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lizortizsblog · 14 days
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LA PRUEBA
Elizabeth Ortiz
En la cúspide de su poder, el emperador se encontraba frente a un dilema que perturbaba su paz. Su consejero, un anciano cuya sabiduría había guiado el imperio durante décadas, le instó a buscar un aprendiz que pudiera ocupar su lugar.
–Es necesario –dijo el viejo con voz temblorosa– que realices una competencia entre los candidatos. Sólo así encontrarás al indicado.
Entre los muchos jóvenes ansiosos por demostrar su valía, uno destacó por su ferviente deseo de obtener el puesto. Se acercó al anciano y le pidió consejo.
–Debes ser fiel a tus creencias, pase lo que pase –le advirtió el viejo–. La verdadera sabiduría sólo se alcanza a través del dolor intenso.
Así comenzó la competencia. Los participantes, ignorantes del número de pruebas que enfrentarían, se sometieron a desafíos que aumentaban en dificultad con cada ronda. La tensión era palpable, y el número de aspirantes disminuía rápidamente hasta que quedaron sólo tres. Se les presentó la prueba con que debían demostrar su valentía: entregar la parte exterior más preciada de su cuerpo. El joven, recordando las palabras del sabio, no vaciló. Con una determinación férrea, se sacó ambos ojos. “Así evitaré cualquier tipo de tentación –pensó–, y en este intenso dolor encontraré la sabiduría.”
El público, horrorizado y maravillado a la vez, vitoreó su valor. Un súbdito se le acercó y le entregó un cofre cubierto de piedras preciosas. El joven, ahora ciego, acarició las gemas, inundado por una satisfacción inmensa al sentir que había ganado. Al abrir el cofre palpó un pergamino en su interior.
–¿Qué es esto? –preguntó.
El súbdito respondió:
–Es el mapa que debes descifrar para llegar a la prueba final.
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lizortizsblog · 22 days
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Desconexión
Elizabeth Ortiz
Mis ojos brillan con una intensidad que parece iluminar el papel desgastado de esta vieja fotografía. Busco en el espejo aquella chispa, pero ya no está. El tiempo no solo ha dejado sus huellas en las líneas que ahora decoran mi rostro, sino también en la mirada que ya no puede ocultar lo que he perdido.
Recuerdo cuando me tomaron esa foto. En ese entonces, era una mujer productiva, preocupada únicamente por cosas mundanas y prácticas. Mi vida giraba en torno a las responsabilidades diarias, los objetivos laborales y las metas concretas, como ayudar a mis hermanos. Era una época en que el amor no había no había perturbado la calma ni el orden de mi existencia.
Guardo el retrato en el cajón, junto a las cartas de una época esencial en mi vida; como si al hacerlo pudiera también guardar mis tormentos. Se dice que el amor trae felicidad y certeza. A mí me trajo un torbellino de emociones, días agitados y noches de insomnio.
Él me enviaba casi a diario un caudal de palabras apasionadas e intensas, más de las que era capaz de leer. Después me atormentaba con su silencio. Vivíamos en una lucha de poderes. Él estaba convencido de saber lo que era mejor para mí, dirigía mi vida con instrucciones sobre lo que debía sentir. Y yo, deslumbrada por su intelecto, sin darme cuenta, se lo permití. Fue una lenta tortura.
Me hubiera bastado con muy poco para ser feliz, pero me aferraba a que cumpliera sus promesas. Quería salir a la calle sintiéndome orgullosa de que él, y solo él, fuera mi marido. Yo no aceptaba la idea de que daba lo mismo casarse con quien fuera porque el amor llegaría con el pasar del tiempo. Finalmente tuve razón. Nunca más me enamoré.
Logré tener al esposo y a los hijos. Lo que hace completa a toda mujer, menos a mí. Siempre me faltó algo, me faltaba él. Quisiera odiarlo por sacarme de su vida, sin dejarme acompañarlo hasta verlo partir. La tortura se hizo más intensa con ese vacío que me dejó en el alma, esa incapacidad de volver a sentir.
Decido abrir el cajón y leer las cartas, aunque casi me las sé de memoria. Me gusta tocar los huecos del papel de aquellas que escribió a mano. Las últimas habían sido como una especie de veredicto, escritas a máquina. Ahora siento que cobran vida, como si se hubieran marchitado al no leerlas y las palabras florecieran con mi mirada. Todo es muy distinto, jamás noté tanto dolor. Fui tan ciega. Me doy cuenta ahora de que quien lo torturaba era yo.
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lizortizsblog · 29 days
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Falta de concentración
Elizabeth Ortiz
“Nada". Palabra breve, pero cargada de significado oculto. Era la tercera vez que Tania me respondía lo mismo. La sentí diferente desde que llegamos.
—Te digo que no es nada, cariño, ya sabes… el trabajo —dijo al fin.
—Si no te gusta, ¿por qué no lo dejas?
—Gano bien, no podría vivir con menos.
Me preguntaba que significaba “ganar bien” para Tania. Era muy sexy, sin duda, pero odiaba su gusto por los zapatos baratos. ¿Cómo era posible que me distrajera con una estupidez como los zapatos en lugar de disfrutar su cuerpo, su feminidad y su maestría para hacerme sentir bien? Quizá era la culpa. Desde que me casé no había estado con ninguna otra mujer.
—¿Estás preocupado? —me preguntó.
—Ya sabes… el trabajo, también —mentí.
—¿En serio?
La tomé en mis brazos para cortar la conversación. Estaba dispuesto a disfrutarla y sentir de nuevo el palpitar de mi virilidad que se había esfumado hacía mucho tiempo de mi recámara. Ahora habitaban ahí los fantasmas de mis suegros, evaluando si hacíamos bien la tarea, mientras la palabra “nieto” retumbaba por todos lados.
Cuando estaba con Tania, además de disfrutar del placer, me sentía mimado. Tenía curiosidad por saber qué pensaría acerca de que viviéramos juntos. Se lo había preguntado antes y no respondió. Ella no sabía que estaba casado. Le pregunté nuevamente.
