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delicadxs · 5 years
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圣诞快乐
El Xin Fung está en la esquina de Rancagua y Seminario. Por algún motivo extraño, sus paredes están cubiertas de piso flotante, y el suelo es de baldosas con diseño de madera. Las mesas están dispuestas con manteles grandes color crema (que combinan con los forros de las sillas) y otros más chicos encima, de color escarlata.
Al mediodía, tres jóvenes centroamericanos (dos hombres y una mujer), vestidos con poleras azul marino, limpian el piso del local, las dos grandes ventanas, la puerta de vidrio. Detrás del mostrador, sobre una repisa que cubre toda la pared, reposan tres dioses de porcelana vestidos de suntuosas túnicas. Son Shou Xing, Fu Xing, y Lu Xing (en adelante Fushoulu, el acrónimo de sus nombres), que vigilan la faena de limpieza.
Vienen del taoísmo y, en la religión china (que es sincrética y, fundamentalmente, se trata de la adoración de los ancestros, algo así como si el tío curado de la familia fuera un dios para las siguientes generaciones), prometen longevidad, éxito y felicidad. Esa religión, en China, es la inclinación espiritual más popular, luego del agnosticismo y el ateísmo juntos. Pero más allá de nuestros fetiches orientalistas (de esos que adornan las películas de Wes Anderson), a esta hora en Shenzhen las calles están decoradas con pinos sintéticos, copos de nieve, guirnaldas de lucecitas y pelotitas plásticas con brillantina. A los empresarios chinos, en estas fechas, no les interesa la mística oriental y no desaprovechan la oportunidad que esta celebración cristiana les presenta. En todo caso, la llegada de esta tradición occidental no es bien recibida por todos los chinos; hay quienes defienden sus tradiciones.
Ese parece ser el caso del Xin Fung. Allí no hay decoraciones rojas, doradas ni verdes. No hay bolas de agua con plumavit adentro. No hay rastro de bastones de azúcar o galletas de jengibre. No hay un mísero muñeco de nieve ni suenan villancicos. Lo más parecido a un decorado navideño en todo el local son las botellas de Coca-Cola (todos sabemos que es la bebida favorita del Viejo Pascuero).
A la una de la tarde, Fushoulu se enfrentan a una larga fila de oficinistas. Vienen en grupos, juntan mesas y conversan estrepitosamente. Es diciembre y hace calor. Arrancando del aire húmedo y ruidoso que se toma el local, un chino de no más de treinta años, vestido a la denim-on-denim, se sienta en las escaleras de la entrada del restorán amarillo-pato a tomar sombra y aire fresco hasta que la (tortuosa y dichosa) hora de colación termine.
A las cuatro de la tarde, terminado el alboroto, los Fushoulu miran orgullosos su reino, libre de simbología occidental. Quedan, además de los chinos y los empleados, solamente tres personas en el local; parecen ser mamá, papá e hijo. Los tres dioses dorados brillan intensamente porque miran al poniente y se bañan de sol. Deben estar contentos de saber que el local estará abierto todo el día 24 de diciembre. El Xin Fung no dará su brazo a torcer, funcionará hasta las doce de la Noche Buena. Bajo la mirada de los dioses y los ancestros, se aprovechará hasta el último minuto previo al feriado legal irrenunciable que mandará a los tres muchachos de azul a sus casas, pasada la hora de abrir los regalos.
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delicadxs · 5 years
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Y ahora, ¿quién podrá defendernos?
En 1953, en Chile, hay un presidente militar que se llama Carlos Ibáñez del Campo. Un tipo de bigote que fue presidente primero en 1927, censuró a la prensa, organizó a la policía y colapsó al país ante la crisis del ’29 hasta que los estudiantes y profesionales lo hicieron renunciar. Hubo socialismo. En el ’52 volvió a aparecer como candidato y arrasó. Chile no aprende. Latinoamérica no aprende. Nadie aprende. Nada nuevo bajo el sol. En 1953, en Chile, hay un terremoto en Concepción y un avión explota, por supuesto que, al menos en un nivel tiempo-espacial y causal, los hechos no tienen relación. También hay en Chile, en 1953, otro tipo de bigote, boxeador-camionero que se llama León y está casado con una mujer que lee best sellers, se llama Victoria y es hija de un militar. En el año 1953 la gente casada tiene hijos, si pueden, así que eso hacen León y Victoria y al niño le ponen Roberto. Todo es comedia.
