Tumgik
siuttif · 3 years
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El Holandés Errante
Mientras el minutero del reloj de pared rebasaba suavemente la manecilla de las horas, todavía enhiesta, el calendario automático, situado bajo la esfera, se estremeció bruscamente y al número diez le sucedió el once.
Salvo aquel ligero espasmo, tal vez atribuible a un imperfecto funcionamiento del mecanismo, las plaquitas en que estaban inscritos los signos «noviembre» y «1998» permanecieron inmóviles. En la sala de control, dotada de aire acondicionado, un termómetro situado junto a la puerta señalaba invariablemente una temperatura de 68° Fahrenheit.
No había nadie en la sala de control para observar el reloj, el calendario, el termómetro, la pantalla de radar o cualquiera de los diversos indicadores instalados en las paredes o en las mesas. Aun suponiendo la presencia de empleados o intrusos, no les hubiera sido posible leer señal alguna ya que la oscuridad era completa. No sólo estaban apagadas las luces de la sala; tupidos cortinajes las protegían contra los traicioneros rayos de la Luna que eventualmente pudieran reflejarse en las superficies pulimentadas.
La ausencia de luz y de personal técnico no alteraba el trabajo de los prodigiosos aparatos del aeropuerto, pues habían sido diseñados para funcionar automáticamente con una inteligencia casi humana y con una precisión que sobrepasaba a la del hombre en cualquier emergencia, excepto en los casos de un ataque directo del enemigo o de un tiro cercano que averiara no sólo los instrumentos sino también los aparatos de reparación y ajuste.
Cuando el sonar y el radar captaron el sonido y la imagen de una aeronave que se aproximaba por el norte, instantánea y correctamente fue identificada como amiga; en efecto, era un RB-87 que regresaba a su base. La información fue transferida a las baterías antiaéreas, a la oficina de información, situada a treinta millas de distancia; a los tabuladores que registraban el curso de los bombarderos, al control de combustible oculto a gran profundidad y al depósito de municiones, protegido por capas y más capas de cemento y plomo.
No existía balizaje automático en el aeropuerto, por supuesto, pero esto no significaba inconveniente alguno para el poderoso bombardero de ocho motores, ya que no dependía de percepciones y reacciones humanas sino de un cálculo matemático totalmente ajustado a su plan de vuelo, sensible a la más sutil variación atmosférica, a la configuración del terreno, e incluso a una repentina imperfección de su propio mecanismo. Durante el vuelo, segundo tras segundo, estos instrumentos calculaban, compensaban y mantenían a la aeronave en la ruta prevista.
El RB-87, ajustado a la velocidad y dirección del viento, así como a cierto número de factores, apuntó la proa hacia la pista de cemento de dos millas de longitud y se deslizó suavemente sobre ella, hasta el final, para detenerse finalmente con las hélices girando en punto muerto entre dos trazos de pintura: el lugar exacto que indicaban los cálculos que regían su navegación.
Mientras se detenían los motores y las hélices giraban cada vez con mayor lentitud, los complejos servicios de la base aérea comenzaron a funcionar, al detectar los instrumentos de la oscura sala de control la invisible imagen del bombardero que regresaba. Del depósito de combustible serpenteó una manguera aparentemente interminable, atravesando el campo; al acercarse al bombardero, sus movimientos reptantes se hicieron más pronunciados cuando, guiada por impulsos electrónicos alzó la cabeza y trepó por un costado del aparato, buscando a ciegas los vacíos tanques de gasolina. Un diminuto receptor le respondió al mensaje de un transmisor también minúsculo; saltó el tapón y el cuello de la manga se introdujo en la abertura. Este contacto actuó en las profundidades del depósito de combustible; comenzaron a funcionar las bombas y la larga manguera se puso rígida al pasar la gasolina por su interior. A muchos kilómetros de distancia comenzaron a trabajar las bombas, impulsando su carga a través de los oleoductos. Toda la maquinaria de una refinería se puso en movimiento para elaborar petróleo en crudo y enviarlo transformado en gasolina de alto octanaje. A medio continente de distancia, se elevaba desde las profundidades de un pozo de materia prima que iría a parar al interior de un depósito vacío.
La manguera de gasolina, pieza fundamental, era el aparato más simple de la sala de control. Llenos ya los tanques, el tapón del depósito en su sitio y la manguera enrollada en su horquilla, hicieron su aparición las maquinarias más complejas. La manguera de engrase se desplazaba de un motor a otro, los cuales vomitaban finas capas de aceite negro quemado, luego reemplazadas por lubricantes de un color verde-dorado, fresco y viscoso. El dispositivo mecánico de engrase, un increíble pulpo sobre ruedas, circulaba por el campo aplicando sus tentáculos a las innumerables junturas que requerían sus servicios. Al otro lado del campo, los dispositivos automáticos de carga transportaban su precioso equipo en lenta procesión. Iban al encuentro del bombardero y constituían también mecanismos complejos y sutiles, guiados por delicados artificios, que colocaban suave y cuidadosamente las valiosas bombas en las cavidades de la nave. Aguardaban pacientemente su turno, dispuestos y regulados contra toda posible colisión. Al igual que los aparatos de control de combustible, también eran el resultado de la labor de muchos servomecanismos; galerías subterráneas despachaban a gran profundidad el material de repuesto por medio de tubos neumáticos, que se introducían bajo la superficie de la tierra a varios kilómetros de profundidad.
Los poderosos motores se enfriaron. La veleta —una especie de cono de lona—, en lo alto de la torre del aeropuerto, se movió ligeramente. En la oscura sala de control, el reloj marcaba las 3:58. Débiles partículas de polvo se filtraron subrepticiamente a través de las rendijas de las ventanas y un pequeño trozo de cemento, desprendido por el viento, cayó al suelo. A unos cuantos kilómetros de distancia, una hilera de árboles secos y resquebrajados rehusaban ásperamente, con fúnebre tozudez, a doblegarse lo más mínimo ante las duras acometidas del viento.
