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Del cuaderno... (XIII)
NERUDA ELEMENTAL
Adoro las «odas elementales» de Neruda. Sus tres libros de odas, y las muchas otras composiciones sueltas, del mismo estilo, que salpimentan volúmenes como Navegaciones y regresos. Releo ahora el Tercer libro de las odas y me topo con la dedicada «a la luz marina», que si no me equivoco debe de ser la que inspiró a Raymond Carver el título de su poesía reunida: Bajo una luz marina.
Neruda tiene una obra inmensa, vasta y oceánica, desbordante de versos que rompen y resbalan por la dermis de su verbo como olas que bañaran las cubiertas de un intrépido velero. Pero yo creo que si solo hubiera escrito los libros de las odas, para mí ese regalo ya sería suficiente; nada más le hubiera hecho falta para pasar a mi panteón particular (aunque soy consciente de lo mucho que eso le restaría, pues ningún autor es verdaderamente él mismo más que en la exacta suma de todas sus partes, y los artistas ingentes, como Neruda, deben ser tomados precisamente en su gloriosa totalidad, con sus altos y sus bajos y sus vertiginosos vaivenes de sísmica montaña rusa).
En sus odas dio Neruda en el clavo esencial de todas las cosas, grandes y pequeñas, regocijándose en la venturosa celebración, material, tangible y suculenta, del mundo que nos rodea. Demostró, de paso, que era posible hacer «realismo socialista» y gran poesía al mismo tiempo; las odas, que rezuman una diáfana e iluminada sencillez verdaderamente deleitable, pueden ser leídas por cualquier hombre o mujer, sin dejar por ello de exhibir una enorme belleza y perfección formal. Su virtuosismo técnico y estético es muy notable: son como valses jubilosos que trazan remolinos de color y aroma por la página, deslizándose entre perfectos endecasílabos redactados «de oído» y versos de apenas unas sílabas; y en todo ello está siempre presente esa radiante sensación de «vida coronada», esa fruición, esa alegría crítica y mordiente —limpiamente rabiosa— que le devuelve, uno tras otro, gozosos cortes de mangas al culto nihilista e «intelectual» de la abyección.
Pablo Neruda era un hombre que como ser humano es posible que dejara bastante que desear, y hablo ahora recordando algún truculento suceso de su biografía personal. Políticamente está también en las antípodas de la cordura, y en eso fue en gran medida un personaje de su tiempo. Pero nada importa cuando lee uno sus versos, y se deja embelesar por los malabarismos de su fluyente inspiración, sus metáforas de aire y nube y sol, su pleno dominio de la palabra, la portentosa facilidad con la que hacía del lenguaje el mirífico traje «todo tiempo» que habitaba. Neruda nos regala sus odas como quien se enfunda un mágico par de guantes y nos abofetea con su incansable espectáculo de poética prestidigitación. Era un rey Midas que transmutaba en eufónico y rutilante oro todo aquello que tocaba con su voz.
[28/03/24]
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SILBANDO EN EL CAMINO
En la «Oda al presente», de Pablo Neruda, encuentro un par de soberbias posibilidades para títulos, que ya estoy poniendo mentalmente a buen recaudo con vistas al libro que venga después de este. La cita concreta es la que encabalga los dos últimos versos de la pieza: «… y ándate / silbando en el camino».
«Ándate silbando.» O tal vez, casi mejor, el heptasílabo: «Silbando en el camino». Sería un título que no estaría nada mal.
Yo asocio a Neruda con un hombre que siempre está silbando de felicidad. No sé si en otro poema suyo, tal vez de Residencia en la tierra, habla precisamente el chileno de «salir silbando de una barbería». (La imagen, en cualquier caso, del hombre que sale alegre y contento de una barbería está en alguna parte, en la obra de Neruda, y desde hace muchos años la relaciono con él, y con lo mucho que me gusta su poesía.)
Ayer, releyendo las Nuevas odas elementales, volví a hacerme una antigua reflexión: aquellos poetas de antes, que vemos hoy en viejos retratos en sepia o en instantáneas en blanco y negro, yendo y viniendo por el mundo con sus versos, eran vates totales y verdaderos; artistas que no se andaban por las anémicas ramas de lo intrascendente, ni parecían tener tiempo para el esnobismo filisteo ni las tonterías que aguardan al mediocre «al cabo de la calle» (donde siempre cree haber descubierto la américa de turno y del momento). Eran poetas, y lo eran con mayúscula inicial, aunque eso fuera algo que curiosamente no resultara necesario consignar.
Cada cosa tiene su tiempo y tiene su edad. Y al siglo XXI parece haberle correspondido ser la edad del fin de todas las cosas. Aquellos hombres y mujeres —pienso en Gabriela Mistral, compatriota de Neruda— tensaban y henchían las velas de su canto y surcaban un mar de trabajo y abnegada inspiración. Poseían el fuego. Se lo tomaban todo muy en serio, en un mundo que aún era capaz de seriedad.
[03/04/24]
ROGER WOLFE
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Del cuaderno... (XII)
SOBRE EL VALOR Y LA FORTALEZA
Lidiar con la vida no solamente exige valor, sino también —y tal vez sobre todo— resistencia y fortaleza. Hay que tener fortaleza —más que valor— para pasar hambre por negarse a dar el brazo éticamente a torcer. Hay que tener fortaleza —más que valor— para soportar el dolor sin dejar de seguir operativo. Hay que tener fortaleza —más que valor— para hacerles frente a los estragos del tiempo y los embates (incesantes, inexorables, incansables) del mundo. Parece una perogrullada, pero no está en absoluto de más recordarlo: la vida es cuestión de biología. Y la biología es cuestión de resistencia. Y la resistencia, en gran medida (por no decir en toda), cuestión de genética.
[04/02/24]
DOS FRAGMENTOS DESTINADOS A LAS FLORES DEL MAL (DE SENDOS PREFACIOS NO PUBLICADOS EN VIDA DE SU AUTOR)
El poeta no pertenece a ningún partido. De otro modo, sería un simple mortal.
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Tengo mis nervios, mis vapores. Aspiro a un reposo absoluto, a una continua noche. Cantor de las locas voluptuosidades del vino y del opio, mi sed no es sino de un licor desconocido en la tierra y que ni siquiera podría ofrecerme la farmacopea celeste; de un licor que no contuviera ni la vitalidad, ni la muerte, ni la excitación ni la nada. No saber nada, no enseñar nada, no querer nada, no sentir nada, dormir y dormir más todavía, tal es hoy el único voto que puedo formular. Voto infame y desagradable, mas sincero.
BAUDELAIRE Versión española de A. Martínez Sarrión
[07/02/24]
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INTELIGENCIA, SABIDURÍA
Los seres humanos somos inteligentes, pero no somos sabios. Tal vez, por lo tanto, lo que deberíamos desarrollar fuera la S. A. (sabiduría artificial), y no la I. A. (inteligencia artificial). Ya puestos a pergeñar barbaridades, como sin tregua y sin descanso parecemos empeñados en hacer, se me ocurre que la primera de esas opciones podría ser más productiva, e infinitamente menos peligrosa, que la segunda.
¿Es la sabiduría el producto de la experiencia? No necesariamente; hay viejos que no han aprendido nada, en términos sapienciales, y que en ese sentido son incluso bastante más torpes que cuando eran jóvenes (la juventud tiene su propia sabiduría, y también la infancia, cuyo asombroso «sentido común» nos deja tan a menudo pasmados).
