Tumgik
Me encontraba fumando mientras observaba detenidamente el elegante movimiento de mis peces. Les cambié el agua ese mismo día y era imposible no ensimismarse ante un espectáculo como tal. A veces nadaban tranquilamente, sin prisa, teniendo claro que de todas formas no llegarían a ningún sitio. Otras veces lo hacían más rápido, coleteando, salpicando, removiéndolo todo y pidiéndome comida (yo les decía que no, pues ya habían comido un rato antes). Cuando comprobaban que no conseguirían nada insistiéndome, se daban un descanso parando entre las piedrecitas de colores artificiales. La pecera era invadida de repente por una magnífica quietud. Nada se movía, todo estaba en su sitio.
Entonces empecé a admirar la superficie del agua, desde abajo. Reflejaba el cuerpecito de mis peces, todo se veía extraño. Me sentía confundida, algo mareada. Parecía que me encontraba en mitad de un sueño maravilloso.
Sentí envidia de mis amigos. Me frustraba no poder vivir en un acuario, como ellos, en el cual nada pudiese molestarme. Un lugar en el que nadar cuando quisiera, dormir cuando me apeteciese y comer cuando lo necesitase.
Hasta que de repente una voz en mi cabeza me susurró “¿y por qué no ibas a poder?”. Miré hacia arriba, las corrientes de humo fluían tranquilamente. Me concentré en ellas por primera  vez. Me vi a mí misma; mi reflejo. Eso estaba hecho, no habría ningún problema. Me incorporé, me impulsé con mis manos y ascendí. Con el cigarro en la boca, comencé a bucear entre mi propia mierda, mi humo. Toqué el techo, me tumbé sobre él. Cómo me gustaría poder tumbarme en mi techo y observarme mientras duermo…
Imaginé que era un tiburón acechando por el océano en busca de alguna pobre presa. Luego me escondí en un rincón, imitando a un pulpo. Aunque nunca había sido tan feliz, no tardé en aburrirme en una pecera tan pequeña como lo era mi habitación. Ya no quería vivir en un acuario… necesitaba algo más…
Decidí entonces arriesgarme. Abrí el balcón. Estaba dispuesta a hacerlo: iría a vivir al mar, es decir, al mundo exterior. Temía perder mis capacidades y estrellarme contra el suelo, pero tenía que intentarlo… ¡y lo conseguí!
Continué buceando por la calle. Los vecinos me observaban atónitos, envidiosos. Yo no decía nada, solo buceaba. Subía, bajaba, saltaba como un delfín, cantaba como una ballena. Deseaba vivir así siempre, sin movidas ni historias absurdas: nadando, y ya está. Todo estaba bien.
De repente comencé a sentir algo extraño. Me toqué el cuello y acto seguido me invadió una sensación de plenitud nunca antes experimentada en mi anterior vida terrestre e insulsa. ¡Me habían salido branquias! ¡Ya era un pez de verdad!
Seguí nadando durante toda la tarde, intentando alcanzar al sol hasta que al final acabó por ocultarse. “Mañana no se me escapará”, me dije a mí misma para animarme, aunque no hacía falta. Realmente todo estaba bien.
No fue hasta bien entrada la noche cuando noté que algo fallaba. Supuse que se trataba de falta de alimento; comencé entonces a moverme como mis peces cuando exigían comida, tantas veces había presenciado esa danza que ya me la conocía de memoria.
Pero no sirvió de nada, cada vez me sentía peor. Intenté parar un rato en el suelo, acostarme, pero apenas podía moverme y cuando me quise dar cuenta me encontraba justo encima del río. Y, curiosamente, en mi condición de pez me daba miedo tumbarme sobre el agua, por no hablar de sumergirme en ella. Al fin y al cabo, en mi vida terrestre nunca aprendí a nadar. ¿Y si me había equivocado y me había transformado en pájaro? No, eso era innegociable. Yo quería nadar, no volar.
Se me agotaban las pocas fuerzas que me quedaban, y un terrible dolor invadía todo mi cuerpo. Casi podía sentir cómo se me caían las escamas, aunque todavía no me hubiesen salido. No podía soportarlo más.
Mientras caía en picado me di cuenta de lo que realmente ocurría: mis branquias no soportaban la polución de la Tierra, al contrario que mis ya desaparecidos bronquios, acostumbrados a todo tipo de basura. Y yo, al fin y al cabo, estaba nadando entre humo. Mi última esperanza era que mi extraña morfología nueva aguantase la vida en el agua…
Pero no, no lo hizo. Al día siguiente encontraron mi cadáver flotando en el río. Pero al menos tuve una muerte digna: una muerte entre mis amigos y camaradas, los peces.
0 notes