Los tres viven en Los Ángeles, en la región del Biobío, no California y Roberto, que juega de 11, no distingue su pie derecho del izquierdo. Escucha el mundial del ‘62 por la radio, no tienen tele. León y Victoria están a veces juntos y después separados y después juntos de nuevo, hasta que ella y Roberto se van a Ciudad de México a la mitad de su edad del pavo, en 1968. Ahora viven en la Colonia Nápoles, que queda al sur de la Colonia Roma, donde, algunos años antes, los niños jugaban en los patios de los colegios a ser israelíes que mataban árabes. A los dieciséis Roberto abandona la preparatoria para leer y escribir. La historia podría terminar así, con un adolescente que decide renunciar a la escuela para leer novelas de detectives y clásicos helénicos y escribir poemas. Podríamos dejarlo en que a los dieciséis deja el colegio para dedicarse a escribir y que eso hizo hasta el día que se murió joven, abstemio y enfermo del hígado. Y sería una historia suficientemente buena, tal vez, aún mejor que si se cuenta todo lo que pasa a continuación, porque es pura; un tipo que decide irse del colegio y escribe hasta que se muere. Lo que viene es una tormenta de mierda, como él hubiera querido titular alguna novela, no porque ocurran cosas malas, que las hay como todas las historias, sino porque ocurren algunas cosas que podríamos tentarnos a decir que son buenas. Éxitos, premios, un personaje, un mito. Esto es una advertencia, tal vez lo mejor sea quedarse con la historia hermosa del hombre que escribe hasta que un cáncer de hígado lo consume, ignorando lo demás. La advertencia termina aquí.
Cuando Roberto tiene veintitrés publica por primera vez; un poema de veinte páginas con el título, que bien podría ser el de una novela de Corín Tellado, de Reinventar el amor. Está cargado de imágenes de alguna película que el novel escritor debe tener en repeat en la cabeza y de cursi no tiene nada. Se publica de forma independiente con la ayuda del amigo Juan Pascoe que tiene una imprenta que Roberto ha bautizado como Taller Martín Pescador.
A esto, los aburridos le llaman fast forward: 1998, radio Tierra. Roberto ha hablado por teléfono con Pedro Lemebel y reconoció en su lengua el español más chileno y en su escritura al mejor poeta de su generación, aunque nunca ha publicado un verso. Está en Chile para la Feria internacional del libro de Santiago y Lemebel comienza a entrevistarlo a la una de la tarde con diez minutos. Roberto está seguro de que el futuro de la literatura es el hibridaje de los géneros. Casi media hora más tarde, después de haber escuchado la canción Si nos dejan, interpretada por Luis Miguel, llega al estudio Raquel Olea, en calidad de crítica literaria. En el clímax de una discusión, en la que Lemebel se convierte en moderador de los furiosos que tiene a sus lados, Olea dice que los escritores no existirían si los críticos no hablaran de ellos. Roberto le dice que eso es una pedantería bestial. Si algo se puede rescatar de la escena, es que el ’98 es un año en el que una conversación sobre literatura todavía puede convertirse en una discusión. Fin del fast forward.
Así las cosas, si le preguntan a Raquel Olea, Roberto no ha existido durante cuarenta y cinco años. Cuarenta y cinco años en los que escribe y publica nueve libros entre poemarios y novelas. Cuarenta y cinco años entre los que vuelve a Chile por poco tiempo. Cuarenta y cinco años en los que se sumerge en Ciudad de México acompañado del poeta Mario Santiago, que lee libros ajenos en la ducha. Cuarenta y cinco años en los que se dedica a robar libros. Cuarenta y cinco años en los que funda el infrarrealismo. Cuarenta y cinco años en los que sostiene las manos de su madre enferma en Barcelona y trabaja como guardia nocturno de un camping. Cuarenta y cinco años en los que odia la poesía de Octavio Paz y de Pablo Neruda. Cuarenta y cinco años desde el nacimiento de Roberto pasan sin que él exista.