La sabiduría se halla en último término en la propia vida; cuanto más nos alejamos de ella menos sabios somos. Los animales son de alguna manera «sabios» porque llevan la vida puesta. ¿Cuántos de nosotros llevamos realmente la vida puesta?
Todos nuestros males se derivan de nuestro constante afán de «mejorar» las cosas. La ciencia y la tecnología son el resultado de ese afán, y son la madre de todas nuestras desdichas.
Hoy he leído unas palabras mías de hace once años, en un antiguo correo electrónico, mientras repasaba mis muchos lustros de correspondencia (en esa tarea, entre tantas otras, me hallo desde hace semanas nuevamente enfrascado). La frase en cuestión, solemne y escueta, rezaba: «La vida es un juego en el que aprendemos a convertir lo fácil en difícil».
Cuando —como tengo dicho— debería ser simplemente algo que lleváramos puesto. Quizá mi frase debió decir: «Hacemos de la vida un juego…». En el hacer —y el deshacer— está el busilis.
[10/03/24]
OLORES SETENTEROS
Ayer tuve un día de olores setenteros: en el rellano del piso en el que vivo; en las escaleras; en diversos espacios por los que pasé en mis deambulaciones por la ciudad (cruzando el puente que va de Mauricio Legendre hacia la avenida del Llano Castellano y el pueblo de Fuencarral pude contemplar también, a mis pies, un ingente cementerio de bicicletas, apretadas una contra otra en infinitas hileras que ocupaban el vasto recinto amurallado de unas antiguas instalaciones, no sé si ferroviarias, que se extienden bajo el viaducto mencionado. ¡Las había a cientos! ¡Puede que a miles! Nunca había visto nada semejante. Eran todas iguales; de esas eléctricas que hace unos años empezaron a ser desplegadas, para uso y disfrute de los ciudadanos, a lo largo y ancho de Madrid. Parecían unidades retiradas de servicio. Y uno se pregunta qué irá a ocurrir con las incontables baterías que albergan sus chasis).
Pero hablaba de olores setenteros. Ayer mi día se impregnó de esos benditos efluvios, que raramente acuden ya a mi olfato. Los años setenta tenían un olor muy especial. Entre todos sus diversos aromas destacaba por ejemplo el de «tabaco fumado» en las estancias, que tenían además mucha moqueta, y pesados muebles voluminosos, forrados de escay (o a veces tapizados en cuero), y ventanas que podían abrirse.
Mi estudio suele oler así. Tal vez por eso me sienta tan cómodo aquí dentro. Con la ventana abierta esta tarde sobre el barrio, cuyo estilo arquitectónico es también clásicamente setentero. Está cantando el mirlo en la suave luz, y el resto del mundo guarda silencio para escucharlo.
Menos mal que existieron los setenta. Y que yo tuve la suerte de vivirlos. Y que de cuando en cuando regresan a mí, proustianamente, a través del mudo milagro del olfato. ¿Qué sería de un artista que fuera incapaz de oler? No cabe pensarlo.
[16/03/24]
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NULLA DIES
… Y hoy no he escrito. Pero estoy escribiendo ahora; quiero decir, en este momento. Ya no es hoy, es mañana; hace siete minutos dieron las doce de la noche, y el 20 de marzo se ha convertido en día 21.
Estoy leyendo una novela de un escritor norteamericano —que nació en Italia, y en Italia y en Europa pasó casi toda su vida— llamado F. Marion Crawford. Vivió entre el XIX y principios del XX, y falleció hacia los cincuenta y tres años, víctima de un mal pulmonar que me parece que fue consecuencia, muy retardada, de la exposición a ciertos gases nocivos durante una visita a una fábrica de vidrio, en los EUA, donde se estaba documentando para escribir un libro relacionado con la cristalería.
Este Crawford es recientísimo descubrimiento mío; de hace apenas un par de semanas, y me está gustando bastante. Es un escritor de los que en inglés llaman middlebrow; es decir, ni muy sesudo y serio ni tampoco abiertamente «popular», sino comercial con cierta pátina de intelectualidad. Hay que decir que estos escritores, cuando son buenos, son de lo más amenos y disfrutables, y uno de los mejores ejemplos de su clase es mi adorado Somerset Maugham (que suele ser incluido en la mencionada categoría, de lo que en español podríamos denominar tal vez «vuelo medio»).
No recuerdo ahora mismo el título de la novela de Crawford en la que estoy enfrascado, aunque me parece que es Dr. Claudius, y data del último cuarto del siglo XIX; fue su segunda obra publicada. Y a quien le extrañe que no recuerde yo exactamente cómo se titula el volumen, cuestión que en teoría podría resolverse con suma facilidad desviando simplemente la mirada hacia la cubierta del libro desde mi asiento, le diré que no estoy leyendo esta novela en edición impresa, sino en el kindle —mi lector electrónico—, dispositivo en el que compré las obras completas de Crawford en la misma fecha en que descubrí al autor (en el transcurso de una de mis nocturnas sesiones de contemplación de las musarañas). ¡Casi abochornan estas confesiones! Pero si quisiera comprobar en este momento el título que se me escapa, tendría que abrir el kindle y hacer digital marcha atrás desde la página virtual en que abandoné la lectura, cosa que no es que me llevara siglos, pero que interrumpiría el flujo gráfico de mi discurso, y el detalle —puedo asegurarlo, en este caso— no es de fundamental importancia.
El corpus de Crawford incluye por lo visto unos cuarenta y cuatro libros de narrativa de corto y largo aliento, multitud de artículos, y también volúmenes de ensayo (parece que uno de estos últimos dedicado precisamente al arte o género de la novela).
Dr. Claudius la empecé ayer mismo, tras terminar el primer título de Crawford (una interesante historia ambientada en la India de la época victoriana). Esta segunda obra cuya lectura acabo de emprender arranca en Heidelberg, y se centra en el personaje que le da nombre al relato: un «estudiante maduro» que lleva unos diez años residiendo en la mencionada población universitaria alemana, dedicado a tranquilas y austeras labores intelectuales, y que acaba de recibir una noticia supuestamente feliz, relacionada con una herencia, que parece que le va a cambiar —contra su voluntad— la vida. También nos enteramos de que ha caído bajo el sutil hechizo de una bella y distinguida dama de ojos negros y oscuros y hermosísimos cabellos, de la que podemos afirmar «sin temor a equivocarnos» que se convertirá pronto en crucial coprotagonista de la trama que nos ocupa.
Estoy disfrutando la lectura, con la que es probable que continúe dentro de un momento, cuando por fin me marche a la cama; aunque el día —que empezó a las cinco de la matina— ha sido larguísimo, y no creo que hoy tarde mucho en apagar la luz y entregarme al abrazo de Morfeo. Soñaré probablemente con elegantes escenas posrománticas de hace bastante más de un siglo, ambientadas en ese gran período dorado de la literatura y de la humanidad misma: la época llamada eduardiana en Inglaterra y Belle Époque en el continente europeo, a la que —a falta de una máquina del tiempo— me gusta regresar siempre que puedo en mis poéticos periplos y oníricos viajes (esas «vueltas alrededor de mi cuarto», que dijo alguien, que son mis travesías favoritas).