Exactamente a las 4:50, un impulso eléctrico procedente de la sala de control, según normas predeterminadas, puso en marcha los motores del avión. Hubo un momento en el que falló el motor número siete, pero pronto recuperó el ritmo habitual. Durante un largo intervalo, los motores se calentaron. La aeronave emprendió la marcha con aparente impremeditación, pero en el exacto instante previsto.
La pista se extendía a gran distancia. Pese a ganar velocidad, parecía como si el avión se mantuviera pegado a ella, reacio a dejar tierra. Después de un ligero balanceo, se abrió al fin un espacio entre las ruedas y el cemento, que se agrandó con rapidez. El aparato se elevó a gran altura, sobrepasando por un amplio margen la red de cables de alta tensión que se extendía más allá del aeropuerto.
Ya en el aire pareció vacilar un momento, mientras los instrumentos medían y calibraban, pero no tardó en enfilar la proa hacia el norte, surcando con decisión el firmamento.
Volaba a enorme altura, por encima de las nubes, por encima de la sutil capa de aire oxigenado. Los motores palpitaban uniformemente, excepto el número siete, en el que de vez en cuando se percibían desfallecimientos y vacilaciones. Los expertos instrumentos del bombardero guiaban y comprobaban constantemente su vuelo, manteniéndolo en ruta hacia el objetivo a una altura fuera de posibles interferencias.
La pálida luz del amanecer hirió los contornos del avión sin resultado. La pintura pardusca del camuflaje no producía reflejos, pero aquí y allá aparecían ligeros rasguños, dejando al descubierto el brillante y traicionero aluminio. A medida que la luz se intensificaba, se hizo patente que tales desperfectos no eran sino pequeños signos de la debilidad del gran bombardero. Un golpe aquí, una abolladura allá, un cable deshilachado, una ligera erosión, señales que evidenciaban malos tratos, ominosas limitaciones. Sólo los instrumentos y los motores eran perfectos, aunque incluso éstos, considerando las alteraciones del número siete, no parecían destinados a durar indefinidamente.
Rumbo norte, rumbo norte, rumbo norte. El blanco había sido fijado, años atrás, por hombres maduros de rostro inexpresivo. La ruta fue establecida por hombres más jóvenes, con cigarrillos entre los labios, y los instrumentos esenciales fueron instalados por otros hombres todavía más jóvenes, envueltos en guardapolvos y mascando chicle. El blanco no era originalmente objetivo exclusivo del «Holandés Errante» —nombre que un mecánico jovial pintó años atrás en el fuselaje de la aeronave—, sino que estaba a cargo de un escuadrón completo de aviones del modelo RB-87, pues constituía un importante centro industrial, una parte esencial para el poder militar del enemigo cuya destrucción era necesaria.
Los hombres maduros que habían decidido el plan estratégico conocían muy bien la naturaleza de la guerra que estaban afrontando. Todo se había preparado cuidadosamente, teniendo en cuenta las posibles eventualidades. Planes de todas clases, cuantas alternativas eran posibles, se habían planificado con el mayor celo. Se daba por descontado que aquella capital y las ciudades más importantes serían destruidas casi de inmediato, pero los autores del plan habían ido mucho más allá de la simple descentralización. En las guerras precedentes, las operaciones finales dependían de los humanos, cuyo carácter frágil y falible conocían muy bien los estrategas. Pensaban con disgusto en la inutilidad de los soldados y mecánicos cuando se les somete a bombardeos ininterrumpidos o sufren los efectos de las armas químicas o biológicas, en los civiles refugiados en los más profundos rincones de las cavernas y minas subterráneas, con la voluntad anulada para la lucha e implorando servilmente el retorno de la paz. Los estrategas habían luchado ardorosamente contra este factor de incertidumbre. Organizaron una guerra no sólo completamente automatizada, sino además en la que botones y más botones actuasen en una cadena sin fin. La población civil podría encorvarse y temblar, pero la guerra no se detendría hasta alcanzar la victoria.
El «Holandés Errante» avanzaba velozmente hacia un blanco familiar servido y reforzado por una intrincada red de instrumentos, dispositivos, factorías, generadores, cables subterráneos y recursos básicos, todos ellos casi envidiables e inexpugnables, capaces de funcionar hasta el agotamiento, que no llegaría —gracias a su perfección— hasta dentro de cien años. El «Holandés Errante» volaba hacia el norte, una creación del hombre que ya no dependía de su autor.
Volaba hacia la ciudad que, largo tiempo atrás, había quedado convertida en pequeños cascos pulverizados. Volaba hacia las distantes pilas de baterías antiaéreas, donde los pocos cañones que todavía quedaban indemnes lo localizarían con sus pantallas de radar, apuntando y disparando automáticamente, para atraerlo al destino que sufrieron otros aviones a su imagen y semejanza. El «Holandés Errante» volaba hacia el país del enemigo, un país cuyos ejércitos habían sido aniquilados y cuyo pueblo había perecido. Volaba a tal altura que, desde un punto muy inferior al de sus extendidas alas y potentes motores, la superficie de la Tierra quedaba limitada por una gran línea curva. La Tierra, un planeta muerto en el cual hacía ya tiempo, mucho tiempo, que no alentaba ningún ser viviente.
Ward Moore, Flying Dutchman, 1951
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siuttif · 4 years
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Nostalgia del hogar
Uno, con aspecto de viajero, se me acercó y me dijo: ¿Cuál es el recorrido más corto de un lugar al mis­mo lugar?
Tenía el sol de espaldas, de manera que su cara era ilegible.
– Quedarse quieto, naturalmente –dije.
