaula, y cuando terminabamos de jugar yo le abría la puerta y ella sola se metía dentro. La jaula era su casa y ahí tenía comida, agua y seguridad. Cada vez se hacía más y más grande, y aveces miraba hacia arriba al escuchar el piar de los otros gorriones, yo la sacaba a la azotea y ella andaba por los tejados e incluso venían otros pájaros a verla pero ella siempre volvía a mi hombro.
Una tarde a la siguiente primavera ella se puso rara, ya no tenía boqueras y mudo las plumas blancas por otras de color café. Esa tarde mi gorriona estaba muy nerviosa, yo notaba que algo no iba bien... Cuando la lleve hacia la jaula y abrí la puerta ella no entró, y de un salto se puso arriba de la jaula, miraba hacia arriba escuchando a los demás pájaros piar. Yo solo intentaba hablarle, no quería meterla a la fuerza a la jaula. "¿Te pasa algo? ¿Que ya no quieres estar en tu casa?" Pero ella sabía que esa no era su casa.
La gorriona salió volando y desapareció, yo subí rápido a la azotea a ver si la veía, pero nada. Me quedé horas esperándo, llamándola, pero no había ni rastro. Estuve algunas semanas subiendo a la azotea pero por ahí nunca apareció, mi gorriona se había ido... Al principio pensé que era una desagradecida; yo la cuide cuando era pequeña, la salve de una muerte segura bajo la lluvia o entre los colmillos de algún perro, le di de comer y le dedique todo mi amor y mi tiempo.
Después de algun tiempo entendí que había ocurrido lo que tenía que ocurrir, disfrute mucho durante todo el tiempo que la tuve y me enseñó muchas cosas, por ejemplo que una jaula no es una casa, que cortar las alas o el pico a un pájaro nunca es una solución, y que cada cual está con quién quiere, si de verdad lo quiere... Pero lo más importante es que me enseñó a respetar la libertad, ella se fue volando para que yo no pudiera alcanzarla, y esa fue su mejor lección. Nunca volvió, y está bien así... Tampoco se ha ido nunca, pues sigue recostandosé en mi hombro cada vez que la recuerdo.
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esuemmanuel · 3 years
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El Gorrión y La Fuente.
Ya iba y venía. Ya bajaba y subía. Ya expandía las alas y, en el viento, fluía. Ya las cerraba y, en picada, descendía. Así se la pasaba. Así se la vivía hasta que empezó a sentir que, en su cuerpo, algo sucedía. Se sentía cansado, un poco aturdido; quizás había volado mucho y no había puesto atención al tiempo. Sus alas comenzaron a flaquear, así descendió hasta llegar a lo que parecía un pequeño altar. Brincoteó un poco sobre la cabeza de la Virgen que yacía paralizada en el tiempo, la misma que miraba hacia el suelo con ojos colmados de sosiego mientras extendía delicadamente sus manos hacia sus faldas. El gorrioncillo cansado, miró con curiosidad hacia donde esas blancas manos señalaban; ahí se encontró con una pequeña fuente que emanaba agua clara. Sin dudarlo, descendió lentamente y, con cuidado, postró sus patitas en la orilla. Algo dentro de su ser se despertó, un sentimiento de contento entremezclado con gratitud; así empezó a dejar salir de su garganta una preciosa voz que envolvió de un hermoso canto todo a su rededor. Bajó su piquito y del agua bebió, y ya sintiéndose más seguro, su cuerpo sumergió. Bailó y bailó, mientras con sus alas se bañó. Luego, ya lleno de una paz que poco comprendió, se elevó un poco y jugueteó con las gotitas de agua que en sus plumas se coló... Y parecía que reía esa Virgen que lo veía, pues en Sus ojos brillaba una luz que la embellecía. Su rostro se iluminó, al igual que Su sonrisa... y Sus manos, ya llenas de gracia por la belleza de ese gorrioncillo redentor, se unían para dar a luz una flor multicolor.
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The Sparrow and The Fountain.
He came and went. He was already going down and up. He was already expanding his wings and, in the wind, he flowed. He was already closing them and, in a tailspin, he descended. That's how he passed it. This is how he lived it until he began to feel that, in his body, something was happening. He felt tired, a little dazed; maybe he had flown a lot and hadn't paid attention to the weather. His wings began to falter, so he descended until he reached what looked like a small altar. He jumped a little on the head of the Virgin who lay paralyzed in time, the same one who looked down at the ground with eyes filled with calm while delicately extending her hands to her skirts. The tired little sparrow looked with curiosity where those white hands were pointing; there he found a small fountain that emanated clear water. Without hesitation, he slowly descended and carefully laid his paws on the shore. Something within his being awoke, a feeling of contentment mixed with gratitude; thus he began to let out of his throat a beautiful voice that enveloped everything around him with a beautiful song. He lowered his beak and drank from the water, and feeling more secure, his body submerged. He danced and danced, while with his wings he bathed. Then, already filled with a peace that he little understood, he rose a little and played with the droplets of water that slipped into his feathers... And it seemed that the Virgin who saw him was laughing, because in Her eyes a light shone that beautified. Her face lit up, as did Her smile... and Her hands, already full of grace for the beauty of that redeeming sparrow, joined to give birth to a multicolored flower.
— Esu Emmanuel©
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siuttif · 3 years
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Vendrán lluvias suaves
Vendrán lluvias suaves - Agosto de 2026
La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!
En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
—Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California. Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara.
—Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.
En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
—Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno!
Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.
A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.
Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.
“Las nueve y cuarto”, cantó el reloj, “la hora de la limpieza”.
De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.
Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.
Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
Cuento de Ray BradburyLa casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló, temblando, en el porche.
La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó una voz.
Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.
Las dos y treinta y cinco.
Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.
Las cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.
De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.
Era la hora de los niños.
Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.
Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
—Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?
La casa estaba en silencio.
—Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera.
Una suave música se alzó como fondo de la voz.
—Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece…
Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas;
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesara que haya terminado.
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba,
apenas sabrá que hemos desaparecido.
El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.
A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.
La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.
—¡Fuego! – gritó una voz.
Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
—¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.
Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.
El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.
En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…
Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!
Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
—Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis, hoy es…
Ray Bradbury, The Martian Chronicles, 1950
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munove · 4 years
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La canción del gorrión que se hizo viral
Los cantos de las aves no suelen variar tan fácilmente, pero un equipo de científicos canadienses ha registrado un caso único con ayuda ciudadana. En 20 años, los gorriones de garganta blanca han ‘viralizado’ una rara canción que termina con dos notas en lugar de la tradicional de tres, y que ha recorrido más de 3.000 km desde el oeste hasta el este de Canadá.
etiquetas: gorrión, gorgiblanco, zonotrichia albicolis, cántico
» noticia original (www.agenciasinc.es)
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yo-sostenible · 4 years
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La canción del gorrión que se hizo viral
La canción del gorrión que se hizo viral
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Los cantos de las aves no suelen variar tan fácilmente, pero un equipo de científicos canadienses ha registrado un caso único con ayuda ciudadana. En 20 años, los gorriones de garganta blanca han ‘viralizado’ una rara canción que termina con dos notas en lugar de la tradicional de tres, y que ha recorrido más de 3.000 km desde el oeste hasta el este de Canadá.
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ramoncanalis-blog · 7 years
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    Volteretas
         del Tigre
 A mis padres
a mis hijos
al don de la amistad
a quienes me acompañaron
  Impreso artesanalmente
y editado por el autor
 San Cristóbal, 28 de marzo de 2017
   Volteretas del Tigre
 Ramón Canalís
Capítulo I: Orígenes
 La lección de piano
(a  mi madre niña)
 Vuelvo a Maipú, al preciso lugar donde Laprida se corta con la vía, allí frente al viejo caserón donde nací, donde nació, pasó su niñez y juventud mi madre. Siento que los gastados ladrillos me reconocen, una sonrisa triste se dibuja en sus paredes desfiguradas por la cruda usura rentista. Disimulo una lágrima, trato de responder a la sonrisa, no sé si lo logro. Cierro los ojos, el reloj se compadece y fraternal, retrocede. El verano atardece, un cerco de cina-cina cosquillea en el vientre reluciente de un sol pampero que se resiste a caer. Un amor de muro se monta en las ruborizadas paredes de ladrillo, preñadas de frescura y verdor. La parra generosa se pinta de rojo en el zorzal ensangrentado que le diezma el racimo tentador, ante el rezongo del abuelo. Fermín y "El Gringo” han de volver pronto del rancho de la tía Petrona. Su marido, Agustín Cabral, resero de oficio, ha traído un recado de un pariente de Parravicini.
María Antonia, Fefa, Tona, y Tita, las mayores, leen alguna novela romántica, bordan primorosas carpetas y se cuentan sus cuitas, animadas por una discreción de puertas cerradas.
Sara y Sofía, las más chicas, juegan a la rayuela dibujada entre el ladrillo de la amplia galería y un cielo aún azul lejano de horizontes.
Sólo Isabel -“la Beca”-, mi madre, permanece junto a la suya, la abuela Pepa, en la cocina. El olor a cascarilla y leche quemada anuncia la hora de la merienda. Mi madre cierra, como yo ahora, los ojos. Arrima el pequeño banco de madera hasta el imaginario teclado de bronce de la vieja cocina económica. Retira los repasadores que, colgados, se están secando. El tibio metal se enternece al roce de las yemas de sus dedos cargados de una inocente e inalcanzable melodía. Desde lo alto del tala, una calandria gorjea en contrapunto. El bronce alza su lomo como un gato seducido por el contacto. sin igual, de la caricia. Ella responde con más mimos, mece la cabeza e imagina la melodía de su vals predilecto.
Han vuelto los hermanos mayores. La larga mesa viste de hule verde sus rústicas espaldas. Nueve tazones de loza, algo cascados, juguetean humeantes con las galletas de campo que ofrece, generosa, la bolsa colgada tras la puerta de madera.
La abuela pega el grito convocante, nadie falta a la cita, tampoco mi madre, aun con el sinsabor de su melodía trunca. El teclado pierde su magia, sólo queda la barra de con sus repasadores húmedos. Húmedos como incrédulos ojos de una niña y sus sueños truncos…
Ella creyó tener otra oportunidad, pero lo lo cruel y lo grotesco volvieron a golpearla con más fuerza.
Siempre fue una alumna aplicada y solidaria que sacaba, a sus compañeras de escuela, de más de una dificultad matemática.
Gracias a esto y por especial pedido de su hija, el dueño del único cine de Maipú, permitió a mi madre, cumplir su sueño, sentarse frente al viejo piano a rodillo que acompañaba a las películas con su desafinada melodía recurrente.
Fue durante un sábado de matiné, puso el alma en sus dedos, evocó su amada melodía, cerró los ojos y, balanceando su cabeza recorrió el teclado. El estrépito del piano desafinado, la sacó de su éxtasis. El endemoniado rodillo comenzó a girar, alocadamente, imponiendo la tosquedad de su música. Sorprendida, como tocada por un rayo, cayó de espaldas sobre el escenario entre la estupidez y la crueldad de las carcajadas de los presentes. Le costó despertar, volver a la realidad, lloró, lloró mucho.. Su corazón gorrión sintió un dolor de alas y dedos mutilados. Ya no tuvo otra chance, condenada por el hecho de haber nacido pobre.
A pesar de todo, no se dio por vencida, cantó a la vida cual una calandria, frente a la adversidad o cuando la dicha, Su gorjeo  enamoró mi infancia y vuelve, en mi recuerdo sabiendo a letanía.
 A mi padre
 Padre:
Por qué mis dedos se agarrotan de ternura,
por qué mis ojos se nublan por las lágrimas,
por qué mi mente se cierra protectora
y no puedo escribir sobre tu infancia, feliz y pobre?
Por qué las anécdotas tantas veces escuchadas,
en las sobremesas en casa de los abuelos,
se anudan en mi garganta y se niegan a brotar?
Porqué no he podido amanecer
tus bonaerenses mañanas mercedinas,
camino de la escuela, hasta el cuarto peldaño,
-luego tuviste que trabajar aún más duro-
el pasito compadrón, el guardapolvo gris,
heredado de José, que ya había dejado.
La bolsita de género cosida por la abuela Salvadora
en la que restos de lápices, la pluma cucharita,
y una goma gastada por errores emendados
junto al vaso –tarrito aún rojo de conserva,
la pequeña pizarra, descascarada, en la que escribías
con un cacho de yeso y volvías a borrar,
tus sueños de abecedario y la tabla del dos.
¿Por qué me han sofrenado tus locas cabalgatas
montado en el noble y sudoroso Cuervo
o las largas caminatas de tu alma inocente,
blanca como la leche que vendías, al pie de la vaca?
Por qué no me he zambullido en las siestas calientes,
escapadas al Río Luján, que nos bendijo?
Por qué Padre, tanto amor había quedado, hasta ahora,
en lo hermético de un tintero reseco,
en la mudez de una pluma cucharita olvidada?
  Capítulo II: Génesis
  Romance lunar Paco y la Isabel
 a ellos...
