A una hora
de viaje de mi casa
repito el ritual de las zapas cuando mueren
y las dejo en un lugar
donde hay parte de mi historia
desde que lo caminé con ellas.
Las saco de la bolsa y de otro tiempo
viene a mi tacto la textura familiar
de las Reebok celeste y gris
que tenía puestas
aquella tarde de flamante orfandad
en que lo importante era
que habilitabas volver a vernos;
lo más importante, no olvidarme
los pequeños frutos que había rescatado al pie
del eucaliptus de la plaza de Gaona
para llevarte uno
de los aromas gratos de mi infancia.
Ni el pomo de Poxi
por si la suela se despegaba de nuevo.
Casi como una ofrenda quedan
junto a los restos del guardrail de troncos
donde nos sentamos esa vez,
la última que nos vimos.
Ahora deben de estar pudriéndose
en el basural de Catán,
menos podridas que el recuerdo
que, parece, tenés de mí.
Estos años de silencio así lo indican.