[20-21/03/24]
ROGER WOLFE
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Del cuaderno... (XI)
VIRTUDES REDENTORAS
Tengo ciertas virtudes redentoras. Una de ellas, tal vez la más útil, me ha venido muy bien a lo largo de los años, y se halla en mí desde la más temprana infancia: la capacidad de convertir aquello que me causa tribulaciones, o que deseo y que me falta, en nutritivo condumio para el alma. El amor fati nietzscheano, por decirlo «en culto». Más en vulgar, una especie de variación sobre el famoso dicho de que «lo que no mata engorda». Yo convierto, en la medida de lo posible, en néctar el veneno. Es muy curioso. Nos salvamos, una y otra vez, por una razón bien simple: porque no tenemos más remedio. Así vamos viviendo; y así moriremos. La cosa no tiene nada de particular, y al mismo tiempo es un milagro.
[16/03/24]
MÚSICA PARA DETECTIVES
Hay títulos en internet ante los que tiene que quitarse uno el sombrero. Este es el de una selección de «música relajante para detectives» en la plataforma YouTube (a la que precisamente por sus magníficos contenidos de ambient y diversas «músicas tristes» estoy suscrito): Sherlock y el misterio del corazón. ¿Qué hubiera hecho con eso el inefable Arthur Conan Doyle? Goza uno pensándolo; antes de sentirlo, bastante profundamente; porque nunca lo sabremos.
[17/03/24]
TIEMPO DE SEMANA SANTA
Siempre me sorprendo en el mes de marzo mirando por la ventana a la caída de la tarde, olisqueando el aire preprimaveral y elevando un íntimo rezo —una íntima plegaria— en petición de lluvia. Marzo es uno de mis meses favoritos; aunque todos los meses me gusten. En la meseta castellana puede virar de invernal puro —con nieve incluso, y con fuertes vientos— a delicia típica de lo que yo llamo «tiempo de Semana Santa».
Pascua este año cae en la última semana de marzo, que casualmente es la que viene. Volveré a ser feliz, recordando —por enésima vez— la «mona» que en esos días, de niños, nos llevábamos de merienda al campo: el bollo de pan de yema (el brioche francés), con un huevo cocido coronando su cima, que se come en Levante en Semana Santa y se llama «mona de Pascua». Pierdo la cuenta de los fragmentos y poemas que a este dulce asunto le he dedicado (en mi libro Pasos en el corredor se recoge una pieza, titulada “Pottering About”, que es de las más recientes que recuerdo haber consagrado, parcialmente al menos, a la materia).
Este año no saldré al campo a comer la mona. Eso es algo que no hago desde hace por lo menos medio siglo. Pero es muy posible que saque la bicicleta —me lo está pidiendo el cuerpo a gritos— y baje por el Manzanares, y por Legazpi y Embajadores, y de ahí me vaya rodando en vasta vuelta hasta el parque forestal de Entrevías, para subir luego otra vez hacia Madrid en Cercanías, desde el Pozo del Tío Raimundo. Esa es buena gira; verdaderamente estupenda. No habrá tanta gente en la ciudad. En fechas festivas todos huyen, y eso —muchas veces me pregunto si hay alguna cosa, buena o mala o regular, que no se preste a ser convertida en alegría— me hará sentirme tan feliz como cuando de pequeño salía al campo de merienda.
Solo hará falta, para que mi dicha sea completa, que entre escapadas ciclistas (habrá más de una) nos visite la lluvia.
[18/03/24]
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PLEGARIAS QUE ENCUENTRAN ECO
Mis plegarias de la semana pasada no cayeron en saco roto: mañana es Jueves Santo y llevamos dos días de regreso al invierno, con frías temperaturas y abundante lluvia, que parece que va a continuar en las próximas jornadas. Ni que decir tiene que eso me alegra mucho.
Dedico esta breve temporada de calma absoluta a seguir adelante con mis numerosas tareas creativas: el presente cuaderno en marcha, que no cesa en su avance; el «megalibro» de ensayo-ficción (edición faraónica y total de mis notas y fragmentos de los tres primeros lustros de este siglo); y los diversos otros proyectos que yacían en dique seco, aguardando su definitiva puesta a punto y su reflotamiento. Todo llega, y a cada cosa le llegará su momento.
No he sacado la bici. Tal vez debería buscar un hueco de unas horas entre mis quehaceres, aunque la lluvia dificulte ahora posibles salidas. También puedo quedarme aquí, viendo la lluvia caer —en intensos chaparrones intermitentes— desde mi ventana.
Ayer hubo fuertes chubascos. Llegó a caer incluso una violenta descarga de pedrisco, que a mí me pilló a la intemperie y en tránsito. Volvía yo a última hora de solicitar unos análisis de rutina en el hospital de Sanchinarro y regresaba a pie desde La Paz, donde me había dejado el autobús, en forcejeo tenaz con los elementos y con mi propio paraguas plegable, que en las Cuatro Torres había sido vuelto varias veces del revés por las gélidas ráfagas de viento. Eran las nueve de la tarde-noche y ya había oscurecido; el aire en los alrededores de La Paz soplaba con polar ferocidad. Tras cruzar dando tumbos el Parque Norte, llegué a casa más o menos empapado, y con las manos como carámbanos de hielo. Pero traía conmigo un pan exquisito, con trozos de chocolate y fragmentos de monda de naranja, que había comprado horas antes en el barrio de Salamanca y custodiado heroicamente, en las entrañas de mi abrigo, durante mis largas deambulaciones urbanas y hospitalarias.
Ya en la cocina de mi domicilio, después de secarme, reponerme de los estragos de la granizada y cambiarme de ropa, me preparé un sabroso emparedado de jamón, acompañado de una reparadora taza de té, y sentí que poco a poco volvía a la vida. ¡Siempre son las pequeñas cosas las que acuden en nuestro auxilio! Nos rescatan; nos sumergen de nuevo en lo que Bertolt Brecht llamaba (en un poema titulado «El que duda», en este cuaderno incluido) «el flujo del acontecer».
Esta mañana —nubes y claros, rachas intensas de lluvia y viento en el barrio— me sumerjo en ese flujo, que es el que me redime.
[27/03/24]
ROGER WOLFE
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Marina
Madrid es un océano de noche. Tres millones de peces duermen bajo sus negras aguas.
Todo está en silencio. Pero hay como un mar a lo lejos. Retumban las olas en Madrid; y ahora recuerdo una noche como esta, de hace más de veinte años, en que escribí otro poema dedicado al eco oceánico de esta urbe.
Es abril. Si Eliot estuviera aquí yo me pregunto qué diría al respecto.
ROGER WOLFE · 5 de abril de 2024
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Oda al presente
Este presente liso como una tabla, fresco, esta hora, este día limpio como una copa nueva —del pasado no hay una telaraña—, tocamos con los dedos el presente, cortamos su medida, dirigimos su brote, está viviente, vivo, nada tiene de ayer irremediable, de pasado perdido, es nuestra criatura, está creciendo en este momento, está llevando arena, está comiendo en nuestras manos, cógelo, que no resbale, que no se pierda en sueños ni palabras, agárralo, sujétalo y ordénalo hasta que te obedezca, hazlo camino, campana, máquina, beso, libro, caricia, corta su deliciosa fragancia de madera y de ella hazte una silla, trenza su respaldo, pruébala, o bien escalera!
Sí, escalera, sube en el presente, peldaño tras peldaño, firmes los pies en la madera del presente, hacia arriba, hacia arriba, no muy alto, tan sólo hasta que puedas reparar las goteras del techo, no muy alto, no te vayas al cielo, alcanza las manzanas, no las nubes, ésas déjalas ir por el cielo, irse hacia el pasado. Tú eres tu presente, tu manzana: tómala de tu árbol, levántala en tu mano, brilla como una estrella, tócala, híncale el diente y ándate silbando en el camino.