El terror hacía cenizas de Hiroshima, la Europa aún su herida no lamía y aquí, en la inocencia pueblerina, en lo alto de un viejo conventillo, para ser más preciso, en el altillo, donde el cielo fugaz viste de chapa y la triste glicina se hace escarcha. Allí aconteció la dulce historia que en mi cuna, dejaran, entre arrullos las sedosas almohadas de la luna.
Era junio muriendo en la tristeza, un invierno colaba su crudeza, por el tajo del tiempo hecho una hendija, en el triste machimbre de la pieza.
Era junio y helábase el brasero, sonrosada su piel tras de la puerta, con vergüenzas de porfías derrotadas, dolor de madrugada y brasa muerta.
Misterios del amor y resolana, en el centro preciso de la pieza, en regazos de linos y el cobijo de la manta entretejida que fue lana; en el seno profundo de la cama, al calor de un  abrazo de cansancios, de la larga semana y poca paga.
Fue entonces, casi al llegar la medianoche, blanca luna de humilde carricoche, doncella enamorada del lucero, filtró su luz argenta hecha agujero, por la vieja gotera y la  cascada. Así se descolgó, mágico hecho, sobre cuerpos palpitantes y los pechos, en un canto de amor de rosa y lecho. Ella y él meciendo en el beso, cuando labios y pieles entrelazas, al hijo concebían, en el acto ritual que me dio vida.
  Naciéndome
 Allá donde Laprida
se abraza con la vía,
un marzo atardecer,
bañándome  de sol,
perfume de jazmín,
me vió nacer.
Caricias de un candil,
luz primera, sutil,
que hirió mis ojos.
El aire de Maipú,
de niebla y humedal
copó pampa el pulmón
que alzó en mi voz,
el primer llanto,
la fría sensación
de andar en soledad,
de allí a  la muerte.
  Capítulo II
De mi  niñez
 Cara sucia
               a la manzanita islera y criolla
              a los amigos de la infancia
  La Sudestada nos mojaba,
hasta la horqueta,
y algo más,
cuando nos conocimos,
purretes.
No tenías el nobre
colonizado
de la “Grani Esmit”,
ni el amarillo enfermizo
de la “Golden Yelou”
ni el sello “for export”
de la engrupida “Deliciosa”.
Vos eras fea, algo pecosa,
embarrada, arañada,
pero que nos importaba
cuando calzando justo
en mi manito cálida,
recibías aquel mordisco
travieso y cómplice.
  Días de  Tigre y Enero
 Las vacaciones de verano eran, para nosotros, una verdadera bendición. Como a ninguna familia del vecindario se le ocurría  siquiera, ir a veranear, las pandillas de chicos se multiplicaban como se multiplicaban las horas “de ocio”, ratos libres, decíamos en aquellos tiempos.
Después del almuerzo nos juntábamos frente al conventillo y   acordábamos cuál sería nuestra actividad para la larga tarde. Las alternativas eran variadas, ir a pescar mojarras, cazar ranas, afanar ciruelas, ir al club, al campito del useo o jugar un picadito en la calle.
La democracia funcionaba bastante bien, la voluntad de la mayoría era aceptada sin chistar, salvo cunado de ir al río o las largas expediciones en busca de frutas ajenas. En ambos casos, ya sea por razones de lejanía o de peligro, pendía sobre nuestras cabezas, la amenaza de una buena paliza cuando regresáramos.
Entonces se charlaba un poco más pero finalmente los más remisos eran convencidos y se armaba la expedición.
Una vez en marcha, jugando, tirando piedras, haciendo bromas. Sentíamos que el mundo, aquel pequeño mundo de un Tigre pueblerino, nos pertenecía por completo. Calles, campos, bañados, costa, frutales estaban allí puestos para nuestro placer.
El camino era largo, bordeábamos la costa, nos refrescábamos, tomábamos agua, y así, casi sin darnos cuenta, llegábamos al destino elegido.
Trepábamos a los ciruelos preñados de las suculentas “remolachas”, luego del atracón, hacíamos las mil monerías, jugábamos “a Tarzán”, arrojándonos por la cabeza, los carozos pelados, en un clima de total y feliz algarabía.
Pero El Tigre iba cambiando, aquel territorio liberado a nuestras travesuras se fue acotando.
Hacíamos la primera excursión del verano, al mote de los ciruelos, con sorpresa e indignación nos encontramos frente a un alambrado que, perpendicular al río, impedía nuestro acostumbrado paso, decidimos saltarlo. Cuando el último de nosotros lo lograba, aparecieron tres tipos, con cara de poco amigos, que  nos dijeron que por allí, no se podía pasar, que aquello era “ propiedad privada” , Desde aquel día odio estas dos palabras. Seguimos nuestro viaje, comimos las ciruelas remolacha como si fuera la última vez. Era, lamentablemente, la última vez.
Al regreso nos esperaban con tres enormes perros, nos dejaron cruza bajo amenaza. De puro tercos, olvimos, al tiempo, el cerco estaba coronado por punzantes alambre de púa los perros ladraban como demonios. Sentíamos haber perdido una parte importante sde nuestro territorio. Pensé en los querandíes.
De regreso, frustrada la aventura, uno de los chicos gritó, con bronca, “¿qué carajos nos importa, nos quedan la costa y el picado en la calle que nadie nos podrá quitar¡”. Repuntó nuestra moral herida y el andar fue menos pesado.
Pero, en el fondo, estábamos derrotados. Con el correr del tiempo, en el campito del Museo Naval pusieron una guardia militar, los autos nos ganaron la calle, a la costa le quitaron los muelles desde los que zambullíamos, el río se contaminó y las mojarritas desaparecieron.
Nuestra generación tuvo, de alguna manera, suerte ya que disfrutamos felices cuando el paisaje de nuestra niñez era de todos y no era de nadie.  En el que nuestra imaginación volaba libre y como los pájaros o se zambullía en la fantasía de las charcas, como una verde rana.
Niñez feliz, tiempo y pasado.
 Casi olvidada
                  a Tito Correa
 Allá,
en un pibe paisaje duradero,
trazado hasta aquel cielo de baldosas
destino saltarín de mi  rayuela,
con un trompo zumbón y compañero,
en el fondo – girando-  de las cosas,
dónde  huérfana la calle hace su escuela.
 Allá,
tras la piedra feroz  y  la gomera,
bajo plumas, heridas en el combate,
aquel vuelo que no fue sino quedarse.
Tragedia que la vida devolviera,
quebrándome las alas en el embate,
por querer, por solo ser, por animarse.
  Allá,
dónde el  sauce llorón  pare una   sombra,
cuando el río cansado  hace su  siesta,
mi niñez  brilla en un salto de mojarra,
pincelada tigrense que la nombra,
bajamares  de ausencia manifiesta,
que bebieran los duendes de la jarra.
 Allá,
en la casa que la brisa de marzo construía,
con  perfumes de azahares y de aljaba,
en jardín hecho de flores y el cariño,
que en maternos labios –madre sonreía,
en el vals , cuando  mi padre lo cantaba,
se forjó el corazón de mi alma niño.
 Allá,
casi agarrada de una horqueta,
con un perro ladrándole a la luna,
en el cuento aquel de "había una vez..."
olvidada la sonrisa en la cuneta,
como un viejo carozo de aceituna,
quedó, triste  olvidada, mi niñez.
  Capítulo III
 Hola, muerte...
              Morires
 Entre todos los muertos  están  mis muertos, mis muertos venerables,
-carezco de otros muertos-
mis muertos   compartidos y  aquellos  sin más deudos ni más  rezos que los míos ,
–los muertos que re-mueren con mi muerte-
¿Serán los muertos nuestros,  aquellos  muertos y su epopeya,
en  la piel, la carne, el hueso o lo que reste, en el  frio silencio de su tumba?
¿O  estarán en  los espíritus alegres,  transgresores   que en sus coplas  le cantan a mi  almohada,
o al oído me cuentan sus andares   despertando   noctámbulos anhelos?
¿Así como en su muerte,  habrán vivido o confunden las loas cuando evocan?
¿Habrán sido, geniales,  buenos tipos  o he forjado su gloria en los infiernos
de la fragua pequeña de mi amnesia  que no guarda lugar para villanos,
-los que aún muertos jamás serán mis muertos-?
Yo me muero por morir para saberlo,
cuando muero por morir, por ser tu muerto,
el muerto sólo tuyo, tu sólo muerto, el guardián de aquel íntimo secreto.
que omitiera el cincel de la memoria en la piedra falaz de mi epitafio.
Quiero serte el que fui – atardeceres-   entre tus brazos,
un andar por la  vereda de tu pasos cuando  en sueños
acunaba el  poema - a flor de labio- nunca escrito.
Ser tu trigo  de abril, el pálido jazmín que aún aroma,
un clavel encarnado, en el rizado viento de tu pelo,
la caricia inaugural  que nos paría, un aroma de beso en madreselvas
y la luna, y los grillos y la alameda y la noche gentil que nos mecía.
El rubor matinal de nuestras pieles, desnudas, entrelazas, virginales
aquel fuego de amor adolescente naciéndose  entre linos de distancias
-pagana comunión de nuestras almas, instante-eternidad que nos podía-
No me busque tu llanto bajo el mármol de la lápida guardiana del olvido
seré  sólo “luz buena” en camposanto, una brisa bañada de cipreses,
el errante cometa  que allá guíe cuando ausentes las lunas, en la penumbra ,
en el  vuelo gorrión más proletario y ese  canto matrero del jilguero,
en la cuna lodal del viejo río y el  abrazo raigal de mis ancestros.
Allá me encontrarás hasta otra muerte - mi muerte del  final, del no retorno-
Cuando caigan   de tus no-brazos mis despojos,  cuando ruede rota mi alma sin-luceros
en la lágrima nonata que en tus ojos, en la flor en la que ayer me  has olvidado.
  La Tía Rufina
 Fue allá por el verano de 1950 que tuve la primera noción de la muerte. Junto a otros chicos del barrio, jugábamos a la bolita, sobre un pequeño rectángulo pelado de todo pasto, de aquellos que se formaban en las las baldosas faltantes de las  veredas de barrio.  Un hoyo, un lazo y un tiro y a jugarse a cara o cruz en cada encuentro de hoyo y quema, con cuarta o sin cuarta, o el “rompe paga” y la bronca de “garpar” cabizbajo, una bolita, en un crudo tributo en la derrota. Entregar, en mala racha, la más fea, la cachuza, y sufrir en la sangría que no cesa, y se van las moteaditas, el ojito, el bolón y la lechera y, al final, pedir el humillante perdón para que se te cobrara la puntera.
El sol del mediodía caía a pique sobre nuestras peladas cabecitas, como música de fondo, las chicharras ensayaban aquel canto de amor, desde la parra.
Estábamos totalmente enfrascados en la magia del juego, nuestro pequeño mundo se restringía a aquellos pocos metros cuadrados de tierra gredosa en los que poníamos en juego nuestras habilidades, nuestro prestigio y nuestro capital lúdico, las bolitas.
El  Josecito llegó con la mala  noticia “se murió doña Rufina” dijo con un chillido histérico,  excitado por ser portador de la noticia que él mismo había escuchado en el almacén y a sabiendas del misterio y temor que la noticia de una muerte cercana traería sobre nuestras mentes .
Doña Rufina era nuestra vecina inmediata, una señora mayor que emigrara, junto a su marido, desde su Valencia empobrecida y se instalara en un extraño edificio de madera totalmente forrado con chapas acanaladas de zinc. Digo extraño por las enormes dimensiones que, en sus dos plantas, albergaba a ocho familias que, de a pares, compartían retretes, piletas de lavado, entradas y espacios comunes del amplio fondo.
Para la jerga barrial, aunque los inquilinos tratábamos de elevar su categoría, aquel caserón era sólo “el conventillo de Emilio Mitre”.
Yo la quería mucho, con mis pocos añitos, solía hacerle algún mandado, al almacén, por el que generosamente me retribuía.
Solíamos encontrarnos luego de la siesta, ella fregaba la ropa, en la pileta común, vestida con un viejo batón, negro como el delantal y el pañuelo con que cubría   su cabeza.
De ojos eran claros y  piel arrugada. Sus manos sarmentosas, curtidas por el trabajo y la edad nunca fueron escollo para poder  disfrutar de sus caricias.
Me acercaba y ella estaba ya lista para hacerme el encargo que era solo un pretexto. Me daba las monedas necesarias y salía yo disparado hacia el almacén.
Esperaba mi regreso aun fregando. Con una sonrisa, recibía el paquete envuelto en papel de estraza, me daba las gracias, acariciaba mi cabecita pelada, se detenía ora sobre mi  mechón blanco, ora en alguna cicatriz, resabio de algún certero piedrazo. Llena de ternura, me pedía que le recitara aquel verso que ella me enseñara, entornaba sus ojos y sonreía dulcemente, como volviendo a su niñez al tiempo que   mis labios ceceosos pronunciaban:
  “Jesucito chiquitito,
fuiste niño como yo,
por eso te quiero tanto,
con todo mi corazón”  
 Luego, se persignaba y me regalaba una monedita de níquel o cobre, de cinco o diez centavos y yo salía, nuevamente, disparado hacia  el almacén a comprar aceitunas.
