Tumgik
novistenada · 26 days
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Marzo 31, 2024
Kamikakushi
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¿Es necesario entonces ser conservador o más bien, puesto que conservar las cosas en el estado en que se encuentran es la fórmula más segura para perderlo todo en el momento en que todo es puesto en duda, es necesario ser revolucionario, rehacer este mundo mal hecho para salir del problema, apostarlo todo sobre un nuevo porvenir que se cree ver brotar en la indecisión de las cosas? ¿Pero qué es este fin de la historia del cual algunos hacen depender todo? Se supone una cierta frontera más allá de la cual la humanidad deja al fin de ser un tumulto insensato y vuelve a la inmovilidad de la naturaleza. Esta idea de una purificación absoluta de la historia, de un régimen sin inercia, sin azar y sin riesgos, es el reflejo invertido de nuestra angustia y de nuestra soledad.
Maurice Merleau-Ponty
Y ahora, haré mi paso de siempre, diré, como dije tantas veces antes, de otras, que querría escribir sobre esta película. Querría escribir sobre cómo dos hombres –dos samuráis– que se han querido y respetado –y entre los que algo de aquello quizá subsista aún, al menos en uno de ellos– se encuentran sobre una montaña cubierta de nieve, en un combate, sólo aparentemente, final y sólo aparentemente parejo. Uno, Tatewaki, eligió permanecer fiel a su amo, conservar a cualquier costo la vida como la ha conocido siempre –no puede, no sabe, imaginar otra cosa–. Ha estado quieto casi toda la película, deliberando, rodeado de otros hombres importantes de la casa de su señor, o escuchando los consejos de los que le obedecen, o dando órdenes desde sus habitaciones de madera suave y luz tenue. El otro, Magobei, se hizo ronin. Abandonó la casa del señor, dejó a la mujer con la que iba a casarse y hace tres años que, como un espectro, erra entre el borde del mar y las aldeas de pescadores, muy cerca de donde ha visto cometer un crimen imperdonable, muy cerca de donde también ha comprendido por qué. Por qué se puede cometer un crimen así, en nombre de qué. Ese crimen que lo convirtió en espectro, por el que eligió, a la seguridad de su hogar, una vida vagabunda, lo cometió Tatewaki –u otros en nombre de él, pero él dio las órdenes–. Una aldea entera de pescadores fue masacrada para ocultar otro delito, uno mucho menor para nosotros, pero que se castigaría, sin duda, más duramente: un robo a la corona, podemos llamarlo, en el que los aldeanos habían sido obligados participar y del que, por lo tanto, eran también testigos. Pero la masacre nunca fue admitida, los cuerpos fueron hurtados, Tatewaki hizo esparcir el rumor, que en las aldeas vecinas se daba por hecho, de que se había tratado de un kamikakushi: un espíritu maligno, quizá en forma de bandada de cuervos, había sustraído a los hombres, mujeres y niños de toda una aldea sin dejar rastros de ellos. La película nos cuenta todo esto en secuencias que confunden y entrelazan tiempos y lugares, obligándonos a reconstruir la historia y los mitos que de ella se han forjado, un poco como Magobei mismo tiene que darse cuenta de qué ha pasado realmente, y de qué sigue pasando. Y lo que convierte a Magobei en un muerto viviente no es tanto la consciencia, también atormentadora, del crimen cometido por su amigo, como haber cerrado los ojos ante él, haber partido para no ser cómplice, pero, con su silencio o su inacción, dejar abierta no sólo una herida, sino además la posibilidad terrible de que el crimen se repita. Y eso es que lo está por pasar: una promesa rota –siempre hay promesas rotas–, una tragedia que se acerca y que todavía se puede, sin embargo, impedir.
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Por eso, estos dos hombres están ahora frente a frente, en un combate sólo aparentemente entre iguales (y sólo aparentemente final). La actividad de Magobei ha obligado a Tatewaki a ir a su encuentro. Ya no puede contemplar el drama desde la seguridad de sus habitaciones, o desde la cima de un promontorio, como lo vimos apenas recién, como había querido mirar la escena de su nuevo crimen que resultó impedido. Magobei en cambio, si sigue activo, ya casi no puede moverse, se ha movido tanto... Acabamos de verlo librarse de las ataduras que lo mantenían pendiendo de un árbol, para presa de los cuervos (los cuervos son importantes en esta película); hundirse, el cuerpo liado por las sogas, en un agujero de nieve; conseguir desatarse y salir; matar al esbirro de Tatewaki que iba a rematarlo; trepar un acantilado altísimo y escarpado; luchar en lo alto del promontorio, en medio del fuego... y no sé cuántas cosas más. Tan exhausto está que no se da cuenta –creemos que no se da cuenta– y mientras retrocede ante el avance de Tatewaki, Magobei cae en un pozo. Está casi inmovilizado por su propia situación, mientras Tatewaki se abalanza sobre él. Y entonces, pasa lo inaudito: Magobei no estaba quieto y su consciencia estaba más activa que nunca. Encuentra el movimiento preciso, un movimiento que aprovecha la actividad de Tatewaki a la que la suya propia lo había obligado antes, y termina con él. La película, la vida, sigue un rato más. Haré mi paso de siempre –decía–: querría escribir sobre todo esto, pero, ¡ay!, no tengo tiempo.
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Goyokin, Hideo Gosha, 1969
123 min., Japón, japonés
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novistenada · 1 year
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Febrero 28, 2023
That twirling bright object in front of the eyes
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Es cierto que si desde el comienzo mismo la película no nos da respiro, eso quizá signifique que no esté hecha para ser vista solo una vez. Bringing Up Baby es abrumadora y fascinante. No se le puede quitar los ojos ni los oídos de encima, pero con ella crece una sensación de agobio y de confusión que la hace también ardua. Y, sí, después de unos minutos, hay que preguntarse por qué seguimos ahí, ante la pantalla. Yo, por lo menos, me lo pregunté cada vez que la vi.
También, es probable que sea cierto que el vértigo al que nos somete provenga, en buena medida, de la tensión entre lo literal y lo alegórico, de tener que estar constantemente haciendo equilibrio sobre un filo inestable que nos mantenga de los dos lados del acceso a lo que vemos y escuchamos. Tenemos que estar conscientes de que hay alegoría y, sin embargo, no reducir nuestra perspectiva a la pura interpretación de la alegoría. Y tampoco, acotar nuestra experiencia de la película a la captación del sentido oculto, lo que nos pondría muy lejos de comprender qué les pasa a los personajes y qué están haciendo.
Pero, sobre todo, hay que decir algo acerca de una cuestión sobre la que no deja de machacarse. No creo que hablar de doble sentido, en relación con las connotaciones sexuales de los diálogos y de las situaciones en las que se embarcan David y Susan, sea lo que más convenga a Bringing Up Baby. Sin duda, lo que pasa es ambiguo y complejo, pero no creo que “doble”, no, al menos, en el sentido que suele darse a la expresión “doble sentido”. Lo que la película dice no es que mientras hablamos de fósiles y de leopardos, encubrimos, de modo consciente o no, que hablamos de sexo. Mucho menos es que Susan y David tengan que hablar de leopardos y clavículas porque no se puede (o podía) hablar de sexo. A Bringing Up Baby no le preocupa la persistencia subterránea del deseo sexual, como fijación, o como motor, cuya manifestación abierta ha sido censurada, o reprimida por todas las razones históricas, sociales, o culturales que ya sabemos. Más bien, lo que Bringing Up Baby saca a la luz es que el sexo es inseparable de la constitución de lo social. Ese saber es lo encubierto, lo reprimido (antes que el deseo sexual mismo). El saber que dice que nuestro sexo -nuestro cuerpo- no es nuestro. Que, más que a un objeto que poseemos, el sexo se parece a un pez que salta del agua y se nos mete bajo la ropa. Algo que nos es dado, de lo que no somos dueños como quien es propietario de una cosa. (¿Y quién sería, además, ese o esa que poseería tal cosa?). No se trata, entonces, de hablar de sexo sin nombrarlo -ya sea de encubrir el sexo, o de mostrar de qué modo es, por regla, encubierto por (en) la cultura-. Al contrario, dando por sentado que es de sexo de lo que se habla, Bringing Up Baby se mete con sus conexiones, ellas sí menos evidentes. Por eso, todas las evocaciones míticas que encontramos.