—Todos dicen lo mismo —contestó mirando el techo.
—Eres especial —le dije acariciándole el cabello y deslizando mi mano por su cuello para después recorrer su espalda. Una cosa llevó a la otra haciéndome explotar otra vez.
La idea de mudarme con Tania era una mera fantasía. Me gustaba mi estilo de vida y dejar a Silvia significaba dejar de trabajar en la empresa de su padre. Mi esposa era una mujer llena de atributos, pero yo ya no sabía lo que sentía por ella. Solo quería de dejar de sentirme como un prisionero.
Tania miró el reloj y se levantó de la cama. Se vistió rápidamente y se despidió dándome un beso.
—¿Nos vemos el jueves? —pregunté.
—Revisaré mi agenda.
Tomó su dinero y salió de la habitación del hotel.
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lizortizsblog · 1 month
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Carencias
Elizabeth Ortiz
El dilema me abruma: he devorado cada uno de los libros de este estante en incontables ocasiones y llevarlos conmigo le robará espacio a la ropa y las cosas para la escuela. En este momento no me interesa verme bien, sin embargo, la lectura me hace tanta falta como compañía. No soporto la mirada de mi madre, me vigila como si quisiera robarme algo.
—Date prisa —me dice.
—Eso hago —respondo con miedo, nunca sé cómo va a reaccionar.
—¿Me estás retando?
—¿Retando a qué, mamá?
—¿Crees que esos libros te harán entrar a la universidad?, ¡llévatelos todos!, ¡aquí solo estorban! ¡Y no se te ocurra tocar ninguno de los de Jérémie!
—Ni loca, son pésimos.
¡Qué torpe fui al decir eso! Ahora saldrá a la defensa del vividor de su novio.
—Dices que son malos para no admitir que eres una retrasada. No entiendes nada. Te da envidia que Jérémie sea tan talentoso y que esté viajando tanto para promover sus cuadros, sus novelas y sus shows. No cualquiera tiene esos dones y el coraje para luchar por sus pasiones.
Siento mucha rabia. Ese tipo se ha gastado lo poco que pudo dejarnos papá. Nada de esto pasaría si viviera.
—Ni siquiera lo hace con su propio dinero. Y esta inconstancia no es algo heroico, es más bien, algo enfermo.
—¿Y qué quieres entonces, que me ponga a lavar ajeno? ¿y quién les va a dar consejos de hombres a tus hermanos? No puedo sola. Entiende. ¿Por qué te molesta que alguien me quiera?
—Ni siquiera te llama.
—Lo hará apenas te vayas.
Me cuesta creer que ni siquiera el hecho de haber estado encarcelada por culpa de ese imbécil la haga entrar en razón.
—¡Pues ya me voy! —le digo en un arrebato, tomando mi mochila y unas cuantas cosas— luego vengo por lo demás.
—Nada de luego, ¡llévate todo ahora mismo! —dice lanzándome un zapato.
Alguien toca la puerta. Es mi abuela materna. Lo único que me faltaba. El rostro de mi madre cambia de manera radical ante la manera tan humillante de cómo le habla. Quisiera defenderla. Odio tanto a la vieja.
Nota: La tarea consistía en usar una frase de una canción. Así que su uso fue intencional.
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lizortizsblog · 1 month
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Del otro lado (versión 2)
Elizabeth Ortiz
Él era desprendido con el dinero, lo llevaba arrugado en los bolsillos, como si fueran facturas viejas, ni siquiera alisaba los billetes cuando los daba al farebox del bus para pagar su pasaje; como si la vida misma los hubiera marcado con sus pliegues y arrugas. Me molestó que se subiera antes que yo, pero me di cuenta de que era un caballero cuando se anticipó para pagar por mi viaje.
Nuestra conversación inició unos minutos antes en la sucursal bancaria de la calle 22. Él se encontraba dos personas adelante de mí. Los demás mostraban su molestia por el deficiente servicio del personal. Las quejas hacían que me sintiera comprendida, cada rostro en la abarrotada fila reflejaba mi propia impotencia. Me sorprendió que la persona encargada de dar informes fuera el vigilante, quien nunca me dijo que hablaba español. Ya me había desesperado. Intenté hacer un día antes el depósito de los dólares que mi hermano tenía ahorrados en efectivo y que me dio aprovechando mi estancia en los Estados Unidos. Afortunadamente el idioma no fue un problema para entender las instrucciones de la cajera que me había atendido en otra sucursal. Llevaba dos semanas en la ciudad y, hasta ese día, no había encontrado un lugar en donde me hicieran el mentado money order, a cambio del efectivo, pero al fin lo tenía entre mis manos. Lo único que yo quería saber, antes de formarme, era si el papel estaba bien. Ante las tediosas formalidades, sentía como si en lugar de estar en un país de primer mundo hubiera viajado al pasado. Pensaba que las cosas eran como en mi tierra que, aunque menos desarrollada: el dinero se metía en un cajero automático y ¡listo!, la operación estaba hecha.
Habían pasado quince años desde que fui a San Francisco por primera vez. Veía las cosas de diferente manera de cuando viajé como turista. En esta ocasión no tenía boleto de regreso. Estaba allí por insistencia de mi hija, le preocupaba que viviera sola y a mí me parecía que, después de tantos años de trabajo, retirarme en un país con un mejor nivel de vida no era una mala idea.
Él me miró en la fila y notó mi impaciencia; me dijo que, en la sucursal del otro lado, sobre la calle 16, el servicio era mucho más rápido y el personal tenía una actitud diferente. Miré la puerta con indecisión; él me animó a salir y nos fuimos rumbo al otro banco.