PABLO NERUDA
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Madrid, 4 de abril de 2024
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Del cuaderno... (X)
LA EXTRAÑA IDEA DE QUE ALGO HAY QUE HACER
Es verdaderamente curioso volver la vista atrás y preguntarse por qué hace la gente lo que hace. En innumerables ocasiones nos encontramos con que literalmente no había motivo alguno, ni a favor ni en contra ni desde perspectiva alguna que a nadie se le pueda ocurrir. Las más de las veces se hacen las cosas simplemente porque existe la extraña idea de que algo hay que hacer, y no hacer nada no se considera de algún modo aceptable.
En la vida ordinaria, estos grandes y pequeños actos carentes de motivo se multiplican hasta el infinito; sumados, constituyen la biografía de millones de personas. ¿Cómo era aquella célebre cita de Sartre? «El hombre es una pasión inútil.» Algo por el estilo. Quizá podríamos decir que el hombre es más bien la suma de una inacabable sucesión de actos que no es que no tengan sentido en su dimensión más amplia, sino que por no tener no tienen ni razón específica aparente. Si ante la inmensa mayoría de los hechos que acaecen les preguntáramos a sus artífices por la causa verdadera de sus actos, exigiéndoles que contestaran con total sinceridad, la respuesta sería «No lo sé».
[18-19/02/24]
ALAN WATTS
Cómo me gusta escuchar a Alan Watts. Pongo vídeos con grabaciones suyas en internet, quito las imágenes y subo un poco el volumen y escucho su maravillosa voz, sus armoniosas cadencias y su dicción exquisita, sobre un fondo musical normalmente adecuado e inspirador que alguien le ha puesto a sus palabras, y disfruto como de pocas cosas se puede disfrutar. Y hoy, esta tarde-noche, en mi estudio, le tocaba a Watts hablar de G. K. Chesterton, de la «tontería» (nonsense), de la frivolidad, de la dicha mágica de ver el mundo con los ojos del niño pasmado que todos fuimos, y de la ligereza de toda verdadera experiencia (cita la antítesis, por Chesterton descrita, entre el grave peso de las piedras y la flotante y etérea naturaleza de los ángeles, que vuelan porque se toman a sí mismos a la ligera). «Mi impresor —decía al parecer Chesterton en uno de sus ensayos— comete a menudo la equivocación de componer la palabra “cómico” donde yo había escrito “cósmico”, pero el hombre acierta sin querer, porque la característica fundamental de lo cósmico es lo cómico que el cosmos es.»
«Nadie —concluye Alan Watts— ejecuta una sinfonía con el fin de llegar lo antes posible a su conclusión; si así fuera, solo los directores de orquesta más rápidos interpretarían las piezas bien. Nadie rompe a bailar con el expreso y premeditado afán de situarse en un punto concreto de la pista de baile…»
No hay punto ni meta que alcanzar. Salvo un punto y una meta: los que surgen en la cresta de la ola de cada instante, agitándose en un mar de infinitas olas que se extienden entre el «principio» y el «final» del infinito mismo; como esta pluma, deslizándose y deslizándose y deslizándose, en incansable y gozoso bucle perpetuo, sobre el milagro blanco del papel.
[21/02/24]
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Flori Romero Marín: Afuera canta un mirlo (marzo de 2024)
HOY A LAS CINCO
Hoy a las cinco de la mañana cantaba quedamente el mirlo en algún rincón alejado del barrio; gorjeaba como en sordina, con unas deliciosas cadencias lentas, un tanto perezosas, tímidas, de «regalo especial», solo para mí. Canta la belleza para quien la quiere; y sobre todo, para quien sabe y puede apreciarla.
¿Quién hablaba del «deber de la belleza»? Más de un divino hacedor de artísticas maravillas, sin duda (más de un taumaturgo); y yo mismo, en diversas piezas poéticas y fragmentos de prosa y de ensayo-ficción. La belleza, como el amor, como la propia dicha, es sacrosanta obligación de las almas «finas», entre las cuales se incluye por definición la del poeta. Fiel a mi misión encomendada, consigno aquí de nuevo las melodiosas notas del mirlo, para que fluyan —limpias, ligeras, diáfanas, sin sacrificio— en el blanco pentagrama de la página.
[29/02/24]
ROGER WOLFE
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Aquí mismo y ahora mismo
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ROGER WOLFE · Madrid, a 13 de marzo de 2024
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Del cuaderno... (IX)
ESCRITURA VIVA
La escritura manual tiene vida propia. Tiene la vida de la mano de quien la conduce y guía. Posee memoria biológica, y con ella tiembla y palpita. Todo cuanto fluye por la punta del útil de escribir surge del remoto hontanar —la fuente primera— de quien va trazando los grafismos en la página. La palabra manuscrita es viva inteligencia; inspiración gobernada por el timón de la experiencia que en las carnes del escritor ha ido dejando, durante los lustros y las décadas, su inmarcesible impronta.
[06-07/02/24]
ANXIETY PRODUCTIONS
Hay días de ansiedad y días de nerviosa fatiga y cansancio extraño, a medio camino entre el físico y el psíquico, en que te pones por la tarde aquí delante —¡qué de annapurnas de trabajo inacabado!— y sientes que de pronto te derrumbas. Quizá no descansaras bien anoche. O tal vez sea el peso de tantos recuerdos que preferirías desterrar de tu memoria: todas esas cosas que hiciste, «odiando en cada momento lo que hacías», como en “Coney Island Baby” dice Lou Reed (una de cuyas productoras se llamaba —siempre me pareció un nombre inmejorable— ANXIETY PRODUCTIONS). La verdad es que con el paso de los años la acumulación de desechos experienciales es realmente excesiva, hasta el punto de llegar a hacerse insoportable.
En tesituras como esta me pongo a peinar internet —¡qué gran cubo de desperdicios en sí mismo!— en busca de información sobre la ansiedad, el miedo, los ataques de pánico, los síndromes de angustia. «Quizá su problema se manifieste en forma de delirantes pensamientos irracionales, que le gritan en el interior de su cabeza, y sienta usted que de un momento a otro va a volverse loco, o que se va a morir, de forma horripilante y dolorosa, en breve plazo». No lo sé. Dios mío, no lo sé. Uno a veces se postraría de hinojos ante su propia mente para suplicarles a sus desvaríos clemencia, un respiro, cinco minutos o cinco horas de cuartel.
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Fritz Lang dirigió en 1945 una película, en España titulada Perversidad, en la que uno de sus protagonistas es condenado a la pena capital por un crimen que no ha cometido. En un determinado momento de la historia, cuando al pobre desgraciado le llega su hora, se lo llevan pataleando por un largo y desangelado pasillo hacia la silla eléctrica, y el tipo va emitiendo unos espantosos gritos desgarradores, en desesperada petición de misericordia, y repitiendo: «¡Díos mío! ¿No puede nadie sacarme de aquí?» (en realidad en inglés dice “Won’t someone give me a break?”; «¿No puede alguien darme cuartel?»). Esa secuencia de Lang pone los pelos de punta; y así me siento yo cuando descienden sobre mí estos ataques de ansiedad. Luego…, escribo un poco y se me quita. Pasa el jamacuco. Solo se oye en el silencio el tictac del reloj, seguido instantes después por los acostumbrados retumbos del vecino de arriba, que por una vez —nunca hay mal que por bien no venga— casi son de agradecer.