Quise mucho a la “tía Rufina” y la noticia de su muerte me conmovió en lo más profundo.
Era la hora del almuerzo, mi padre no me llamó con su silbido inconfundible, esta vez, salió a la puerta indicándome, en voz baja, que ya íbamos a comer.
Una nutritiva sopa y una fuente de milanesas con puré, constituían aquel generoso almuerzo, de todas maneras, no las sentí sabrosas, como otras veces.
Mi mamá estaba mejor vestida que otros mediodías, parecía haberse adelantado al atardecer. No llevaba su ropa de entrecasa, vestía aquel conjunto gris que tan bien le quedaba, lucía su cabello recogido, prendido con aquel peinetón de la abuela, sus mejillas matizadas por un “colorete” y el rojo de sus labios rojos señalaban que  algo fuera de  lo común estaba sucediendo.
Hablaban más bajo que de costumbre y la radio estaba apagada. Fue aquel ambiente de pesar el que me llevó a preguntarles si era cierto que había muerto la tía Rufina.
Hubo un pesado silencio, mi madre me respondió con cierta ambigüedad que la tía Rufina se había ido al cielo.
El almuerzo fue callado, yo me sentía inquieto, apoyaba y soltaba mis pies sobre el transversal de la vieja silla de madera torneada y junco, tenía ganas de salir de aquella cocina de piso de madera que me atrapaba, cruzar el marco de madera de la puerta en la que una laucha había hecho un agujero por cuyo control luchaban el pequeño roedor, a fuerza de tozudez, y mi madre taponándolo con un corcho, una y otra vez.
Nunca había deseado tanto que el almuerzo terminara. Finalmente llegó la naranja y luego de un té con bombilla, mi padre se levantó, nos saludó y se encaminó, no sin cierta contrariedad, a completar su hornada de trabajo.
Me quedé un rato junto a mi madre luego, con el pretexto de facilitar el barrido de la cocina, me fui, con disimulo,   hacia la calle.
Algunos de mis amigos estaba con su pelota rayada de goma bajo el brazo como convocando al picado de la tarde, de a poco nos fuimos juntando, estábamos desganados, finalmente, no hubo fútbol. Quedamos sentados sobre el cordón de la vereda, bajo la sombra de plátano y dejamos transcurrir el tiempo. Muchas vecinas, con sus mejores vestidos de tonos apagados entraban a la casa de la tía fallecida. Llevaban una pañoleta sobre su cabeza, en una mano,un pequeño y grueso libro negro y uno de esos collares con una cruz, con los que en la casa de Leonor se rezaba el Rosario, en la otra, un ramo de flores  recién cortadas de los propios  jardines. Blancas calas, pimpollos de rosas aterciopeladas o la más humildes, rosas pálidas de cerco, gladiolos, dalias, y margaritas, algún jazmín,   aromados alelíes.
Solo aquellos que han cultivado su jardín saben el gesto de desprendimiento, afecto y reconocimiento que una ofrenda de este tipo significa.
Los ramos estaban envueltos con papel celofán y atados con una cinta de la que pendía una tarjeta con el apellido familiar.
La tarde fue avanzando en aquel clima de duelo, vueltos de sus trabajos, los hombres, vistiendo también sus mejores galas, comenzaron a llegar para saludar a los deudos.
Aquella vez nos olvidamos de Tarzán y Poncho Negro. Al anochecer, los padres volvieron a sus casas y los chicos, tras de ellos, a cenar y acostarse temprano.
Mi habitación lindaba con la del velatorio por lo que me resultó difícil conciliar el sueño ante el constante ruido apagado de pasos, sollozos y murmullos, finalmente lo logré.
Me desperté temprano, ya mis padres estaban levantados, seguían vestidos con elegancia, mi madre me preparó el desayuno que apuré mientras ellos tomaban mate, luego  levantó la mesa, ordenó ligeramente la cocina, se quitó  el delantal, mi padre tomó el sombrero, salieron del brazo.
Al Salir me dijeron que estarían al lado, en la casa de la  tía Rufina, que me portara bien y que, si me juntaba con mis amigos, no hiciéramos alboroto; luego, ellos irían al cementerio, me insistieron que me cuidara, que no me moviera de la cuadra, que  muy pronto regresarían.
Otra vez aturdido, salí poco después que ellos,  me dirigí a nuestro lugar de encuentro, en el  cordón de la vereda, bajo el plátano.
Los chicos nos fuimos juntando de a poco en nuestro lugar de encuentro. La concurrencia a la casa de la tía Rufina iba en aumento.
Notábamos una atmósfera de tensión, el nerviosismo se acrecentaba. Algo importante estaba por suceder.
Los presentes abandonaban la casa de duelo y se reunían en la vereda.
Miraban hacia la esquina de Alsina, por allí aparecieron dos briosos caballos percherones negros arrastrando sudorosos una brillante y negra carroza coronada por una gran cruz, la seguían otros tres carruajes pequeños igualmente negros y lustrosos. “en el más grande se lleva el cajón, el otro es para llevar las flores y en los dos últimos van los parientes”, nos decía, por lo bajo, el José que no estaba dispuesto a perder protagonismo. De todas maneras, agradecíamos a su fina vocecita que nos sacaba por un instante de aquel momento oprobioso.
Aún no todo estaba dicho para nuestra conmovida mente infantil, cada carruaje era conducido por un par de cocheros de capa y galera totalmente negras, uno de ellos con un largo látigo que hacía chasquear sobre la cabeza de los caballos. Sus manos enguantadas con contrastantes guante blancos completaban una imagen de misterio y ultratumba que nos atemorizaban hasta la médula.
Apretujados, no nos movíamos del lugar, la boca reseca y las manitos húmedas marcaban ese temor a lo desconocido con que la muerte nos embargaba.
El carruaje principal paró frente a la casa, seguido por los tres restantes.
Desde adentro se escucharon llantos más fuertes. “Están cerrando el cajón”, acotó el José, en voz baja.  Los
acompañantes de los cocheros, comenzaron a sacar y acomodar las ofrendas florales en el carruaje correspondiente. Dos palmas y una corona –que así se llamaban, según nuestro inagotable relator, eran reservadas para la carroza principal.
Las muestras de dolor se multiplicaron cuando,  por el estrecho vano de entrada, apareció la caja de madera lustrada,  llevada a pulso por los hombres, entre ellos y para mi orgullo, mi padre.
“Ahí adentro va doña Rufina”, dijo el José. Todos lo miramos desconcertados. Mi confusión fue en aumento.
Tras acomodar las flores, el primer carruaje arrancó lentamente, al chasquido del látigo. La carroza era seguida por el cortejo, los hombre se relevaban para llevar el féretro.
Pasaron frente a nuestros ojos, sin pensarlo, nos paramos siguiéndolo en silencio, desde la vereda.
Llegados a la calle Alsina, casi al doblar, subieron el féretro a la carroza y reacomodaron las flores. Todo estaba listo para el viaje final.
Los familiares subieron a los pequeños carruajes de duelo, algún vecino aportó un viejo Ford, otro una chatita, alguno que otro auto. En estos vehículos se acomodaron las más viejos, el resto tomó un colectivo de la línea 68, todos se perdieron, al final de la calle. Alguno de los que se quedaron  dijo, al pasar: “ pobre doña Rufina, ya va camino al  cementerio”, otro le contestó “allá iremos a parar todos” y se persignó.
Sentí ganas de gritarle que estaba equivocado, que ella se había ido al cielo como me había dicho mi madre. Una duda me contuvo. La angustia se apoderó de mí, al no poder saber, con toda certeza, cuál sería el destino de mi querida tía Rufina.
  Los Angelitos.
 Yo no sé si las muertes de niños eran más frecuentes. Tal vez la pobreza, una mayor exposición a las enfermedades y la falta de los medicamentos adecuados, fueran causas determinantes de un fenómeno que, por presentarse con toda crudeza podría haber incidido en la subjetividad de mi apreciación. La casualidad y la mayor exposición de mi temprana edad pueden haber contribuido a mi exagerada percepción.
Lo cierto es que recuerdo, de aquellos tiempos primeros,  la muerte de varios  niños y jovencitos muy cercanos. Sólo me referiré, aquí, a tres de ellos.  
En aquel conventillo disfruté de mis tiempos más bellos pero la muerte supo mostrarme su cruel y trágica contracara.
Digo esto porque poco después de la muerte de la tía Rufina, la tragedia volvía a pegar muy cerca. La víctima un bebito cuyos padres vivían también pegados a nosotros, separados por el otro delgado tabique divisorio
La parca volvía a presentarse ante mí, me rodeaba y yo, en mi inocencia, la recibía con un “hola muerte”.
Pasó un tiempo, la tragedia se alejó, solamente, dos cuadras para llevarse al hermano menor de un compañero de escuela. Un poco más adelante, volvía a la cuadra, una adolescente amiga, “La Ñata”, sería su víctima
¿Para qué más? Desempolvo mi dolor para tratar de entender este duro aprender a la muerte que sólo concluye con la muerte misma.
    Morir naciendo
 A mis frescos nueve años, la muerte volvió a sacudirme.  El pequeño había nacido con graves dificultades, estuvo internado en la maternidad de Tigre, durante cuatro meses hasta que falleció a pesar de los esfuerzos de los médicos, por salvarlo.
La muerte, que no llega sola, encontró al padre sin trabajo y a la familia sumida en la pobreza. Los vecinos hicieron una colecta para comprar el cajoncito blanco y ordenar un velatorio ajustado a tan paupérrima situación. Restaba resolver el tema del sepelio. Se comentaba que el padre había recibido unos pocos pesos de la municipalidad pero que los había tenido que destinar a la compra de remedios para la esposa cuya salud se había resentido, entre el trajín y la desgracia.  Apurado por la morgue que ya mantenía el cadáver más allá del tiempo que marcaba el protocolo, el buen hombre consiguió a través de algún alma piadosa, una autorización para hacer el traslado del cuerpo al cementerio de una manera muy original, evitando los costos de  la empresa fúnebre.
Empecinado en que su hijo muerto no fuera enterrado de oficio, rogó a las autoridades competentes le permitieran trasladar al angelito con la dignidad que se merecía. La idea era transgresora pero en aquel Tigre pueblerino y bonachón, todo era posible
Su propuesta, basada en su situación económica y el poco peso del ataúd, consistía en organizar una suerte de sepelio épico en el que el pequeño cajón fuera llevado, a pulso, por un grupo de niños del barrio vistiendo su guardapolvo escolar que se alternaría en la tarea.
A través de un vecino policía, tuvo la confirmación de que el comisario haría la vista gorda y que el encargado del cementerio no presentaría ninguna objeción al recibirlo, mientras se presentara el acta de defunción. Faltaba conseguir la aprobación de los padres ya que los chicos estaríamos totalmente predispuestos a participar en aquella extraña aventura.
Con más de veinte chicos convocados, el traslado y las postas para cubrir el largo camino al cementerio. Estaban garantizados.
El pequeño difunto fue velado a cajón cerrado, unas pocas horas de un día sábado. Pasado el sol del mediodía, la caravana se puso en marcha. Adelante, portando una gran cruz de madera, el padre, flaco, de barba larga y tupida, de expresión mística, calzando unas gastadas botas de cuero y bombachas pardas sujetas por un ancho cinturón, luego el cajoncito blanco llevado por los chicos de blanco y almidonado guardapolvo y aún más blancos guantes, inmediatamente después, los que portaban las humildes ofrendas florales, luego los relevos y finalmente unos pocos y discretos acompañantes.
Ninguno de nosotros había querido perderse la oportunidad de conocer el misterioso cementerio, en mi caso pesaba, además, el desvelo por despejar mis dudas sobre el destino final de los muertos, tema que no dejaba de angustiarme.
Aunque mis ávidos ojos deben haber registrado cada detalle de aquel hecho, mi memoria, piadosa, los borró definitivamente.
Fui el único que se aferró a una manija y no la soltó hasta llegar frente a la fosa, mi curiosidad podía más que el cansancio. No quité los ojos del ataúd, atento a cualquier maniobra evasiva del chiquito muerto.
El Josecito que, naturalmente, había sido de la partida, sentenció: “los chicos que se mueren son angelitos y van al cielo directamente”.
Esto aumentaba mi temor al no saber si, en caso de que el féretro comenzara a volar, debía yo sujetarlo aun a costa de ser arrastrado con él hacia el cielo.
Por suerte, nada de esto sucedió y llegamos a destino sin mayores complicaciones. El sepulturero  y la negra fosa me conmovieron en un acto inaugural que aún me acompaña: el golpeteo de los terrones sobre un ataúd .
Enterrado, bajo unas cuantas paladas de tierra quedaba el bebito en su cajón ¿o sólo el cajón? ¿Habría volado o volaría más tarde?