Mientras esperábamos en la parada, él me contaba las pequeñas odiseas de su día: estaba dedicando esas horas a tareas mundanas como el cobro de un cheque, hacer compras y limpiar. Yo lo notaba alegre en su cotidianidad. Me explicó que no tenía un horario fijo como lavaplatos en el hotel donde trabajaba, sino que, cada semana, sobre un escritorio se ponían los turnos disponibles, de los cuáles él elegía los de su conveniencia.
Durante el trayecto, a bordo del transporte me dijo que ganaba bien, podía pagarse un cuarto sin tener que compartir el baño como la mayoría de las pocas personas que conocía en la ciudad. Era un privilegio que había conseguido con el paso de veinte años y quizá, en unos cuantos más, tendría derecho a una jubilación con la que llevaría una vida holgada si regresaba a Guatemala, aunque no sabía si regresar: su familia recibía el dinero que mandaba, pero nunca le preguntaba cuándo lo volverían a ver. Yo lo miraba asombrada, veinte años viviendo solo en el extranjero me parecieron demasiados, ¿cómo pudo acostumbrarse a vivir así? Sentía curiosidad por saber más de su vida y le hice preguntas que él contestaba con humor haciendo la plática bastante amena. Me hubiera gustado ser tan optimista como él. Era la primera vez que yo disfrutaba de un viaje en autobús. Hasta ese día lo único que consideraba bueno era que las rutas tenían un horario que me permitía planear mis actividades. Yo estaba acostumbrada a usar mi coche en México, en cambio, en San Francisco no podía darme el lujo de usar el auto de mi hija y pagar una barbaridad por el estacionamiento.
Él se animó a preguntarme nuevamente dónde vivía, lo había hecho antes, pero lo evadí. A pesar de que se iba ganando mi confianza, y de que tenía ese no sé qué, que hace a los hombres interesantes; le dije que solo estaba de vacaciones. No me atreví a contarle que planeaba mudarme a la ciudad.
El tiempo pasó muy rápido, la conversación fue muy agradable. Me dio la mano para bajar del autobús sonriendo, tenía unos ojos lindos. Me tomó de la cintura para guiarme hacia la sucursal, y no puedo describir la sensación, pero fue algo que pensé que ya no se sentía a mi edad. Él me desafió a adivinar la suya, fallé por cuatro años, creí que era más joven pero no, era un año mayor. Se sintió halagado. Por fin me preguntó mi nombre y yo el suyo. Se llamaba Manuel. Me dijo que hacía mucho tiempo que no había tenido una conversación tan prolongada con una mujer, no sabía si creerle, pero me emocionó que lo dijera. Nuevamente me mostró un gesto de caballerosidad dejando que me pusiera antes que él en la nueva fila. Se sentía muy orgulloso haciéndome notar que su sugerencia de ir allí fue la más adecuada, había menos gente y más cajeros trabajando. Llegó mi turno de pasar a la ventanilla y, por lo tanto, de despedirnos. Tenía ganas de abrazarlo, pero no me atreví. Solo nos dimos un apretón de manos.
Una vez más no me aceptaron el depósito, mi hermano me había dado solo su número de tarjeta, pero no la cuenta bancaria, los dos creímos que con eso era suficiente, como en México. No podía creer que, contrariamente a la modernidad de que hubiera autos circulando por las calles sin conductor; en cosas tan simples los gringos vivieran en la edad de piedra. Afortunadamente la cajera fue amable y me dio oportunidad de salir para llamar y conseguir el dato que faltaba. Mi hermano no contestaba. Afuera, yo caminaba por la banqueta con el teléfono en mano, tuve miedo de que me lo robaran, había mucha gente fea. Veía pasar junto a mí a los indigentes como zombis, con la mirada perdida y totalmente fuera de sí. Un montón de personas sentadas afuera de la estación del BART, como esperando a que les dieran trabajo o algo que hacer. Todo a mi alrededor era un verdadero desastre. En segundos todo mi estado de ánimo cambió de manera radical. Me bajé de mi nube. Estaba muy enojada e incómoda, quería regresar a casa, a mi casa, a mi tierra.
Vi de reojo salir a Manuel del banco y caminar hacia mí. Decidí que era mejor no alimentar falsas ilusiones para ninguno de los dos. Aceleré el paso hacia la avenida y me subí rápidamente en el autobús equivocado.
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lizortizsblog · 2 months
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Sin preámbulo
Elizabeth Ortiz
El panel digital, incrustado en la puerta, desentonaba con las paredes blancas y el techo de tejas rojas de la casa; sin embargo, el timbre era el mismo. No tuvo que sonarlo más que un par de segundos. La vecina de Susana salía y le dejó la puerta abierta, la estaban esperando. Avanzó por el corredor hacia la sala, donde las fotos eran los únicos cambios notables. No logró encontrarse en ninguna de ellas.
Estaba cansada después de viajar todo el día. Se sentía sofocada por el calor y se sujetó el cabello con un moño improvisado buscando un poco de alivio. Le sorprendió por un momento ver a Susana con un suéter, pero decidió pasarlo por alto.
—¿Cómo estás? —La pregunta sirvió como un saludo sin mirarla a los ojos.
—Hoy estoy mejor —respondió Susana, sentándose—. Ayer no paré de vomitar.
—Parece ser común al principio.
—¿Y tú? ¿Tomaste permiso en el trabajo para venir
—No fue necesario, es verano.
El silencio se hizo largo. La visitante recorría la casa con la mirada. Se detuvo en las fotografías, tomó la que estaba en el centro de la vieja repisa.
—¿Es él?
—Sí.
—Es guapo, los mismos ojos de mamá. ¿Tiene tres?
—Casi, los cumple la próxima semana.
—Pues tenemos que organizarle una fiesta. ¿Cómo se llaman sus amigos?
—No me acuerdo, ¿qué más da? Ni siquiera se dará cuenta, a esa edad esas cosas no suelen importar mucho.
—No sabes lo que dices.
—Y tú ¿por qué lo sabrías si…?
—Porque para eso estudié. A veces tengo que hacer fiestas para los hijos de las despistadas.