Otro motivo de inquietud es la ostentosa inadecuación mutua de David y Susan. ¿Por qué la inadecuación? ¿Por qué, habiendo dos mujeres, la mujer indicada es, precisamente, la mujer inadecuada? La cuestión de la adecuación me había llamado también la atención en Cluny Brown. Pero ahí, mientras que Cluny era inadecuada para el mundo y, sin duda, desde el punto de vista de las reglas sociales, para el profesor Belinski en particular, había entre los dos un entendimiento completo que acá no existe en absoluto. En Bringing Up Baby, es como si Susan nunca acabara de comprender lo que David le dice y como si él nunca pudiera leerla a ella de antemano y apenas pudiera comprender algo de lo que ha hecho, incluso una vez que las cosas ya pasaron. Pero, aunque sea un misterio no solo para todos los demás personajes y para nosotros, sino también para ellos mismos, es decir, incluso si (¿todavía?) no comprenden qué o por qué, Susan y David hacen algo juntos. De modo que asistimos a una sucesión de conversaciones y de situaciones (o juegos) cuya marca más notoria es la ausencia de fluidez. Todo resulta trabado y trabajoso -al contrario de la desenvoltura palmaria de las relaciones entre Cluny Brown y Adam Belinski (aparte, las dudas acerca de en qué consistía esa comprensión inmediata entre los dos)-. (La inadecuación de la pareja seguirá presente en Man's Favorite Sport?, pero sin embargo aparecerá atenuada). Por supuesto, hay muchas respuestas, o hipótesis, para el misterio en torno al hecho inescapable de que Susan y David, con todas sus inconmensurabilidades, estuvieran destinados la una al otro. Una respuesta, casi una explicación, la da David mismo en el epílogo de la película, cuando los dos se reencuentran en el museo. Sin embargo, y a pesar del aparente final feliz, la sensación de agobio del principio sigue ahí -aquí-. Redoblada, aun, por la visible insatisfacción de David que parece rendirse a los hechos con resignación -quizá, con alivio, en el mejor de los casos-, más que presentir un nuevo horizonte de felicidad.
Como sea, me parece que lo mejor para decir sobre Bringing Up Baby, una vez que se ha tratado -y si se sigue tratando- de pensar todo esto y otras cosas, ya lo ha dicho -claro- Stanley Cavell, al final de su ensayo sobre la película:
About halfway through Bringing Up Baby, Grant-David provides himself with an explicit, if provisional, answer to the question how he got and why he stays in his relation with the woman, declaring to her that he will accept no more of her "suggestions" unless she holds a bright object in front of his eyes and twirls it. He is there projecting upon her, blaming her for, his sense of entrancement. The conclusion of the film -Howard Hawks' twirling bright object- provides its hero with no better answer, but rather with a position from which to let the question go: in moving toward the closing embrace, he mumbles something like, "Oh my; oh dear; oh well," i.e., I am here, the relation is mine, what I make of it is now part of what I make of my life, I embrace it. But the conclusion of Hawks' object provides me, its spectator and subject, with a little something more, and less: with a declaration that if I am hypnotized by (his) film, rather than awakened, then I am the fool of an unfunny world, which is, and is not, a laughing and fascinating matter; and that the responsibility, either way, is mine.- I embrace it.
Stanley Cavell, "Leopards in Connecticut", The Georgia Review, Vol. 30, No. 2 (Summer 1976), pp. 233-262
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Bringing Up Baby, Howard Hawks, 1938
102 min., EE.UU., inglés
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novistenada · 1 year
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Enero 3, 2023
Cluny Brown, la conversación inextinguible
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Si en The Shop Around the Corner algo esencial se jugaba en la posibilidad de comunicación, o, mejor, de conversación, entre Kralik y Klara, ahí, esa posibilidad parecía ligada a una cierta claridad de expresión –a su corrección, incluso– que satisfacía las expectativas y los deseos de los dos, pero que solo era posible en el intercambio epistolar, mientras que, una vez tras otra, fracasaba en los encuentros cara a cara - siempre mediados por la relación de trabajo en el interior de esa especie de comunidad que era la tienda del Sr. Matuschek, donde ambos eran empleados –y desbarrancaba en la confusión de identidades–. Todo lo que parecía que habría debido reunir a Klara y Kralik –un lugar de trabajo compartido, las afinidades de clase o de cultura, los gustos– en realidad los separaba. En Cluny Brown, en cambio, todo lo que habría debido separar a Cluny y el profesor Belinski los acerca. Las cosas se dan acá con una asombrosa inmediatez. Cluny y Adam se descubren, desde la primera vez que están frente a frente, al principio de la película, en una inteligencia compartida y sostenida casi enteramente en las palabras. Como si sin mediaciones hubieran adivinado que los dos hablaban un idioma particular, reservado solo a ellos y que, aunque tengan que seguir aprendiendo, les hace sentir una especie, si no de transparencia, de comprensión mutua ausente de complicaciones, enormemente gratificante y placentera. Un modo de hablarse, de hablar el uno al otro, de inventar y de entender situaciones con el lenguaje, que hace que Cluny y Adam, en cierta medida separados del mundo por ese mismo lenguaje, se encuentren como en el punto de mayor cercanía posible entre dos personas, al mismo tiempo que un misterio entre ellos es también preservado, precisamente, por ser eso que los reúne y que los ata el lenguaje, con todas sus incertezas, sus ambigüedades, sus posibles malentendidos (quizá, no entendidos, ni sospechados, pero sí intensamente experimentados). Si este modo de hablarse parecería no conectar con el resto del medio, del mundo, en que se hallan, sí conecta directamente con el de los sueños. Desde que se conocen, Cluny y Adam parecen cifrar el uno para el otro la clave del acceso a un universo inagotable de imágenes y de peripecias que son, o pueden ser, metáforas de ese medio real, pero también cualquier cosa. Algo que permite a Cluny imaginarse como un gato persa, o amanecer en Persia, esperar un barco, o ser raptada en el desierto; o a Adam, montar un semental blanco en Turquía, arrojar ardillas a las nueces, o ser él mismo un barco luchando contra una tormenta en el océano, todo, sin moverse ninguno de los dos de Londres, o de Friars Carmel manor [¡"solar de los Frailes Carmelitas"!] y mientras disfrutan de los últimos brillos de una época y de unas vidas que agonizan bajo la amenaza cierta de la guerra y del fascismo. Una capacidad inextinguible de hablarse el uno al otro, de misterio, delirio, sueños y mutua comprensión: un matrimonio.
Algo más. Al contrario de lo que el reparto social de los personajes y muchas otras películas de Lubitsch (aun con todas las ambivalencias de cada caso) harían suponer, Cluny no es educada por Adam. Quizá sí se pueda decir que hay develación –trabajo en el que él tiene la parte del que devela y ella, no la de ser develada, sino la de ver eso que ahora se muestra (porque sin duda del lado de Cluny está todo el potencial) y la de experimentar una novedosa adecuación, o la total falta de gravedad de su inadecuación, y con ello entrar en el reino de la autoconfianza–, pero no propiamente educación. Poco después, en That Lady in Ermine, todo se pondrá patas para arriba, uno de los grandes talentos de Lubitsch, the man who turns the world upside down.