– Eso no es un trayecto –replicó-. El trayecto más corto de un lugar al mismo lugar es la vuelta al mundo –y se fue.
White Wynd había nacido y crecido, se había casa­do y convertido en padre de familia en la Granja Whi­te junto al río. El río la rodeaba por tres lados como si fuera un castillo: en el cuarto estaban las cuadras y más allá la huerta y más allá un huerto de frutales y más allá una tapia y más allá un camino y más allá un pinar y más allá un trigal y más allá laderas que se juntaban con el cielo, y más allá… pero no vamos a enumerar el mundo entero, por mucho que nos tiente. White Wynd no había conocido más hogar que éste. Para él sus muros eran el mundo y su techo el cielo.
Por eso fue tan extraño lo que hizo.
En los últimos años apenas cruzaba la puerta. Y a medida que aumentaba su desidia le aumentaba el de­sasosiego: estaba a disgusto consigo mismo y con los demás. Se sentía, en cierta extraña manera, hastiado de cada instante y ávido del siguiente.
Se le había endurecido y agriado el corazón para con la esposa y los hijos a los que veía a diario, aunque eran cinco de los rostros más bondadosos del mundo. Recordaba, en destellos, los días de sudor y de lucha por el pan en que, al llegar a casa al atardecer, la paja de la techumbre ardía de oro como si hubiese ángeles allí. Pero lo recordaba como se recuerda un sueño.
Ahora le parecía que podía ver otros hogares, pero no el suyo. Éste era meramente una casa. El prosaísmo había hecho presa en él: le había sellado los ojos y ta­pado los oídos.
Finalmente algo aconteció en su corazón: un vol­cán, un terremoto, un eclipse, un amanecer, un dilu­vio, un apocalipsis. Podríamos acumular palabras des­comunales, pero no nos acercaríamos nunca. Ochocientas veces había irrumpido la claridad del día en la cocina desnuda donde la pequeña familia se sentaba a desayunar al otro lado de la huerta. Y a la ochocientas una el padre se detuvo con la taza que es­taba pasando en la mano.
–Ese trigal verde que se ve por la ventana –dijo so­ñolientamente-, relumbra con el sol. No sé por qué… me recuerda un campo que hay más allá de mi hogar. ¿De tu hogar? —chilló su esposa—. Tu hogar es éste.
White Wynd se levantó, y pareció que llenaba la estancia. Alargó la mano y cogió un bastón. La alargó de nuevo y cogió un sombrero. De ambos objetos se levantaron nubes de polvo.
–Padre –exclamó un niño-, ¿adónde vas? –A casa –replicó. –¿Qué quieres decir? Ésta es tu casa. ¿A qué casa vas? – A la Granja White junto al río. —Es ésta.
Los estaba mirando tranquilamente cuando su hija mayor le vio la cara.
– ¡Ah, se ha vuelto loco! –exclamó, y se cubrió la cara con las manos. –Te pareces un poco a mi hija mayor –observó el padre con severidad-. Pero no tienes la mirada, no, no esa mirada que es una bienvenida después de una jor­nada de trabajo. –Señora –continuó volviéndose hacia su atónita es­posa con ceremoniosa cortesía-, le agradezco su hos­pitalidad, pero me temo que he abusado de ella dema­siado tiempo. Y mi casa… –¡Padre , padre, por favor, respóndeme! ¿No es ésta tu casa?
El anciano movió vagamente el bastón.
Las vigas están llenas de telarañas y las paredes es­tán manchadas de humedad. Las puertas me aprisio­nan, las vigas me aplastan. Hay mezquindades y dis­putas y resquemores ahí detrás de las rejas polvorientas en que he estado dormitando demasiado tiempo. Aunque el fuego brama y la puerta está abierta. Hay comida y ropa, agua y fuego y todas las artes y miste­rios del amor allá en el fin del mundo, en la casa donde nací. Hay descanso para los pies cansados en el suelo alfombrado, y para el corazón hambriento en los ros­tros puros.
–¿Dónde, dónde?
En la Granja White junto al río.
Y traspuso la puerta, y el sol le dio en la cara.
Y los demás moradores de la Granja White perma­necieron mirándose los unos a los otros.
White Wynd estaba detenido en el puente de tron­cos que cruzaba el río con el mundo a sus pies. Y una fuerte ráfaga de viento vino del otro límite del cielo (una tierra de oros pálidos y maravillosos) y lo alcanzó. Puede que algunos sepan lo que es para un hombre ese primer viento fuera de casa. A éste le pare­ció que Dios le había tirado del cabello hacia atrás y lo había besado en la frente.
Se había sentido hastiado de descansar, sin saber que el remedio entero estaba en el sol y el viento y en su propio cuerpo. Ahora casi creía que llevaba puestas las botas de siete leguas.
Iba a casa. La Granja White estaba detrás de cada bosque y detrás de cada cadena de montañas. La buscó como buscamos todos el país de las hadas, en cada vuelta del camino. Únicamente en una dirección no la buscaba nunca, y era en la que, sólo mil yardas atrás, se levantaba la Granja White, con la techumbre de paja y las paredes encaladas brillando contra el azul ventoso de la mañana.
Observó las matas de diente de león y los grillos y se dio cuenta de que era gigantesco. Somos muy dados a considerarnos montañas. Lo mismo son todas las co­sas infinitamente grandes e infinitamente pequeñas. Se estiró como un crucificado en una inmensidad inabarcable.
–Oh, Dios, creador mío y de todas las cosas, escucha cuatro cantos de alabanza. Uno por mis pies que me has hecho fuertes y ligeros sobre Tus margaritas; otro por mi cabeza, que me has alzado y coronado sobre las cuatro esquinas de Tu cielo; otro por mi corazón, del que has hecho un coro de ángeles que cantan Tu glo­ria, y otro por esa perlada nubecilla de allá lejos sobre los pinos de la montaña.
