Tumgik
aedomdg · 2 years
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—¡Son para la sala!, ¡Son para la alcoba!, ¡Son para el hogar!, ¡Son para el baño!, ¡Limpiemos y aromaticemos el hogar!, ¡Noelia! Mi amiga, ¿qué te aflige?
—El frío —respondió Noelia—. Me pone melancólica, pero me consuelo sola.
—Esperate yo cierro y te consuelo yo —le contestó María—. ¡Son para la sala!, ¡Son para el carro!, ¡Son para el hogar!
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aedomdg · 2 years
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Estadío rebelde del desarrollo de las almas libres y carismáticas
Para mí los días no se regían por el conteo convencional, un día no iniciaba desde las cero y un minuto de la madrugada sino que, más bien, mi metabolismo arrancaba desde las tres de la tarde, teniendo un día menos siempre. A las tresicinco, yo ya podía formularme preguntas, de pronto la de, ‘¿cómo está el man que debía ser yo al despertar esta mañana?’ Y, bastante más, podía arrancar a proponerme respuestas, tal como la de ‘inmundamente, esa gonorrea se levantó y era menos que un gotereo de linfa’. Por supuesto, el conocimiento pleno de esas condiciones no me llegó sino hasta un momento en el que el cuerpo me forzó a dejar de trabajar bajo el régimen que aplicaba con crueldad demiúrgica, como la de alguien que desbarata algo solamente por el hecho de que ese algo pertenece a la parte de adentro de los límites de su propiedad. Pude darme cuenta de que me estaba disolviendo en cinco días en los que pude pensar en la cama, angustiado por una tos que no tenía necesidad de salir.
El exceso de trabajo y la falta de sueño y alimentación adecuados me agudizaron los síntomas de eso que no alcazaba ni a relatarse como una gripa desde hacía un par de semanas, y entonces, el reciente contagio de la mamá del jefe de servicio del restaurante por covid y la sobreexposición de la fragilidad de mi voluntad, me sentaron en la cama y me enteraron de que no podía ir a trabajar y que para ello, mi cuerpo se encargaría de simular cualquier clase de síntoma atribuible a una virosis incapacitante.
Estaría como barténder, de normal, no por una predilección vocacional entontadora como la que usualmente tenían esos pirobos, sino que en el restaurante habían renunciado todos los otros manes de la barra, o habían sido forzados a renunciar, seis en total, desde que había abierto el negocio, más o menos once meses antes de esto. Era muy duro mantenerse en cualquiera de los puestos laborales del restaurante, pero especialmente difíciles eran la cocina y la barra. En la cocina, se habían acostumbrado ya a un ritmo de contrataciones y renuncias bastante condescendiente, en el que los puestos de mayor estabilidad y los más prescindibles, de los que más se renunciaba y a los que más se aplicaban, mantenían más o menos homogénea la continuidad hipóxica. En la barra, por el contrario, solo se mantenía estable el abandono, pues los bartenders de Medellín parecían ser almas libres y carismáticas, con menos miedo de la ausencia de la estabilidad laboral que de sí mismas o que del ruido, y todos terminaban por hartarse de las jornadas laborales de trece horas, el exceso de la ocupación, la negligencia o la negación del pago de horas extra, Yo trabajo donde quiera, mi papá, todo es lo mismo que acá pero de pronto un poquito menos gonorrea y con más plata, llegó a decirme Jhon.
Los bartenders eran montaraces que se la pasaban brincando de acá pa allá como nómadas que ocupaban un puesto y se desprendían de él según la necesidad, según un rito que dejaba que el siguiente barténder hiciera lo mismo, aireara las alitas, pero yo no era ese otro barténder, yo no era ese siguiente novicio ágil aventurero que iba rompiendo el aire para su heredero y predecesor, yo no era ese tipo de montaraz ni estaba interesado de ninguna manera en ser asociado con una labor, especialmente una labor que consideraba accesoria y prescindible como todas las que vivían en ese arrebatado desespero de la industria del licor, yo no era un barténder y era todo menos el baile migratorio de los bartenders.
Yo solamente quería querer volver, trabajar para mantenerme estable, sobrevivir del pago diario por jornada de tres a tres; de once a tres a seis a doce, o de once a nueve e irme a mi casa a escribir o a dibujar compulsivamente todo lo que no estaba durmiendo. Aportar en la casa, poner para el internet que no usaba por estar en la calle, el agua cuyo sedimento no me alcanzaba a llevar metales pesados a la vesícula, poner doscientos mil al mes pero poner doscientos mil más el mismo mes y poner otro par de doscientosmiles más en el mismo mes contra todo acuerdo y contra toda posibilidad mía, pero haciendo que así nadie se metiera conmigo, pues cuando se aporta, se silencia cualquier ofensa de hasta calibre mediano de parte de la arbitrariedad paternal.
