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alfonsofierroo · 5 years
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El mural anónimo
No sé si alguna vez entré, pero cuando era niño pasaba muy seguido frente al Teatro Insurgentes. A diferencia de los edificios de alrededor, ese teatro era especial porque tenía un mural en su fachada. No sabía quién lo había pintado ni tampoco entendía de lo que se trataba, pero era entretenido observar sus colores y sus formas desde la ventana del coche. Pasaba por ahí los domingos porque a mis papás les gustaba comer a veces en el Charco de las Ranas, una taquería que estaba cerca de ahí en Río Mixcoac. El regreso a mi casa lo recuerdo de memoria: el toldo amarillo, naranja y café de la taquería, la estatua del charro (Jorge Negrete), el Parque de la Bola y la iglesia con forma de planeta, la fuente de agua puerca de Barranca del Muerto donde el Tabú se metía a nadar cuando lo sacaba a pasear y al fondo la barda de la Liga Maya, nuestros rivales (yo iba en la Olmeca, que estaba arribita).
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La ciudad de la infancia es como un mapa desteñido. Se compone de unos cuantos islotes, unas cuantas rutas, la casa y la escuela. Fuera de eso hay sitios a los que uno va a veces, pero no sabemos ni llegar ni salir, son como un sueño, radican más allá de nuestro mundo. Uno de esos domingos de entonces, saliendo de algún lugar cerca del Teatro Insurgentes, mi papá y yo tratábamos de parar un taxi que nos llevara de regreso a casa. Mi mamá y mis hermanas se habían llevado el coche a otro lado. Luego de quince minutos sin que pasara nadie, mi papá se hartó y me dijo que empezáramos a caminar hacia la casa hasta que un taxi se nos cruzara en el camino. Nunca nos detuvimos. Pasamos por lugares conocidos, pero de una forma en la que se volvían diferentes. Igual y ningún taxi apareció nunca, aunque el camino era largo. O igual y mi papá se dio cuenta que yo lo estaba disfrutando y decidió seguir.
Crecer en la ciudad pasaba por extender las fronteras geográficas de la infancia, que eran fronteras sociales también. Los maestros de la secundaria a veces te mandaban en grupo al Museo de Antropología o al Centro. En la estación de Barranca del Muerto había que bajar una enormidad, los siete niveles del inframundo. Después había que transbordar en Tacubaya –que era una ciudad en sí– y luego de un rato aparecías en la superficie de otro lugar. En los vagones del metro había un mapa que conectaba los lugares de siempre (Barranca, Mixcoac, Viveros) con lugares desconocidos, mal ubicados o intrigantes (Camarones, Etiopía, Salto del Agua). También aparecía todo eso que sabíamos de memoria sin darnos cuenta (la magia del PRI): la historia nacional (Cuauhtémoc, Hidalgo, Zapata) o los símbolos de la posrevolución en los que esa historia nacional supuestamente desembocaba (Centro Médico, Tlatelolco, Universidad). Según el mapa del metro, la ciudad tenía sentido.
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Este semestre leí con mis estudiantes Las batallas en el desierto. La última clase, les puse la canción de Café Tacuva y, ya hacia el final de la hora, traté de explicarles que ese libro era importante para mí –y creo que para otros de mi generación– porque se leía en secundaria, justo en el momento en que la ciudad se nos abría. El libro se trataba de eso, de crecer en la ciudad, en otra ciudad de México (“Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país”), pero una de la que quedaban vestigios y que era como la prehistoria del despeñadero en el que nosotros crecimos. Al igual que en Las batallas, la ciudad estaba cambiando: AMLO había construido el primer tramo del segundo piso del Periférico tan rápido como pudo. En Las Flores, cerca de mi secundaria, nunca terminaron de hacer una bajada, así que una ballena de concreto quedó colgando de ahí para siempre, las varillas oxidadas escurriéndose hacia abajo como intestinos. Unas cuadras más arriba había otra obra en Luz y Fuerza, la calle donde estuvo mi primer casa y en la que los sábados se ponía uno de esos mercados naranjas. Esa calle con nombre tan posrevolucionario ya se estaba convirtiendo en lo que es ahora: un socavón espantoso en cuyo fondo pasan coches a toda velocidad. Todo se conectaba: salir a la ciudad solos, verla transformarse, leer Las batallasy luego escuchar Café Tacuva, cuyas canciones hablaban de todo esto: del metro, de Carlos y Mariana, de las calles y los barrios, de la chilanga banda…