En de una plaza cercana, comimos unos sándwiches de mortadela, regados con abundante agua para aplacar nuestra sed.
Luego del corto descanso, emprendimos el regreso a pié, parecíamos una pequeña majada volviendo al corral.
En mi relación con la muerte, había dado un paso importante, sabía, ya, cuál era el real camino de los muertos, aunque no todavía, su destino final.
  El mojarrero
 Desapareció un mediodía, su familia vivía justo frente al Río Lujan. Tenía solo cinco años, trató de imitar a sus hermanos mayores, tomó la cañita y el tarro de lombrices y cruzó la Victorica. Soñando con pescar alguna mojarra, se acercó al muelle de madera, ahí nomás, pegadito al club de remo.
Se dio la alarma, el vecindario lo buscó por todo el barrio, los chicos imitábamos a los mayores, voceábamos su nombre, aún sin dimensionar el drama en ciernes.
El hermano mayor notó la ausencia de su mejorero y el tarrito de lombrices. Tuvo un presentimiento que se haría realidad
Fue hasta la costa, allí, flotando junto al muelle, estaba la pequeña caña de pescar, enredada en un peldaño de la escalera, más allá, enganchado a una amarra, su gorrito blanco.
No hubo dudas, los muchachos se zambulleron y bucearon, repetidamente, pero fue en vano.
La Prefectura, trajo a remolque un pequeño bote de rastreo.
Tres marineros tiraban el grampín arrastrado una y otra vez hasta que finalmente lo localizaron, bajo la rambla del Argentino.  El cuerpo, sin vida, salió a la superficie, enganchado de su pantaloncito
Mi madre cortó unas flores de nuestro jardín, armó un lindo ramo que llevé con dolor y recogimiento.
El impacto emocional debe haber sido muy fuerte, el ambiente acongojado, los llantos, la escenificación, y ese particular olor de las flores ofrendadas, quedaron definitivamente asociados a la muerte institucionalizada. Junto al féretro, me encontré frente a frente con el rostro de la muerte. Aquel rostro infantil, pálido como las mortajas que la rodeaban, me aportaba la certeza necesaria, los muertos iban, casi con seguridad, dentro de su ataúd, a una fosa en el cementerio. Mis dudas, en este aspecto, se habían disipado, una nueva pieza del rompecabeza era colocada aunque me llevaría más de una vida el completarlo. Al día siguiente, temprano, la carroza blanca partía hacia el destino ya conocido.
Comencé a aceptar que el Josecito, tal vez, tenía algo de razón.
  La parálisis infantil
 La Ñata era la hija única de un matrimonio mayor, humilde, querido y respetado por el vecindario, Don Roca y doña Luisa.
Él era carpintero y vestía los 365 días del año con un pantalón y una camisa azul de trabajo, ella era ama de casa.
No eran muy dados aunque buena gente. Por las tardes, veían pasar la vida apoyados sobre la barandilla del alto corredor que daba a Emilio Mitre.
Tuvieron una hija poco mayor que yo. De carácter seco, al igual que sus padres, sin embargo buena amiga mía.
Heredó de doña Luisa una filosa y larga nariz y una miopía que la llevaba a usar anteojos permanentemente. La apodaron “la Ñata”, mote con el que convivió durante su corta vida.
Era el desvelo de su padres quienes, a pesar de su humilde condición, trataron de darles la mejor educación. Era una eximia pianista. Yo era uno de los pocos chicos que frecuentaba su casa En el barrio, no creo haberla visto en un solo cumpleaños, sus padres fueron siempre temerosos de que ella se contagiara de las frecuentes epidemias de la época.
Ironías de la vida, salvó, tal vez, del sarampión, la tos convulsa, las paperas, la varicela, y otras enfermedades corrientes, pero fue víctima del más cruel flagelo de aquellos tiempos, ¡la parálisis infantil! o poliomielitis, como luego se la llamó.
Corrían los años cincuenta, la epidemia asolaba y aterrorizaba, no existían vacunas y las únicas medidas sanitarias eran: lavarse las manos, evitar lugares muy concurridos y, sobre todo, no dejar de llevar, colgada en el cuello, una bolsita de alcanfor, al que se le atribuían propiedades preventivas. Se suspendieron las clases y se comentaba quie, las familias adineradas se refugiaban del flagelo en la soledad de sus estancias. Para los pobres, solo era cuestión de aguantárselas con el alcanfor y la ayuda de Dios.
A mi amiga la Ñata, Dios no la ayudó a pesar que sus padres fueron de los más precavidos.
Un día nos desayunamos con la terrible noticia: a la Ñata le había agarrafo la parálisis infantil. La mala nueva corrió como un reguero de pólvora. Estaba internada en el Hospital de Tigre, la enfermedad se fue extendiendo por su cuerpo, le atacó el pecho, no podía respirar, la cosa iba de mal en peor. Don Roca y doña Luisa dejaron de verse apoyados en la baranda, permanecían todo el día en el hospital.
Una pequeña luz de esperanza se abrió cuando llegaron los pulmotores, unos aparatos que facilitaban la respiración, en este tipo de casos. Evita, a través de la Fundación, compró una cantidad de estos novedosos ingenios. “Ahora, ya está en el pulmotor” fue el comentario alentador. No hubo caso, la Ñata murió una triste mañana, el barrio vistió luto.
Desde entonces asocié pulmotor a muerte preanunciada y supe que la muerte, también, podía ser preanunciada.
Las autoridades sanitarias pusieron ciertos reparos pero, finalmente, la Ñata fue velada en su casa de Emilio Mitre.
Ya tenía edad y experiencia para concurrir a un velorio. Allá fui, meticulosamente aseado, con el consabido ramo de flores.
Hice coraje para pasar bajo la vieja pérgola, subir las escaleras y dirigirme al cuarto en el que la velaban.
A pesar de mi conocimiento, la muerte parecía sorprenderme en cada oportunidad.
Otra vez el cajón blanco, cerrado por razones de higiene, la gran cruz de la cabecera, las flores y su olor particular, aún el dolor y la desesperación de los deudos formaba ya parte de mi tétrico panorama.
Mi angustia mayor estaba allí vinculada a una fuerte sensación de vulnerabilidad frente al flagelo, el lazo afectivo, su cercanía, me harían sentir de allí en más, que yo también era pasible de la muerte y que esta me acosaría durante el resto de mis días.
Saludé a sus padres y permanecí un largo rato en aquel cuarto donde solíamos jugar. Intenté distraerme para bajar el agobio, observé con detalle el movimiento de la gente y las pequeñas rutinas que hacen al desarrollo de un velorio. El Josecito se iba haciendo grande y alguien debería tomar la posta para a vivar a los más chicos.
Al otro día, temprano, volví en compañía de mis padres. Luego se iniciaría una segunda parte del ritual al que ya me estaba acostumbrando y, por lo tanto, no me sorprendía. Llegaron los carruajes blancos, sacaron las flores, el ataús, llevaron, a la Ñata, a pulso una decena de metros, la cargaron en la carroza y partieron, todos, hacia el cementerio. Ya no dudaba sobre el itinerario de los muertos. Solamente me acuciaba la incertidumbre respecto a su camino alternativo hacia el cielo. Confiaba ciegamente en mi madre y sabía que aún quedaban misterios por develar.
 Capítulo III
 De mi clase
 A la Escuela nº 6 de Tigre
  Alfabetizado.
                   a la otra escuela.
                   a mi Vieja
  Mi mamá me ama,
amo a mi mamá.
Así en la escuela
conocí la “eme”,
pero a querer mi Vieja
me enseñó la vida.
  "La Perla Negra"
 A María Cecilia,
         a aquel amor niño
              que renace.
                 La señorita Lydia, mi maestra de cuarto grado me notó extraño.  No era para menos, estaba preparando la hazaña más maravillosa de mi vida: rescatar la famosa perla negra de las fauces de la ostra gigante del Mar de Coral Rojo, allá, en el   temible Océano Índico.
Nunca había  estado allí, pero reconocía  todos y cada uno de sus vericuetos, contaba, ya, con un preciso mapa.. La ayuda de Sandokán (El Tigre se la Malasia) me resultó valiosa, sin su aporte radial, nada hubiera sido posible. El intento era inminente y la sensación de riesgo exaltaba mi romanticismo.
María Cecilia, a mi amada María Cecilia, entregaría el botín de mi aventura:
¡La perla negra! ¡La que ni el propio Sandokán y ni su mismísimo contramaestre habían podido rescatar! Llegó por fin el jueves. No demoré, a la salida del colegio, ni figuritas ni bolitas ni peleas.
Como de costumbre, la merienda estaba lista y humeante cuando llegué a mi casa.
Mi madre había salido por lo que dejé la taza del caliente cacao y me fui a la pieza.
Encendí la vieja radio, su ojo mágico y verdoso como el de un calamar gigante, me puso en clima.
Todo se daba según mis planes. Tenía, todavía, algunos minutos. Saqué de un baúl las prendas necesarias.
Me puse un holgado pijama de seda en desuso de mi madre, que aseguré con un grueso cinturón, até sobre mi cabeza, un pañuelo rojo de igual paño.
En el alhajero me esperaba un aro de gran argolla que prendí en mi oreja izquierda.
Un infaltable par de botas de mi padre completó la vestimenta. Luego solo fue cuestión de pintarme una barba y los bigotes y calzarme, a la cintura, la enorme cuchilla que pendía sobre la pared de la cocina.
Me miré al espejo,¡ parecía el mismísimo Sandokán!  
Tenía aún cinco minutos, repasé mis rutinas, todo estaba en orden.
Pensé en el asombro y alegría de María Cecilia al verme, sombrero en mano, arrodillado frente a ella,  entregándole la ofenda,  fruto de mi hazaña.
¡Reinaría, junto a mi amada, ante la admiración de amigos y adversarios!
Unos últimos retoques frente al espejo y ¡A navegar, Tigrecito, sobre la cama matrimonial!
La radio anunciaba la llegada de Sandokán!
El bergantín pasó, frente a mí, a las dieciocho y tres minutos. Me colgué del cable de la araña, volé en un movimiento pendular calculado y caí en la bodega, entre unos sacos de arroz. La tripulación no pudo observarme. Actué rápidamente. Acomodé mi vestimenta y fui directamente a hablar con el Tigre. ¡Con el Gran Sandokán! Enmudecí frente a su figura. Tragué saliva y grité con todas mis fuerzas. "¡Soy el grumete ErreCé, embarcado en Puerto Valientes. A sus órdenes señor!
Enfrentó mi dura mirada. "¡A fregar la cubierta!" me gritó. "Algún día seré vigía" pensé, resignado, mientras observaba,
con admiración, al tuerto pata de palo que, entre cordajes y velas oteaba el horizonte desde lo alto del mástil mayor.
Debía apurar mis planes, si es que quería lograr mi objetivo.
En cuclillas, cepillando los sucios tablones, fui arrastrando el balde con agua enjabonada hasta quedar detrás del timonel. Era el momento crucial, necesitaba de todo mi poder mental. El hombre barbudo, imperturbable, acariciaba con firmeza la enorme rueda del timón.
Me concentré, tratando de dominar con mi mente, su tosco pensamiento.
Él permanecía inmutable, a pesar de la energía con la que mi cerebro emitía las órdenes. ¡”Ciento ocho  grados a babor"! ."¡Rayos y centellas!". "¡Ciento ocho grados a babor, he dicho"!
El enorme esfuerzo dio su resultado, el timón comenzó a virar buscando el rumbo ordenado: hacia el Arrecife Rojo, dominio de la Ostra Gigante que guardaba en sus entrañas la Perla Negra.
Los vientos borrascosos soplaban a mi favor, nadie notó el cambio de rumbo.
"¡Extiendan el velamen completo!", ordené, tensando mis neuronas. "¡Adelante a toda vela!".
Consulté la pequeña carta, sacada de un extenso relato de mí héroe, referido a la codiciada perla. Un viejo mapa de Oceanía, hallado en un cajón me ofrecía mayores datos.  
Mi corazón latía aceleradamente. ¡Estábamos ya sobre el arrecife!
Me preparé para lanzarme por la borda. Un serio imprevisto me detuvo. Estábamos en plenamar, el arrecife de coral no alcanzaba a emerger sobre las turbulentas aguas.
Dudé.  Era mi única oportunidad, el tiempo volaba, el episodio estaba en pleno desarrollo y la nave dejaría muy pronto aquel punto remoto y anhelado.
Pensé en María Cecilia besándome la frente, en el asombro y admiración de mis compañeros y en la Señorita Lydia que, finalmente, tendría que mandarme a la Bandera.
¡"Ni un solo instante más!, me dije.
Apreté el grueso cuchillo entre mis dientes, me quité las botas de mi padre, pues según él, era muy difícil nadar con ellas puestas".
Y... ¡Al ataque!
Aspiré profundamente, antes de tocar el agua. Con el mismo envión de la zambullida, me sumergí varias decenas de metros. El arrecife rojo apareció frente a mi vista. Lo veía como una fotografía corrida, tal era la velocidad con la que nadaba hacia el fondo mismo del océano.