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Cluny Brown, Ernst Lubitsch, 1946
100 min, EE. UU., inglés
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novistenada · 1 year
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Diciembre 9, 2022
Sobre Matadero, de Santiago Fillol
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Vamos a decirlo de otro modo, de uno que satisfaga mejor ciertos estándares.
La historia que cuenta  Matadero empieza en otro lugar, en España –parece, o creo recordar–. Un público acotado pero no desdeñable salpica las butacas de la sala de cine donde se va exhibir una película mítica y maldita. Una película filmada en Argentina más de cuarenta años atrás. Que nunca se proyectó. Sobre la que cae la sombra de un rodaje trágico. Mientras alguien en la sala explica estas cosas, afuera, en la calle, el director de esa película –un hombre ya mayor–, invitado a la presentación, es abordado por un pequeño grupo de manifestantes que lo increpa al grito de “¡Asesino, asesino!”. Tras ese incidente, el hombre decide no entrar a la proyección y se mantiene aparte hasta el final. En la sala, entre el público, hay una mujer como de unos sesenta y pico o setenta años. Su voz over –que curiosamente no es la de ella como mujer mayor, sino la de la joven que fue (¿una inconsistencia buscada?, ¿por qué?)– nos cuenta que en su juventud fue parte de aquel rodaje sangriento e introduce el flashback en el que va a consistir prácticamente todo el resto de la película (salvo un breve retorno al presente, sin demasiado peso narrativo, por otra parte). En ese flashback, ella –su voz joven– cuenta la historia de cómo se hizo la película que se va a proyectar.
Esa voz promete, entonces, la historia, sí, pero también la revelación de un misterio: por qué los gritos de “¡Asesino!”. Qué pasó en ese rodaje funesto, en el que, se dice, mucha gente perdió la vida. En las fichas de los sitios especializados, Matadero se presenta, al mismo tiempo, como una película de terror y misterio, y como una historia acerca de la lucha de clases (o las luchas de clases, como leí en algunos lugares). Esto último estaría ya implícito en el material mismo que sirve de base a la película que hay dentro de la película, la que Jared Reed (Julio Perillán), el cineasta norteamericano acusado de asesino por el grupo de manifestantes, viene a filmar a la pampa argentina: El matadero, de Esteban Echeverría.
En este punto –de la película, de nuestro recuento– son ya varias las promesas que parecen confluir (incluso si apartamos las de las estrategias de difusión). Por un lado, se anuncia una película de misterio; por otro, ya ha habido varias señales de que ese misterio, sin duda violento, se entrama con nuestra historia política. Está además la remisión a una pieza clave de la literatura argentina –y de la literatura política en particular–, que reenvía a su vez a debates no del todo saldados o siempre proteicos, en nuestro país. Pero hay también algunas pistas que parecen problematizar la historia del cine argentino. Ninguna de estas promesas o, si prefieren, accesos a Matadero encontrará un cauce consistente en el transcurso de los cien minutos que durará la película.
Volvemos a ella. La mujer mayor en la sala (Malena Villa) –no consigo recordar el nombre de su personaje­, digamos que se llama Ángel– fue la asistente del director en aquel rodaje del año 1974 y, durante un tramo en el que él se ausenta, queda a cargo incluso de la continuación de la película. Nacida en una familia de terratenientes cordobeses, unos años antes de este rodaje se había instalado en Los Angeles para estudiar cine en la UCLA. Ahí conoce a Reed, a quien ya admiraba, y cree ver encarnardo en él todo lo que concebía como anhelo cinematográfico: modernidad, audacia, rechazo de las formas clásicas y canónicas, arte en fusión con la vida, arte contra la muerte... Todo aquello que se alzaba en oposición a un cine nacional vetusto,“costumbrista” (uso las comillas porque es ella quien lo dice), de formas manidas y caducas. Ángel viaja con Reed a Argentina para asistirlo en la dirección de su versión de El matadero y cuando, en medio del rodaje, el productor de Reed se cansa de los caprichos del director y corta los fondos, ella ofrece su estancia familiar como locación y todos los recursos disponibles para seguir filmando. Hacia allá, se traslada lo que queda del equipo original: el director, su esposa -que es también una especie de directora de arte– y la asistente, acompañados por dos grupos de actores, uno compuesto por jóvenes artistas de clase media acomodada con cierta vocación por un teatro militante y otro, por matarifes reclutados en un establecimento bonaerense: unos representarían a los patrones, los otros a los peones de la estancia –porque la historia estaba solo inspirada en El matadero, no era su trasposición exacta; incluso, se dice, la película no acabaría con la matanza de los patrones a manos de los trabajadores, sino que serían comidos–.
A toda esta información que tenemos casi desde el principio, la película agrega poco, salvo confusiones. Y no es que no pueda decirse mucho más por ausencia de imaginación o de hipótesis. Precisamente, a falta de otra cosa, lo que sobra son hipótesis e interpretaciones (el terreno es tan fangoso que no se ganaría mucho y bastante se arriesgaría en cuanto a aumentar los equívocos, si se la explicitara todas). Lo que, en cambio, sí falta es un sentido de la historia que se construya por los medios narrativos (o a secas) propios del cine: los encuadres, los planos, el montaje. Aunque tampoco hay que creer que ese sentido se haga explícito de algún modo (reputadamente) menos cinematográfico, como los enunciados que los diálogos pudieran contener. En Matadero, se habla de modo muy circunstancial –salvo en lo que que concierne a la voz over de Ángel, que es algo más reflexiva– y mucho de lo que se dice es ininteligible por causas que –asumo– hay que atribuir en buena medida a la calidad del sonido (¿otro rasgo intencional sobre cuya razón solo podemos hacer conjeturas, o un efecto no buscado? Quién sabe). En lugar de construir oposiciones entre los personajes, de tensar conflictos, o de hacer sentir la “locura” (una y otra vez mencionada), la película parecería confiar más en sus anuncios iniciales, a los que refuerza un poco machaconamente en los diálogos, o por la voz de Ángel o con algún episodio ilustrativo de escasa intensidad dramática; y se limita apenas a desplegar en un tiempo narrativo más o menos indefinido –el que dura el rodaje– lo que ya estaba dicho al comienzo. Avanza, entonces, como sobre rieles, hacia su propio fin anunciado –fin que, por otra parte, aunque deje intuir qué pasó con los personajes, conserva una oscuridad bastante... discutible, podríamos decir (para no decir culpable), acerca de lo que cifra–.
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Qué hay en el medio, entre los anuncios y su consumación final, entonces, a falta de cine. Sobrevuela a algunas críticas y comentarios la noción de que tras la película, mal ejecutada, hay una buena idea. Una petición de principio muy trabajoso de aceptar porque, en todo caso, esa buena idea es completamente inaccesible. ¿Dónde estaría, si no en lo que los planos dan a ver? ¿Acaso, en el guion, del que la película habría sabido retener poco? ¿Se trata de un problema de impericia?
En tren de entresacar ideas, sin embargo, las que se podrían inferir no resultan tampoco muy felices. Un usuario de esta red escribió que la película le gustó y que le “resultó interesante” porque “expone algunas miserias del zurdismo con osde”. Y es que, en efecto, dada la falta de espesor de los personajes (de los que casi nadie en las críticas o reseñas recuerda siquiera sus nombres, por ejemplo), la simplificación que de los jóvenes artistas –aunque también de los trabajadores– hacen Fillol y el guion se extiende demasiado fácilmente a toda una generación militante que, por cierto, no procedía solo de las clases medias más o menos acomodadas del país (cuando OSDE apenas se había creado y, por razones muy fuertes y que vendrían al caso, no era en absoluto lo que es hoy) y que incluso si  se considerara apenas a los que lo hicieron, difícilmente y  solo con una dosis importante de pobreza histórica, podría ser reducida a la tontería y a la mezquindad con que se la muestra, y de la que no la redime ni la muerte –como bien parece intuir el mismo comentarista (que, dicho sea de paso, también me dejó un pintoresco mensaje deseándome, u ordenándome quizá, que reviente, por “zurda de mierda”).