Vivía con mis papás y mis dos hermanos, mi mamá trabajaba en el remate de Lily y mi papá variaba mucho de empresa pero nunca dejó de ser conductor. No sé cómo Luis Rodríguez, mi papá, consiguió condiciones más precarias cada vez en cada nuevo trabajo, ganando menos y presentándose a sí mismo nuevas oportunidades de seguir construyendo el desgaste de su columna. En todo caso, estudié Literatura en la universidad y apenas estaba buscando los espacios y el cumplimiento de los requisitos para graduarme y buscar un puesto así fuera administrativo en alguna vaina medianamente relacionada, porque la idea de buscar un posgrado en esas condiciones casi casi llegaba a convertirse en un chiste que le merecería a su ejecutor una burla.
Vos te graduás de Literatura y goliamos y yo ya me puedo dar por bien sentado en la vida porque vos te podés defender solo, me dijo mi papá, Luis Rodríguez, en más de una ocasión. Es un hito para nuestra familia, vos no sabés lo que se siente que ya se esté cumpliendo el sueño de que seás un profesional, jamás ningún Rodríguez ha siquiera empezado la universidad, y vos terminando, es chévere chévere. Mi papá no tenía idea de nada y no era posible que se imaginara en ese momento la futilidad de sus palabras o la futilidad de mi transición del saco de una estadística a otra estadística más fría y quejumbrosa. De todas maneras no iba a comentarle que de nada sirve un pregrado solo, porque cualquier consideración negativa sobre la manera en que yo iba a ocuparme de mi vida y de sus deudas le iba a sonar desagradable, sería un oprobio no menos que contra todo lo que él esperaba y entraría en disputa con ese cuento en el que él se recalcitró por veinte años: ‘la educación es todo lo que uno necesita para triunfar en la vida, yo no triunfé porque no tuve educación, me merezco el triunfo aunque sea de a regueros, irradiado, ionizado como un cáncer de tiroides, todo lo que yo no tuve es porque no estudié, estando en una universidad es como voy a tener un poquito de algo, aunque ni siquiera sea yo’. Una muy elocuente sucesión de conclusiones que se había armado en el término de mi vida entera, que nunca dejó de considerar como una extensión de la suya.
Para mí, para mis días desde las tres de la tarde, para el establecimiento de una convención para el conteo de mis días, era normal no ver a mi papá sino en espacios coincidentes en que me decía lo muy orgulloso que estaba y lo muy heroico que era mi aproximar constante a esa meta itaica, que cada día era un día menos, pero, en el estirar de los días en el restaurante, precisamente ya no había eso, días. Todos los días eran un solo día con pliegues medianamente bordados con tres o dos colores diferentes de ropa interior, en los que debía cepillarme los dientes cada tantos minutos y que no llegaba a su fin cuando ya se solapaba con el siguiente limpiar psicótico.
En esos días, empecé a admirar profundamente a mi papá por resistir tantos años trabajando y por permitirse variar de labor cada cierto tiempo, ya no me importaba que en cada nueva salida laboral le tocara comer más mierda que en la anterior o que siguiera construyendo el desgaste de su columna, encontraba en Luis Rodríguez maneras diferentes de ignorar el desgaste que empezaba a construir en mi propia columna, encontraba en él los recordatorios de que yo mismo era vertebrado.
En realidad, lo que tuve todo el tiempo y lo que tuve cinco días fue solamente un brote de rebeldía del baile migratorio de los bartenders, una comodidad migracional no fuera de lo común en el desarrollo de las almas libres y carismáticas jóvenes.
Dedicado a Luisa Masiel Díaz, quien está tan o más cansada que yo.
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aedomdg · 2 years
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De mi amor Kai a mi amor Tatiana
A Tatiana
Quien no era
quien no existía
quien no amaba
sino a escondidas.
A escondidas
de esos ojos autoritarios
que no la dejaban ser
no la dejaban querer.
A ella
quien se volvió loca
quien perdió la cabeza
y todo el mundo se dio cuenta.
A ella
cuyo fantasma vive
en un cuerpo frágil
en un corazón desahuciado.
A ella
a quien no olvido
y que a las 3 de la mañana
viene sin falta a mi pieza.
A ella
quien se queda allí un par de horas
hasta que por fin puedo dormir.