En uno de los primeros festivales a los que fui tocaron Café Tacuva, Kinky y Placebo, que me gustaba mucho (with six months off for bad behavior!). Esa fue la primera vez que presencié en vivo lo importante que era Cafeta para los chilangos, la forma cómo prendían a tanta gente, a todo el Foro Sol, y sobre todo esa magia que tenían para hacer que durante un set, mientras tocaban, se borraran muchas de esas barreras sociales que dividían a la ciudad y que luego luego reaparecían. Creo que a ese festival fui con Pedro, Rafa, Sayas y otros de ellos, pero no me acuerdo muy bien. Después, en la prepa, fui a otros festivales, ahí sí seguro con Pedro. Al Vive Latino, donde tocaban bandas que en ese entonces nos gustaban mucho y que hoy ya se nos olvidaron, bandas que luego íbamos a perseguir al Bull (y qué lugar tan raro era este, por cierto. Una mansión arabesca en pleno Mixcoac, un sueño orientalista atrapado entre Patriotismo y Revolución, entre una Comercial Mexicana y la estación del metro). Antes del Vive no hablábamos de otra cosa, ni después tampoco. Durante un fin de semana, la vida más allá de las bardas del Autódromo Hermanos Rodríguez no tenía mayor importancia. En el Vive se vivía algo parecido a lo del concierto de Cafeta, creo. En el Vive se bebía cerveza y las parejas se abrazaban en las lentas. Estoy casi seguro que fue ahí donde probé la mota por primera vez, rolada por alguien. Cuando pienso en el Vive, me acuerdo de estar bailando Instituto Mexicano del Sonido ya casi de noche, a punto de cerrar, todos bien prendidos haciendo una víbora de la mar. Busqué el video y me sorprendió encontrar esto:
(Creo que soy el que aparece viendo a la nada en el segundo 00:50)
youtube
(¿Soy este guey?)
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(Puede que sí)
No sé en qué momento la ciudad se convirtió en algo más, en un tema sobre el que pensar y hablar y escribir. Ahora estoy por empezar una tesis que se tratará de escritores, arquitectos y artistas que, después de la Revolución, se imaginaron ciudades perfectas, ciudades ideales a través de las cuales se podría modelar un nuevo país, un país moderno. Algunas de estas ideas quedan por ahí, en Tlatelolco o en Ciudad Universitaria y otros lugares del estilo. Últimamente, cuando voy a la ciudad de México, me gusta darme vueltas por todos estos sitios. A veces tomo fotos y la subo a Instagram, como estas del espacio escultórico, de la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, de la Casa Ortega de Luis Barragán o la Ruta de la Amistad en el Periférico Sur: 
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No me siento solo. Siento que tengo cómplices reales y virtuales qué también quieren saber cómo llegamos hasta aquí, así, en estas condiciones. Ahora ya sé que el mural del Teatro Insurgentes es de Diego Rivera, que lo pintó en los cincuentas, que aparece Cantinflas por ahí y que, como mucha de su obra, es un intento de narrarlo todo: la historia entera del teatro en México que sea también y se entrelace con la historia de México como tal, desde la conquista y las pastorelas hasta llegar ahí, a las puertas del Teatro Insurgentes, a la modernidad. Apenas el otro día, mi amigo Pedro me estuvo platicando de un mural en el Circuito Interior que le interesa. No sabemos de quién es, ahora mismo se trata de otro anónimo. Estoy seguro que la próxima vez que me escriba o que vayamos por mezcales en México ya habrá averiguado algo. Pienso que quizá su interés por el mural sea parecido a lo mío con el Teatro Insurgentes, uno de esos puntos en la ciudad que hemos visto desde siempre pero nunca averiguamos lo que eran en realidad. Por raro que parezca, pienso que tal vez algún día también de estos tiempos sentiremos nostalgia.  