O ¿a qué atribuir el anacronismo por el cual la protagonista deja el país a principios de los años setenta en rechazo del cine nacional y en nombre de una vanguardia que va a buscar a Los Angeles, cuando entonces el cine local no era todavía anatema por las razones que ella misma da –un tipo de critica y de rechazo más propios de finales de los años ochenta– y toda una generación militante confiaba activamente en la creación de un cine local no solo, y quizá no sobre todo, moderno, sino además revolucionario –del que, por otra parte, había ejemplos en el país y en el resto de América Latina–?
Otro indicio, ¿qué decir, o qué pensar, del director yanqui, paradigma del cineasta moderno? ¿Que no es paradigma de nada, tal vez, igual que no lo son de la militancia los jóvenes actores de vanguardia? Otra sutileza que a nuestro comentarista desde el Fascio parece habérsele escapado y –confesamos nuestra torpeza– a nosotros, también. El personaje condensa todas la miserias imaginables, sugeridas desde el principio, y enunciadas más tarde a cada paso por Ángel, en el relato de su propio desengaño de la figura del maestro admirado. Afirmar el decurso paralelo entre arte y política, y la analogía de ciertas figuras no es un exceso interpretativo: en ambos casos, el que quiere revolucionar el mundo no es mejor que los que lo sostienen tal cual es; los sueños de emancipación producen crímenes.
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En fin, si todo esto suena extralimitado, es precisamente porque en rigor se puede decir poco. Como si la película hiciera suya la inconsistencia de Reed, de quien Ángel dice al comienzo que, por haberse criado unos años en Argentina, creía ahora comprender al país, pero en realidad confundía todo.
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Matadero, Santiago Fillol, 2022
106 min, Argentina - España - Francia, español - inglés
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novistenada · 2 years
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Octubre 9, 2022
Lola, llorar antes
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Para desengañarlo de la ciudad corrupta, Esslin lleva al señor von Bohm al exclusivo cabaret y prostíbulo que frecuenta la élite local. Esslin es un joven empleado municipal, activista contra el rearme. Von Bohm ha llegado hace muy poco a la ciudad, comisionado por el gobierno federal para llevar adelante un plan de vivienda y construcción, y esa misma élite prostibularia es la que se beneficiará de los nuevos contratos para la edificación.
Esslin lo sabe y nosotros también, pero los demás no: von Bohm está perdidamente enamorado de Lola. Lola, la estrella del cabaret, la puta privada de Schuckert. Schukert, el más prominente, depravado e influyente empresario constructor de la ciudad.
Von Bohm no es un hombre de la noche, no sabía y no esperaba lo que iba a encontrar en el cabaret donde trabaja Lola. No bien lo ve entrar –acompañado por Esslin, que también es músico en el cabaret– Schuckert invita a von Bohm a su mesa. Sorprendido y ultrajado por lo que ve, por la decadencia y la perversión de lo más granado de la sociedad local, el comisionado rompe en una risa acongojada que enseguida se le hace llanto. Curvado sobre su regazo, agacha la cabeza y llora.
Todavía, sin embargo, no ha visto a Lola, todavía no sabe del todo quién es ella, qué hace de sus días y sus noches, y, aunque es cierto que Lola misma se lo ha sugerido, quizá no adivine tampoco su aparición en este lugar. Pero se ha puesto a llorar. Y entonces, sí, Lola sale al escenario, bellísima, como siempre, sexy. Vestida, maquillada y con unos modos que, en cambio, von Bohm nunca le había visto y probablemente tampoco presentido. A von Bohm se le revela de un golpe la relación de Lola con Schuckert y descubre a la mujer amada exhibida para el deseo de todos.
Pero su dolor de hombre conservador y puritano por este descubrimiento había sido anticipado por aquella ola de emoción y de rechazo confuso más genérica, cuando todavía la afrenta no tenía este cariz personal, cuando todavía el desvelamiento no era igual –no podía ser, creemos– a la herida íntima y fatal que lo aflige ahora. 
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Ahora, sin embargo, von Bohm ya no llora. Contempla inmóvil, casi sin expresión, los ojos bien abiertos, la aparición de Lola. Deja su silla y como en trance va a pararse más cerca de la escena donde ella canta, provocadora –la mirada siempre fija en Lola–. Y solo cuando ella lo descubre y la vemos, y él la ve, congelarse; y vemos en su cara –la cámara se acerca en un movimiento veloz al rostro de Lola– nacer la pena, la vergüenza, tal vez; y ella tiene que darse vuelta y seguir cantando de espaldas al público porque no puede soportar la mirada de von Bohm, solo entonces, él gira la cabeza y se va caminando muy despacio hacia la puerta.
Dije que la cara de von Bohm estaba como sin expresión. No es del todo cierto. Más bien es como si una expresión de tristeza se le hubiera hundido, se le hubiera metido bajo la piel, como si la cara de von Bohm tuviera dos capas, una superficial, impasible, neutra, y otra capa más profunda, esculpida de tristeza, que la otra deja traslucir.
Y quizá la cara de von Bohm, lo que le pasó a su cara en esos minutos de transformación que fueron de la risa al llanto compulsivo, a la nada, o a la aceptación –no sabemos–; esos minutos que tan rápido sedimentaron en capas en su rostro, quizá –decía– no sean tan diferentes a la vida entera de Lola, que también nos parece que llevara un peso en lo hondo, que un dolor se le hubiera empozado. Y por eso, quizá –no sabemos–, después de esos minutos en el cabaret de Schuckert, von Bohm esté ahora más cerca de Lola que, como él, también ha llorado antes.
[Al comienzo de la película, Esslin le había dicho a Lola que el alma sabe más que la mente (que por eso, la poesía siempre es triste)].
Ahora ya no llora
Preso en mi ciudad
Casi ya no llora
Atrapado en libertad
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Lola, Rainer Werner Fassbinder, 1981
111 min., República Federal de Alemania, alemán
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novistenada · 2 years
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Septiembre 13, 2022
debemos partir o quedarnos
si puedes quedarte, quédate
parte, si es necesario
oh muerte
vieja capitana
ya es la hora levemos anclas
este país nos aburre
oh muerte
zarpemos
si el cielo y el mar
son tan negros como la tinta
J-LG, Historia(s) del cine, Solo el cine
[Baudelaire]
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novistenada · 2 years
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Septiembre 13, 2022
They felt in their hearts...
"Sintieron realmente en sus corazones que existía la posibilidad de ganar contra el imperialismo". J-LG
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novistenada · 2 years
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Septiembre 4, 2022
Susana
¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves? Cuando la mentira es la verdad
A veces, me pierdo un poco, me olvido de que escribo para contarte películas –y de que quizá también las veo para contártelas– y pongo ese tono seco, desabrido. Me pongo a explicar por qué una película no me gustó tanto, o qué sí me gustó, y todo desbarranca.
Pero con Susana me vuelven las ganas de contarte, de mostrarte. Buñuel apenas la menciona en Mi último suspiro. Las dos únicas cosas que dice son una sobre el final y otra sobre un plano del principio. Un plano deslumbrante en el que una araña peluda, una migala, camina por la sombra en forma de cruz que proyectan sobre el suelo los barrotes de la celda donde está encerrada Susana. La otra cosa que dice Buñuel es sobre el final feliz, un poco inesperado que, según él, parece que no habría que tomarse tan en serio. Aunque yo no estoy muy de acuerdo, me parece un final imprescindible, diría. Y para nada forzado por ninguna necesidad de compensación. Como sea, la película tiene dos finales. Y también se podría decir que tiene dos principios.