Se sentía como Adán recién creado: de repente ha­bía heredado todas las cosas, incluidos los soles y las estrellas.
¿Habéis salido alguna vez a pasear?
El relato del viaje de White Wynd podría ser una epopeya. Se lo tragaron por las grandes ciudades y fue olvidado: pero salió por el otro lado. Trabajó en las canteras y en los muelles país tras país. Como un alma transmigrante, vivió una sucesión de existencias: una partida de vagabundos, una cuadrilla de obreros, una dotación de marineros, un grupo de pescadores, lo consideraron el último acontecimiento de sus vidas, el hombre alto y delgado de ojos como dos estrellas, las estrellas de un antiguo designio.
Pero jamás se apartó de la línea que circunda el globo.
Un atardecer dorado de verano, sin embargo, se topó con lo más extraño de todos sus viajes. Subía pe­nosamente una loma oscura que lo ocultaba todo, como la misma cúpula de la tierra. De pronto lo invadió un extraño sentimiento. Se volvió a mirar hacia la vasta extensión de hierba para ver si había alguna linde, porque se sentía como el que acaba de cruzar la frontera del país de los elfos. Con un carillón de pasiones nuevas repicándole en la cabeza, asaltado por recuerdos confusos, llegó a lo alto de la colina.
El sol poniente irradiaba un resplandor universal. Entre el hombre y él, allá abajo en los campos, había lo que parecía a sus ojos anegados una nube blanca. No, era un palacio de mármol. No, era la Granja White junto al río.
Había llegado al fin del mundo. Cada lugar de la tierra es principio o fin, según el corazón del hombre. Ésa es la ventaja de vivir en un esferoide achatado por los polos.
Estaba atardeciendo. La loma herbosa en la que es­taba se volvió dorada. Tuvo la sensación de que se ha­llaba en medio de fuego en vez de hierba. Estaba tan quieto que los pájaros se posaron en su bastón.
Toda la tierra y su esplendor parecían celebrar el regreso al hogar del lunático. Los pájaros que volaban hacia sus nidos lo conocían, la Naturaleza misma esta­ba en su secreto: era el hombre que había ido de un lu­gar al mismo lugar. Pero se apoyaba con cansancio en su bastón. En­tonces alzó la voz una vez más:
–Oh, Dios, creador mío y de todas las cosas, escucha cuatro cantos de alabanza. Uno por mis pies, por tener­los doloridos y lentos, ahora que se acercan a la puerta; otro por mi cabeza, por tenerla inclinada y cubierta de canas, ahora que Tú la coronas con el sol; otro por mi corazón, porque le has enseñado con el dolor y la espe­ranza dilatada que es el camino lo que hace el hogar, y otro por esa margarita que hay a mis pies.
Descendió por la ladera y se adentró en el pinar. A través de los árboles pudo ver la roja y dorada puesta de sol posándose en los blancos edificios de la granja y en las verdes ramas de los manzanos. Ahora era su ho­gar. Pero no pudo serlo hasta que se fue de él y hubo regresado. Ahora él era el Hijo Pródigo.
Salió del pinar y cruzó el camino. Saltó la tapia baja y se metió por entre los frutales, atravesó el huerto y pasó los establos. Y en el patio empedrado vio a su es­posa que sacaba agua.
Gilbert K. Chesterton, The Coloured Lands, 1938
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siuttif · 4 years
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Vendrán lluvias suaves
Vendrán lluvias suaves - Agosto de 2026
La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!
En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
—Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California. Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara.
—Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.
En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
—Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno!
Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.
A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.
Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.
“Las nueve y cuarto”, cantó el reloj, “la hora de la limpieza”.
De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.
Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.
Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
Cuento de Ray BradburyLa casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló, temblando, en el porche.
La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó una voz.
Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.
Las dos y treinta y cinco.
Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.
Las cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.
De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.
Era la hora de los niños.
Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.
Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
—Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?
La casa estaba en silencio.
—Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera.
Una suave música se alzó como fondo de la voz.
—Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece…
Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas;
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesara que haya terminado.
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba,
apenas sabrá que hemos desaparecido.
El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.
A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.
La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.
—¡Fuego! – gritó una voz.
Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
—¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.
Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.
El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.
En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…
Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!
Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
—Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis, hoy es…
Ray Bradbury, The Martian Chronicles, 1950
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siuttif · 4 years
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El gato bajo la lluvia
Sólo dos americanos había en aquel hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.
Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.
La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.
–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.
–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.
–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!
El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.
–No te mojes –le advirtió.
La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.
–Il piove –expresó la americana.
El dueño del hotel le resultaba simpático.
–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.
Se quedó detrás
Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes.
Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.
–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.
Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.
–Ha perduto qualque cosa, signora?
–Había un gato aquí –contestó la americana.
–¿Un gato?
–Sí il gatto.
– ¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír– ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?
–Sí; se había refugiado en el banco –y después–: ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito.
Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.
–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.
–Me lo imagino –dijo la extranjera.
Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Il padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.
– ¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.
–Se fue.
– ¿Y dónde puede haberse ido? –preguntó él, abandonando la lectura.
La mujer se sentó en la cama.
– ¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba. No debe resultar agradable ser un pobre gatito bajo la lluvia.
George se puso a leer de nuevo.
Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.
– ¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.
George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rasurada como la de un muchacho.
–A mí me gusta como está.
– ¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.
George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.
– ¡Caramba! Si estás muy bonita – dijo.
La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.
–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.
– ¿Sí? –dijo George.
–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.
– ¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.
Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.
–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.
George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza.
Alguien llamó a la puerta.
–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro.
En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato color carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.
–Con permiso –dijo la muchacha– il padrone me encargó que trajera esto para la signora.