Un llanto se escuchó desde la habitación del fondo. Susana se levantó de golpe, pero ni siquiera pudo dar un paso. Su piel tenía un matiz translúcido, como si hubiera dejado el color en el sillón. Se sentó de nuevo tambaleando. Su debilidad no le quitó su autoridad:
—¿Qué haces?, ¡se va a asustar!, no le gusta hablar con desconocidos.
—Pues será mejor que se vaya acostumbrando, además, yo sé cómo ganarme a los niños.
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lizortizsblog · 2 months
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La culpa
Elizabeth Ortiz
Desde el andén, en la estación de Lausana, Evelyne alcanzaba a ver entre los edificios, el reflejo del sol en el lago. La imagen proyectaba una sensación de calma y libertad que contrastaba con sus emociones: la culpa por haber hecho el viaje escolar, la preocupación por sus hermanos y su madre presa; además del miedo por regresar a casa.
A pesar del ambiente de fiesta, la joven se sintió desconectada durante la mayor parte del paseo. La abrumaban las conversaciones de sus compañeros sobre las opciones para ir a la universidad. En su mente, los problemas familiares se amontonaban llenándola de temores sobre su propio futuro académico. Pensó que quizá hubiese sido mejor no haber ido, pero seguramente su padrastro se había quedado en la casa y era mejor salir de ahí, como le aconsejó su prima, quien asumió la responsabilidad de hacerse cargo de sus hermanos, mientras su mamá era detenida justo la madrugada antes del viaje.
No era la primera vez que la pareja discutía. Los gritos se habían transformado en el lenguaje habitual de su relación. Trastes, libros y cualquier objeto al alcance de la mano se convertían en proyectiles. Las paredes y los muebles acumulaban las marcas de las peleas que se habían convertido en un ritual casi cotidiano durante dos largos años. Esa noche él la amenazó con un cuchillo, pero su estado de ebriedad afectó su habilidad para sostenerlo. Cuando cayó al suelo, la madre lo recogió rápidamente siendo sorprendida en ese instante por la policía, llamada por los vecinos ante el escándalo.
Evelyne habló con su prima desde la estación. Le contó que la familia había ayudado a liberar a su mamá de los cargos y que ella y sus hermanos estaban ya en casa. También le dijo que el padrastro los había dejado; sin embargo, la noticia le dio felicidad solo un par de segundos. Se enteró por la prima que la madre estaba desquiciada: quería que Evelyne sacara sus cosas y que buscara dónde vivir porque, según ella, si el marido la dejó era culpa suya.
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lizortizsblog · 3 months
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Sin salida
Elizabeth Ortiz
La sopa estaba particularmente buena ese día, le recordaba a la de su esposa. Ese sabor avivaba su anhelo por estar en casa, pero al mismo tiempo hacía que creciera en él una sensación de impotencia. Gustavo se preguntaba por qué Verónica no había venido a verlo. Ni siquiera parecía estar al tanto de que, la semana anterior, le habían fracturado los dedos al querer evitar que le quitaran su bandeja de comida.
Las primeras cucharadas fueron un desafío, no era muy hábil con la izquierda. Le resultaría complicado encontrar trabajo en esas condiciones cuando saliera. Gustavo solo conocía las leyes fiscales, pero estaba seguro de que el haber golpeado a su exjefe, sin intención, no debía ser un delito grave.
Era un poco paradójico que su mano con marcas y arrugas por la edad se moviera como la de un niño que empieza a comer por sí solo su papilla. No se sentía tan viejo, ni tan inútil, cuando encabezaba la lista para el recorte de personal en la empresa después de un cuarto de siglo de lealtad.
De pronto pensó que debió empezar comiéndose el guisado cuando vio acercarse a su mesa a un par de reclusos. No le hicieron nada. Quizá ya le habían quitado la comida a alguien más. Tenía que empezar a cambiar sus costumbres, ya no le funcionaba ser tan metódico, y menos aquí. Verónica le dijo muchas veces que invirtiera su liquidación en un negocio, pero a Gustavo le parecía indignante que un hombre tan preparado terminara como vendedor. Pasaron los meses, se cumplió un año, luego dos y el dinero se acababa. La respuesta siempre era la misma: “Nosotros le llamamos”.
Un chico le preguntó si se comería el pan y le dijo que no, ese no estaba tan bueno. Verónica se molestaba con él cuando rechazaba lo que ofrecían los anfitriones en las reuniones de los viernes, hasta que no le quedó más remedio que aceptar, no se podía dar el lujo de comprar cosas como esas. Solo iba por los bocadillos, se sentía excluido en las conversaciones, inventaba pretextos para salir, como tomar una llamada o ir a fumar, aunque tuviera pocos cigarros, no quería que se dieran cuenta de que ni para eso le alcanzaba.
Miró el reloj en la pared, la hora de la comida estaba por terminar. Aquí era el único tiempo corto. Tenía que esperar a su abogado un día más. Quizá ahora sí le trajera una buena noticia, ya no sabía si estaba de su lado. Cualquier hombre se hubiera sentido humillado al ir a rogar por una recontratación y ni siquiera ser recibido. Más aún al ver salir a su exjefe de la oficina sin que volteara a mirarlo. Todo pasó en segundos; solo le dio un empujón sin fijarse que en el piso había agua, no se imaginó las consecuencias: el golpe en la cabeza lo dejó discapacitado. Julián solo le hablaba de agravantes y cosas incomprensibles, no se comportaba como su amigo; ni se preocupaba como por alguno de sus clientes a los que liberaba aun siendo culpables. Claro, ellos le pagaban.
En la esquina del comedor vio a una pareja de internos alimentándose mutuamente como un par de novios en el parque. La escena le encendió una chispa por dentro que le reveló una imagen desconsoladora. Recordó todas las veces que se topaba a Julián por casualidad cerca de su casa. ¿Cómo puedo ser tan tonto? Ahora entendía por qué Verónica había dejado de insistirle en montar su propio negocio y lo alentaba a salir a buscar trabajo.