Un principio es ese, en el reformatorio. No sabemos nada de por qué Susana llegó ahí, solo que está encerrada en ese lugar infrahumano y que entre tres carceleras la llevan trabajosamente a la celda de castigo, mientras ella, bellísima y furiosa, grita, resiste y patalea. Y ya adentro de la celda, sigue gritando y llora desesperada. Una celda espantosa, como te decía, plagada de alimañas. Este principio es de claroscuros y contrastes, como en una película expresionista, y tiene ratas, un murciélago, la migala, cruces y barrotes. Susana está en una pesadilla y le ruega a Dios que la libere. Y Dios, claro, la libera.
El otro comienzo es en el rancho de una familia feliz –feliz y bastante opulenta–: padre, madre e hijo, un ama de llaves y el capataz de la hacienda. Susana despierta en esa casa, como de un mal sueño, pero para la familia, aunque todavía no lo sabe, la llegada de Susana es el comienzo de su propia pesadilla, las primeras remezones de lo que será un cataclismo en sus vidas firmes y luminosas, que hasta entonces nada contradecía.
Lo que se podría decir es que todo viene de a pares en esta película. Pero no quiero hablar de eso ahora, de cómo parecería que la felicidad de unos dependiera de dejar a otros en la oscuridad –que es también como dejar en la oscuridad muchas cosas de uno mismo–; de cómo si alguien, o algo, se atreve a salir de esa oscuridad, a reclamar una vida a la luz, o un poco, un rato, de luz, el miedo que da es tanto que se es capaz de cualquier cosa para obligarlo a retroceder, a volver a su cueva animal. Y después, hacer como si nunca hubiera existido: desaparecerlo, olvidarlo. Ni de cómo mientras todo en la película lucha y se opone, la verdad aparece por cualquier parte, donde menos se la espera. Susana no es una película de esas, como se dice, “donde nada es lo que parece”: en Susana lo que parece es –aun por sobre lo que se muestra como más real (Im Schein verspricht sich das Scheinlose)–.
Me enredo, ya ves. Lo que quería era mostrarte a esta señora del videíto: María Gentil Arcos. Felisa, en la película, el ama de llaves de la familia feliz, que ha vivido toda su vida con ellos. Una mujer sencilla, llena de supersticiones y de refranes para cada ocasión y, más que nada, devota de su patrona. Lo que ves en ese pedacito no lo vio nadie más que nosotros porque Felisa, ante su señora, que es como aparece casi todo el tiempo, aunque defienda sus opiniones con insistencia, es incapaz de levantar la cabeza y se diría que es todo sumisión y obediencia. Así que esa transformación en el cuarto vacío podría sorprendernos; sin embargo, quizá no nos asombre tanto porque ya la habíamos visto levantar antes la cabeza, aunque solo frente a Susana, para intentar doblegar a Susana. (A Susana que, irredimible, desbarata todo intento de conversión y se pone siempre del otro lado de lo que la congelaría, la cristalizaría –incluso a costa de lo que podría creerse habría sido su propio bien– y que por eso está en constante movimiento).
Pero, además, no nos sorprende porque tenemos la sospecha de que Felisa ha estado haciendo algo más que recitar refranes y tratar de persuadir a su señora, de que su papel en la historia no es tan trivial como podría parecer. La noche de la llegada de Susana es ella, Felisa, la que anuncia la catástrofe que está por caer sobre la casa, y su presagio es como si le abriera la puerta, o como si la pusiera en movimiento. Felisa, claro, no creó el mundo en que Susana, sola, con sus menos de veinte años, vive presa y sin historia en un reformatorio escalofriante; el mundo en que las ricas familias hacendadas, con sus criadas y sus peones, pasan los días sin otra preocupación que la suerte de una yegua que pronto irá a parir. Pero sí puso a andar la fábula en la que, en una noche aterradora de tormenta, esos dos modos de ser del mismo mundo por fin se cruzan. Y si la madre, el padre y el hijo ejercen su incuestionada bondad sin demasiada lucidez y padecen también sin demasiado dominio la irrupción de una violencia y unos impulsos que ni siquiera sabían que latían en ellos; y si Jesús, el capataz de la hacienda, es víctima él también de su propia brutalidad y de su incomprensión; y si Susana, a pesar de su loco movimiento, no podrá nunca evadir su destino, Felisa en cambio es la única capaz transfigurarse de verdad y de influir a consciencia en la suerte de las cosas. Esa mujer pequeña, un poco encorvada, que anda siempre como por detrás de su ama, que le cuchichea al oído y apenas habla con otros es la que nos ha creado este mundo, el mundo de Susana (¡y qué mundo!). Es también la que nos sacará de él, la que nos da a beber el agua del olvido.
cm
Susana, Luis Buñuel, 1951
86 minutos, México, español
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novistenada · 2 years
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Marzo 5, 2022
Abjuración de la Trilogía de la vida
Pier Paolo Pasolini
Pienso que, primero, nunca y en ningún caso se debe temer ser instrumentalizado por el poder y su cultura. Hay que comportarse como si esa peligrosa eventualidad no existiera. Lo que cuenta, antes que nada, es la sinceridad y la necesidad de lo que hay que decir. No hay que traicionarlo bajo ningún concepto, y mucho menos callando diplomáticamente por prejuicio. Pero también pienso que, después, es necesario saber darse cuenta de hasta qué punto hemos sido instrumentalizados, eventualmente, por el poder integrador. Y en este caso, si resulta que la propia sinceridad o la necesidad han sido utilizadas y manipuladas, creo que además se debe tener el valor de abjurar de ellas. Yo abjuro de la Trilogía de la vida, aunque no me arrepienta de haberla hecho. En realidad no puedo negar la sinceridad y la necesidad que me impulsaron a la representación de los cuerpos y de su símbolo culminante, el sexo. Esa sinceridad y esa necesidad tienen varias justificaciones históricas e ideológicas. Ante todo, se insertan en la lucha por la democratización de la “libertad de expresión” y por la liberación sexual, que fueron dos momentos fundamentales de la tensión progresista de los años cincuenta y sesenta. En segundo lugar, en la primera fase de la crisis cultural y antropológica iniciada a finales de los sesenta–cuando empezaba a triunfar la irrealidad de la subcultura de los mass media y, por tanto, de la comunicación de masas–, el último baluarte de la realidad parecían ser los cuerpos “inocentes”, con la arcaica, oscura y vital violencia de sus órganos sexuales. Por último, la representación del erotismo, visto en un ámbito humano recién superado por la historia, pero todavía presente físicamente (en Nápoles, en Oriente Medio), era algo que me fascinaba personalmente como autor y como ser humano individual. Ahora, todo se ha vuelto del revés. Primero: la lucha progresista por la democratización expresiva y por la liberación sexual ha sido brutalmente superada y trivializada por la decisión del poder consumista de imponer en este punto una tolerancia tan amplia como falsa. Segundo: también la “realidad” de los cuerpos inocentes ha sido violada, manipulada y pisoteada por el poder consumista; es más: esa violencia sobre los cuerpos se ha convertido en el más macroscópico de los datos de la nueva época humana. Tercero: las vidas sexuales privadas (como la mía) han sufrido tanto el trauma de la falsa tolerancia como el de la degradación de los cuerpos, y lo que en las fantasías sexuales era dolor y alegría se ha convertido en engaño suicida, en tedio informe.