Ernest Hemingway, In Our Time, 1925
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siuttif · 4 years
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La conspiración de las mujeres hermosas
Cuando Jorge Allen, el poeta, se cruzaba con alguna mujer hermosa, caía en el más hondo desasosiego. Esta muchacha no será para mi — pensaba mientras la veía doblar para siempre la esquina.
Es que cada mujer que pasa frente a uno sin detenerse es una historia de amor que no se concretará nunca. Y ya se sabe que los hombres de corazón sueñan con vivir todas las vidas.
En ocasiones especiales, Allen usurpaba el tranco de las más buenas mozas para decirles algo. 
— Vea: si no me conoce, no podrá usted darse el lujo de olvidarme. Pero casi siempre ocurría lo mismo. Las pibas de Flores no mostraban el menor interés en olvidar o recordar al poeta. 
Cabe ahora mismo salir al paso de la suspicacia general, aclarando que Allen era un joven de grata y recia figura. Además era muy versado en amorosas cuestiones. En verdad, casi no se ocupaba de otra cosa.
Una tarde, envenenado por la fría mirada de una morocha en la calle Bacacay, el hombre tuvo una inspiración: sospechó que la indiferencia de las hembras más notables no era casual. Adivinó una intención común en todas ellas. Y decidió que tenia que existir una conjura, una conspiración.
El la llamó La Conspiración de las Mujeres Hermosas. 
Allen nunca fue un sujeto de pensamientos ordenados. Pero su idea interesó muchísimo a las personas más reflexivas del barrio de Flores. El primer fruto que se recuerda de estas inquietudes fue la memorable conferencia en el cine San Martín pronunciada por el polígrafo Manuel Mandeb.
Su título fue "De las mujeres mejor no hay que hablar" vale la pena transcribir algunos párrafos conservados en la dudosa memoria de supuestos asistentes.
"...Nadie puede negar el poder diabólico de la belleza. Se trata en realidad de una fuerza mucho más irresistible que la del dinero o la prepotencia. Cualquiera puede despreciar a quien lo sojuzga mediante el soborno o el temor. Por el contrario uno no tiene más remedio que amar a quien le impone humillaciones en virtud de su encanto. Y esta es una trágica paradoja.
"...Las mujeres hermosas de este barrio conocen perfectamente la calidad de sus armas y las utilizan con el único fin de provocar el sufrimiento de los hombres sensibles. Ostentan su belleza y sin embargo no permiten que uno la disfrute. Cuentan dinero delante de los pobres. Esta perversa conducta no puede ser inconsciente. Obedece, sin duda a un plan minuciosamente pensado.
"...Cada vez que me acerco a una señorita para presentarle mi respeto. no recibo otra cosa que gestos de desagrado, gambetas ampulosas y aún amenazas de escándalo. Ya no se puede ceder el paso a una dama sin que se sospeche que está por perpetrarse una violación."
Desde la cuarta fila, un grupo de colegialas le retrucó al conferenciante, llamando su atención acerca del comportamiento de los conductores de camionetas. Opinaban las niñas que estos profesionales, más que requerirlas de amores parecían proponerse insultarlas. 
Este que escribe opina que la objeción es interesante. Con toda frecuencia se ven por las calles individuos que lejos de postularse como admiradores de las señoritas que se les cruzan, proceden a agraviarlas con frases puercas.
Aquí surge un tema polémico. ¿En qué consiste el piropo? ¿Cuál es su objeto y esencia?
Algunos sostienen que se trata de un género artístico: Un hombre ve a una mujer, se inspira y suelta párrafos. No existe la esperanza de una recompensa, basta con la satisfacción de haber cumplido con los duendes interiores. 
Si este es el criterio correcto, la actitud de los conductores de camionetas es perfectamente comprensible. Tal vez quepan reparos de índole académica. Se puede opinar que es artísticamente superior un madrigal que un manotazo, pero ambas expresiones se encuadran rigurosamente en la definición que se ha sugerido anteriormente. 
Otra corriente —menos desinteresada— piensa que todo piropo manifiesta la intención de comenzar un romance. Vale decir que se espera de la dama que lo recibe una respuesta alentadora.
Difícil será —por cierto— que alguien obtenga una sonrisa a cambio de una grosería. El asunto es apasionante y fue desarrollado por el propio Mandeb, mucho después, en un libro que se llamó "La objeción de las colegialas", titulo que despertó un equivocado entusiasmo entre los conductores de camionetas. 
Pero volvamos a la conferencia.
Manuel Mandeb presentó durante su exposición a un italiano y a un brasilero, quienes —dificultosamente— expresaron que, en sus países, los idilios se concertaban en forma rápida entre personas desconocidas y que muchas veces bastaba con leves gestos para entenderse bien.
Curiosamente, el propio conferencista desautorizó a sus invitados. 
"...Está muy bien reclamar la tolerancia de las señoritas. Pero todo amorío debe presentar una cantidad razonable de escollos. Para serles franco, no quisiera saber nada con una mujer capaz de entreverarse en dos minutos con un tipo como yo." 
La conferencia terminó en un tumulto. Varias conspiradoras asistentes empezaron a quejarse de recibir propuestas indecorosas de los caballeros vecinos. Probablemente se trataba de conductores de camionetas.
Los Refutadores de Leyendas hicieron oír su voz algunos días más tarde. En una de sus habituales reuniones manifestaron que no creían en la posibilidad de la conspiración. El argumento de los racionalistas merece consideración: según ellos las mujeres hermosas se odian entre si y es inconcebible cualquier tipo de acuerdo. Declararon también que es falso que esta estirpe no haga caso de los hombres: todos los días uno ve hermosas muchachas acompañadas por algún señor.
