¡Vaca, Vacuna!
Martina lloraba desconsolada aferrándose a su muñeca favorita, Fabiola.
—No quiero ir —repetía— no quiero, no me gustan las agujas.
—A nadie le gustan, Martina —respondió su mamá tomándola de la mano —. Sin embargo, es necesario vacunarse para estar saludables. Tener miedo es algo normal, pero el pinchazo, que duele menos que el de un mosquito, no se compara a pasar muchos días enferma en la cama, con fiebre, sin poder jugar o comer lo que te gusta, sintiéndote mal, ¿No crees?
—¡No quiero, no iré! —resopló Martina.
Ante la insistencia de la niña su madre regresó al comedor, dejó a un lado su cartera y se sentó en el sofá, invitándola a sentarse a su lado.
—Está bien, no iremos hoy, pero deja que te cuente una historia.
—¿Una historia? ¿Sobre qué? —preguntó Martina con curiosidad.
—Sobre un niño valiente que fue el primero en recibir una vacuna, ¿Quieres oírla?
Martina dudó unos segundos, pero luego asintió, acomodándose entre su madre y Fabiola en el sofá.
—Hace muchos, muchos años —comenzó a relatar su madre—, en un pueblito de Inglaterra llamado Berkeley, vivía un niño de ocho años cuyo nombre era James Phipps. James era un pequeño inquieto y saludable al que le gustaba jugar a los piratas; blandía con energía la espada de madera que su padre había tallado para él, persiguiendo con ella a las gallinas en quienes imaginaba a sus enemigos. Su madre lo retaba mientras, como tantas otras mujeres del pueblo, recogía los huevos y las legumbres de la huerta que comerían en el almuerzo.
» Así transcurrían normalmente los días en ese pueblo tranquilo y hasta aburrido; pero, lo que nadie en ese entonces sabía ni podía adivinar, era que existía entre sus habitantes una amenaza escondida, al acecho, esperando un descuido de sus víctimas para atacarlos salvajemente —la madre usó su voz más oscura.
—¡Qué terrible! —exclamó Martina, escondiéndose detrás de Fabiola —¿Era un animal salvaje?
—No, peor que eso. Era un microbio, un virus, un ser tan pequeñito que nadie puede ver a simple vista pero que cuando ingresa al cuerpo de las personas los enferma, como te enfermó el año pasado el virus de la gripe común, por ejemplo; solo que la enfermedad que este virus causaba durante esa época y desde tiempos inmemoriales, se cobraba la vida de millones de personas en todo el mundo, sin distinguir edades, géneros ni posición social. Los habitantes del pueblo llegaron a conocerla muy bien y supieron pronto su nombre, se llamaba Viruela.
» Pero, así como el virus de la gripe sólo te enferma levemente, existía una variante del virus de la viruela —un primo, digamos— que no era mortal como el otro, y que enfermaba a las vacas, que a su vez contagiaban algunas veces a los seres humanos que estaban en contacto con ellas, como las lecheras del pueblo.
—¿Qué son las lecheras, mamá?
—Las lecheras son aquellas mujeres que ordeñaban las vaquitas diariamente para que su familia y demás personas pudieran beber leche fresca. Y una de esas mujeres era Sarah Nelmes.
» Sarah era una señora regordeta y amable a la que le gustaba tejer y hornear pasteles de arándanos. Ella tenía una vaca presumida, que usaba sombrero de paja adornada con margaritas y claveles, cuyo nombre era Blossom, que en inglés significa Flor o Florecer. Todos los días la alimentaba con heno, le daba agua fresca, le hablaba y le cantaba mientras la ordeñaba al ritmo de su cencerro. Un día Blossom enfermó de viruela, pero Sarah no lo notó a tiempo y de pronto calló enferma también.
—¡Oh, no! ¡Pobrecitas!
—Pero no te preocupes, que la viruela de la vaca no era una enfermedad tan grave. A Sarah le habían salido ampollas en las manos, tuvo fiebre y se sintió mal durante un par de días; pero como no se trataba de la viruela mortal se recuperaría pronto. La madre de James, el pequeño niño del que te hablé al antes, fue a visitar a Sarah a su casa. Al ser una enfermedad contagiosa, no debía acercarse a ella que estaba haciendo reposo.
—Y entonces, ¿Qué tiene que ver todo esto con la vacuna? —preguntó Martina, perdiendo un poco la paciencia.
—Espera, espera, llegaré allí pronto. El padre de James trabajaba como jardinero en casa de un respetado médico y científico que atendía a los enfermos del pueblo, el señor Edward Jenner. Edward, como todo hombre de ciencia, era tan curioso como observador. Notó que las lecheras como Sarah, que enfermaban de la viruela que le contagiaban las vacas, no enfermaban luego de la viruela que mataba a las personas. El doctor Jenner pensó que no podía ser una casualidad y tras estudiar mucho lo que habían descubierto otros científicos antes que él, llegó a la conclusión de que la viruela de las vacas protegía a las personas de la viruela mortal. «¿Y si hago que las personas se enfermen primero, sin necesidad de una vaca que las contagie, para luego comprobar que la viruela mortal no les hará daño?», pensó el doctor, que era un hombre muy inteligente y práctico. Entonces ideó un sencillo experimento para comprobar su hipótesis.
» El doctor Jenner le pidió a James que lo ayudara. Necesitaba que fuera valiente y aceptara ser el primer niño en ser vacunado por él. Edward Jenner raspó entonces el pus de las ampollas de las manos de Sarah, y lo usó para inocular a Jame; es decir, para enfermarlo de la viruela vacuna del mismo modo que Blossom, una vaca lechera, había contagiado a Sarah. ¡Y así fue como nació la vacunación!
—Ahhh, creo entenderlo, vaca… ¡vacuna!
—¡Eso es, Martina!, ¡por eso se le llamó así! Al inicio las personas en el pueblo pensaban que el doctor Jenner estaba algo loco y que al vacunarse le crecerían partes de una vaca: que nacerían cuernos de sus cabezas, tendrían un gran hocico, una cola o su cuerpo se cubriría de pelo como el del animal; pero pronto el científico les demostró que simplemente, tras enfermarse levemente, James había adquirido inmunidad.
—¿Qué significa crear inmunidad?
—Que el cuerpo de James había creado anticuerpos, es decir que sabría reconocer y atacar a la viruela mortal si se encontraba con ella, lo que significaba que desde entonces sería inmune a dicha enfermedad: ¡El doctor, con la vacuna, había salvado su vida! Y salvaría del mismo modo muchas más ya que desde ese momento las personas de todo el mundo, aún en las grandes ciudades, lejos de las vacas, pudieron tener inmunidad al vacunarse contra la viruela.
» Con el paso del tiempo casi todos olvidaron que fue gracias a la valentía de James que las vacunas existen, y no sólo contra la viruela —que gracias a la vacuna desapareció para siempre desde hace mucho tiempo— sino también las que nos protegen contra muchas, muchísimas enfermedades más. Ahora que lo sabes, Martina, espero que no olvides a James como lo hicieron los demás.
Tras un breve silencio, Martina se puso de pie, tomó la cartera de su madre y se la alcanzó.
—Está bien, vamos.
—¿Serás valiente como James? —le preguntó su madre a Martina.
—Lo intentaré, pero Fabiola vendrá conmigo para que le den su vacuna también.
La madre de Martina rio y aceptó que Fabiola las acompañara, aunque sabía que lo haría de todas maneras.
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