Sintió repentinamente que alguien le tocó la espalda. ¿Y ahora qué? Volteó enardecido. El dolor en los dedos lo contuvo en su reacción. Era su compañero de celda, le preguntó si podía jugar ajedrez con la otra mano. Le ayudó a levantar su charola y comenzaron a platicar. Sería mejor que se fuera adaptando de una vez. Este era ahora su lugar.
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lizortizsblog · 3 months
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Desazón
Elizabeth Ortiz
Él la recostó en su hombro y le acariciaba el cabello para arrullarla. Ella había deseado un momento así por mucho tiempo, tranquilo y sin complicaciones. Las caricias se detuvieron cuando Marco se quedó dormido. Elena, por el contrario, no lograba conciliar el sueño, estaba en una posición incómoda, no acostumbraba a dormir acompañada.
Él le dijo su nombre en el mercado después de darle una minuciosa explicación de cómo debía elegir los mejores tomates. Marco era un amante de la buena cocina. A Elena solo le gustaban las cosas prácticas, de hecho, en su país compraba todo por internet, pero algo que la enamoró de Milán, fue ver a la gente por las mañanas en el metro con sus carritos del mandado llenos de frutas y verduras frescas. Quienes más llamaban su atención eran las parejas de ancianos, imaginaba toda su vida llena de los acuerdos más simples como elegir los guisos y la hora de ir a hacer las compras; sentía un poco de envidia. Ella solo estuvo casada un año y se había divorciado hacía cuatro. Llevaba apenas un mes instalada en la ciudad y el ir al mercado la hacía sentir que formaba parte de ella.
En pocos instantes Elena se encontró siguiendo los consejos de Marco. Eligió los vegetales con un entusiasmo renovado que se fue extendiendo durante la charla, desde que caminaban entre los puestos y hasta que llegaron a la cocina de su encantador maestro, quien cumplió su promesa de cocinar algo excepcional para ella, compartiendo risas y uno que otro de sus secretos. Luego vino el postre, luego el café, luego el vino y luego la intimidad. Era el día soñado por Elena: un hombre atento, una buena charla, la comida exquisita, sin embargo, sintió la noche un poco desabrida.
Elena escuchó que Marco comenzaba a respirar más fuerte, sus movimientos hacían más reducido el espacio en su lado de la cama; buscó la manera de acostarse boca abajo para intentar dormir. Le sorprendió el nivel que había alcanzado su intolerancia, no entendía por qué no se sentía feliz y tenía tantas ganas de estar sola en casa.
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lizortizsblog · 3 months
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Del otro lado
Elizabeth Ortiz
Él era desprendido con el dinero, lo llevaba arrugado en los bolsillos, como si fueran facturas viejas, ni siquiera alisaba los billetes cuando los daba al farebox del bus para pagar su pasaje; como si la vida misma los hubiera marcado con sus pliegues y arrugas.
La conversación inició unos minutos antes en la sucursal bancaria de la calle 22. Él se encontraba dos personas adelante de ella. Los clientes expresaban ahí su descontento por el deficiente servicio del personal. Las quejas hacían que ella se sintiera comprendida, cada rostro en la abarrotada fila parecía reflejar su propia impotencia. Le sorprendió que la persona encargada de dar informes a los usuarios fuera el vigilante, quien nunca le dijo que hablaba español. Ella se había desesperado porque ya había intentado hacer un depósito antes, pero no había encontrado, hasta ese día, un lugar en donde le hicieran el mentado money order que ya llevaba en las manos. Lo único que quería saber, antes de formarse, era si el papel estaba bien. Ante las tediosas formalidades, sentía como si en lugar de estar en un país de primer mundo hubiera viajado al pasado. Pensaba que las cosas eran como en su tierra que, aunque menos desarrollada: el dinero se metía en un cajero automático y ¡listo!, la operación estaba hecha. Él la miró y notó su impaciencia; le dijo que, en la sucursal del otro lado, sobre la calle 16, el servicio era mucho más rápido y el personal tenía una actitud diferente. Ella miraba la puerta con indecisión; él la animó a salir y se fueron al otro banco.
Mientras esperaban en la parada del autobús, él le contaba las pequeñas odiseas de su día: estaba dedicando esas horas a tareas mundanas como el cobro de un cheque, hacer compras y limpiar. Ella lo notaba alegre en su cotidianidad. Él le explicó que no tenía un horario fijo como lavaplatos en un hotel, sino que, cada semana, sobre un escritorio se ponían los turnos disponibles, de los cuáles él elegía los de su conveniencia.
Durante el trayecto, a bordo del transporte él le dijo que ganaba bien, podía pagarse un cuarto sin tener que compartir el baño como la mayoría de las pocas personas que conocía en la ciudad. Era un privilegio que había conseguido con el paso de veinte años y quizá, en unos cuantos más, tendría derecho a una jubilación con la que llevaría una vida holgada si regresaba a su país, aunque no sabía si regresar: su familia recibía el dinero que mandaba, pero nunca le preguntaba cuándo lo volverían a ver. Ella lo miraba asombrada, veinte años viviendo solo en el extranjero le parecían demasiado; sentía curiosidad por saber más de su vida y le hacía preguntas que él contestaba con humor haciendo la plática bastante amena. Él se animó a preguntar nuevamente donde vivía, lo había hecho antes, pero ella lo evadió. Ella de alguna manera ya se sentía en confianza y contestó que solo estaba de vacaciones.
Ambos bajaron del autobús sonriendo y caminaron hacia la sucursal. Él la desafió a adivinar su edad, ella falló por siete años menos lo cual fue un halago para él. Ni siquiera le había preguntado su nombre, pero hacía mucho tiempo que no había tenido una conversación tan prolongada con una mujer. La experiencia le resultó agradable, así que mostró un gesto de caballerosidad dejando que ella se pusiera antes que él en la nueva fila. Él le hizo notar que su sugerencia de ir allí fue la más adecuada, había menos gente y más cajeros trabajando. Llegó el turno de que ella pasara a la ventanilla y se despidieron con un apretón de manos. Él notó que no pudo hacer su depósito y la vio salir rápidamente. Se apresuró a cobrar su cheque y salió para buscarla. Ella estaba a punto de abordar el autobús.