Ya en el colmo de la locura, los Hombres Sensibles contestaron que allí estaba el punto: el señor que acompaña a las mujeres hermosas es siempre otro y esto provoca aún más tristeza que cuando uno las ve solas. No sería extraño que estas damas y sus acompañantes no fueran sino íncubos y súcubos que recorren el mundo para dar dique a las almas sencillas. 
Ives Castagnino, el músico de Palermo, razonaba de este modo: si el propósito de las mujeres terribles es hacer sufrir a los hombres, tienen dos maneras de lograrlo:
1) No viviendo un romance con ellos.
2) Viviéndolo.
Según parece, al músico lo aterrorizaba mucho más la segunda posibilidad.
Como puede suponerse, las mujeres hermosas consultadas negaron siempre la existencia de la conjura. De cualquier modo, hay que reconocer que la encuesta no fue demasiado amplia. En primer lugar, las señoritas entrevistadas desconfiaban de los encuestadores y pensaban —con toda razón— que trataban de seducirlas. Y por otra parte resulta una verdadera ingenuidad que, quienes son capaces de una gesta tan oscura, se presten a revelar el secreto precisamente a sus víctimas. 
Como suele ocurrir en estos casos, el tema de discusión se bifurcó innumerables veces y tomó el rumbo de los tomates. Hubo quienes pidieron que se aclararan los límites de la hermosura para saber cabalmente quiénes eran las mujeres que alcanzaban esa categoría.
La cuestión es ardua, como todo juicio estético. Se pueden tener en cuenta —quizá— algunos indicios. Se dice que si una dama es muy linda, las demás la tendrán por tonta. Pero no puede tomarse este lugar común como precepto, pues es cosa evidente que existen mujeres que, siendo tontas, son al mismo tiempo feas. Inclusive hay gente que sostiene haber conocido señoritas hermosas e inteligentes, lo cual para mi gusto es demasiado.
El asunto se torna todavía más complejo a causa de la acción de los Agrandadores de Loros, unos caballeros más bien babosos que con halagos y falsedades consiguen que ciertos bagayos se crean la reina del corso. Así, los hombres de corazón llegan a padecer la violencia de verse rechazados por damas que jamás pensaron seducir. 
La tarea de los Agrandadores ha ido muy lejos y ha llegado incluso a las tapas de las revistas y avisos de publicidad, donde se proponen a la admiración de la gente de toda clase de pescados con disfraz de Colombina.
Pero los Hombres Sensibles siempre supieron cuando se hallaban ante la presencia de una mujer hermosa. Sentían lo que Mandeb describía como una patada en el corazón. Y no se equivocaban nunca. 
A decir verdad, jamás se alcanzaron a reunir pruebas convincentes sobre la existencia de la conspiración. Pero sus efectos se siguieron padeciendo.
Pese a todo, Allen, Mandeb y todos sus amigos siguieron recorriendo las esquinas haciendo fuerza para creer que detrás de alguna puerta iba a aparecer la mujer que les salvaría la vida.
Por suerte para los muchachos, hubo siempre entre las filas conjuradas algunas Traidoras Adorables.
Naturalmente toda traición tiene su precio y muchas veces la exigencia era el amor eterno. Los Hombres de Flores pagaban una y otra vez este arancel. 
La denuncia de Jorge Allen ya ha sido olvidada en el barrio del Angel Gris. Pero aunque nadie converse sobre el asunto, basta con asomarse a la puerta para comprobar que las cosas siguen como entonces.
Allí están las mujeres hermosas en Flores y en toda la ciudad, gritando con sus miradas de hielo que no están en nuestro futuro ni en nuestro pasado. 
Allí está la abominable secta de las Chicas con Novio, poniéndonos ante la espantosa verdad de que siempre hay un hombre mejor que uno.
El camino para derrotar a esta moralla es largo y penoso, pero seguirlo es deber de los criollos arremetedores. No hay más remedio que quererlas a pesar de todo. Y más todavía, tratar de que a uno lo quieran. Esta segunda labor es especialmente complicada y puede llevar la vida eterna. Consiste —por ejemplo— en ser bueno, aprender a tocar el piano, convertirse en héroe o en santo, estudiar las ciencias, comprarse una tricota nueva, lavarse los dientes, ser considerado y tierno y renunciar a los empleos nacionales.
Una vez hecho todo esto, ya puede el hombre enamorado, pararse en la calle y esperar el paso de la primera mujer hermosa para decirle bien fuerte:
— He sufrido mucho nada más que para saber su nombre.
Seguramente, la tipa fingirá no haber oído, mirará al horizonte y seguirá su camino.
Pero será injusto.
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siuttif · 4 years
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Música
Nuevamente estoy sentado en mi modesto rincón de la sala de conciertos, un rincón que me gusta pues no tengo a nadie sentado detrás, y nuevamente oigo murmurar el callado bullicio, y la abundante luz de la sala repleta resplandece alegre y suave sobre mí, mientras espero, leo el programa y palpo la dulce expectación, que pronto se elevará al máximo con el golpe de batuta del director y acto seguido se descargará y se resolverá con el primer acorde turgente de la orquesta. No sé si vibrarán altas y estimulantes como insectos en la danza del solsticio de verano esa noche de julio, si se iniciarán con toques de trompa, claros y alegres, si se alentarán sordas y pesadas en bajos apagados. No conozco la música que hoy me espera, y estoy lleno de presentimientos e inquisidora expectación, lleno de deseos, las cosas como sean, y lleno de anticipación y de confianza en que será muy hermosa. Pues unos amigos me lo han asegurado.
Delante, en la gran sala blanca, se han formado las filas para la batalla. Arriba se alzan los contrabajos y se balancean silenciosos con sus cuellos de jirafa. Los cellistas pensativos se inclinan obedientes sobre sus cuerdas; ya casi han terminado de afinar, triunfante y sugestiva me llega una última nota tentativa de un clarinete.