La historia de Roberto no es una en la que las cosas, de repente, dan una voltereta. Roberto, a diferencia de Andrés Ramírez, nunca tuvo una epifanía que le revelara todos los números de la lotería. Roberto nunca fue objeto de una revelación mística ni una herencia millonaria. En el año 1996 Roberto postula, al igual que muchos buenos escritores, a la beca Guggenheim con su currículum, un puñado de críticas positivas, una carta de recomendación y un argumento de novela. Su idea es escribirla en un año desde julio del ‘97. La fundación responde negativamente arguyendo que para este año tienen menos fondos. La frustración. La novela es publicada en el año 1998 a pesar de los gringos y su presupuesto. Y viene la tormenta de mierda de la que hablamos. Jorge Edwards dice que Los detectives salvajes es parte de la familia literaria de Rayuela. Las comparaciones no se detienen. Ulises de Joyce, Adán Buenosayres de Marechal, Paradiso de Lezama Lima, hasta el Quijote de Cervantes sale al baile. Premios Herralde y Rómulo Gallegos. Roberto es un genio, cita a poetas, novelistas y ensayistas a mil por hora en una conversación de sobremesa, lo ha leído todo. Secuestra, literariamente, a Octavio Paz y escribe que es un poeta marica igual que Pablo Neruda. Roberto dice lo que quiere de quién quiere y desde ahora, hasta después de muerto, habrá quienes digan que es el don Corleone de la literatura chilena y le tendrán pánico a sus palabras. Roberto es traducido. En la lengüeta de algunas ediciones norteamericanas de sus novelas aparece joven, con el pelo hasta los hombros y barba, él mismo diría que más o menos como Dennis Hopper en Easy Ryder (sic), y con cara de acabar de fumarse un pito, aunque no se droga. Escribe más. Convierte al cura Valente en el cura Ibacache, que le enseña marxismo a Pinochet y aprende sobre halcones asesinos de palomas. Roberto escribe sobre vómito, semen, sangre, sarna, miedo, poesía y poetas y con sus palabras todo eso se vuelve hermoso y puro, desnudez. Roberto Bolaño se burla de Raquel Olea y la manda a leer teoría literaria, insinuando que la teoría literaria es para insípidos, aunque él mismo habla como un formalista ruso y lo sabe. Roberto legitima el robo de libros en vivo y en directo, sentado en el escenario principal de la FILSA.
Roberto es un ídolo. Los profesores de literatura lo enlistan como gran novelista chileno junto a Blest Gana y Manuel Rojas. Es al mismo tiempo autor de culto y del mainstream. Sus libros son los más robados de las librerías del mundo. Algunos le faltan el respeto, pero pretenden halagarlo, diciendo que es el Jack Kerouac latinoamericano. Ya quisiera Jack Kerouac escribir Amuleto o Putas Asesinas. Jack Kerouac se revuelca en su tumba porque no pudo leer 2666, Nocturno de Chile ni Los detectives salvajes. Jack Kerouac no tiene nada que ver con Roberto, el que haya dicho eso seguro piensa que Pinochet fue el Franco chileno o algo así. Aún después de todo, después de la bohemia chilanga e ibérica, caído Corleone, el 15 de julio de 2003 la muerte de Roberto es presentada como la de Chespirito. Ya lo escribió él mismo, todo lo que empieza como comedia termina como comedia. O como tragedia. O como tragicomedia. O como ejercicio criptográfico. O como película de terror. O como marcha triunfal. O como misterio. O como un responso en el vacío. O como monólogo cómico, pero ya no nos reímos.