II Sin embargo, que no se les ocurra pensar a quienes criticaban con disgusto o desprecio mi Trilogía de la vida que mi abjuración conduce a sus “deberes”. Mi abjuración lleva a algo distinto. Me horroriza decirlo, y busco antes de decirlo, como es mi auténtico “deber”, elementos que retrasen ese momento. Que son: a) el insoslayable dato de hecho de que, aun si quisiera seguir realizando films como los de la Trilogía de la vida, no podría; porque he acabado odiando los cuerpos y los órganos sexuales. Naturalmente, me refiero a estos cuerpos y a estos órganos sexuales. Esto es, a los cuerpos de los nuevos jóvenes y muchachos italianos, a los órganos sexuales de los nuevos jóvenes y muchachos italianos. Se me objetará: “A decir verdad, en la Trilogía de la vida no representabas cuerpos y órganos sexuales de nuestro tiempo, sino los del pasado”. Es cierto; pero durante algún tiempo pude hacerme ilusiones. El degradante presente quedaba compensado por la supervivencia objetiva del pasado o por la posibilidad, por consiguiente, de volver a evocarlo. Pero hoy la degeneración de los cuerpos y de los sexos ha cobrado efecto retroactivo. Si quienes entonces eran así y asá han podido convertirse ahora en esto y lo otro, eso significa que potencialmente ya lo eran; por tanto, también su modo de ser de entonces queda, desde el presente, desprovisto de valor. Si los jóvenes y los muchachos del subproletariado romano –que son, por otra parte, los que he proyectado en la antigua y resistente Nápoles y luego en los países pobres del Tercer Mundo son ahora inmundicia humana, eso quiere decir que también entonces lo eran potencialmente. Eran, pues idiotizados, constreñidos a ser adorables, míseros criminales obligados a ser golfillos simpáticos, bellacos ineptos obligados a parecer santamente inocentes, etcétera. El hundimiento del presente implica también el hundimiento del pasado. La vida es un montón de ruinas insignificantes e irónicas; mientras ocurría todo esto, mis críticos, dolidos o despreciativos, tenían, como decía, estúpidos “deberes” que seguir imponiendo: eran “deberes” relativos a la lucha por el progreso, el mejoramiento, la liberalización, la tolerancia, el colectivismo, etcétera. No se daban cuenta de que la degeneración se ha producido justamente mediante una falsificación de sus valores. ¡Y ahora parecen estar muy contentos! Satisfechos de pensar que la sociedad italiana ha mejorado indudablemente, o sea, que se ha vuelto más democrática, más tolerante, más moderna, etc. No perciben la oleada de delitos que inunda Italia: dejan este fenómeno para las páginas de sucesos y le niegan todo valor. No se dan cuenta de que no hay solución de continuidad entre los que son técnicamente delincuentes y quienes no lo son; y que el modelo de insolencia, de falta de humanidad y de crueldad es el mismo para toda la masa de los jóvenes. No se dan cuenta de que en Italia hay incluso un toque de queda; de que la noche es desértica y siniestra, como en los siglos más negros del pasado; aunque como es natural ellos no lo viven pues se quedan en sus casas (tal vez regalándole modernidad a su propia consciencia con la ayuda del televisor). No se dan cuenta de que la televisión y lo que quizá es peor, la escuela obligatoria, han degradado a todos los jóvenes y muchachos a melindrosos, acomplejados y burguesuchos racistas de segunda fila; y consideran que esto no pasa de ser una coyuntura desagradable que sin duda se resolverá –como si una mutación antropológica fuera reversible–. No se dan cuenta de que la liberación sexual, en vez de dar soltura y felicidad a los jóvenes y a los muchachos, les ha vuelto infelices, cerrados y por consiguiente estúpidamente presuntuosos y agresivos; pero ni siquiera quieren ocuparse de todo esto porque los jóvenes y los muchachos les traen sin cuidado; fuera de Italia, en los países “desarrollados” –especialmente en Francia–, la suerte está echada desde hace tiempo. Hace tiempo que antropológicamente el pueblo no existe. Para los burgueses franceses, el pueblo está constituido por marroquíes o griegos, por portugueses o tunecinos. Los cuales no pueden hacer otra cosa, los pobres, que asumir lo más deprisa posible el comportamiento de los burgueses franceses. Y esto es lo que piensan tanto los intelectuales de derechas como los intelectuales de izquierdas; y lo piensan de idéntica manera.
III Pues bien: es hora ya de afrontar el problema: ¿a qué me lleva abjurar de la Trilogía? Me lleva a la adaptación. Estoy escribiendo estas páginas el 15 de junio de 1975, día de elecciones. Sé que aún en el caso –muy probable– de una victoria de las izquierdas una cosa será el valor nominal del voto y otra su valor real. Lo primero pondrá de manifiesto una unificación de Italia modernizada en sentido positivo; lo segundo demostrará que Italia –aparte, naturalmente, de los comunistas tradicionales– es ya en su conjunto un país despolitizado, un cuerpo muerto cuyos reflejos son meramente mecánicos. O sea, que lo que vive Italia no es más que un proceso de adaptación a su propia degradación, de la que intenta liberarse sólo nominalmente. Tout va bien: en el país no hay masas de jóvenes criminaloides o neuróticos, o conformistas hasta la locura y la más absoluta intolerancia; las noches son seguras y tranquilas, maravillosamente mediterráneas; los secuestros, los atracos, los asesinatos sumarios, los millones de desfalcos y de robos son sólo material para las páginas de sucesos de los diarios, etcétera. Todo el mundo se ha adaptado: bien al no querer darse cuenta de nada o por medio de la más indiferente desdramatización. Pero debo admitir que tampoco haberse dado cuenta o haber dramatizado preserva realmente de la adaptación o la aceptación. Pues yo mismo me estoy adaptando a la degradación y estoy aceptando lo inaceptable. Maniobro para reordenar mi vida. Estoy olvidando cómo eran antes las cosas. Los amados rostros de ayer empiezan a amarillear. Ante mí –implacable, sin alternativas– el presente. Y readapto mi compromiso para una mayor inteligibilidad (¿Saló?).
15 de junio de 1975
En II Corriere della Sera, 9 de noviembre de 1975
En Pier Paolo Pasolini, Trilogía de la vida. El Decamerón, Los cuentos de Canterbury, Las mil y una noches. Con textos del autor, José Felix Guarner y Enric Ripoll-Freixes, AYMA, Barcelona, 1977.
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novistenada · 3 years
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Febrero 20, 2021
Our United State
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It just seemed wonderful, and my life wasn’t wonderful.
Quizá no haya mejor modo de decir lo que le debemos a los musicales que este recuerdo de Donen de sus nueve años, cuando vio a Fred Astaire en Flying Down to Rio. Cierto que esto mismo -esa capacidad de fungir de sustituto, o de proporcionar un falso alivio de lo real- es lo que tantas veces se ha deplorado de ellos. Pero si los musicales no pueden salvarnos la vida, ¿cómo podrán hacer que la perdamos? En cuanto mí, sí, a veces, los musicales me salvan la vida.
Give a Girl a Break, por ejemplo, viene salvando mi vida desde la madrugada de ayer. Es un musical claro y transparente, su estructura de hierro se adivina desde el comienzo, con triples sucesiones y simetrías apenas quebradas que no traiciona jamás. De los conflictos, subsiste solo aquello sin lo cual la trama no podría siquiera tener lugar. Son conflictos -casi todos, o todos los que más importan, por lo menos- dados por las cosas mismas, circunstancias que hay que resolver y que a veces enfrentan a los personajes, pero que nadie está dispuesto a permitir que pasen a mayores. Nadie se enoja, ni se enreda por mucho tiempo (lo que contrasta con la producción y el rodaje de la película, donde parece que Bob Fosse y Gower Champion se sacaban chispas y que se definieron dos bandos enfrentados, el que los Champion formaban con Debbie Reynolds y el de Stanley Donen y Bob Fosse).