Ha llegado el precioso momento; el director se incorpora alto y negro, las luces de la sala se han apagado de pronto, atemorizadas, la tarima está fantásticamente iluminada, una lámpara invisible alumbra poderosa la blanca partitura. Nuestro director, a quien todos amamos con gratitud, ha dado un golpecito con la batuta, ha levantado los dos brazos y permanece de pie tenso y erguido, en apremiante preparación. Echa atrás la cabeza, incluso a sus espaldas se intuyen las miradas imperiosas de general, agita las manos como si fueran las puntas de unas alas, y, en el acto, breves,  rápidas, espumantes oleadas de violín inundan la sala, el mundo y mi corazón. Han desaparecido el pueblo y la sala, el director y la orquesta, todo ante mis sentidos, en nuevas formas. ¡Ay del músico que ahora intentara construirnos un mundo mezquino, miserable, a quienes aquí aguardamos, un mundo inverosímil, artificial, falso!
Pero no, estamos ante un maestro. Éste extiende una ola, ancha y poderosa sobre el vacío y el abismo del caos, y sobre la ola asoma una roca, un islote aislado, un refugio tembloroso sobre la profundidad del mundo, y encima de la roca hay un hombre, el hombre, solitario en el infinito y su corazón late con reconfortante lamento en el desierto inmutable. En él alienta el sentido del mundo, la aguarda el infinito inconcreto, su voz solitaria interroga en la inmensidad vacía y su pregunta da forma, orden, belleza al desierto. Aquí hay un hombre, un maestro a decir verdad, pero ahora se detiene conmovido y vacilante sobre el abismo, y hay horror en su voz.
Sin embargo, fijaos, el mundo le responde, la melodía inunda lo increado, la forma penetra el caos, el sentimiento vuelve a resonar en los espacios infinitos. Se produce la maravilla del arte, la repetición de la creación. Voces responden a la pregunta solitaria, miradas salen al encuentro del ojo que busca, las palpitaciones y posibilidades del amor alborean elevándose sobre el vacío y, a la luz de la aurora de su joven conciencia, el primer hombre toma posesión de la tierra complaciente. En él florece el orgullo y una profunda emoción satisfecha, su voz crece y domina, difunde el mensaje del amor.
Se hace silencio; ha terminado la primera frase. Y, nuevamente, volvemos a escuchar al hombre, cuyo ser y espíritu nos engloba a todos. La creación prosigue su curso, aparece la lucha, aparece la miseria, aparece el sufrimiento. El hombre se levanta y se lamenta, hasta estremecernos el corazón, sufre el amor no correspondido, vive el terrible aislamiento del conocimiento. La música se agita quejosa en el dolor, una trompa clama implorante como si no pudiera más, el violonchelo llora abiertamente, la conjunción de muchos instrumentos destila una estremecedora aflicción, pálida y sin esperanza, y de la noche del dolor brotan melodías, recuerdos de una felicidad perdida, como constelaciones desconocidas en una triste inmensidad helada.
Pero la última frase devana un hilo de dorado consuelo de la tristeza. ¡Oh, cómo se eleva el oboe y vuelve a hundirse lloroso! Los enfrentamientos se resuelven en hermosa claridad, las feas perturbaciones se disuelven y de pronto lucen calladas y argentinas, los dolores se dispersan avergonzados en risas liberadoras. La desesperación se transforma suavemente en reconocimiento de la necesidad; la alegría y el orden retornan aumentados y más llenos de promesas; reaparecen estímulos y bellezas olvidadas y se unen en nuevas danzas. Y todo se funde, el sufrimiento y el placer, y se eleva más y más en grandes coros; se abren los cielos y dioses triunfantes lanzan reconfortantes miradas sobre las torres cada vez más altas de los anhelos humanos. Recompuesto, conquistado y pacificado se mece el mundo por un dulce instante, que dura seis compases, ¡feliz en su satisfecha perfección, excelso y satisfecho de sí mismo! Este es el fin. Mudos aún por la enorme impresión, intentamos liberarnos a través del aplauso. En medio del bullicio de los exaltados minutos de aprobador aplauso, comprendemos, cada uno corrobora en sí mismo y en los demás, que acabamos de experimentar algo grande y espléndidamente bello.
Algunos  músicos «profesionales» consideran incorrecto y de una muestra de diletantismo que el oyente vea imágenes durante una interpretación musical: paisajes, hombres, mares, tormentas, momentos del día y estaciones del año. A mí, que soy un lego hasta el punto de no ser capaz de identificar exactamente la tonalidad de una pieza, la contemplación de imágenes me parece buena y natural; por otra parte también la he encontrado en buenos músicos profesionales. Evidentemente, no todos los oyentes debían ver lo mismo que yo, ni mucho menos, en el concierto de hoy: la gran ola, el islote del hombre solitario y todo lo demás. Pero, sin embargo, pienso que esa música ciertamente debió evocar en cada oyente la misma imagen de un desarrollo y una existencia orgánica, de una formación, una lucha y un sufrimiento y, finalmente, de un triunfo. Un buen caminante podría tener perfectamente ante los ojos las imágenes de una larga y arriesgada excursión a los Alpes, un filósofo, el despertar de una conciencia y su devenir y padecimientos hasta la madura aceptación agradecida, un devoto el vagabundeo de una alma extraviada que se aparta de Dios y su retorno a un Dios más grande, más puro. Pero a nadie que hubiera escuchado atentamente podría haberle pasado por alto la curva dramática de esa composición, el camino que conduce del niño al hombre, del devenir al ser, del destino individual a la reconciliación con la voluntad del absoluto.