[16/02/24]
VUELVE EL CANTOR
Han vuelto los mirlos al parque. Hoy en mi paseo vespertino he oído cantar a un par de ellos, desde la copa de un plátano el primero, y luego uno segundo, emboscado entre el ramaje pelado de un negrillo. Al volver por la Ventilla cantaba un tercero, como acompañando la magnífica puesta de sol que incendiaba de ocre, púrpura y naranja el cielo del oeste de Madrid. Estos hechos me han llenado el corazón de felicidad. Ya había empezado yo a pensar, en los últimos tiempos, que los mirlos nos habían abandonado para siempre. El bello cantor de color azabache y pico ambarino es migrador parcial, según los manuales de aves; pero nunca lo había echado de menos durante tanto tiempo (nunca lo había echado de menos en absoluto, porque toda mi vida, en latitudes occidentales e incluida entre ellas Inglaterra, jamás había dejado su música de acompañarme). No sé qué haría si alguna vez faltaran definitivamente los dulces y melódicos gorjeos del mirlo; sobre todo teniendo en cuenta la alarmante invasión, que desde hace lustros padecemos, de cotorras argentinas, a las que ahora —para colmo— se ha empezado a sumar la cotorra de Kramer.
Como siempre me he sentido en particular sintonía con el ritmo de los motores de la tierra, me gusta pensar que los mirlos han retornado al vecindario en respuesta a las llamadas de mi escritura; permítaseme esa pequeña veleidad poética, que es como un azucarillo de terrosa variedad morena añadido al café de mi estado de ánimo. Puedo seguir escribiendo un poco más tranquilo.
Yo, permanente «insatisfecho ontológico», soy hombre que en el terreno práctico se conforma con poco; si «poco» puede decirse que sea el canto de los pájaros.
[18/02/24]
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POESÍA PARA UN MARTES: 5 DE MARZO DE 2024
«Más vida», de Roger Wolfe, en la voz de su autor
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Madrid, diciembre de 2023
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Del cuaderno... (VIII)
OFICIO DE POESÍA
Particular observación
Yo en los años 80, en Alicante, tenía un amigo poeta que siempre decía que la poesía era «el resultado de una particular observación». No sé si esa frase la habría tomado él de algún otro autor —es posible—, pero en cualquier caso el dictum encierra una indudable verdad. Por mi parte, yo he dejado escrito en uno de mis libros de ensayo-ficción el siguiente aforismo: «No existe gente con buena memoria y gente con mala memoria; existe gente que se fija en lo que hace y gente que no se fija». En efecto: en el ojo está la clave; tenerlo o no tenerlo, esa es la cuestión. O mejor: cultivar o no cultivar la mirada. Amar —en definitiva— el mundo o despreciarlo; pues hemos de recordar que, como reza el refrán, no existe mayor desprecio que la falta de aprecio.
Dijo Joseph Conrad, en celebrada y muy repetida cita, que la labor del escritor —del artista— era ayudar al prójimo a ver. El poeta es aquel que ve, y ayuda a ver. Y el que a través de la empatía —creo que fue Goethe quien en uno de estos sentidos habló de la «educación por el dolor»— ayuda a sus lectores, mediante un proceso de identificación catalizado por la «alquimia del verbo», a entender.
El poeta es alguien que, en palabras de Cioran, «ha entendido»; y la poesía es el medio del que se vale para transmitir sus epifanías y hacer extensiva su percepción.
Tarea del zahorí
Dice Ortega que el amor es «zahorí, sutil descubridor de tesoros recatados», y que no es que no vea (vendados se le han supuesto tradicionalmente los ojos), sino que su función no es mirar, pues el amor es «luz, claridad meridiana que recogemos para enfocarla sobre una persona o una cosa», comportando por lo tanto «un grado superior de atención». Ese mismo fenómeno es el que se da en relación con la visión de mundo del poeta; de ahí que de este podamos afirmar que es, de alguna manera, un ser enamorado: su paisaje (por seguir con Ortega, parafraseándolo) es tan real como el del resto de la humanidad, pero mejor.
Potencia y hechos consumados
Según Balzac, el poeta ha de traducir sus percepciones en sensaciones de forma inmediata, pues —a causa de su temperamento— solo así puede aspirar a entenderlas; y es esa impulsividad la que lo convierte en un ser tan a menudo imprudente y temerario. El hombre de acción, por el contrario, mide y calibra sus actos antes de ejecutarlos (en otras palabras: «estudia sus jugadas»).
Es ciertamente una extraña paradoja: el poeta, que no hace nada, es un osado; el hombre de acción, que lo hace todo, examina con cuidado el terreno que se dispone a pisar. La aparente contradicción tiene, sin embargo, perfecto sentido: el arte solo puede ser aposteriorístico; las gestas en tiempo real —incluso aquellas, más modestas, de la vida cotidiana— han de triunfar o fracasar en el ínterin de su propio transcurso. Otra manera de expresarlo sería decir que el poeta vive en el ámbito de lo que en filosofía se denomina la pura potencia, mientras que el hombre de acción reside en la esfera de los hechos consumados.
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Riesgos de lo inefable
Poesía es estar, a la vez, en todos los planos de la realidad y la irrealidad; barajar la lengua en que dialogan entre sí las dimensiones. Poesía es amor, es miedo, es angustia, es cólera y júbilo, es Dios. Claro que hablar de lo inefable lleva consigo sus riesgos; y el menor de ellos no es precisamente la posibilidad de proferir necedades.
Vocación en marcha
Poesía es también tremulante vocación en marcha: un perpetuo ejercicio de nietzscheana «voluntad de poder»; un buscarse y alcanzarse y trascenderse, para luego buscarse otra vez; un eterno retorno al ser desde el ser. Dicho de otro modo: puro gozo —ecos hay aquí de San Juan de la Cruz— en permanente proceso de autoverificación.
Poesía eres tú
Y finalmente, poesía —Bécquer dixit— «eres tú». En los versos que siguen enfoco yo el asunto desde una perspectiva parecida, haciéndome consciente o inconsciente eco de la cándida boutade del romántico sevillano para definir a mi vez lo inenarrable y rematar con ello estos fragmentos:
«¿Qué es poesía?», me pregunta. Poesía, le respondo, es un rebaño de vacas cruzando mansamente un puente por encima de una autopista de montaña. Y me mira, y me sonríe, y eso (lo lleva puesto y no lo sabe) es también poesía. Y de la buena.
[07-10/02/24]
ROGER WOLFE
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El que duda
Cada vez que parecía que habíamos hallado la respuesta a una pregunta, uno de nosotros desanudaba el cordel del viejo pergamino chino que colgaba hecho un cilindro en la pared, y el rollo se desenroscaba, revelando ante nosotros la figura del hombre aquel que sentado en un banco tantas dudas albergaba.
Yo, nos decía, soy el que duda. Tengo dudas de si estaba bien hecho el trabajo que devoró vuestros días. De si lo que dijisteis seguiría teniendo valor para alguien si estuviera peor dicho. De si lo expresasteis bien pero quizá no estuvierais convencidos de la verdad de lo que decíais. De si no es ambiguo; cada posible malentendido es responsabilidad vuestra. O tal vez no resulte ambiguo, y anule las contradicciones de las cosas; ¿es demasiado poco ambiguo? Si es así, inútil será lo que digáis. Carecerá de vida. ¿Estáis realmente inmersos en el flujo del acontecer? ¿Aceptáis todo lo que se desarrolla? ¿Os desarrolláis vosotros? ¿Quiénes sois? ¿A quién le habláis? ¿Quién encuentra útil lo que decís? Y por cierto: ¿es sensato? ¿Se puede leer por la mañana? ¿Está también vinculado con lo que ya existe? ¿Hace uso de las frases que antecedieron a las vuestras, o las refuta, al menos? ¿Es todo verificable? ¿Mediante la experiencia? ¿Qué experiencia? Pero por encima de todo, siempre y por encima de todo: ¿cómo actúa uno si cree lo que decís? Por encima de todo: ¿cómo actúa uno?