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delicadxs · 5 years
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Marín en la carretera, así viajamos los pobres
A las seis de la mañana Lucho Marín (58, casado, dos hijos) ya está sobre la berma y dice que hay que esperar a que dos micros pasen en yunta, así mientras se hace cola para subir a la de adelante uno pasa piolita y se sube a la de atrás, que siempre viene más vacía. La técnica funciona y rápido gana asiento al lado de una ventana. El vidrio que separa la cabina del chofer del resto de la máquina está lleno de cartelitos instructivos. La radio del vehículo puede funcionar a volumen moderado y siempre que ningún pasajero se oponga. No fumar. No escupir. Estudiante/demuestra tu educación/cede el asiento. La micro es una especie de mini-pullman con asientos “acolchados” en los que se sienten sus fierros presionando contra la espalda. En los últimos 38 años, Lucho Marín ha pasado 28.500 horas sentado o parado bajo una luz azul que hace doler la cabeza (a alguien se le ocurrió que era buena idea iluminar los buses de la Flota Talagante como si fueran cafés con piernas sobre ruedas).
Si en algo tiene razón el ministro Monckeberg es en que a esta hora (06.25 aprox.) no hay taco, al menos en Camino Melipilla. La micro viaja como si la condujera un temerario Niki Lauda en busca de un destino sangriento, como si los choferes de micro cazaran muertes violentas, como si despreciaran los perecimientos tranquilos en camillas de hospital. Los vidrios y las puertas se estremecen y a Lucho Marín le da miedo morir en un choque. La semana pasada vio cómo un auto quedó metido debajo de un camión de gas (de esos con acoplado, que pesan 52 toneladas y cargan hasta 35) y pensó que tal vez quien manejaba era una persona joven, alguien a quien nunca se le ocurrió que se iba a ir hecho un acordeón, sepultado por un transporte de Abastible.
En general hace los viajes dormido, pero depende de que la técnica de la micro de atrás funcione, o de que no vaya atrasado. En tal caso se sube a la primera que pase, aunque viaje parado y la micro llena, porque cada atraso le cuesta 7.500 pesos al final del mes. De igual forma, por llegar a la hora tres meses invictos, saca un bono de 120.000 que no le da holgura pero que de algo sirve.
De los privilegiados que viajan sentados (un letrero dentro del mismo bus señala que la capacidad máxima de pasajeros de pie es de ocho y por lo menos veinte personas viajan así), la mayoría duerme; deben devolverle al cuerpo las horas de sueño que le quedaron debiendo por estar viajando a esa hora.
Lucho Marín piensa que el tiempo libre que recupera trabajando desde temprano, no le cunde. La plata no le alcanza para salir con su señora al cine o a comer fuera. El tiempo en el que no está trabajando lo pasa viendo la tele y pensando en que, si trabajara más, ganaría más. Antes trabajaba turnos de doce horas.
Dice que la culpa la tiene Christus, una “congregación de monjas brasileñas” que bajaron sus horas de trabajo, pero también su sueldo. Se refiere a Christus Health, una de las compañías de servicios médicos más grandes de USA, relacionada con la Iglesia Católica, que compró parte del Hospital Clínico de la UC, donde Lucho Marín trabaja como auxiliar de laboratorio.
En Obispo Umaña con 5 de Abril, baja y camina por Obispo Javier Vázquez, atraviesa el terminal de buses y en la Alameda toma una micro de la línea 210 del ex Transantiago (recién rebautizado Red). Aquí los asientos son de plástico duro, hace más frío y hay más ruido. Pero lo prefiere porque “en el metro siempre hay algún atado, si no es un corte de luz es un suicida”. Así las cosas, parece que lo más eficiente es el transporte sub sole.
Hace un tiempo, Lucho Marín conoció Perú. Después de casi cuarenta años de trabajo supo lo que es tener poder adquisitivo. Dice que los pesos chilenos tienen ventaja por sobre los soles peruanos. Anduvo en taxi por doscientos pesos, se hospedó en un hotel por diez mil la noche y con cinco mil comió toda su familia cada uno de los cuatro días que duró el paseo. Reflexiona que un diputado en Chile gana alrededor de seis millones mensuales y que, si él ganara eso, trabajaría sólo dos meses al año (probablemente más de lo que trabaja cualquiera de nuestros Honorables) pero que no saca nada con pretender tener tiempo libre en sus condiciones actuales.