A veces he comprobado que en ciertas novelas o folletones satíricos y humorísticos se hace mofa de lastimosos tipos de asistentes a conciertos, personajes dignos de toda compasión: el hombre de negocios que piensa en valores durante la marcha fúnebre de la Heroica, la mujer rica que acude a un concierto de Brahms para exhibir sus joyas, la madre que lleva una hija casadera al mercado al compás de los acordes de Mozart, y todas las figuras de este tipo que nombrarse puedan. Sin duda deben existir gentes como esas, de lo contrario sus imágenes no aparecerían con tanta frecuencia en la literatura.
Pero, a pesar de ello, a mí siempre me han parecido increíbles y he seguido considerándolas incomprensibles. Puedo comprender que alguien acuda a un concierto como quien va a una reunión o a una ceremonia oficial: indiferente y embotado, o tentoso, es algo humano y merece una sonrisa. Yo mismo, toda vez que no puedo fijar personalmente los días de actuación, he acudido alguna vez a un concierto sin una buena y atenta disposición, cansado, o de mal humor, o enfermo, o lleno de preocupaciones. 
Para que haya gentes capaces de escuchar indiferentes una sinfonía de Beethoven, una serenata de Mozart, una cantata de Bach, cuando ya baila la batuta y se agitan ondulantes las notas, sin emoción ni exaltación, sin temor y vergüenza o tristeza, sin dolor ni estremecimientos de satisfacción —eso es algo que nunca he llegado a comprender—. Difícilmente puede haber alguien mucho menos entendido que yo en el aspecto técnico —¡apenas soy capaz de leer las notas!—, pero, sin embargo, hasta el más miserable no iniciado tendría que ser sensible a las obras de los grandes maestros, más que a ningún otro aspecto del arte, ¡tratan de la vida humana en su faceta más elevada, de lo más serio y lo más importante para mí, y para ti, y para todos! Ahí está justamente el secreto de la música, que apela a nuestro espíritu, pero en su totalidad, no apela a la inteligencia, ni a la cultura, trasciende a todas las ciencias y todas las lenguas para exponer de múltiples, pero en último sentido siempre evidentes, formas el espíritu del hombre. Cuanto más grande el maestro, menos restringida será la validez y profundidad de su perspectiva y su experiencia. Y también: cuanto más perfecta sea la forma puramente musical, tanto más directo será su dulce impacto sobre nuestro espíritu. Tanto si el maestro sólo pretende expresar sus propios estados anímicos de la forma más vigorosa y penetrante, como si persigue con añoranza un sueño de belleza pura, más allá de sí mismo, en ambos casos su obra resultará comprensible y tendrá un impacto directo sin más. La técnica sólo interviene mucho después. Es bonito y útil saber que Beethoven no escribió las notas del violín a la medida de la mano en determinada pieza, que en cierto lugar Berlioz intenta una audacia desusada con una entrada de la trompa, que el vigoroso impacto de tal y cual pasaje reposa sobre un punto del órgano, sólo es el efecto sonoro de un amortiguamiento de los violonchelos, o lo que sea, pero no es indispensable saberlo para disfrutar de la música.
Y yo incluso creo que, en ciertos casos, un no iniciado emite juicios más correctos y más puros sobre la música que muchos músicos. No son escasas las obras que pasan sin pena ni gloria para el no iniciado, como un juego agradable, pero sin importancia, a pesar de que su maestría técnica seduce grandemente a los conocedores. Del mismo modo, también los literatos estimamos algunas obras poéticas, sin ningún encanto para el inocente. Pero no sé de ninguna gran obra de un auténtico maestro que sólo haya tenido impacto sobre los enterados. Además, los no iniciados también tenemos la fortuna de poder gozar profundamente de una bella obra a pesar de una interpretación parcialmente deficiente. Nos levantamos con los ojos humedecidos y nos sentimos conmovidos, exhortados marcados, purificados, apaciguados hasta lo más profundo del alma, mientras el experto discute la interpretación de un compás, o no ha disfrutado en absoluto por culpa de una entrada imprecisa.
Ciertamente, el conocedor también tiene a cambio sus placeres, que nos están vedados a los ignorantes. Sin embargo, justamente las escasas grandes interpretaciones de una sonoridad única: la armonía de un cuarteto de cuerda formado sólo por antiguos instrumentos muy costosos, el dulce embrujo de un raro tenor, la cálida plenitud de una extraordinaria voz de contralto, todo ello lo capta, de manera muy elemental, cualquier oído sensible independientemente de todo conocimiento. Participar en ello es cuestión de sensibilidad espiritual, no de cultura, aunque como es lógico, también es posible educar el goce de los sentidos. Y algo parecido ocurre con la actuación de los directores. En el caso de obras de gran valor, la categoría de la interpretación nunca vendrá determinada sólo por la maestría técnica del director, sino mucho más por su sensibilidad humana, amplitud de espíritu, su entrega personal.
¡Qué sería de nuestra vida sin música! Pues, no tienen por qué ser sólo conciertos. En miles de casos basta teclear el piano, basta un silbido, un canto o un tarareo agradecido, o incluso rememorar mudamente unos compases inolvidables. Si a mí, o a cualquier persona medianamente musical, nos quitaran los corales de Bach, las arias de la Flauta mágica y el Fígaro, si las prohibieran o nos las hicieran olvidar por la fuerza, sería como la pérdida de un órgano, como haber perdido la mitad, la totalidad de un sentido. Cuántas veces, cuando ya nada nos sirve, cuando ni siquiera el azul del cielo y la noche estrellada pueden alegrarnos y no existe para nosotros ningún libro de poesía, cuántas veces surge entonces el recuerdo atesorado de un canto de Schubert, un compás de Mozart, un acorde de una misa, una sonata —oídos no sabemos ya cuándo ni dónde—, y brilla con luz clara, y nos reanima, y pone manos amorosas sobre dolorosas heridas… ¡Ay, qué sería de nuestra vida sin música!
Hermann Hesse, El Arte del Ocio, «Die Schweiz», tomo 19, 1915
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