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lizortizsblog · 5 months
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Un cambio
Elizabeth Ortiz
Laura se miraba ilusionada en el espejo, sentada frente a su tocador. Me dejó muy en claro que no quería maquillarse, pero le dije que solo era algo muy sencillo para que el color de su piel se viera más parejo y con más luz. No fue nada fácil convencerla y mucho menos de que quisiera ir a la fiesta de Pepe. Yo me moría de ganas por ir: Pepe me gustaba desde hacía mucho tiempo.
Me preocupaba demasiado el revoltijo en el cabello de mi amiga, así que llegué temprano a su casa con todo el kit que usaba mi mamá para peinar a mis hermanitas. Tomé un cepillo y comencé a desenredarlo, la tarea era como domar a un león. Tenía miedo de que me dijera que la dejara así, o peor aún, de que se arrepintiera de ir a la fiesta. Yo no me atrevía a llegar sola y no tenía con quien más ir: Roxana y Ximena se habían ido de vacaciones antes de que se terminara el semestre. Logré que Laura se entretuviera con mi plática mientras seguía peinándola y así pude terminar la faena. Me quedó bastante bien, ¡muy natural!
También llevé a casa de mi amiga un par de pantalones y algunas blusas para evitar que se pusiera su ropa tan fea. Logramos armar un buen outfit de acuerdo con su personalidad. Las dos estábamos contentas, ella se veía muy bien y se sentía cómoda porque yo no había modificado de manera radical su apariencia y, sin embargo, se notaba bastante el cambio.
Llegamos a la fiesta y nos unimos a un grupo de amigos con los que Laura se llevaba bien; hacía mucho que no la veía tan alegre. Se emocionaba mucho cada vez que veía llegar a alguien. Yo buscaba con la mirada a Pepe. Me fui sigilosamente a la cocina, me asomé por la ventana y, por fin lo encontré. Me sentí un poco triste porque estaba con una chica, pero cuando ella volteó entré en pánico. Salí corriendo y tomé a Laura de la mano. Le dije que nos teníamos que ir. Creí que Leslie se había ido a vivir a Monterrey y, segura de que no estaría en la fiesta, me atreví a inventar, para convencer a Laura, que Leslie acababa de salir del clóset y que la quería ver, porque le gustaba. ¡Vaya lío!
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lizortizsblog · 5 months
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Volver a empezar
Elizabeth Ortiz
El propósito de aquel año se parecía a un regreso a clases después de las vacaciones de verano. Borrón y cuenta nueva.
Fátima estaba tan entusiasmada como cuando estrenaba sus útiles escolares. A principios de curso ponía especial esmero en cada línea; escribía el siguiente capítulo de su vida aprendiendo de los errores del ciclo anterior. De ese modo quería escribir su nuevo comienzo. Sentía mucha nostalgia por aquella época en la que su mayor preocupación era sacar buenas notas. Le encantaba recibir el reconocimiento de sus profesores, su familia y, ¿por qué no?: los celos de sus compañeros. No recordaba cuando fue despojada de todo eso.
Despertó ese primero de enero en casa de sus padres, su habitación permanecía de la misma manera en que la dejó cuando se fue a vivir con Roberto; su madre quería conservarla así, porque estaba segura de que pronto regresaría, sin embargo, ya habían pasado tres años. Una semana atrás, Roberto le dijo que saldría de viaje el treinta de diciembre para supervisar el inventario de una de las empresas que auditaba en Cuernavaca. Fátima no le creyó, pero fue la excusa perfecta para volver a casa unos días. Le encantaba estar ahí, aunque no podía admitirlo: no quería darle la razón a su mamá.
Roberto había estado actuando raro. Antes, solía revisar su celular de inmediato al escuchar cualquier notificación, pero últimamente, evitaba hacerlo en presencia de Fátima. Decía que tenía una carga de trabajo excesiva que lo hacía llegar cada vez más tarde y pasar menos tiempo con ella. Eso aumentaba su inquietud, dando lugar a un nubarrón de incertidumbre en su relación. Fátima no le preguntaba nada para evitar que cuestionara su madurez y su inteligencia; Roberto siempre hacía énfasis en que la diferencia de edades era la causa por la que no lo entendía, no la llevaba a los eventos sociales de su trabajo ni a las fiestas de sus amigos; según él, no quería que se aburriera con conversaciones que no podría comprender. Tan solo eran diez años y Fátima era muy madura, así la convenció de salirse de su casa, pero al parecer, a él ya se le había olvidado.
La chica se había cansado de los malos tratos y del aburrimiento en casa. Estaba segura de que esta vez no se dejaría convencer con rosas y promesas. Tenía la primera semana de enero para encontrar un trabajo y buscar en dónde vivir; era un gran reto, pero era muy probable que la única de sus amigas que vivía sola le diera alojamiento por algunos días. Parecía que el entusiasmo colectivo por el año nuevo la había recargado de valor y de energía, le gustaba mucho sentirse así.
Al día siguiente todo cambió, Roberto la llamó diciendo que había llegado a casa y que la quería de vuelta: le tenía una sorpresa. Ella estuvo a punto de decirle sus planes por teléfono, pero la llamada la tomó desprevenida, pensó que lo mejor sería hablarlo de frente. Cuando llegó al departamento sus propósitos se desvanecieron, había en la mesa un ramo de rosas que decía: “¿Te casarías conmigo?”. Fátima estaba desarmada, se sentó sin poder asimilar la noticia. Esperaba que Roberto saliera de alguna parte con el anillo. No podía creer que al fin le presentaría a su familia y podría vivir lo que tanto soñó, se sentía inmensamente feliz. La vibración de su teléfono la hizo regresar al presente, era un mensaje de Roberto: “Lo siento nena, tuve que salir, te veo en la noche”.