Reflexivamente, con curiosidad, estudiábamos al hombre azul que dudaba en el pergamino, nos mirábamos unos a otros y empezábamos de nuevo.
BERTOLT BRECHT Versión española (del inglés de Lee Baxandall): Roger Wolfe
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POESÍA A MEDIANOCHE: 15 AL 16 DE FEBRERO DE 2024
El castillo
Cuando tenía quince años me leí El castillo, de Franz Kafka. Que como es sabido versa de un sujeto llamado K. que se pasa el libro entero intentando entrar en el castillo del que toma su título el relato. La ironía es que ha sido convocado, pero nadie sabe nada del asunto.
Recuerdo a K. en una cabina telefónica, haciendo llamadas que una tras otra se cortaban. Esa imagen se me quedó especialmente grabada. Casi todo lo demás se ha diluido, con el paso de los años, entre kafkianas nieblas del olvido.
Me llevó bastante tiempo terminar esa novela; fue mi primer intento de lo que podríamos llamar lectura seria. He progresado desde entonces. Aunque siga —como he de imaginar que sigue K.— esperando todavía.
ROGER WOLFE
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Copyright: Carlos Casariego
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Del cuaderno... (VII)
MI SUEÑO DE NUEVA ZELANDA
Anoche tuve un sueño extraordinario, en el que me veía teletransportado a una fantástica Nueva Zelanda. Fastuosos paisajes románticos, al estilo de los lienzos de Caspar David Friedrich, se extendían de pronto ante mí. Majestuosos picos montañosos coronaban los confines; cinemascópicas dehesas se perdían en el horizonte. De los vastos ámbitos surgían ingentes estructuras arquitectónicas que semejaban cruces entre las edificaciones del Antiguo Egipto y los imponentes zigurats amerindios de los que en mi infancia daban gráfica y espléndida noticia, en sus láminas reproducidas en esplendorosa cuatricromía, las antiguas enciclopedias. Inmensos territorios, habitados por el éter, se perdían en verdes lejanías inconmensurables, y yo los contemplaba, a vertiginosa vista de pájaro, alfombrando la superficie de la tierra a mis pies.
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Imagen espacial de Nueva Zelanda, tomada por la NASA en octubre de 2002
El sueño no era solo fantástico, sino totalmente imaginario, pues no he estado nunca en esas fabulosas antípodas (si atravesáramos un globo terráqueo con una aguja de hacer calceta, Nueva Zelanda se situaría en la punta de la varilla, y España en su extremo opuesto). Me sentía, en cualquier caso, alzado a las alturas de lo sublime, en alas de un baudelaireano Ideal, cuyo registro consciente podría ser el poema «Elevación», de Las flores del mal, del que recientemente hice una tentativa de versión española (antes de concluir que la del poeta Antonio Martínez Sarrión era perfecta, y que podía ahorrarme ese trabajo). Surcando aquellos espacios infinitos, de la mano de un cicerone que tal vez fuera Berlioz, o Armando Palacio Valdés (las extrañísimas circunstancias de los sueños, como ya sabemos, no tienen lógico parangón), yo me decía: «¡La cámara! ¡Se me ha olvidado la cámara! Bueno… Mañana tendré tiempo de sobra para sacar fotografías». Y aquí, muy de mañana, en la soledad sonora de mi despacho, dejo constancia escrita de algunas de esas imágenes, frescas todavía en el visor de mi memoria onírica inmediata.
Nuevo Mundo; Nuevas Iniciativas; Nuevos Periplos y Epopeyas. Junguianos augurios de gozo venidero e íntima gloria. Mágicas sincronías con el propio ser, en marcha.
ELEVACIÓN
Por encima de estanques, por encima de valles, De montañas y bosques, de mares y de nubes, Más allá de los soles, más allá de los éteres, Más allá del confín de estrelladas esferas,
Te desplazas, mi espíritu, con toda agilidad Y como un nadador que se extasía en las olas, Alegremente surcas la inmensidad profunda Con voluptuosidad indecible y viril.
Escápate muy lejos de estos mórbidos miasmas, Sube a purificarte al aire superior Y apura, como un noble y divino licor, La luz clara que inunda los límpidos espacios.
Detrás de los hastíos y los hondos pesares Que abruman con su peso la neblinosa vida, ¡Feliz aquel que puede con brioso aleteo Lanzarse hacia los campos luminosos y calmos!
Aquel cuyas ideas, cual si fueran alondras, Levantan hacia el cielo matutino su vuelo —¡Que planea sobre todo, y sabe sin esfuerzo, La lengua de las flores y de las cosas mudas!
BAUDELAIRE Versión española de A. Martínez Sarrión
[04/02/24]
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Les fleurs du mal, de Charles Baudelaire, en la edición de La Bonne Compagnie (París, 1943), ilustrada con litografías originales de Emilio Grau Sala
SIEMPRE EN DOMINGO
Muy agradable mañana —de once a dos y media— con mi amigo Rafael Sarmentero, por Conde Duque y Malasaña. En Conde Duque he esperado a Rafa en el Moderno, hojeando un ejemplar de bolsillo, tan viejo como yo, de la novela Las llaves del reino, de A. J. Cronin, autor que conozco pero no he leído. Se trataba de una añeja edición —de allá por 1962— del relato en cuestión, procedente originalmente de alguna biblioteca de colegio «internacional» de Madrid, que su anterior dueño había dejado en el Café de la plaza de Comendadoras, donde siempre hay una pequeña selección de libros y revistas de segunda mano a disposición de parroquianos ociosos.
Tras tomarnos un par de cafés con leche en el Moderno, Rafa y yo nos hemos ido paseando hasta el Pepe Botella, en la plaza del Dos de Mayo, y allí, en el umbroso y tranquilo espacio dispuesto a modo de reservado en el interior del vetusto local (en el lugar casi exacto en el que Thomas Canet me retrató magistralmente en 2007), nuestra charla ha continuado durante cerca de hora y media. Más tarde hemos subido caminando a la glorieta de Bilbao, y por la calle Fuencarral hasta Quevedo y Bravo Murillo. Me he despedido de Rafa en Cuatro Caminos, y regresado en metro a casa, haciendo trasbordo en Plaza Castilla.
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Café Pepe Botella · Madrid, 4 de febrero de 2024
He llegado a mi domicilio con hambre de caballo, y disfrutado —¡siempre en domingo!— de un excelente arroz con pollo y suculentas especias. Hubiera correspondido siesta, porque hoy me he levantado a las seis de la mañana tras dormir tan solo cinco horas, pero si algo bueno tiene el ir cumpliendo años es que a uno no le hace falta tanto sueño como in illo tempore era el caso, de modo que me he pasado la tarde terminando de leer una breve biografía de Balzac, para luego emprender, sin solución de continuidad, los Contes drolatiques del maestro francés.