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alfonsofierroo · 6 years
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Un texto sobre Tomás Sarraceno que escribí para los amigos de Arquine
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alfonsofierroo · 6 years
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Taller Capital: Parque Hídrico La Quebradora
El Parque Hídrico La Quebradora en Iztapalapa está actualmente en construcción por Taller Capital y un equipo del IIS de la UNAM coordinado por Marcelo Perló Cohen. En la página de Taller Capital hay también otras de sus intervenciones arquitectónicas en torno al problema del agua, incluyendo un módulo temporal e itinerante y una intervención en el patio del Museo del Eco. Acá:
http://www.tallercapital.mx/index.php?cat=construccion&id=2
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alfonsofierroo · 6 years
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“Y él, Huitzilopochtli, luego planta su juego de pelota, luego ya coloca su tzompantli, y luego ya por esto obstruyen el barranco, la cuesta empinada, allá se junta, se represa el agua –se hizo por disposición de Huitzilopochtli– y luego les dijo a sus padres, a ellos, a los mexicanos: “¡oh, mis padres! pues ya se represó el agua, plantad, sembrad sauce y ahuehuete, caña, tule, flor de atlacuezonalli, y ya echan simienta los peces, las ranas, los ajolote, los camaroncitos, los anemeztes, los gusanillos pantaneros, la mosca del agua, el insecto cabezón y el gusanillo lagunero, y los pájaros, el pato, el ánade, el quechilton, el tordo, los acollatlauhque, los tozcacoztique. Y Huitzilopochtli dijo luego: “este gusanillo lagunero pues es ciertamente carne mía, sangre mía, color mío”. 
En Francisco Alvarado Tezozómoc, Crónica Mexicayotl (1609)
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alfonsofierroo · 6 years
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Obra Negra
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Un ensayo sobre Ixtapa, Xilitla y la obra negra permanente que escribí para Tierra Adentro: https://www.tierraadentro.cultura.gob.mx/obra-negra/ 
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alfonsofierroo · 6 years
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Extended Architectures: LANZA Atelier at SFMOMA
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From March 31 to July 29, the SFMOMA “New Work” series featured the young Mexican architecture practice LANZA Atelier, founded in 2015 by Isabel Abascal and Alessandro Arienzo. The exhibit focused on three pieces: Mesa Nómada(Steps Table), Estructuras Compartidas(Shared Structures), and S/N(Without Number). While varied in scope, approach, and discipline, a ludic yet still critical perspective that is characteristic of LANZA’s work as a whole managed to unite the three pieces in question.
The first, Mesa Nómada, may be seen as a playful rethinking of the dining table and the social structures and hierarchies that often organize its tacit arrangements. Estrcuturas Compartidas, the second piece, consists of a series of axonometric models of important residential buildings of modern Mexico (particularly Mexico City), from Juan Segura’s classic Edificio Ermita to Mario Pani’s ambitious Tlatelolco housing complex to more contemporary interventions such as Alberto Kalach’s Reforma 27. These carefully rendered works offer a unique perspective on the important landmarks in question, often revealing nuances, details, and symmetries that escape the urban viewer of the buildings and even their photographic record. Together, the series may be regarded as an unimposing, personal, itinerary through modern and contemporary architecture in Mexico: an archeology of the different architects, projects, and sites that continue to inform young practices such as LANZA. The third piece, S/N, proposes a series of models and drawings meant to recover and repurpose the abandoned infrastructure of neighborhood police watch posts built in Mexico City in the 1980s. LANZA proposes to turn these clustered, residual sites into small communitarian projects such as libraries, playgrounds, recycling units, and observatory decks. Together, these interventions could represent nodes in an urban web of rescued public spaces. “Departing from the idea that security is built by citizen participation,” argues Arienzo in a recent interview, “the potential for different, yet interconnected programs may turn out to be a successful experiment.”[1]Perhaps a photographic record of the current state of the structures in question would have been helpful to fully convey the social and urban potential of this project for Mexico City.
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Although relatively small, the exhibit was able to transmit LANZA’s extended approach to architecture, which includes creative design, curatorial practice, investigative architecture, site-specific installations, and potential urban proposals like S/N. As a matter of fact, the exhibit attests to the growing field of extended architectures in Mexico: practices for which this concept surpasses by far the conventional association of architecture with permanent construction. Installations, ephemeral structures, temporary pavilions, research and forensic architecture are only a few noteworthy examples. This growing field is a result of spaces for research and investigation such as the Beca FONCA Jóvenes Creadores with which LANZA created the S/Nseries, as well as a result of the emergence of spaces and commissions for site-specific installations such as the yearly Pabellón del Eco in Mexico City. Important contemporary architects such as Frida Escobedo and Rozana Montiel have consolidated their trajectories through many of these emerging spaces. Along with Escobedo’s commission for the Serpentine Gallery Pavilion in London this year and the 2016 installation by the young Escobedosoliz practice in the MOMAPS1, the exhibit also attests to the growing interest that these extended architectures are producing not only locally, but at an international level.