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lizortizsblog · 6 months
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Al final de cuentas
Elizabeth Ortiz
Yo solo quería ganarle la apuesta a Julia: no me gustaba que me llamaran cobarde, aunque lo fuera. Comencé a bailar cerca de Ernesto y así empezamos a platicar. Le dije que estudiaba en la UNAM y no en la Ibero, era obvio que me mandaría por un tubo si se lo decía. Nos salimos a fumar, me ofreció un porro y acabamos en la cama. Para mí eso había sido todo, yo ya había ganado, pero él insistió en volver a verme; encontró una pluma y me anotó su número en la pierna. No pude meterme a bañar hasta no haberlo apuntado en un papel.
Intentaba no pensar en él, pero no podía, no sé por qué. Nunca había salido con un chico de barrio, como diría mi mamá. La pasábamos genial, aunque me incomodaba evitar que nos vieran. Mi papá había trabajado en diferentes cargos públicos y siempre estaba en la mira de la prensa. Nos habíamos acostumbrado a comportarnos correctamente para no dar de qué hablar. Yo adoraba a mi papá y lo que menos quería era dañar su imagen.
Para verme con Ernesto, Julia me prestaba un pequeño departamento amueblado, de los muchos que rentaba. Llevé algo de ropa para fingir que vivía ahí. Así pudimos conocernos mejor y compartir cosas íntimas como los poemas que escribía; se notaba su falta de conocimiento de las letras, pero cada frase tenía algo fascinante y único. El gran problema era su manera de ganar dinero. No solo fumaba marihuana, sino que también la vendía.
Yo había perdido la cabeza al grado de olvidarme por completo de mi viaje de intercambio a Milán. Había estado enamorada muchas veces, pero jamás había sentido una conexión como esa. No sabía qué hacer; no quería defraudar a mi papá.
De pronto, Ernesto dejó de llamar y de responder mis mensajes. ¡Me sentí tan estúpida!, todos mis novios hacían lo mismo, se alejaban sin ninguna explicación. Me preguntaba qué era lo que hacía mal. Estaba totalmente desanimada, ni siquiera tenía ganas de comer, ni de salir. Me pasaba los días en pijama. Finalmente decidí continuar con los planes de irme de intercambio. ¡Maldito Ernesto!
Un año después regresé a México. En mi fiesta de bienvenida, papá me presentó a Manuel, estuvimos saliendo durante tres años; no fue un romance intenso, pero sí bastante cómodo, sin conflictos. Todos decían que éramos la pareja perfecta, así que nos casamos.
La semana pasada fui a una despedida de soltera de mis amigas de la Ibero. Todas manoseaban al estríper, excepto yo. Entonces, Julia comenzó a contarles sobre la apuesta de hace años, hostigándome con que toquetear al muchacho; lo hice furiosa, con tal de que me dejaran en paz, ya estaba pasada de copas y me dijo riéndose, que Ernesto me había dejado una carta en el departamento diciendo que había estado en la cárcel: “¡Pobre idiota!”, remató.
Todos estos días he tratado de convencerme de que fue lo mejor, ¿qué tipo de vida hubiera tenido? El amor se me habría pasado en poco tiempo y quizá hubiera perdido el cariño de mi padre. Aunque al final de cuentas mi destino estaba escrito: viviría con un traficante de drogas; la diferencia es que Manuel vende cocaína y además es el proveedor de papá.
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lizortizsblog · 6 months
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Lili
Elizabeth Ortiz
Ella era muy linda: rubia, de ojos azules, muy delgada y de piernas largas. Tenía una cabellera desproporcionada, más abundante del lado izquierdo y la mirada dulce pero intrigante. Era también el centro de atención de las visitas y la causa de algunas disputas con mi madre.
Podríamos decir que éramos casi de la misma edad, quizá yo fuese unos meses o un año mayor, pero desde que tengo memoria ella estuvo presente. Durante nuestra niñez nos cambiamos muchas veces de casa. En esos cambios mi madre se deshizo de varios juguetes, pero nunca de Lili. No sé en realidad quién me la regaló, en su momento mi mamá me lo dijo, de eso sí estoy segura; en esa época no era algo importante, de lo contrario lo recordaría. Yo creo que fue mi tía Carmen. Estoy segura también, de que fue mamá quien le puso el nombre. Siendo adulta llegué a la conclusión de que la llamó Lili porque la muñeca era marca Lili Ledy, debió pensar que sería mejor no llamarla de otro modo.
Ella era parte de la decoración, de esas cosas a las que se les deja de prestar atención con el tiempo y que simplemente están ahí. De vez en cuando me encargaba de arreglarla un poco; trataba de peinarla, aunque era muy difícil: tenía el pelo bastante grifo, así que mejor se lo recogía. Le limpiaba la cara y el cuerpo con un trapo húmedo y le ponía ropita que era mía ya que Lili medía aproximadamente un metro.
Algo que me hacía enfurecer era cuando le atribuían características diabólicas y que la usaran para asustar a los niños, o a la gente que creía en ese tipo de cosas, asumiendo que cobraba vida por las noches.
Unos días después de haberme casado, regresé a casa de mis padres y comencé a revisar las cosas que no me había llevado. Mi mamá me sentenció: “¡A Lili no te la llevas!”. A pesar de su agresión, no discutí con ella; en primer lugar, porque sería inútil y en segundo porque no sabía si quería llevármela, sería un poco raro haberlo hecho. De algún modo su amenaza me liberó de la responsabilidad de tener que cargar con ella.
Años después subí a la habitación de mi madre y me quedé conmocionada: encontré a Lili mutilada, le faltaban dos dedos, estaba sucia, semidesnuda y con la cara rayoneada. ¡Estaba furiosa! Sentí como si hubieran ultrajado a mi hermana, ¿y dónde había estado mi madre para defenderla si tanto la quería? Todo había sido producto de sus celos y de su egoísmo. Bajé corriendo a reclamarle, pero no sirvió de nada, solo se encogió de hombros y me dijo: “¡Ay, tú ni la pelabas!”. Tuve que tragarme mi coraje sin poder decirle nada.