Y aquí estamos, devorando páginas todavía, y son ya las once menos veinte de la noche. ¡Ah! ¡Se lo he dicho a Rafa esta mañana! «A Dios o a los hados de nuestra elección demos gracias por el don de la lectura. Si no fuera por ella, quién sabe cómo soportaría uno la vida.» Lo cual es hipérbole de poeta, porque la vida es sagrada como el pan y es criminal desesperar de ella, pero toda hipérbole contiene su germen de verdad. Mejorando lo presente —lo digo curándome en salud, con un freudiano ojo puesto en Venus—, no conozco mayor ni más divino paliativo existencial que el de la lectura. Que no nos falte nunca.
[04/02/24]
ROGER WOLFE
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Del cuaderno... (VI)
CONTENIDO Y TITULAR
Al natural, la gente siempre parece tener menos años que los que tiene; en foto, es frecuente que ocurra lo contrario, y la veamos más vieja de lo que es. Extraño enigma de las miradas: no de la exterior e interior, sino más bien de la que coexiste y participa y de la que contempla, por decirlo de alguna manera, por la ventana del espacio y del tiempo congelados. Al natural somos nuestro contenido; en foto somos nuestro titular.
[27/01/24]
FLUJO Y PASO
Quédate aquí sentado y deja que todo fluya a través de ti. Con la vida puedes hacer muchas cosas, y tal vez sentirla fluir, y mirarla pasar, sea la más gratificante de todas.
[27/01/24]
THE SOUND OF SILENCE
El silencio en el barrio es tan profundo esta tarde que casi hay que ascender desde sus simas para encontrar la respiración. Es un silencio que ejerce el mismo hechizo que ciertas obras de arte: deja sin aliento. Tras alcanzar de nuevo la boca del pozo de su ser, uno vuelve a beber el aire con ávida fruición, exhalándolo a continuación en ensimismado éxtasis sereno. Esta es la experiencia de lo sublime, de la que hablaban los románticos, solo que un tanto modificada, pues se ha hecho mucho más íntima y personal, verificándose como una ola interior que nace muy adentro y va extendiéndose hacia fuera, anegando la piel misma de la psique. Todo se ha parado; en los tímpanos y en las sienes siente uno que le late y que le bate, con suave pulso acompasado, el corazón.
[27/01/24]
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Sounds of Silence · Madrid, 28 de enero de 2024
LECTURAS COMPARADAS
El pasado día 17 de enero reproduje en este cuaderno una versión de un poema de Sylvia Plath: “Sheep in the Fog”. La pieza de Plath me recordaba y me recuerda, extrañamente o no tanto, el primer poema «serio» de mi carrera, que es el que abre mi ópera prima en verso, el delgado volumen Diecisiete poemas, aparecido en los talleres malagueños de Ángel Caffarena en el lejano año de 1986. Lo que la pieza de Plath y la mía tienen en común, además del hecho de ser muy «pictóricas» las dos, es la ambientación, y concretamente la interiorización emocional del paisaje invernal de Inglaterra. En mi poema —que se titula “Edenbridge”, el nombre de una población rural inglesa cercana al lugar en que nací— hay un par de versos que rezan: «El cielo es palidez, entre cornisas, / hacia el tenue infinito de los campos». En su texto, Sylvia Plath insinúa primero la imagen, profundamente patética, de una oveja solitaria en la agreste y gris inmensidad, náufraga en la bruma de los páramos que atraviesa el tren («lento caballo del color de la herrumbre»), para hablar después de la «lejanía de los campos», con la que su alma o corazón se funde, sugiriéndonos al final del poema, con una muda sensación de ontológica desolación, la propia orfandad de quien escribe. Los versos de Plath quedan temblando en la retina de la sensibilidad como el eco mudo de una campana fúnebre que ha redoblado en la página y luego persiste, desasosegante, en la memoria inmediata. Yo creo que mi poema es más dulce, y en ese sentido menos perturbador. Mi añoranza es más literaria, y por decirlo de algún modo más «melódica» —si lo expresamos en términos musicales—; el desamparo de Sylvia Plath es metafísico y desgarrador: exiliada en un limbo «sin estrellas y sin padre», no contempla la posibilidad de aferrarse a nada; no halla remedio, ni parece tenerlo; no encuentra consuelo ni perdón.
EDENBRIDGE
Es este un pueblecillo shakespeareano que te recuerda a Welles, y esas campanas de medianoche. Llovizna. La lluvia deslíe lentamente de la bruma
olor de hierba descompuesta, y leve barro que va tiñendo el empedrado. El cielo es palidez, entre cornisas, hacia el tenue infinito de los campos.
Quizá pensando en Falstaff te sorprendas (en los labios alguna tonadilla) vencido por lo triste de las cosas,
y busques el calor de los bolsillos, mientras arrecia en los tejados yertos el repicar monótono del agua.
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Ese mismo día 17 bosquejé yo una tentativa de poema que no fue más allá del borrador. Lo reproduzco aquí, aunque solo sea mero apunte, pues no me resigno a desechar el boceto. Quién sabe si más adelante lograré darle satisfactoria forma.
Hoy, al rayar el alba, llovía en el barrio. Despierto en la penumbra, yo esperaba —como espero cada día— que cantara el mirlo; pero solo la lluvia se oía en el silencio, puntuado su rumor —de cuando en cuando— por el crujir de la persiana acomodándose en su marco. A eso de las ocho y media ha comenzado el sordo estrépito intermitente de la obra de enfrente de mi casa. En la cama todavía, me he arropado contra el frío y seguido con Balzac: Las ilusiones perdidas.
[28-29/01/24]
ANGST
Los ataques de angustia llegan de noche —durante la noche, estando uno en la cama, no antes de acostarse— y a primera hora de la mañana, poco después de haberse uno levantado. Eso es al menos lo que a mí me ocurre. Es como si el alma estuviera desprotegida y desnuda, postrada en un lastimoso y lastimero estado de inerme vulnerabilidad completa; abierta de par a par a todos los peligros, a todos los temores, a todas las aprensiones.
De noche y a primera hora de la mañana soy heideggeriano: vivo en el Angst de la supuesta autenticidad existencial de la que hablaba el pensador teutón. A veces pienso que una vida interior algo menos intensa, pero más dulcemente despreocupada, sería preferible a la dudosa «autenticidad» con que forjan el espíritu estos crónicos episodios de turbulencia y tenebrosidad. ¡Sino místico, el mío! ¡Ah! Ça va; lo acepto. Abracemos nietzscheanamente las caras y las cruces de todas las cosas.
[31/01/24]
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Primera página de una antigua traducción inglesa de Physiologie du mariage, de Balzac
CONOCERSE Y SER CONOCIDO
I
Se nos dice en una biografía de Balzac (el modesto volumen de Albert Keim y Louis Lumet) que cuando el gran escritor francés oía decir algo que le resultaba ofensivo su expresión se tornaba indiferente, neutra o altiva. Y que sufría cuando era felicitado por sus cuentos y relatos, pues con orgullo justificado deseaba ser apreciado como poeta, filósofo y pensador. No se ha reconocido lo suficiente —continúan los autores— hasta qué punto comprendía Balzac la esencia de su propio genio, cuyos primeros frutos narrativos son creaciones de corte filosófico, que van desde las más elevadas especulaciones acerca de la inteligencia humana hasta los pormenores de la organización social, material y moral de un municipio.
Balzac era sin duda un filósofo, y más que filósofo, psicólogo, de agudísima perspicacia y percepción y de brillante intelecto, al estilo de un Nietzsche en Humano, demasiado humano; y sus poderes de penetración y visión moral son verdaderamente pasmosos, al igual que su capacidad de análisis, su conocimiento de los recovecos y las simas del alma de las mujeres y los hombres y su asombrosa —y genuina— empatía. Ahora bien: donde todo ello resplandece es precisamente en sus novelas, que son en realidad ensayos históricos y psicosociales novelados, no tan remotos —salvando todas las distancias, y a pesar de la extrañeza que semejante afirmación puede en un primer momento provocar— del «ensayo narrativo» en que consiste toda la obra de Proust (del que conviene recordar, en este sentido, la admiración que sentía por Balzac).