Pero las películas de Donen son sin excepción una fuente de alegría constante -por lo menos, todas las que vi-. Eso no pasa con todos los musicales que siguen la regla. Lo que tengan de administrativo no los iguala. No viene sencillamente de ahí su capacidad de hacer que veamos todo maravilloso, el contraste escandaloso con nuestras vidas, el engaño (que la auténtica liberación no podía venir de ahí es algo que ya sabíamos). Hace falta más. En Give a Girl a Break, cierto, los trucos visuales son una causa de excitación, desde las pantallas partidas, hasta la Suzy [Debbie Reynolds] de miniatura que baila en la cabezota de Bob [Bob Fosse], o el movimiento inverso en el Balloon Dance, que suspende las reglas de la física. Sin embargo, excitación no es lo mismo que alegría, y si la película nos pone a reír y a aplaudir como niños frente a la pantalla no es por los trucos, sino porque los trucos confirman la alegría que viene de otro lado. En primer lugar, claro, de la danza, de los cuerpos de los bailarines que ya habían desafiado ellos a la ley de gravedad, sin ayuda de trucos. Miren a Bob, Ted [Gower Champion] y Leo [Kurt Karsznar] en Nothing is Impossible, uno de los primeros números musicales. El corazón de la película está ahí: es la sugerencia (aunque haya habido que contrarrestarla) de que quizá tengamos que romper todas las leyes, no solo las de la física. El corazón alegre de la película es el descubrimiento de que si nada es imposible, solo no lo es en el mundo hecho de la confianza indestructible que circula entre los tres hombres; solo no lo es no en el mundo en que ya viven, sino en el que tienen que crear juntos. La alegría viene también de las diferencias entre los tres, de las de Leo/ Karsznar, especialmente; de la intuición de que ninguna semblanza más perfecta sería, no obstante, mejor. Aceptamos pronto esa alegría y enseguida su mejor -y, para las reglas del show business, más improbable- corolario: la completa falta de jerarquía entre los tres, e incluso entre los cuatro, porque tenemos que agregar a Felix Jordan [Larry Keating], el productor menos malhumorado y tiránico y más paciente de la historia de las películas, que admite por igual las opiniones de todos y consiente llevar a cabo las propuestas que le parece, vengan de quien vengan -el cadete, la estrella, o el autor de la obra-.
Con las mujeres, todo es distinto. En el primer número, Give a Girl a Break, vemos a las chicas haciendo sus cosas de todos los días, o en sus prácticas de baile, mientras leen en el diario un aviso para cubrir el papel protagónico del musical que también se llama Give a Girl a Break (la película, el musical de la ficción y la canción, o el número, se llaman igual). Se trata precisamente de la obra que Jordan está preparando en un teatro de Broadway, con Ted como director y protagonista masculino, de la que Leo es autor y Bob, entusiasta cadete. Las aspirantes aparecen en una secuencia, repleta de maravillas, donde -si recuerdo bien- primero, a cada una le corresponde un plano separada de las demás, después la pantalla se divide y vemos a varias chicas mirando a su vez a la cámara y, por fin, las tres candidatas con probabilidades bailan juntas, pero como si no se vieran una a las otras, ignorándose, cada cual en su mundo. Desde ese momento, habrá una inevitable competencia entre ellas (salvo que renuncien a su deseo de protagonizar el musical, deberán competir), pero que sin embargo carece de toda agresividad. Faltan las zancadillas y deslealtades que Hollywood suele atribuir a estas rivalidades y hasta vemos muestras de afecto y admiración. A pesar de esto, no hay ni habrá entre ellas una verdadera relación, no existe entre las chicas nada parecido a la comunidad que había entre los varones. Tampoco sienten aquella solidez que ellos se aseguraban mutuamente y sin fisuras y de la que nos parecía que emanaban su alegría y la de la película. Madelyn [Marge Champion], Suzy y Joanna [Helen Wood] no están seguras de cuál es su lugar en el mundo, ni viven en la confianza de que nada sea imposible. Para ellas, la alegría es más bien algo todavía a conquistar y que cada una buscará por su cuenta. Y la película quizá sea, más que nada, eso: mostrarnos cómo ellas, en esos días de pruebas, novedades y decisiones, van conquistando más alegría y más confianza. Una conquista en la que los hombres -que mientras ellas se transforman, permanecerán relativamente estables y confiados- y, con ellos, el amor tendrán un papel decisivo. Algo, sin embargo, también se transforma para ellos, y algo fundamental. De ahora en más, aunque sus posiciones no cambien y también persista ese modo que tenían de resolver las cosas entre sí, las mujeres han entrado a la escena y vivirán junto a ellos. De cómo se las arreglen para esa vida dependerá que la alegría sea para todos, que se haga común. Quizá, no nos gusten del todo los arreglos que hacen para poder vivir juntos, para trabajar y para amarse, pero no es poco fundar un nuevo estado y darle una constitución. ¡A ver!
Gracias, Stanley Donen.
cm
Give a Girl a Break, Stanley Donen, 1953
82 minutos, EE. UU., inglés
Canciones: Burton Lane (música), Ira Gershwin (letras)
Dirección musical: André Previn, Saul Chaplin
Coreografías: Stanley Donen, Gower Champion, Bob Fosse
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novistenada · 3 years
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Noviembre 25, 2020
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novistenada · 4 years
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Septiembre 16, 2020
Tesis contra el ocultismo
Theodor W. Adorno
I. La inclinación por el ocultismo es un síntoma de regresión de la conciencia. Esta ha perdido su fuerza para pensar lo incondicionado y sobrellevar lo condicionado. En lugar de determinar a ambos, mediante el trabajo del concepto, en su unidad y diferencia, los mezcla sin distinción. Lo incondicionado se convierte en factum, y lo condicionado pasa inmediatamente a constituir la esencia. El monoteísmo se disuelve en una segunda mitología. «Creo en la astrología porque no creo en Dios», contestó un encuestado en una investigación de psicología social realizada en América. La razón dictaminadora, que se habla elevado hasta el concepto del Dios único, parece confundida con su derrumbe. El espíritu se disocia en espíritus, y se arruina la capacidad de comprender que estos no existen. La velada tendencia de la sociedad a la infelicidad embauca a sus víctimas con falsas revelaciones y fenómenos alucinatorios. En su presentación fragmentaria en vano esperan tener a la vista y hacer frente a la fatalidad total. Después de milenios de ilustración, el pánico vuelve a irrumpir en una humanidad cuyo dominio sobre la naturaleza traducido en dominio sobre el hombre aventaja en horror a lo que los hombres hubieran llegado a temer de la naturaleza.
II. La segunda mitología es menos verdadera que la primera. Este fue el precipitado del estado del conocimiento en sus diversas épocas, cada una de las cuales muestra, con algo más de libertad que su precedente, la consciencia de la ciega conexión natural. Aquélla, turbada e intimidada, se desprende del conocimiento adquirido en el seno de una sociedad que a través de la omniabarcadora relación de intercambio escamotea lo elemental  – que los ocultistas afirman dominar. La mirada del navegante puesta en los Dióscuros, la animación de árboles y fuentes... ; en todos los estados de obnubilación ante lo inexplicado, las experiencias del sujeto estaban históricamente conformadas por los objetos de su acción. Pero como reacción racionalmente explotada contra la sociedad racionalizada, en los tugurios y consultas de los visionarios de toda laya, el animismo renacido niega la alienación de la que él mismo es testimonio y vive subrogando a la experiencia inexistente. El ocultista saca la consecuencia extrema del carácter fetichista de la mercancía: el trabajo angustiosamente objetivado aflora en los objetos con múltiples rasgos demoníacos. Lo que quedó olvidado en un mundo enfilado al producto, su ser producido por el hombre, es recordado aunque desvirtuado, abstraído como un ser en sí que se añade y equipara al en sí de los objetos. Como estos parecen congelados bajo la luz de la razón, como han perdido la apariencia de lo animado, lo animador - su cualidad social- adquiere independencia como algo natural-sobrenatural, cosa entre cosas.