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[1]Pedro Hernández Martínez. “S/N: recuperar la infraestructura urbana.” Arquine, 7 de mayo de 2018: http://www.arquine.com/lanza-atelier-recuperar-infraestructura/  
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alfonsofierroo · 6 years
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Movimientos en el espacio
Un ensayo que apareció en Arquine: 
https://www.arquine.com/movimientos-en-el-espacio-la-tallera-de-siqueiros/
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alfonsofierroo · 6 years
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Ciudades Proletarias: Tres lugares del cardenismo
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Un ensayo que publicaron los amigos del CECLI acá: 
https://ceclirevista.com/2018/06/20/ciudades-proletarias-los-lugares-del-cardenismo/ 
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alfonsofierroo · 6 years
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Los mapas de ninguna parte
Un ensayo que apareció en Tercera Vía: 
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http://terceravia.mx/2018/04/los-mapas-ninguna-parte-una-reflexion-la-utopia/
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alfonsofierroo · 7 years
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Olvidamos las palabras con las que llamábamos a las cosas, los nombres de nuestros juegos, los apodos de viejos compañeros que ahora tal vez trabajen en una oficina o quizá estén casados. Olvidamos la clave con la que nos descubríamos en las escondidas, olvidamos la frase que gritábamos al tocarnos uno a otro en “las traes”, olvidamos también los nombres –algunos fantásticos y otros más bien horribles y estúpidos– de los territorios que aparecían en ese mapa viejo del mundo que se usaba para un juego de mesa, del que también ya olvidamos el nombre. 
Olvidamos incluso que nos habíamos olvidado de todo esto. 
–¿Pero qué hay en un nombre?– me preguntó Guillermo ayer, mientras jugábamos con una vieja memoria que encontramos en el armario de la casa de sus padres (ya muertos). 
Según un escritor oscuro, en un lenguaje del que hace mucho se perdió todo rastro había más de cinco mil palabras para decir camello. 
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alfonsofierroo · 7 years
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Beatriz
Cuando tenía dieciocho años, unos meses antes de entrar a la UNAM, mi tío Alberto me marcó por teléfono para que fuera a casa de Beatriz, mi tía abuela, a ver qué libros de su biblioteca me interesaban para quedarme. Beatriz Garza había sido lingüista del Colegio de México, parte de una generación en la que muy pocas mujeres tenían la oportunidad de hacer lo que ella hizo: estudiar una carrera, salir por un doctorado a Francia, volver a México para trabajar como investigadora académica en una de las instituciones más prestigiosas del país. Mis dos abuelas eran amas de casa, madres de cinco hijos, esposas de vendedores que vivían frente a frente en el suburbio clasemediero que era Las Águilas. Si ambas terminaron trabajando de secretarias o correctoras, esto tuvo que ver con cuestiones familiares o económicas que lo hicieron necesario. Beatriz había tenido una vida diferente desde el principio y había muerto apenas unos meses antes de la llamada de Alberto. Los últimos años los había pasado muy sola, sobre todo tras su ruptura definitiva con Clara, hija y sobrina de dos de los grandes filólogos de la vieja guardia. En esos últimos años, más bien tristes, Beatriz se había distanciado de ella y de buena parte de sus amistades. En su funeral no estuvimos más que la familia –poca– y por eso fue Alberto el encargado de arreglar todos los asuntos posteriores, incluyendo la cuestión de la biblioteca. Unos días después de su llamada quedamos de vernos en el departamento de Beatriz, detrás de cuyos ventanales se veía el Parque Hundido. Horas después salí con dos o tres cajas de libros, mientras que el resto se empacó para ser donado a la biblioteca del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.
           Conocíamos a Beatriz, pero a una cierta Beatriz. La que venía a casa de los abuelos en Navidad y repetía plato tres veces, la que discutía con mi abuela, la que a veces tenía problemas en los que Alberto o mi papá tenían que intervenir, problemas que por lo general involucraban alcohol. Nos reíamos de su gabardina que la hacía parecer un detective gordo y jorobado, de la vez en que a sus sesenta y tantos se compró una moto con todo y goggles, de cuando mi abuela le regaló unos calcetines de Navidad. Beatriz era para nosotros un personaje excéntrico, medio loco, frío y amistoso a la vez. Pero en cambio sabíamos muy poco de su otra vida, de sus investigaciones en el Colegio, sus intereses intelectuales o los libros que había escrito. Sólo éramos conscientes de que se había peleado con todo mundo en el Colegio. Ella sabía que a mí me interesaba la literatura y aprobó que fuera a ir a la UNAM cuando se lo dije, pero ya para entonces ella estaba demasiado lejos como para que una relación entre nosotros fuera posible. Una de las pocas conversaciones que recuerdo en este sentido tuvo lugar en casa de mi abuelos cuando yo tenía quince o dieciséis años y ella me recomendó leer Retrato del artista adolescente, no sé por qué. Pero lo hice, y no entendí ni la mitad, mucho menos el genio de Joyce que sólo se me revelaría en las dos relecturas del libro durante la carrera. No fue sino hasta la tarde en la que fui a revisar sus libros, cuando ella ya había muerto, que tuve un vistazo de esa otra mujer, un vistazo al que todavía le faltaban muchas piezas para completarse en una imagen coherente.