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aedomdg · 2 years
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aedomdg · 2 years
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Lllllllllll
Mi nombre es el del ángulo
En que queden rígidas
tus vértebras del cuello cuando
Empecés a faltarme.
Mi espacio, el de las cortesías ausentes,
Es el vacío de los caracteres con que
Aparezcás en una nota al pie de mí
Cuando te digan en lecho yuco
Que lloraste de niña y que sentiste calor
Y que dejaste de sentir calor, sin mí
En piso quebrado en suelo efervescente
Dentro.
Soy buscador del aporreo de los ojos
No he parpadeado sino
Para siempre
Molerme la superficie de los párpados
Con vidrio seco
Para no encontrarte la espalda fugitiva
Perseguida por nada más mi exhalación
Y el relajar filoso posnatal
De mis músculos cuando devuelvan mi
Columna al suelo del que porqué salió.
¿Qué seré mañana?
Si mi sangre no se llama llano y quisiera
Solamente
Que ella y que tu cuello se dijeran, entre sí,
Que son agudos
Transeúntes exiliados.
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aedomdg · 2 years
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Los indiesitos de la udeeme
Antes de llegar al punto de la esquina desde el que se aprecian casi igual los dos lados del camino en el costado norte de la Universidad de Medellín, donde detrás hay un vivero, pude ubicar, después de afiliarme la sensibilidad con limosna por meses, que hay hay dos indiesitos; Una señora cortica de vestido rojo con verde y amarillo, con el pelo negrísimo y los pies sueltos al aire; el marido, o quien creo que es el marido, tiene una camisa blanca, un sombrero negro y zapatos negros y un silencio bastante más resignado que el de la indiesita. Tienen al frente un recipiente transparente de plástico lleno de chicles y están puestos sobre una colcha doblada, y digo puestos porque podrían fácilmente acomodarse mejor, pero parece que renunciaron hace bastante tiempo a la búsqueda de una posición llevadera para ser ellos o siquiera al principio mismo de sentarse. Parece que la indiesita abdicó del eterno tejer con nylon y pepas de colores que le consta a su raza. Le pongo que cada uno tiene de a cincuenta años. Verlos me genera mera conmoción porque yo nunca pensé que los indios vivieran todo ese infierno de tiempo ni que hubiera en la tierra esa cantidad de chicles, si desde que ellos nacen reciben su dotación comercial vitalicia de chicles que no ofrecen sino que pretenden obligar a comprar con sus jitanjáforas más manoteadas que dichas. Este montonsito de chicles debía estar tan completo como el día en que se decidió en el cielo por la función que los indios realizarían en el mundo. Me pregunto cómo habrán hecho para mantener tan inalterada y tan persistente la cantidad de esos chicles extintos de los que parece que no se vendió nunca ni uno solo en la tierra y me pregunto también cómo se habrán logrado safar de la cuadrilla de pelaitos diminutos y flaquitos con la barriga tiesa por la parasitosis, que siempre tienen detrás, porque espalda fértil y la de esa gente que nunca camina sino que pasa y vive y muere y nace o, mejor dicho, aparece espontáneamente en las esquinas de las avenidas grandes. Veo pues, contra toda creencia previa mía, que sí pueden los indiesitos vivir hasta estos extremos tan inconsiderables, pero creo que es a pesar de esos mismos pelaitos en pelotica que usualmente chupan teta parejo, ya no con ellos. Quiero decir, mucho de vida es solamente la sumatoria de un montón de poquitos de vida, y un poquito de vida es justamente lo que yo he determinado en el parado aburrido y amortiguado de los niños de los indiesitos de la calle, que tienen los dedos en la boca y más comida en la cara embarrada que en los últimos dobleces del intestino delgado y que no pueden sino aprender su lengua y ninguna otra. Sí, considero como solución del enigma a la antropofagia, al menos eso podría explicar un poco el hecho de que los indiesitos de la udeeme no tienen alrededor a su prole revoloteando y también puede ser que por ello mismo tengan todavía rebosante la coquita con chicles, pues se apropiaron de los recursos que justamente le habían tocado a sus descendientes para la subsistencia material durante los años de vida que, como ahora sé, pueden ser máximo hasta cincuenta.
Los indiesitos son invisibles para casi todo el mundo que no se ha afilado la sensibilidad con limosna y, para mí también fueron invisibles durante mucho tiempo, pero al menos ya sé que cada vez que uno se tropieza mientras va por la calle es porque se le atravesó el fémur invisible de un indiesito con una camisa blanca, un sombrero negro y zapatos negros y un silencio bastante más resignado que el de la indiesita muerta que también dejó sus huesos invisibles al lado.
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