Baja de la micro frente a la Casa Central de la Universidad Católica y recuerda que donde ahora está el centro de extensión, antes había una academia premilitar. No es sencillo deducir qué razón hay para creer que el Luis Campino (primer colegio en Chile fundado por el arzobispado, ahora ubicado en Providencia) tiene algo que ver con la milicia.
Camina por calle Lira y entra al hospital por uno de los accesos secundarios, mirando la pasarela que a buena altura conecta el pensionado con el resto de las instalaciones. Empuja la puerta giratoria, pasa frente a la Capilla San Lucas (que está dentro del hospital), sin realizar ningún tipo de pequeño rito como persignarse o realizar un amago de genuflexión, lo que hace pensar que casi cuarenta años no les han sido suficientes a sus empleadores para evangelizarlo. Atraviesa rápido la sala de espera donde los pacientes-clientes, toman horas médicas y tramitan hospitalizaciones o altas. Son las 07.10 y hay gente esperando. Empuja esta vez la puerta giratoria de la entrada principal y sale de nuevo a la calle. Siente el aire frío y disfruta los últimos segundos de una luz natural que le será esquiva hasta la mañana siguiente, porque a la salida de su turno, ya estará oscuro.
El trabajo no empieza hasta las ocho, pero debe estar 45 minutos antes, para alcanzar a ducharse y tomar desayuno.
Se mete en el Banco de Sangre, donde ejerce sus funciones, y pasa derecho hasta los vestidores. No saluda a sus compañeros que atienden llamadas. Son venezolanos, o bolivianos, o peruanos, no está seguro. A los que sí recuerda son a los chilenos que durante años ocuparon esos puestos. Buena Lucho, cómo te ha ido, tomémonos un cafecito. Es que los chilenos somos muy flojos, estos cabros son buenos para la pega, pero no levantan la cabeza del computador. Piensa que es el sistema el que no les permite tratarse con más cariño entre compañeros.
Nueve horas después (ocho de trabajo y una de almuerzo) Lucho Marín hace el recorrido no exactamente inverso. Desde el hospital camina unas diez cuadras hasta llegar al Terminal de Buses Tarapacá, desde donde sale transporte directo hacia Buin, Lampa, San Bernardo, Peñaflor, Talagante y Padre Hurtado, donde él vive. De esta forma evita hacer combinación, ahorrándose 750 pesos diarios. Al mes esto equivale a más o menos la cuenta del tv cable que llegará a ver cuando esté de vuelta en su casa. Lo esperan sus hijos, si es que coinciden los turnos (uno de ellos trabaja en el mismo hospital), y su esposa Pilar, quien probablemente le cuente cómo estuvo su propia jornada en el quiosco de confites que instalaron frente al colegio del barrio para mejorar la economía familiar. Tomarán las onces y frente al televisor volverá la obsesión de las horas arrebatadas por la nueva administración. No habrá salida al cine ni a comer fuera.
El 16 de mayo de 2013 el entonces presidente Piñera anunció la construcción de un metro tren, que facilitaría el transporte de miles de personas que se desplazan desde Melipilla, El Monte, Talagante, Padre Hurtado y Cerrillos hasta Estación Central. Lo hizo un mes después de la destitución del que era su Ministro de Educación y de que se hiciera público la manipulación de cifras del Censo 2012. Quedó sólo como un anuncio ya que la obra no se realizó.
Este 15 de mayo, seis años después; el nuevamente presidente Piñera, ha vuelto a anunciar la construcción de la misma obra. Lo hizo días después de que el Congreso rechazara la idea de legislar dos de sus proyectos emblema, Admisión Justa y Reforma de Pensiones y de que se hiciera público, la manipulación de las cifras del IPC por parte del INE.
Si en esta oportunidad, el anuncio del Gobierno de construir el Metro Tren Melipilla Estación Central se hace realidad; Lucho Marín rebajaría su tiempo de viaje de una hora y media a menos de cuarenta minutos, pero como la construcción de la obra se estima en seis años, él ya estará jubilado.
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