           Estas piezas empezarían a aparecer una vez que entré a la UNAM a estudiar literatura y lingüística. Entonces comprendí que muchos de los libros de su biblioteca pertenecían al estructuralismo, una corriente de pensamiento que había sido muy poderosa en los años sesenta, que había cambiado para siempre nuestra forma de aproximarnos al lenguaje y la cultura pero que ya para entonces todos los profesores (buenos) criticaban desde distintos frentes. Aún así lo criticaban con respeto, pensando en el contexto en el que había surgido, leyéndolos con cuidado, rescatando aquellas cosas de Barthes, Saussure, Genette, Levi Strauss, Todorov o cualquier otro que les parecían rescatables, vinculándolo al posestructuralismo de Kristeva y Derrida o al trabajo de Mijail Bajtín, que desde algún rincón de la Unión Soviética los había rebasado sin que se dieran cuenta. Beatriz era estructuralista, claro que lo era. Era lingüista y había estudiado su doctorado en Francia durante el apogeo del movimiento. Entonces me la imaginé cautivada en Burdeos por esa idea de que el lenguaje, la literatura y la cultura misma eran sistemas de los que había que descubrir las partes básicas, su posición diferencial en el todo y las combinaciones posibles entre ellas, convencida de que si uno hacía esto con suficiente claridad sería capaz de entender todo lo que había que entender de la literatura, el lenguaje o lo que fuera, obsesionada como muchos de ellos por categorizar, leyendo con avidez El nombre de la rosa, uno de los libros que estaban en su biblioteca y me llevé a casa (Y yo mismo lo leí fascinado las vacaciones después de mi primer año, cuando creía que sabía todo de teoría literaria, incluyendo estructuralismo y semiótica). Conforme avancé en la carrera, el nombre de Beatriz surgió en varias partes: en algunas clases, en referencias a la Historia de la literatura mexicana que coordinó para Siglo XXI, en la Nueva Revista de Filología Hispánica del Colegio de México que yo hojeaba lleno de admiración en los pasillos de la Samuel Ramos y en la que ella no sólo había contribuido con varios artículos sino que también había dirigido unos años. Entendí además que Beatriz pertenecía a una generación intelectual que incluía a figuras como Antonio Alatorre, Huberto Batis o José Moreno, entre otros, además de a un puñado importante de mujeres que todavía por entonces veía en la facultad, ya fuera en clases o en conferencias. Luz Aurora Pimentel, por ejemplo, o la gran Margit Frenk. Mujeres que, como ella, se habían formado a contracorriente, batallando en distintos frentes por su género y su sexualidad, que eran intelectuales poderosas en un mundo de hombres y un país de machos. Mujeres que se parecían a Beatriz, que me recordaban a ella por cómo se vestían y cómo hablaban, pero que al mismo tiempo me daba la impresión de que eran más felices o que por lo menos tenían sus vidas bajo control, mientras que Beatriz se había dejado ir muchos años antes de su muerte.
           También sucedió algo que modificó un poco la idea que yo tenía de su relación con mi abuela. Sabía que eran cercanas, pero ignoraba la naturaleza de su relación o los matices que esta debió haber tenido. De lo que estaba muy al tanto era de que mi abuela y sus hijos fueron al final el último asidero de Beatriz a un mundo fuera de sí misma. También sabía que mi abuela había sido correctora en el Colegio de México, un trabajo que al parecer le gustaba pero que tuvo que dejar tras una operación en la columna de la que ya nunca se repuso, operación que le dejó un dolor continuo y una amargura que en sus peores momentos la hacía hostil, pero en sus mejores la dotaba de un sentido muy refinado de la ironía. Su programa favorito esos últimos años era Six Feet Under, lo cual creo que dice suficiente al respecto.