Aunque con una buena reserva de aire puro, sentía que el tiempo escapaba de mis manos. Dupliqué el ritmo de brazadas. Finalmente la vi.
¡La ostra estaba allí!
Sobre un fondo arenoso, en el centro de un jardín de algas floridas, rodeado de miríadas de pececillos de colores, me esperaba el botín más preciado.
Sus valvas entreabiertas dejaban sobresalir unos largos tentáculos, dos de ellos remataban en enorme ojos redondos.
Me vió, intuyendo mis intenciones. Abrió sus valvas amenazadoramente. Confieso que casi logra disuadirme.
Pensé en María Cecilia, en  el valiente Sandokán, en mis amigos. ¡Mi suerte estaba echada!
Di las últimas brazadas, el monstruo extendió sus tentáculos y abrió aún más su enorme boca. Yo tomé el largo cuchillo y arremetí con todas mis fuerzas, no quería lastimarlo,. El choque desprendió un chisporroteo debajo del agua. Los peces se alejaron, las algas cerraron sus flores. El cuchillo quedó trabado entre sus abiertas fauces. El aire comenzaba a faltarme.
Alcancé a divisar la enorme perla negra en el fondo de sus carnes.
No tuve fuerza para el intento final, dejé la cuchilla allí encajada, emergí rápidamente, trepé por un cabo de popa.
¡Menos mal!, el Tigre de la Malasia y sus valientes tigrecitos, se despedían hasta el próximo episodio.
Me descolgué por el mismo cable de la lámpara y caí, exhausto en la cama de mis padres, consiente de mi fracaso.
No pude volver a mirar a los ajos azules de María Cecilia, frente a mis compañeros seguí siendo uno de los del montón.
Desde entonces, mis expectativas de arriar la bandera azul y blanca de mi escuela quedaron tan sepultadas como aquella Perla Negra, en las profundidades del Océano Índico.
Cuando mi madre regresó, ya estaba todo en orden, una aburrida radionovela gemía por el parlante de la radio, mientras una lágrima parecía correr por el ojo mágico.
Estuvo   un tiempo preocupada, buscando el desaparecido, viejo cuchillo carnicero de la abuela.
Yo, por mi parte, no me animé a dar, jamás, explicación alguna.
  Palabra escrita
a Pichi, a Pibín, a Susana, a Sara, a Lydia Beatriz
ellos me iniciaron en  la mágica aventura de leer y escribir,
a la Srta. Directora que, seguramente,   insistiría, en el final de mi cuaderno con un    "muy bien, sigue así y serás felicitado"
Muchacha que se desliza,
magia del trazo elegante    
sobre un pedazo de tiza,
un respiro y adelante
sobre la negra pizarra.
Queda de blanco tu huella,
como volar de cigarra,
como en la noche una estrella.
El saberte es como amarte,
con tu hilacha firme y mansa
teje la obrera con arte,
la frase de su esperanza.
La mano tosca del hombre,
al correr se vuelve niño,
el niño aprende a decirte:
Patria, pan y libertad,
Padre, mañana, lucero,
Madre, trabajo, ternura,
Hermana, rosal, jilguero.
Vida, justicia, hermosura,
Sudor, lucha, compañero.
Muchacha que te deslizas
sobre un pedazo de tiza,
caminitos hecho sueño,
de los andares sin dueño,
cosechera de memoria,
Pueblo que escribe su Historia.
 Gomita
a su arte humilde                                                                                         a mis compañeros de escuela primaria
A Alberto Gómez, lo llamábamos “Gomita”, vivía a cuatro cuadras de mi casa y fuimos compañeros, de primero inferior a sexto grado, en aquella escuela nro. 6, pública, laica y gratuita. Le pusimos aquel apodo combinando,  con es saña que denominábamos “picardía” y que servía para resaltar más una limitación que una virtud. Porque “Gomita” era un antojadizo diminutivo, derivación   de su apellido, que lo estigmatizaba por su baja estatura, ya que ocupaba  el primer lugar de la fila Seguramente que si hubiese sido el más alto del grado no lo hubiésemos apodado “Gomota”, por dos motivos, el primero porque si al grandote no le caía bien, tenía las herramientas físicas como para desalentar al primer atrevido.  Ser grandote era un atributo positivo socialmente reconocido y reverenciado. Por contraposición, “Gomita”, ha sido uno de los grandes compañeros de mi infancia. Lo recuerdo con especial cariño por muchos motivos valorables, entre ellos, el permitirme ser el segundo o tercero de la fila, evitando así gran parte de los desplantes que él se cargaba.                                                ¡Grande Gomita!, nunca supimos agradecerte el que nos hubiera evitado a cualquiera de nosotros ser el petizo del grado y esto, aunque sólo fuéramos unos pocos centímetros más idiotas.                                                                                            Gomita era un alumno del montón en un curso sin poco ni mucho brillo. Eso sí, tenía una virtud en la que superaba, largamente, al resto de sus estirados condiscípulos, su envidiable capacidad para el dibujo que nunca fue destacada lo suficientemente por las maestras, tal vez por su humilde origen o porque sus padres no participaban activamente en la vjda de la escuela.                                                                                                Porque los padres de “Gomita”, seguramente por esa autolimitación de aquellos que se sienten excluidos, no frecuentaban al grupo de padres que, en parte solidariamente y en parte con algún afán de figurar, colaboraban en las tareas de apoyo a las autoridades escolares.                                                                 En mi caso debo aceptar que fui casi un buen alumno en la primaria, rápido para matemáticas, bueno para la “composición”, aceptable en gramática, regular en conducta y bueno en aseo, pero el dibujo fue siempre mi mayor frustración. Mis ilustraciones, eran realmente un verdadero desastre.  Aún hoy puedo constatarlo en la colección de mis cuadernos, de primero inferior a sexto grado, que conservo gracias a la dedicación de mi madre.                                                   Gomita no solía destacarse –ni bien ni mal- en ninguna de las materias “duras”. Pasaba desapercibido, durante todo el año, salvo para los más cercanos en orden de estatura, porque así nos ubicábamos en los bancos.                                               Los de su cercanía  reconocíamos la magia de su trazo certero en el dibujo, de su manejo  armónico de los colores, un raro talento  que le hubieran permitido lucir sus cuadernos, cosa que su timidez le negaba .¡Cuántos,  habremos recurrido a su arte y generosidad para salir del apura frente a un dibujo requerido! Para el resto de los compañeros era casi ignorado y desestimado.                                                                                           Esta era sólo una de las muchas pequeñeces que salpicaban a  la igualdad propuesta por el guardapolvo blanco común y se colaban, con crueldad, en nuestros infantiles corazones. No todos éramos iguales, sólo éramos un poco más iguales.                             Durante todo una año de bajo perfil, Gomita alcanzaba su real notoriedad y reconocimiento con la llegada del fin de curso.           Entonces todos olvidaban que era el primero de la fila, que sus padres no participaban en la cooperadora y que su guardapolvo no era tableado sino liso y tantas otras estupideces discriminatorias.  Desempolvando nuestro el espíritu solidario nos agolpábamos frente a su pupitre para pedirle que nos ilustrara, al estilo pergamino, la hoja del cuaderno que nos serviría para recolectar las firmas de salutación y buenos augurios que, cada final de año, se repetían, sistemáticamente. Gomita, generosamente, no paraba hasta que el último pedido no hubiera sido satisfecho.                                                                   Luego venían las vacaciones, el olvido, el anonimato, el próximo grado, la subestimación. Todo esto, hasta que el nuevo fin de curso requería de su arte.  Así fue durante largos siete años.                                                                                                              En una oportunidad se enfermó y me honró con el pedido de  que  le acercara los deberes durante su convalecencia . Allí conocía a sus padres, la mamá era una señora menuda, de pelo recogido, calzaba  gruesos anteojos ,zurcía  y bordaba “para afuera” reforzando el magro presupuesto familiar; el padre, pintor, retacón de rasgos fuertes, muy callado. La humilde vivienda me pareció gris y triste. Todo cambió, cuando se  encendieron las luces.             Mágicamente aparecieron cortinas y manteles bordados y cuadros, bellísimos cuadros desparramados por doquier. Paisajes, personajes, rostros, animales, naturalezas. Me sentí conmovido por esa alegría interior que guardaba la casa. Totalmente sorprendido, indagué sobre el autor. “Es mi viejo” me respondió mi amigo, con timidez. “Él es letrista, pinta carteles, pero cuando tiene tiempo y guita, e dedica a estos cuadros”, continuó, como disculpándose.                                                                                                De vuelta a casa, les conté a mis padres sobre las maravillas que había descubierto, en la casa de mi compañero.                 Recuerdo que mi madre me respondió: “Él no prejuzgar te ayudará, siempre, a disfrutar de estas gratas sorpresas”.
Terminamos el ciclo primario a mediados de los años cincuenta. La última semana de noviembre fue, también, la última semana de gloria escolar para “Gomita”, dibujó, con placer y gracia, los últimos pergaminos solicitados por sus compañeros de clase.                                                                                       La vida nos separó, nunca supe más de él. Imagino que será pintor, cómo el padre. Si así fuera, le deseo que haya podido romper el cerco gris del ostracismo y sorprender y deleitar con su talento innato de pintor.
 Capítulo V
 Amando
   Carta de amor.
de mi diario personal
 Amada Candela:
¿Cómo podrían estos insignificantes arabescos expresar, aunque más no fuera, superficialmente, el cúmulo de sentimientos que hoy me abaten?
El tiempo ha pasado, inconmensurable, desde tu partida. Si bien intuyo la crueldad de un exilio que los obligara a dejar Colombia,
mi corazón no puede aceptar que tu retorno se transforme en mi propio exilio, de  soledad y de la distancia que me aleja de tu presencia, la  más bella geografía a la que, con candidez adolescente me entregué, deseé y amé en el furtivo despertar de un primer beso.
El tren partió, implacable, sentí las lágrimas de tu rostro amado, asomando por la ventanilla. Padecí la crueldad de la curva donde se perdía tu mano agitando el blanco pañuelo.
También yo lloré. Lloré desconsoladamente sobre el viejo andén de la Estación retiro del Ferrocarril San Martín.
Allí quedé, como petrificado, sin intentar otra señal que la de mi pesadumbre.
Los padres de Celia se apiadaron de mí y me ofrecieron traerme de vuelta a Tigre. Pero ya no hay regreso, para mí. Las veredas, las calles, los árboles, los pastos, hasta nuestro Río, adquirieron un brillo especial desde que te conocí. Hoy todo aquí es gris, dolor, monotonía, ausencia.
El sonido de los toletes, acariciados por los cueros de los remos, hoy suenan a tristeza, han dejado de ser aquella dulce melodía que acunaba mis oídos, cuando remaba, a tu encuentro.
Candela de mi vida, tu luz ya no ilumina mi paisaje. Marcho ciego y sin rumbo hacia un tétrico horizonte de penares.
Mi lira que tantas veces te cantó, hoy calla aturdida. Déjame que te exprese mi dolor en los sentidos versos del poeta mexicano, Manuel Acuña, aquel que a sus jóvenes veinticuatro años, coronada por mil lauros su poesía, decidiera poner fin a su vida, con el disparo que volara sus sueños y el dolor del amor no correspondido.
 "Niños y soñadores,
cuando de dejar acabábamos la cuna,
cuando la aurora del primer cariño
no despuntaba a descorrer el velo
que la inocencia virginal del niño
extiende entre sus párpados y el cielo.
Cuando las almas al dolor ajenas,
Se deslizaban dulces y serenas,
Cómo el ala del cisne en la laguna.
Temprano las abrimos,
Temprano nos trajeron
Al término del viaje."
  Dulce amada, quisiera mostrarme más optimista pero sé que el tren, primero, y luego el barco, irán acrecentando la distancia, ahondando la herida de mi pobre corazón acongojado.
Te amo, te extraño, te recuerdo.
  Rulo.
 Han pasado, ya, sesenta años
  Aquellos dieciocho
                     a NB
 Como no recordarte
volviendo a la frescura
de aquellos dieciocho.
La brisa, primavera jugándote
en los labios,
en la tierna mirada
de tus ojos rasgados,
en toda vos, un sueño
cercano y tan distante,
creciendo en letanías.
Caminito de piedra
de los álamos viejos,
tenue puente colgante
coloreado de amor.
La cortada de tierra
oliendo a madreselva,
más allá de la esquina
del último beso.
Atardecer de grillos,
las manos de la mano,
asomaba tu casa,
trepando ligustrinas,
para vernos llegar.
Aquel irse despacio,
rebelde de dejarnos,
tal vez fuera el presagio
que obscureció temprano,
tras la vetusta ochava,
chaleco de almacén.
  Capítulo IV
 Crecer de golpe
  Alumbramiento
            a Albertito
 Casi hasta tuvo suerte
cuando llegó,
las moscas y las diarreas
se las habían picado
llevándose de la mano,
como todos los veranos,
una larga caravana de pancitas hinchadas.