Después de la muerte de mamá no supe qué pasó donde quedó Lili ni quién le cortó los deditos. Me olvidé por completo del asunto, pero tengo una foto en donde estoy en mi andadera y llevo puestos los zapatitos de Pluto que ella usaba; cuando veo esa foto me acuerdo de ella con mucha nostalgia y a la vez con esa sensación de culpa por haberla abandonado y por no haberla defendido. Y peor aún que el crimen de su agresión se haya quedado impune. Como que de algún modo busco su perdón.
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lizortizsblog · 7 months
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lizortizsblog · 7 months
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Un amigo entrañable
Elizabeth Ortiz
Llevaba más de seis meses en la nueva preparatoria y no había logrado hacer un solo amigo; bueno, es que ni siquiera había intentado tenerlo. Todo me daba igual. Ni siquiera era capaz de extrañar a mi madre, ni me conmovía el recuerdo de verla llorar cuando tomé el autobús para irme a estudiar a la capital.
Lo que rompía un poco mi pasividad era el constante acoso de Genaro, que durante algún tiempo se conformaba con que le diera algunas monedas para dejarme en paz. Un día estaba más alterado y quería que le diera todo mi dinero, no era mucho, pero si se lo daba estaría en aprietos. Me resistí y me empujó contra la pared; luego empezó a apretarme el cuello, en eso apareció David, un chico de último semestre; bueno, que llevaba algún tiempo repitiendo el último semestre. Bastó con un grito y que levantara la mano para que Genaro me soltara. Nunca entendí por qué ese grandulón sentía simpatía por mí.
Las clases había terminado. David apoyó su brazo sobre mis hombros y mientras caminábamos me decía que no volviera a soltarle un solo centavo a mi atacante; él se las arreglaría para que me dejara tranquilo.
Yo no sabía que hacer, solo caminaba hacia donde me llevaba mi nuevo amigo, asintiendo a todo lo que decía. Mis respuestas eran precisas y sin ningún tipo de detalle. Cuando me di cuenta, llegamos a un lugar algo raro, era como una tienda, pero al fondo había mesas, estaba lleno de chicos de la preparatoria y una que otra chica. Fuimos caminando hasta la del fondo, aunque en realidad no era una mesa, era una gran rueda de madera, como si fuera un carrete de hilo gigante Los bancos eran unas cubetas de pintura.
David me presentó a sus cinco amigos, yo estaba junto a Juan quien de inmediato destapó una cerveza para mí. Me sentía atrapado. No quería estar en ese lugar, pero no encontraba el momento ni la manera de escapar. Tenía mucha sed, así que comencé a beber algo rápido la cerveza, fue así como comencé a relajarme. De pronto, las palabras salían de mi boca con bastante elocuencia y facilidad, había captado la atención de todos; no recuerdo nada de lo que les decía, pero sí que los hacía reír bastante, excepto a Pedro, él se encontraba justo frente a mí y sacó una botella, supongo que de ron o algo así y comenzamos a beber.
Sin saber cómo, me encontraba en una especie de concurso bebiendo shots de tequila y me hacía cada vez más popular. Al único al que seguía sin agradarle era a Pedro, estaba tan enojado de que le hubiera quitado la atención que acabó por irse. Y yo me había convertido en toda una celebridad. O al menos eso creía, no podía confiar en todos mis recuerdos, quizá solo eran alucinaciones.
Lo que me hizo creer que esa tarde había alcanzado cierta fama, es por la manera en que me trataban mis compañeros los días siguientes, incluso las chicas comenzaban a hablarme; me gustaba mi nueva vida, aunque esa sensación de plenitud duró muy poco tiempo. El gastar mi dinero en alcohol en lugar de comida empezaba a traer sus consecuencias, me estaba metiendo en líos económicos porque mis camaradas habían dejado de invitarme los tragos. Comencé a pedir prestado a todo mundo. Mi papá había recortado mi presupuesto al ver que mis notas bajaban en la escuela y por el modo en la que le contestaba cuando me llamaba. Le demostraba además una total apatía cuando me citaban con él en la oficina del coordinador.
Poco a poco me volví de nuevo indiferente.
Así transcurrían los días, hasta que me quedé solo como al principio. Ya ni siquiera a Genaro le interesaba pedirme dinero. Lo único bueno que hice en esa época fue lograr las calificaciones mínimas para terminar la preparatoria.
El único que no me abandonó nunca fue el alcohol, él sigue siendo mi único amigo.
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lizortizsblog · 9 months
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Sin razón
Elizabeth Ortiz
Al nacer, comencé a sufrir, no me consta, pero tengo razones para creerlo. Aunque pensándolo bien, todo pudo haber comenzado en el vientre de mi madre o quizá mucho tiempo atrás.
He sufrido por muchas causas, a veces más, a veces menos. La mayoría de ellas con justificación, excepto cuando sufro por pensar. Creo que la gente que no piensa no sufre. “¡Todo está en la mente!”, escucho decir con regularidad.
En los momentos en que la vida me sonríe, mis pensamientos siguen trabajando, empeñándose en sembrar mis más profundos temores, haciéndome sentir que todo mi bienestar es frágil y que cualquier enfermedad, problema o circunstancia, pueden traicionar mis expectativas. Siento miedo de lo que no es real.
Detesto cuando en mi mente es de noche y me siento atrapada por siempre, en esa penumbra emocional.
Lucho constantemente por disipar mis dudas, recordando los aprietos más desafiantes que, muchas veces, me han hecho triunfar. Pero mi fortaleza es efímera, basta un solo comentario para sentirme devastada nuevamente, poniéndome de cara ante mi propio defecto: mi inseguridad.
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