           Un día, yo, Fernando, Renato, Alejandro y otros amigos esperábamos en el pasillo del segundo piso de la facultad a que llegara Aurelio González, nuestro profesor de literaturas de los Siglos de Oro e investigador del Colegio de México. Siempre lo esperábamos afuera porque él solía llegar tarde y algunos del grupo fumaban por la ventana. Cuando llegó y entramos al salón delante de él, Aurelio se volteó conmigo.
–Yo quise mucho a tu abuela– me dijo, antes de sentarse encima de su escritorio como lo hacía, con las patas colgándole como a un duende gordo.
       El comentario me dejó intrigado, en primer lugar porque no entendí cómo supo que yo era su nieto, tal vez porque reconoció el nombre y apellido de mi abuelo. Pero tampoco sabía –esto me lo explicó Alberto después– que mi abuela había trabajado para él haciendo corrección de estilo y edición. Así que  en los días siguientes me quedé pensando en estos asuntos y sólo entonces se me ocurrió que quizá en otro tiempo la relación entre las dos hermanas dos había sido diferente, que antes no sólo era mi abuela la encargada de cuidar a Beatriz sino que ambas se ayudaban mutuamente hasta el punto de que Beatriz la hubiera ayudado a conseguir trabajo en un momento en el que ella lo necesitaba.
           Pero nada de esto me ayudó a entender lo que pasó con Beatriz en algún punto de su vida, cuando empezó a hundirse. Y es cierto que todavía a veces, cuando estoy en México y veo sus libros en casa, siento una gran admiración por la mujer que fue en sus mejores momentos, por todas las batallas que una mujer homosexual nacida en 1940 tuvo que haber librado para llegar hasta donde llegó y por el coraje necesario para hacerlo. Pero también me preguntó cuál habrá sido esa corriente salvaje que la poseyó y la consumió, que la alejó de prácticamente todo el mundo, que la hundió en sus últimos años en un estado tan próximo al delirio. Me pregunto si fue la ambición o la soledad, los golpes de una realidad adversa o las adicciones con las que ella creía defenderse. Pero claro que esa respuesta no la encontraré ni en sus libros ni en ningún otro lado. Quizá ni siquiera ella misma la supiera.
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alfonsofierroo · 9 years
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Girl Saying Goodbye de Phillip Larkin (Fragmento)
Mary Cox in tennis socks
Mary Cox in shorts
Teacups tinkling in the breeze
Tables underneath the trees
And Mary Cox with suntanned knees
In tennis socks and shorts. 
White lines drawn across the lawn
And Mary Cox in shorts
Jug and glasses in the shade
Lilac trees and lemonade
Racquet-presses carefully laid
Beside the tennis-courts. 
But summer dies and summer skies
Grow cloudily in my thoughts
Yet still as in a crystal creeps
The shadow of a rose that sleeps
And Mary Cox’s shadow leaps
in tennis socks and shorts. 
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alfonsofierroo · 9 years
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En ese instante, lo apuntaron las bocas ahumadas de los fusiles, y oyó letra por letra las encíclicas cantadas de Melquíades, y sintió los pasos perdidos de Santa Sofía de la Piedad, virgen, en el salón de clases, y experimentó en la nariz la misma dureza del hielo que le había llamado la atención en las fosas nasales del cadáver de Remedios. ¡Ah, carajo! –alcanzó a pensar– Se me olvidó decir que si nacía mujer la pusieran Remedios. Entonces, acumulado en un zarpazo desgarrador, volvió a sentir todo el terror que le atormentó en la vida. El capitán dio la orden de fuego. Arcadio apenas tuvo tiempo de sacar el pecho y levantar la cabeza, sin comprender de dónde fluía el líquido ardiente que le quemaba los muslos. ¡Cabrones! –gritó– Viva el Partido Liberal!
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad
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alfonsofierroo · 9 years
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We Used to Wait (Arcade Fire)
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alfonsofierroo · 9 years
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Preparé un generador de poemas (semi) aleatorios con base en "Los nueve monstruos" de César Vallejo, "Humano, demasiado humano" de Nietzsche y "Human after all" de Daft Punk. A ver qué tal les parece. 
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alfonsofierroo · 9 years
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Fridge Poetry V (Here's a metaphor) #AestheticPiece
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alfonsofierroo · 9 years
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Fridge Poetry IV (Capture Clock)
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