La invernal pulmonía
no había comenzado aún
su trabajo febril
y sin concesiones,
colándose por el machimbre
o la chapa picada.
Digo casi,
porque si hubiera sido
por la mala pasada
que le jugaron aquellas
sifilíticas espiroquetas
que la miseria regaló
a su Vieja.
O por la borrachera
crónica,
en la que el Viejo
quemaba la vida
como un pucho,
entre changa y changa,
tal vez hubiese visto,
sorprendido,
aquella tarde soleada
de un marzo villero.
Casi hasta tuvo suerte
cuando llego,
pero nació,
entre otras cosas, ciego.
  Canciones infantiles para no olvidar.
 Aserrín, aserrán,
los maderos de San Juan,
piden pan, no le dan,
piden queso, le dan hueso
y le cortan el pescuezo.
...
Frente a un plato de trigo,
vacío,
claman tres tristes pobres,
tres tristes pobres claman
frente a un plato de trigo,
vacío.
...
Nadie nos escucha,
¡qué dolor mi niño!,
el hambre ya es mucha,
pan de tu cariño,
me guía en la  lucha.
 Frente a un plato de trigo,
vacío,
claman tres tristes pobres,
tres tristes pobres claman
frente a un plato de trigo,
vacío.
Pablito robó un clavito,
clavito robó Pablito,
una mañana,
Pablito robó un clavito
Por un clavito Pablito,
está en cana.
...
Mientras muy ufana
Una  señorita muy aseñorada,
puesta a funcionaria,
muy desenfadada
la plata se afana,
junto a mi esperanza
mi sueldo no alcanza.
Una señorita, muy aseñorada,
burla la justicia,
pasa por el agua
no se moja nada.
...
Pablito robó un clavito,
clavito robó Pablito,
una mañana,
Pablito robó un clavito
Por un clavito Pablito,
está en cana.
...
Aserrín, aserrán,
los maderos de San Juan,
piden pan, no le dan,
piden queso le dan  hueso
y le cortan el pescuezo.
Aserrín, aserrán,
los maderos de San Juan
por justicia volverán.
 Leonor
Había venido a este mundo allá por el Centenario, en un rancherío situado sobre la costa de un riacho afluente del Paraná, en el Partido de Zárate. Su madre murió, luego, en el hospital a causa de una infección posparto. De padre desconocido, nació, prácticamente huérfana. Se la apropió una vieja quien la bautizó “Leonor”, sin pila bautismal ni sacerdote, sólo algún baño, tal vez, en las aguas barrosas que la vieron llegar. No tuvo identidad hasta la llegada de Perón, de todas formas, nunca dijo su apellido inventado. Creció sin muñecas, sin niñez, sin escuela; alguien la estafó y no pagó por esto. A cambio de un húmedo colchón tirado en un rincón, de palos sobre el lomo, pan duro y agua, lavó y planchó ropa ajena desde los ocho años.
A los diez, la madama de un prostíbulo de la zona portuaria la vino a buscar, le tiró diez pesos a su tutora y  se la llevó a trabajar como esclava, a lavar sábanas, a quitar las manchas  de los placeres de niños bien y las humillaciones de las mujeres explotadas.
No había llegado a los trece cuando la madama se la entregó, como obsequio , y por una noches, a un viejo  caudillo conservador, reconocido putañero,  afecto a la carne joven.
Joven y atractiva, prisionera de una realidad que la superaba, su alma se fue cargando de amargos sinsabores.
Pasaron muchos años, era todavía, una linda mujer cuando lo conoció a Héctor, Héctor de Mario, patrón de a bordo de un arenero, frecuentador de los piringundines portuarios.
Estaba solo el hombre, peleado a muerte con su anterior mujer, le gustó “la morocha”, le ofreció irse con él, al Tigre, ella aceptó agradecida. Por unos pocos pesos, el tipo arregló con la madama y se la llevó, nomás.
Tendría hembra y quién le lavara la ropa cuando atracaba en el Canal San Fernando.
Por buena persona, por solidaria, Leonor supo ganarse el aprecio de aquel barrio humilde y solidario.
Dijo llamarse Leonor de Mario, la mujer de Héctor, nadie preguntó más. Trabajaba duro, lavaba y planchaba como ninguna, además limpiaba casas. El alquiler, naturalmente, lo pagaba ella, bastante había hecho el Héctor sacándola del burdel.
Nunca habló de su pasado, fue fiel y servicial con su marido en los pocos días por mes que permanecía con ella, entre viaje y viaje.
Le dolía enfrentar las ausencias de su hombre. Sabía que preparar el bolso con ropa limpia era su  señal de partida. Se ponía un traje cruzado, corbata, chambergo, zapatos abotinados bien lustrados y, en invierno un poncho sobre sus hombros. Se perdía en la esquina de la costa, fumando un Fontanares, tomaba  el colectivo 60 y desparecía hasta quién sabe cuándo.
De pibe recibí todo su afecto y apoyo. Ya en edad de poder retribuirle, la militancia y el exilio me lo impidieron.
La maldición de la dictadura  golpeó con dureza, el tipo la había abandonado sin decirle nada, simplemente no volvió, ella sufrió el impacto.
Empezó a andar de mal peor. Sufrió un accidente, se quebró una cadera, no pudo trabajar más. Los vecinos la ayudaron como pudieron, eran tiempos difíciles, y  ella tenía su orgullo y se negaba a aceptar una mano.
La desalojaron por falta de pago. Tuvo la posibilidad de alojarse en la “Casa de los pobres”, un asilo de caridad, a la vuelta, nomás, de nuestra cuadra.
Mi madre fue su última amiga. En cada una de mis cartas desde el exilio enviaba, en un sobre aparte palabras de aliento y agradecimiento para ella. Nunca reconoció ser analfabeta, decía no poder leer porque la vista no le daba. Mi madre le leía mis cartas, tal vez la hayan ayudado.
Se la notaba más y más deprimida, para peor, a mis viejos también los desalojaron, se mudaron un poco más lejos y mi madre no podía verla con tanta frecuencia.
Recibí la carta presagiada, Leonor se había suicidado arrojándose a las aguas del Río Luján, aguas aleonadas cómo las de sus orígenes. Después de una creciente, su cuerpo apareció boyando por San Fernando. Allí la enterraron de oficio, lejos de su barrio. Dios y el cura faltaron otra vez a la cita. Bendecían las armas genocidas mientras mis lágrimas rodaban sobre el frío hielo de Estocolmo.
 Capítulo VI
 Sueños rebeldes en tiempos de plomo
  Jirones
 A Oscar, al Colo, a Elsa, al Guille,
a Cristina, al Negro, a Norberto, a Hernán,
a todos los que dieron su vida
por una Patria mejor.
 Cuando caiga la luna
opresora,
bajo el Pueblo horizonte
igualitario.
Cuando renazcan soles
de todas las edades,
en una cara niña,
curtida o laburante.
Cuando el Pan y la Rosa,
y un Vino enamorado,
compartan cada mesa,
cada día.
Cuando la muerte muera
vencida por la vida,
habrá Paz en tu tumba
que no debió ser.
 Canto de amor descamisado.
   a la Juventud  Peronista,
  a la Resistencia.
 Dejame contemplarte
muchacha,
en tus ojos de asombro
en los míos.
Dejame refrescarme
en tus labios,
manantiales de miel
de rocío.
Dejame que repose
en tu pecho,
en el trigo carnal,
campesino.
Dejame un arrullo
en tu canto,
en su magia
volver a ser niño.
Dejame la caricia
en tu mano,
hacedora de pan
compartido.
Dejame  tu ternura,
me marcho,
la jornada es dura,
me espera.
Dejame contemplarte
muchacha,
dejame demorar
la partida.
  Allá, por los 70`
Corrían tiempos difíciles, allá, por los principios del 70´, la resistencia popular a la dictadura se iba consolidando y los milicos no le encontraban la vuelta para frenarla. Estaban como enloquecidos, pegaban sin ton ni son, al bulto, y el Pueblo Peronista respondía con más organización y una mayor combatividad en la que las organizaciones político-militares tenían una marcada preponderancia.
De la improvisación de los primeros operativos y en la medida que los represores ajustaban sus mecanismos, la insurgencia hubo de avanzar en la planificación más acabada para garantizar no solo el éxito sino también la seguridad de los compañeros intervinientes y sus organizaciones.
Una distracción, un choque había privado a la columna norte de uno de sus vehículos de mayor versatilidad y eficiencia, era un Peugeot 605 con lucarna desplazable que permitía, en situaciones de retirada, que un compañero la abriera y se asomara por ella para contener, a fuerza de balazos, a los perseguidores.
Si a esto sumamos su pique, velocidad, ductilidad, no será necesario ser un entendido para reconocer la importancia que se le atribuía a aquella pérdida involuntaria.
Teníamos que poner a pleno nuestra capacidad operativa, por lo que la necesidad de reemplazar al Peugeot era imperativa.
Se armó el grupo operativo y se designó al responsable. Comenzamos la búsqueda, no nos fue difícil localizarlo, recibimos el dato de que un vehículo con esas características, totalmente impecable, perteneciente a una multinacional radicada en Escobar.  La información, facilitada por un compañero de base, detallaba que aquel, conducido por un chofer contratado, efectuaba un viaje de rutina diario, de lunes a viernes. Partía de la planta, pasaba por el domicilio de tres ejecutivos de la empresa a los que transportaba al lugar de trabajo para, por la tarde hacer el camino inverso.
Nos interesó y decidimos hacer el chequeo del recorrido y de las circunstancias vinculadas. Con total regularidad, el vehículo salía de la fábrica a las 06:30 hs., andaba un corto trecho por la autopista, tomaba la colectora oeste a la altura de Maschwitz, avanzaba por una lateral de tierra, tomaba a sus dos primeros pasajeros un kilómetro adentro, luego, por un camino de ripio, en dirección al sur, llegaba a una elegante mansión en la que esperaba el otro ejecutivo. De allí emprendían el regreso, recorriendo casi dos kilómetros por un camino vecinal poco transitado. Este nos pareció el trecho ideal para el aprete, se eligió el punto de intersección en una curva pronunciada, en un bosquecito totalmente descampado.
De la planificación fueron surgiendo las necesidades logísticas, todo se iba armando como en un gran rompecabezas. La posta sanitaria, los vehículos operativos, los fierros, la documentación, la caracterización (maquillaje), la evaluación de imprevistos y las maneras de resolverlos. Nada quedaba librado al azar, teniendo en cuenta que en cada operación estaba en serio riesgo la vida de los compañeros y mucho más.
Lo ejecutaríamos un lunes ya que contábamos con que estarían más relajados. Participarían dos vehículos, uno de contención y el otro, el operativo. Me tocó intervenir desde este último junto al “Tordo”, al “Pollo” y al “Gordo Mario”; éste último y yo portaríamos, aparte del nuestra arma personal, una metralleta Uzzi, cada uno.
El planteo era sencillo, montándonos en el caos existente, estableceríamos una “pinza”, mecanismo de control de vehículos y pasajeros que los milicos realizaban muy a menudo.
Cruzaríamos el auto casi entrando en la curva y los esperaríamos con una baliza azul sobre el techo para evitar mayores sospechas, el coche de contención quedaría oculto entre unos arbustos.
La planificación era un juego de niños frente a la ejecución del operativo. En esta última llegaba la hora de la verdad y no podíamos fallar. Es difícil, en los tiempos actuales, comprender el desajuste y zozobra que un error de cálculo o de ejecución podía generar en el conjunto de la organización.
No era fácil salir con esa carga, dejar parejas, hijos, sin saber qué carajos podía pasar. En la calle, con el fierro en la cintura y hasta encontrarnos con los compañeros, éramos, cada cual, uno solo frente a un aparato represor, cruel y al acecho.
Vivíamos en permanente tensión aunque esto no nos impedía disfrutar delos gratos momentos en los que el amor o la amistad iluminaban nuestros rostros, alegraban los corazones retemplando el espíritu.
Pero nadie se achicaba, primaban los ideales y el compromiso por una Patria mejor y un Pueblo feliz y dueño de su destino.
En el punto de encuentro nos esperaba el responsable, quien efectuaría un disimulado control sobre combatientes, vehículos y logística. Con todo en orden, solo era cuestión de encaminarse hacia el objetivo de acuerdo a lo previsto.
Conduciría el “Pollo “un tipo simpático y entrador con el que aún solemos vernos, amaba al futbol más que a su santa viejita sin embargo, la militancia lo llevó a colgar los botines.
En el asiento delantero, lo acompañaría el Tordo un médico del Barrio Norte con un aspecto de garqueta que se caía pero totalmente jugado, en aquellos tiempos. Peinado a la cachetada, podía pasar por un cafiolo o un oficial de calle. El sería el encargado de la presentación y el chamuyo cuando el coche se detuviera. Esto era fundamental, necesitábamos ganarnos sus confianzas, que nos consideraran “de ellos” más aún, que los estábamos protegiendo y la pinta del Tordo era la ideal..