Balzac era un poeta, un filósofo y un pensador del más alto calibre, es indiscutible; pero lo era siendo a la vez novelista nato (o lo que llaman «novelista de raza», el rótulo que tantas veces se le aplica a su homólogo español, Pío Baroja). Honoré de Balzac se conocía a sí mismo, desde luego; pero su público —sus más selectos lectores, como el propio Proust, o como el siempre entusiasta Óscar Wilde— lo conocían, de algún modo, todavía mejor.
II
Entre la idea que tiene uno mismo de sí y la idea que de uno tienen los demás existe un punto de equilibrio tan sutil como el que sirve de sujeción a un cabello que flota en el fulcro del aire, o el que hace posible enhebrar un hilo en el cuasi imposible ojo de la aguja más fina que quepa imaginar. El genio es aquel que sabe hallar ese punto, darse por enterado, y asumirlo para provecho propio y deleite de su audiencia.
[03/02/24]
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(Era como si estuviera dormida)
Era como si estuviera dormida toda mi vida y no supiera nada, nada por dentro, ni que la vida fuera vida, ni que la muerte es muerte, ni cómo acerté ni cómo me equivoqué, ni que nada dura y nadie tiene la culpa, ni que nadie se escapa, ni siquiera tú, ni siquiera yo, nadie sale vivo de aquí, pero mientras yo esté viva, ven a mí, mientras mi amor tenga la fuerza de la sangre que da vida y el dolor de la sangre que se escurre, ven a mí eléctrico y salvaje como el árbol desnudo y el cielo que se deshoja…
A la manera de Mary Oliver y Tina Turner
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EMILY BERRY (Londres, 1981) Versión española de Roger Wolfe
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Del cuaderno... (V)
A PROPÓSITO DE UN PASTEL
Regreso a casa con un pastel de cumpleaños para mi mujer, pensando vagamente en un relato de Raymond Carver que leí hace años, que habla de una tarta, no sé si también de cumpleaños. Todo lo que hago en la vida está entreverado con este tipo de referencias literarias. Los retazos son a veces como jirones de sueños semisepultados en el olvido. Soy lo que he leído. Mi vida es una especie de enciclopédico crucigrama gobernado por «momentos eureka» que tienen que ver con gozosas experiencias asociadas con el arte. Soy un patchwork literario ambulante. Intelectual perro mestizo guiado por la costumbre instintiva del olfateo. En definitiva: un husmeador. Can contento en todo caso.
[26/01/24]
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RESILIENCIA
Estoy leyendo un libro sobre la llamada —en psicología— resiliencia. Ofrece posibles sinónimos (o más bien vocablos de parejo significado) para hacer más comprensibles el sentido y el alcance terapéutico del término: resistencia, fuerza, fortaleza, adaptabilidad, flexibilidad, aguante, robustez, riqueza de recursos.
El volumen incluye citas de los estoicos, como esta de Marco Aurelio: «Tienes poder sobre tu mente, no sobre los acontecimientos externos. Entiende eso y hallarás fuerza». También hay otras citas insospechadas, como la siguiente, del viejo zorro Bill Burroughs (a quien el psiquiatra y escritor inglés Theodore Dalrymple definió curiosamente, y no sin un gramo de razón, como «psicópata»): «¿Está el control controlado por su necesidad de control?».
Más adelante aparece mencionado Epicteto, uno de mis maestros (aquel que a su torturador le dijo, mientras le retorcía este último una pierna: «Si sigue así, la romperá»). De Epicteto se nos dice que es el filósofo estoico que más ha influido en el campo de la psicoterapia, habiendo sido descrito como «el santo patrón de los resilientes».
Siempre me han gustado los libros de autoayuda; es un género que me estimula, entretiene y brinda utilísimos vislumbres y percepciones que se van añadiendo al espeso légamo de mi —¡ya larga!— experiencia existencial y nunca dejan de procurarme apoyo. En realidad, no hay ayuda que no sea auto ayuda. Algo así vengo yo mismo a decir en una pieza de hace lustros, incluida en mi (descarnado y abrasivo, como mis demás obras de los 90) poemario Cinco años de cama:
Un mandamiento nuevo os doy: amaos a vosotros mismos, porque ni dios más lo hará.
[26/01/24]
ROGER WOLFE
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Del cuaderno... (IV)
LAS ETAPAS DEL ARTISTA
Leo y releo, tomándolos al azar, poemas sueltos del volumen Dios deseado y deseante, de Juan Ramón Jiménez, y siento que de algún modo me dejan flotando en el vacío. No es infrecuente que me ocurra esto con la obra más crepuscular del vate de Moguer (con cuya presunta pieza cumbre, «Espacio», no he podido nunca, quién sabe si por no haberme esforzado lo suficiente). Este posible «ángulo muerto» de mi sensibilidad me suele llevar a considerar las dos etapas establecidas por la crítica en la poesía de Juan Ramón: la modernista y la de la lírica «pura», que da comienzo —esta segunda— hacia 1916, con su famoso libro Diario de un poeta recién casado. A mí la verdad es que me gusta bastante más la primera que la que vino después.
Con Picasso me sucede algo parecido; no es que Picasso en general me vuelva loco, y nunca he sido víctima de la universal fascinación que su pintura y su persona o personaje parecen ejercer, pero si algo de él me atrae son las obras de sus diversas «primeras épocas» (y no soy ni mucho menos experto. Hablo de la época azul, de los saltimbanquis, de las señoritas de Aviñón). A partir de la década de 1920, Picasso es ya pura «marca»; de la etapa surrealista en adelante, su producción está para mi gusto desprovista de interés. El Picasso maduro y tardío es commodity para inversores y especuladores artísticos.
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Pablo Picasso: La familia de saltimbanquis (1905)
Yo he dicho más de una vez —afirmándolo en poemas, incluso— que lo mejor de un poeta o escritor nos lo encontramos en las últimas publicaciones de su carrera, cuando al autor se le han caído todos los complejos y ya no tiene nada que perder, ni necesidad real o imaginada de andar mirando por encima del hombro a la hora de ponerse a crear. (Quien dice un poeta o escritor, y habla de publicaciones impresas, dice artista de cualquier otra disciplina, y las obras que le caractericen.) Eso contradice un poco mis anteriores observaciones sobre Juan Ramón Jiménez y Picasso, aunque sigo pensando que no deja de ser cierto.
W. H. Auden es un caso que en este sentido se me viene a la cabeza: algo tiene el Auden primero que desaparece más adelante en su obra y ya no vuelve a asomarse a ella. Es la brillante —y autosuficiente— audacia del artista joven, dispuesto a comerse el mundo y convencido de que puede hacerlo y salirse con la suya. Después, tenemos al Auden viejo, el del tramo final, que vuelve a resultar interesante, pero precisamente por todo lo contrario: nos encontramos ante la amena bonhomía de aquel a quien, no teniendo nada que demostrar, se le da todo una muy provechosa higa.
Sería una posible regla (que siempre habría que adoptar con las debidas precauciones): vete a los comienzos, vete a los finales. A las primeras cosechas, y a las postreras. Son las más dulces.
[25-26/01/24]
ROGER WOLFE
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