En el asiento de atrás, el Gordo Mario y yo, con sendas metralletas que aumentaban nuestra capacidad de fuego e imponían un particular respeto.
Cuando el objetivo se aproximara haríamos funcionar la baliza adherida al techo, el Gordo Mario se atravesaría en el camino mostrando sus dos poderosos disuasivos, la metra y su abultada panza,  el Tordo, desde l orilla opuesta, se acercaría, con una credencial policial en `la mano, haría la venia, se presentaría y les explicaría, de la forma más convincente, que esto era solo un control de rutina en el marco de un operativo mayor para evitar que un grupo de subversivos que merodeaban la zona, pudieran evadirse. Les pedía que supieran disculpar la molestia pero esto era para el bien y la seguridad de la gente decente.
Medianamente convencidos, comenzó un interrogatorio de rutina en que les preguntaba quiénes eran, qué hacían, de dónde venían. Los tipos se deshacían por contestar, no sin un dejo de desprecio. Yo me había apostado un poco atrás para evitar cualquier intento de huida.
Siguió preguntando tratando de lograr una mayor distensión, les pidió los documentos del coche y los personales, entregándoselos al responsable para un supuesto control de antecedentes. Le pidió al chofer que dejara puestas las llaves y que todos bajaran, que iban a ser palpados de armas y luego revisado el vehículo. Nuevamente se disculpó y dijo, como resignado, que debíamos cumplir con los protocolos y achacó a los extremistas la causa de estas molestias.
Los tipos comenzaron a inquietarse, salir del auto, en aquel descampado, aumentó su inseguridad, de todas formas no tuvieron más remedio. Apoyados contra el auto se miraban entre sí, el Gordo Mario entraba en acción. Si los apretados pudieron suponer que aquel, por ser rubio y de ojos azules podría tener un trato más condescendiente o ser un aliado potencial, le erraron por la mierda. Sin decir agua va o agua viene,  el Gordo le incrustó el caño de la metra en  la espalda al jerárquico se oyó un chasquido metálico como si los disparos fueran inminentes y con voz cortante les dijo: “este es un operativo montonero, el vehículo está incautado, nada les va a pasar mientras se vayan caminando, de uno en uno, por el mismo camino por el que llegaron, no levanten la cabeza, no se den vuelta, métanse en la casa y no se les ocurra hacer la denuncia hasta pasada una hora; tenemos sus documentos, no lo olviden”, turros explotadores.
El convencimiento actuó de maravillas, caminaban tan rápido que levantaban polvareda. Tan al pié de la letra siguieron las instrucciones que no tuvimos ningún tiempo de inconvenientes en el regreso
Un último control antes de desconcentrarnos, volvíamos eufóricos con la satisfacción del deber cumplido.
¡Habíamos recuperado el vehículo necesario para la lucha por la Patria, por Perón y por su Pueblo!
Luego, cada uno por su lado, a cruzar la ciudad en soledad, con el fierro calzado en la cintura sabiéndonos en desventaja frente a la trama represiva, cruel y poderosa, que debíamos atravesar y que se cobraría, con la vida, el más mínimo error.
 La galleta mordida
         un cuento corto y un “38” largo
     A Cristina Ruiz, al “Negro” Sicardi
           a los sueños compartidos
 Le llevó un tiempo el ubicarlo, se mudó a una pensión cercana
y esperó el momento oportuno.
Era un día soleado, esos días que uno asocia con la vida.
Desempolvó el “38” largo paterno, en la franela bordada, que lo cubría, se leía: “Una flor y mil sueños”.
Supo que, su padre, un viejo luchador, estaría de acuerdo.
Tomó la única bala, sobre el plomo ennegrecido talló con precisión de orfebre. Las delgadas virutas, con su brillo gris,
fueron  descubriendo, letra a letra, latido a latido,
aquel querido nombre: “Cristina”.,
Acarició el proyectil, hizo girar el tambor hasta siete veces,
como en un juego. Caviló sobre esa suerte de ruleta que es el destino.
Él tantos años en cana, ella vejada por la tortura, asesinada sólo por el delito de soñar, de luchar por un mundo mejor.
Finalmente cargó la bala, con delicadeza, en el agujero elegido.
Tomó dos o tres mates, prolongó la pitada final, pausada, profunda.
No aplastò el pucho, lo apoyó sobre el borde del cenicero,
Sin rozar las caras gastadas de Perón y Evita.
Se calzó el revólver en la cintura, le pegó un mordisco a la galleta, dura como su niñez, apagó la luz del cuarto.
Ya en el patio de la pensión, apoyó sus cuatro dedos
por encima de la puerta de la pequeña jaula.
El jilguero dudó, al principio, luego se acercó al umbral,
flexionó sus flacas patitas  y se lanzó a la aventura
de ser libre otra vez.
“El gallego me comprenderá,” se dijo, mientras cortaba un jazmín del macetero rojo, había sido la flor preferida de su viejo.
“Sólo por esta vez”, murmuró, mientras se lo ponía en el ojal izquierdo, el del cuore, pensó mientras salía.
La pesada puerta de madera labrada, orgullo de otras épocas, quedó entreabierta, como despidiéndolo.
Caminó calle abajo, silbando la marchita.
Legó antes hasta aquel lugar, con el tiempo preciso, esperó con la paciencia de los justos, lo vio salir como desde un infierno.
Con calma, apuntó a matar, la primera falange de su dedo índice, traccionó el gatillo, lentamente, como dejándose sorprender por el disparo.
Mantenía el pulso firme como en los buenos tiempos.
Contuvo la respiración, durante el breve recorrido del gatillo.
Un montón de sentimientos encontrados se cruzaban.
Nunca creyó que hubiera querido matar así, en frío.
Sonó el disparo, la gorra y los sesos del represor
volaron en mil pedazos por el aire.
Después, los gorilas de la custodia lo acribillaron.
Alcanzó a murmurar “la Flaca vive”
Los canas de la morguera le taparon el rostro con un trapo.
Los cagones le tenían miedo, aun viéndolo muerto,
aquella mirada desafiante y esa sonrisa socarrona a flor de labios como diciendo: “hijos de puta,  no nos han vencido”.
  Capítulo VII  
 Exilios
  Lluvia.
a mi vieja casa, de la que me desalojaron.
 Amanecer
de inquietos hormigueros,
con patadas de perros hasta el cielo.
Pesados cosquilleos
de moscas reincidentes,
esquivado frustrados
asesinos manotazos.
Atronando,
matinales nubarrones
iluminan,
persignantes relámpagos
de espejos cubiertos,
aroma inmemorial
de tierra mojada.
Chaparrón,
mediodía burbujeando pucheros,
con corridas de camas,
un canto de goteras
revive melodías,
rebalsando tarritos
sobre la blanca alfombra
de noticias caídas.
Albañiles, mojadas
alpargatas,
se acercan al brasero,
en la tarde de tortas fritas
y medio jornal,
mientras gime la radio
novelones y descargas
eléctricas, en la oreja
paterna impaciente,
de paredes estrechas.
Sopa caliente, algo más,
ha llegado la noche,
que invita,
con un té con bombilla
y un beso,
al soñar infantil
de paredes y manchas de humedad,
o aquella cama amante,
de lluvia y cuerpos entrelazados.
  Muchacha
         a aquella muchachita de Estocolmo.
 Te he visto en el sendero
muchacha, primavera,
renaciendo verdes desesperanzados,
el humo y una nube te llevaban,
sin rumbo, Mari u  Ana.
Doblaste una esquina, sedienta
de veranos, sin soles,
embriagada hasta tu última
ilusión, que no vino.
Deshojándote, amargo
te despidió el otoño, vencida,
con la sonrisa hipodérmica, feroz,
de un baño en Sergel Torget.
Arrastrando inviernos, sola,
esperaste tu último amigo,
subterráneo que no te falló
en su abrazo de ruedas
y carnes laceradas.
 Oda molusca al Rio de la Plata
                A  Raúl Cancela
 Caracol milenario ,
el del viaje orogénico
que elevo tu estatura
desde lo profundo
marino de Neptuno,
a las glaciares cumbres
Caracol, extranjero
del nácar desgastado,
heridas de los tiempos
implacables,
adolorida huella,
de cruel exilio.
Caracol invencible,
que aún conservas
el sonido del mar,
-Patria arrancada-
en tus entrañas..
Caracol compañero,
me invade lo tenaz
en tu ostracismo.,
me resisto con vos
al infortunio.
Silbo apagado
un tango,
allá, a lo lejos.
   CapítuloVIII
  Querer volver
  ¡Presente señorita!
 A Sara Buscaglia, mi maestra de tercer grado
 El sol de aquella tarde otoñal, se multiplicaba en mil espejuelos dorados en las hojas pequeñas, dispuestas a soltar amarras desde lo alto del viejo paraíso de la calle Emilio Mitre, a escasos cincuenta metros del Río Luján.
Bajo esa sombra, que jugueteaba con mi infancia, estacioné el auto, lentamente. Mis dos hijos mayores, Alejo y Luz del Valle, me acompañaban, en aquel retorno al viejo barrio.
Alguien me había robado pedazos enormes de mi pasado. Algunas casas, árboles añejos, grietas en el macadán que no cicatrizaban, y poco más.
El Río convocaba, llegábamos casi a la esquina de Paseo Victoria, fue entonces cuando la ví, asomada a la ventana del viejo chalet, entre el oro de unos fresnos amigos estaba usted, Señorita Sara.
Tomé a cada uno de mis hijos de la mano, cerré los ojos, me puse el guardapolvo blanco tableado a fuerza de amor y plancha, por las manos mágicas de mi madre, me calcé la cartera de cuero, en bandolera, respiré hondo y crucé.
Nos paramos bajo su ventana.  Apreté, con fuerza, las manos de mis hijos.
Balbuceante, haciendo mi apuesta a los recuerdos, le pregunté: " ¿A que no sabe quién soy, señorita Sara?"
Usted, desde su ventana, me miró, observó a mis dos hijos y volvió la vista hacia mí.
Una sonrisa iluminó su rostro cuando me dijo: "¿Cómo no voy a reconocerte, Rulo, si te paras cómo cuando eras un niño?
Un torrente de cariño y agradecimiento corrió por mis mejillas. Me recompuse como pude
"¿Cómo está Señorita Sara?". "La encuentro tan linda como cuando era mi maestra de tercer grado allí, en la escuela número 6"
Ella sonrió.
Le presenté a mis hijos, le conté de mis viajes, mis sueños y del éxito en mis estudios que me había permitido graduarme como universitario
"Se lo debo a usted y a aquellos maestros de mi escuela primaria". "¿Recuerda, la señorita "Pichi", la señorita Susana, "Pibín", el maestro, la señorita Lydia Beatriz?"
"¡Cuánto han sembrado en mí!"
Comencé a lagrimear nuevamente. ¡Eso que en la escuela nunca lloraba!
La miré, me miró, sonrió. La noté un poco fatigada.
Sentí aquella su mirada, la del aula de los bancos y pupitres de madera, con un blanco tintero de porcelana, encajado en el centro.
Suavemente me dijo: "Siempre fuiste un chico bueno y un alumno inteligente. Sabía, Rulo, que ibas a llegar".
Percibí un doble sentido y una doble satisfacción en sus palabras. Sabía que yo iba a llegar, en la vida, pero también que iba a llegar hasta allí, hasta su ventana de la calle Emilio Mitre a despedirme.
No pude responder, un nudo atenazaba mi garganta, a manera de saludo levanté mi mano, como cuando ella pasaba lista y yo respondía, a mi nombre: “¡Presente señorita!".
Nos saludamos, me fui, lentamente, caminando con mis hijos, hacia la costa.
Volví, en soledad, un invierno. Una fría llovizna y el viento Sudeste, pegaban en mi rostro. El paraíso y los fresnos mostraban ya, la desnudez de sus ramas. El Río amenazaba, como tantas veces, a salir de madre. Las ventanas de su casa estaban, extrañamente, cerradas.
Pregunté por usted en el negocio de la esquina.
Me dijeron que ya no estaba.
¡Quise correr hasta mi vieja casa de Emilio Mitre 78, ponerme nuevamente el guardapolvo blanco!
¡Pedirle a mi madre la rosa más bella del jardín de mi inocencia, para entregársela, envuelta en un trocito de papel de estraza, para adornar la magia de su escritorio!
¡No pude!
¡Mis padres y el jardín de mi vieja casa fueron desalojados, ya no me pertenecen!
Fui, entonces, a la costa del Río Luján, a ese muelle que la acogería, camalotito isleño, recién recibida de maestra.
Las aguas embravecidas llevaban hacia el estuario un jacinto azul que se erguía sobre las olas.
Nuevamente la reconocí, señorita Sara!
¡Era usted desde el medio del Río que me prodigaba, entre lágrimas y gotas de lluvia, el sabor agridulce de la última despedida!
 Los espejos
   A quienes en sus ojos
                me vi reflejado.
 Hasta aquella noche, me habían disgustado los espejos a pesar de haber sido compañeros de toda mi vida o tal vez, por esa misma razón.
Volvían a  mi memoria, aquellas dos frías  superficies plateadas que, gratuitamente, me habían agraviado desde mi más temprana edad. Se destacaban del resto del humilde mobiliario de la habitación de mis padres (y mía), en aquella vieja casa  del Tigre.
La del espejo rectangular de la puerta central del ropero ha logrado, a pesar de los avatares, sobrevivir a personas y objetos diversos y aun a su propio mueble.
La otra, aquella odiosa luneta oval de la cómoda. Entre las dos, se autoreflejaban hasta el infinito, atrapando y deformando todo lo que se les cruzara.
Con el espejo del ropero me debo haber topado aún antes de tener uso de razón, pequeño e indefenso.
Entre imaginación y recuerdo, reviven señales de aquel estúpido bebé que, desde las entrañas plateadas, me pegaba en la mano con un sonajero igual al mío, o en respuesta a mis besos aplastaba mi nariz y ante mi gesto amable, respondía con un feroz cachetazo que provocaba mi desconsolado llanto.
Pero todo aquello no fue nada comparado al vejamen posterior de tener, ante la insistencia de mis mayores, que identificarme con aquel perverso que no sólo creció en sus adentros, sino que, marcó mi personalidad como un virtual y no querido auto- censor.
Fue el maldito obstáculo que demoró mi derecho a ser por mí mismo. Menos mal que por razones ajenas a mi voluntad, pude evadirme.
La luneta ovalada era más perversa, sabía pegar donde más me dolía. Atrapaba a mi madre durante horas y horas. Sentada frente a ella, me arrebataba cruelmente su cariño, cada tarde. Ella perdía la noción del tiempo en su banqueta forrada de género, cuando cepillaba su larga y ondulada cabellera, luego, tomaba el lápiz labial, pintaba, con un mohín, sus labios rojos y dibujaba sobre sus pómulos dos grandes manchas que luego desparramaba sobre su blanca tez. Esto último, podría resultar hasta gracioso pero no para mí, en aquella situación. Antes de concluir su tarea, se ennegrecía las cejas y doblaba las pestañas hacia arriba.
Para mi mayor humillación ella. Primero consultaba con el espejo. Se miraban, se hacían mohines hasta que una común sonrisa daba la aprobación.
Luego, sólo luego de esto, me tenía en cuenta, me alzaba y me daba un beso que pintarrajeaba mi cachete. Me ponía frente a mi rival, yo me miraba y aunque me provocaba gracia, no estaba dispuesto a sonreír.
En esa suerte de mutuo encantamiento especular que me alejaba de mi madre fue uno de los motivos centrales de permanente rechazo a los espejos que, con el tiempo fue tomando carácter de irreversible.
Realizaban un verdadero trabajo de equipo, el de la cómoda asumía el rol de adulón de mi madre, el del ropero, fue una suerte de inexorable capataz de mi higiene y prestancia personal.
Tomé una real conciencia al inicio de la escuela primaria, concurría al "turno tarde". Cada mediodía, previo al último vistazo de mi madre, pasaba, forzosamente, por el espejo. Eran largos minutos diarios en los que el tiranuelo  me imponía sus reglas.
Que el pelo engominado, que la raya al medio (recta y precisa), que el jopo levantado, que la pequeña corbata bien centrada, que las tablas del blanco guardapolvo almidonado perfectamente plegadas, que las medias tres cuartos tensas, hasta las rodillas,, que el cordón de los zapatos con el moño bien hecho, que la cartera de cuero colgada en bandolera,  de izquierda derecha, como correspondía.
Lo que más me dolía no era precisamente esta rutina, sino, más bien, su inmutabilidad, su cara de poco amigo. Jamás, a pesar de mi esmero, logré un pequeño reconocimiento, una miserable sonrisa de su cara de lata presuntuosa.
Se sabía ganador, yo debía obedecer ante tanta humillación ya que, en la entrada, me esperaba mi madre, impaciente por completar la obra del espejo con su retoque final: inspección de orejas, uñas y rodillas.
¡No era de extrañar que ellos sacaran "aseo muy bueno" en mi boletín!
Me parece mentira la pertinacia de los tozudos espejos. Yo pude zafar, no sin esfuerzo y luego de años, del rígido contralor de mi madre, pero del especular tirano del ropero, jamás.
Durante la época del secundario, el control de mi madre fue disminuyendo en la medida que el tiempo pasaba y yo crecía. Pero el espejo, lejos de amilanarse, no sólo continuó con su sádico rol, sino lo fue incrementando. Ocupaba, con creces, los espacios que mi madre dejaba vacantes. ¡Llegó a convertirse en el amo y señor de mi apariencia!
Yo, resignadamente, lo odiaba y a la vez lo aceptaba.
Los detalles se agregaban  en tanto  que el imbécil de adentro también crecía: que la sombra de un bigote incipiente, que los pelos hirsutos de la barba, que las patillas afeitadas desparejas, que la raya del pantalón arrugado, que la corbata otra vez torcida, que una fina lluvia de caspa sobre el paño azul de mi único saco de estudiante.
Para colmo, vino la época del pavoneo. Necesitaba de él para sentirme seductor. No tuve más remedio, claudiqué frente a él. Lo notó y cual cínico magnánimo dominador, solía despedirme con una falsa sonrisa de aprobación.
Tuve revancha, a los dieciocho comencé a trabajar en una fábrica de calzado en Boedo.
Salía de mi casa a las cuatro y media de la mañana para llegar a horario. Ya en mi propio cuarto y con la complicidad de la oscuridad, evitaba su mirada inquisidora ya que el pequeño espejo del baño me permitía reemplazarlo.
Después vino una etapa más relajada. Tras un corto noviazgo estaba a punto de casarme. ¡Qué época! Ya no necesitaba ni me interesaba presumir.
<nuestra relación se hizo, aún más fría. "Arréglate como puedas" creía yo interpretar en las miradas y le respondía con  un corte de manga.
Esto empate duró hasta el día de mi casamiento. Allí volvió con toda su saña. Me tiranizó como nunca. Mi madre y mi hermana daban los últimos toques a mi ridícula vestimenta alquilada. Una camisa de pechera blanca que remataba en un moño rojo, un traje gris a rayas que me hacía traspirar como si estuviera en el mismo infierno. Para mejor, mi viejo conocido, el maldito tipo del espejo, sentenció: "demasiado holgado para él"… "Va a hacer un verdadero papelón"... "Hay que tomarlo bastante". Ambas mujeres obedecieron apresuradamente. En el apuro, clavaron un doloroso alfiler en mi espalda mientras el muy cretino se burlaba haciéndose el herido.
! Nunca llegué a odiarlo tanto ¡
Me devolvió el puñal de la mirada. Compartimos un sentimiento de rencor irreconciliable y definitivo que hice extensivo al resto de los espejos.
Me fui con la renovada rebeldía primera, para sorpresa de mi madre y hermana le espeté:
"¡Jamás pudiste doblegarme!" "¡Jamás lograrás hacerme a tu imagen y semejanza, mal que te pese!"
Decidido a no volver a verlos, partí hacia la ceremonia religiosa, luego vendría la luna de miel y mi nuevo hogar.
Con los años me separé. Nada es definitivo, como no fue definitiva mi mala relación con los espejos.
Todo cambió cuando la conocí, el espejo del colectivo en el que viajábamos fue nuestro cómplice y partícipe necesario. Viajábamos en los primeros asientos, la miré, me miró, le guiñé un ojo, sonrió. Naturalmente bajé en su misma parada. Nos gustamos y aceptó la cita. Llegamos casi juntos, yo, con un ramo de rosas, ella con su sonrisa seductora, atardecía, en la confitería, los espejos apostaron a nuestro romance. Acertaron, nos amamos, por primera vez, en un hotel de la calle Yerbal.
Fue como redescubrirme descubriéndola a ella. Fue un amor de ojos abiertos, la imagen de la mujer amada y amante regocijaba en mi mirada y virtualmente, duplicaba el placer al verla, abrazada, sobre mí, desde el enorme espejo pendiente sobre el lecho amoroso.
Fue, esta, mi reconciliación total con los espejos.
Pasaron los años, seguimos cumpliendo fielmente con la magia de una rutina amorosa renovada y compartida con aquel espejo del hotel.
Aquel tiempo feliz, también, concluyó. Sentí el deber de reivindicar a mis viejos espejos.
¡Ha pasado toda una vida!
Volví al Tigre de mi niñez, al Tigre de mis padres mozos. Volví a la casa abandonada de la calle Emilio Mitre. Todo ha cambiado, el espejo oval de la cómoda, erosionado por la humedad y las mareas fue a para a las manos de un botellero que se llevó, en su carro.
Sólo la placa cuadrangular, de vidrio platinado, del viejo ropero, ha quedado en pié, solitario, en un rincón obscuro, con su marco de madera apolillada. Con toda la ternura, quité algunas telarañas y el polvo que opacaban su olvidada superficie. Me alejé unos pasos, conmovido.
¡El hombre del espejo estaba aún allí dentro, cómo esperándome!
Quise acercarme. Noté en él el cruel paso del tiempo. Tenía dificultades para caminar.
Bajo el cansado bigote blanco como la nieve, ensayó una sonrisa, aquella que esperé de él toda mi vida.
Nos acercamos, como cuando era pequeño y mi madre coqueteaba con la otra luneta.
Apoyamos, esta vez fraternalmente, las palmas de las manos, unas sobre otras, como dos prisioneros separados por la reja. Las sentí calientes por primera vez, a pesar de la fría superficie del vidrio. Quise prestarle el sonajero, ya no era posible.
Tomé, con ambas manos, la cabeza encanecida. Lo besé en la frente, mirándolo fijamente a los ojos, me devolvió la mirada, una lágrimas se deslizaba por nuestras mejillas.
Nos despedimos para siempre. Le di la espalda y abandoné, con prisa, la habitación, de la casa que pronto sería demolida.
No pude volver la vista hacia él. No quise sorprenderlo contemplando mi partida, preguntando, en vano, por aquel niño que ya no volverá.
 Capítulo IX
 La última voltereta
                      …yéndome…
 La rosa solo tuya
     (Voltereta póstuma)
 Golpeará la amiga Parca, aquí a mi puerta,
de las chapas picadas de esta vida,
anunciando que ya acerca, que se queda,
más allá de los dolores y la ausencia
Mensajera de muerte que me incita,
desandando los vientos y los tiempos,
al instinto final, último intento,
del retorno ancestral  a mis raíces.
Allá iré, sobre mi flaco buen jumento
enancado en el jinete de mi historia,
llevaré solo por saco este pellejo
y por toda propiedad los tristes huesos.
La amistad será solo  un perro viejo
con los nombres queridos, olvidados,
en las caries grabados de su aliento.
Allá iré, hacia los nortes de mis ríos,
hacia el bosque sauzal y en su madero,
labraré tosco ataúd con estas manos
en antiguo ritual del carpintero.
Tomaré por el sendero de los tigres,
el del barro corcel y funebrero,
de los lutos que pueblan las lechuzas,
en el viaje final al cementerio.
Llegaré cuando los soles del poniente,
se arrodillen para honrar las sepulturas,
que albergan lo esencial y la osamenta
misterio del no ser y los recuerdos.
Besaré junto al jazmín  tu manto Padre,
pediré allá a tu diestra un pedacito,
de la tierra que abonas con tu delta.
Cavaré  antiguo el silbo plañidero,
que ensayaba entre dientes desparejos,
con su pala el dolor sepulturero.
Con los ojos ya prestos al descanso,
grabaré con esta piedra en una estaca
el sencillo  epitafio de mi suerte:
“Yace aquí el Ramón de Malavida,
a quién  Dios no le conceda Malamuerte”.
Volveré así a mi pueblo y al xilema,
que acunara mis sueños cuando niño.
De la dicha de amar en la quimera
llevaré solo una rosa, será tuya,
cuando cierre  la caja lentamente,
en un canto de brisas y el lucero.
Con tu nombre en mis labios y aquel beso,
moriré como me gusta, sin lamento,
solo el grito de adiós del fiel jumento.
Arañares de tierras de mi perro,
cubrirán mi ataúd y su excremento.
 FIN
                                                        H��L�t��s��4
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brooklynbridgebirds · 3 years
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White-throated Sparrow Brooklyn Bridge Park Pier 1 Vale Lawn A few White-throated Sparrows are still around & singing! 
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brooklynbridgebirds · 3 years
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White-throated Sparrow Brooklyn Bridge Park Pier 4 uplands
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brooklynbridgebirds · 4 years
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White-throated Sparrow / Gorrión Garganta Blanca Zonotrichia albicollis Brooklyn Bridge Park, Pier 3 Spending time with the White-throated Sparrow—rare during summer—is worth every last mosquito bite! Spanish translation: Pasar tiempo con el Gorrión de Garganta Blanca, poco común en el verano, ¡vale la pena hasta la última picadura de mosquito!
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