IIl. La regresión al pensamiento mágico bajo el capitalismo tardío asimila dicho pensamiento a las formas capitalistas tardías. Los fenómenos marginales, sospechosamente asociales, del sistema y los mezquinos arreglos para mirar de reojo por las grietas de sus muros, no revelan nada de lo que hay fuera de él, pero mucho de las fuerzas disgregadoras de su interior. Aquellos pequeños sabios que aterrorizan a sus clientes ante la bola de cristal son modelos en miniatura de los otros grandes que tienen en sus manos el destino de la humanidad. La sociedad misma está tan desavenida y tan conjurada como los oscurantistas de la Psychic Researcb. La hipnosis que provocan las cosas ocultas se parece al terror totalitario: en los procesos contemporáneos ambos se funden. La risa de los augures ha llegado a constituir el escarnio que la sociedad hace de sí misma; se ceba en la explotación material directa de las almas. El horóscopo cumple las instrucciones de los organismos a los pueblos, y la mística de los números dispone las estadísticas de la administración y los precios de los cárteles. La propia integración termina revelándose como ideología para la desintegración en grupos de poder que se eliminan los unos a los otros. Quien da con ellos está perdido.
IV. El ocultismo es un movimiento reflejo tendente a la subjetivización de todo sentido, el complemento de la cosificación. Cuando la realidad objetiva les parece a los hombres que viven tan sorda como nunca antes les pareció, tratan de arrancarle un sentido mediante abracadabras. Confusamente lo exigen del mal más próximo: la racionalidad de lo real, con la que aquel no concuerda, es sustituida por mesas que brincan y radiaciones procedentes de masas de tierra. La hez del mundo fenoménico se convierte para la conciencia enferma en mundus inteliigibilis, Casi podría ser la verdad especulativa, como casi podría ser un ángel el personaje de Kafka Odradek, y sin embargo, está en una positividad que suprime el medio del pensamiento y deja sólo el bárbaro desvarío, la subjetividad enajenada de sí misma, que, como consecuencia, no se reconoce en el objeto. Cuanto más acabada es la indignidad de lo que se presenta como «espíritu» - y el sujeto ilustrado sin duda se reencontraría en lo más animado -, más se convierte el sentido allí rastreado, y que en sí no está presente, en proyección inconsciente y obsesiva del sujeto si no clínica, sí históricamente desintegrado. Este desea adecuar el mundo a su propia desintegración: de ahí que siempre ande con requisitos y malos deseos. «La tercera me lee en la mano. / Quiere leer mi desdicha». En el ocultismo el espíritu gime bajo su propio hechizo como alguien que sueña con una desgracia y cuyo tormento crece con la sensación de que está soñando sin que le sea posible despertar.
V. La violencia del ocultismo, como la del fascismo, con el que le unen esquemas de pensamiento del tipo del antisemitismo, no es simplemente una violencia pática. Más bien radica en que en las mínimas panaceas - imágenes encubridoras en cierto modo - la conciencia menesterosa de la verdad cree poder obtener un conocimiento, para ella oscuramente presente, que el progreso oficial en todas sus formas le escatima intencionalmente. Es el conocimiento de que la sociedad, al excluir virtualmente la posibilidad del cambio espontáneo, gravita hacia la catástrofe total. Del desatino real hace copia el astrológico, que presenta su oscura conexión de elementos enajenados - nada más ajeno que las estrellas- como un saber acerca del sujeto. La amenaza que se busca en las constelaciones se asemeja a la histórica, que sigue cerniéndose en el vacío de conciencia, en la ausencia de sujeto. El hecho de que todas las futuras víctimas lo sean de un todo configurado por ellas mismas, sólo pueden soportarlo transfiriendo aquel todo fuera de sí mismas a algo externo que se le asemeje. En el deplorable sinsentido en que se instalan, en el vacuo horror, pueden expulsar las toscas lamentaciones, el crudo miedo a la muerte y, sin embargo, continuar reprimiéndolos, como no pueden menos de hacerlo si quieren seguir viviendo. La ruptura en la línea de la vida como indicio de un cáncer acechante es una mentira sólo ahí donde se afirma, en la mano del individuo; donde no se hace diagnóstico alguno, en lo colectivo, sería una verdad. Con razón se sienten los ocultistas atraídos por fantasías científicas infantilmente monstruosas. La confusión que establecen entre sus emanaciones y los isótopos del uranio constituye la última claridad. Los rayos místicos son modestas anticipaciones de los producidos por la técnica. La superstición es conocimiento porque ve reunidas las cifras de la destrucción dispersas por la superficie social; y es terca porque con todo su instinto de muerte aún se aferra a ilusiones: la forma transfigurada y trasladada al cielo de la sociedad promete una respuesta que sólo puede darse en oposición a la sociedad real.
VI. El ocultismo es la metafísica de los mentecatos. La condición subalterna de los medios es tan poco accidental como lo apócrifo y pueril de lo revelado. Desde los primeros días del espiritismo, el más allá no ha comunicado cosas de mayor monta que los saludos de la abuela fallecida junto a la profecía de algún viaje inminente. La excusa de que el mundo de los espíritus no puede comunicar a la pobre razón humana más cosas que las que está en condiciones de recibir es igualmente necia, hipótesis auxiliar del sistema paranoico: más lejos que el viaje hacia donde está la abuela ha llevado el lumen naturale, y si los espíritus no quieren enterarse es que son unos duendes desatentos con los que más vale romper las relaciones. En el contenido burdamente natural del mensaje sobrenatural se revela su falsedad. Al intentar echar mano a lo perdido allá arriba, los ocultistas no encuentran sino su propia nada. Para no salir de la gris cotidianeidad en la que, como realistas incorregibles, se hallan a gusto, el sentido en el que se recrean lo asimilan al sinsentido del que huyen. El magro efecto mágico no es sino la magra existencia de la que él es reflejo. De ahí que los prosaicos se encuentren cómodos en él. Los hechos que sólo se diferencian de los que realmente lo son en que no lo son se sitúan en una cuarta dimensión. Su simple no ser es su qualitas occulta. Proporcionan a la imbecilidad una cosmovisión. Astrólogos y espiritistas dan de un modo drástico, definitivo, a cada cuestión una respuesta que no tanto la resuelve como, con sus crudas aseveraciones, la sustrae a toda posible solución. Su ámbito sublime, representado en un análogo del espacío, requiere tan poco ser pensado como las sillas y los jarrones. De ese modo refuerza el conformismo. Nada favorece más a lo existente que el que el existir como tal sea lo constitutivo del sentido.
VII. Las grandes religiones o han concebido, como la judía, la salvación de los muertos desde el silencio, obedeciendo a la prohibición de las imágenes, o han enseñado la resurrección de la carne. Su punto crucial estaba en la inseparabilidad de lo espiritual y lo corporal. No hay ninguna intención, nada «espiritual» que no se funde de algún modo en la percepción corpórea ni exija a su vez su realización corpórea. A los ocultistas, tan favorabIes a la idea de la resurrección, pero que propiamente no desean la salvación, esto les parece demasiado tosco. Su metafísica, que ni Huxley puede ya diferenciar de la metafísica, descansa en el axioma: «El alma se eleva a las alturas, ¡viva!, / el cuerpo queda en el canapé». Cuanto más alegre es la espiritualidad, más mecánica: ni Descartes la separo tan limpiamente. La división del trabajo y la cosificación son llevadas al límite: cuerpo y alma son separados en una perenne vivisección. El alma debe estar limpia de polvo para continuar sin desviaciones en regiones más luminosas su afanosa actividad en el mismo punto en que se interrumpió. En tal declaración de independencia, empero, el alma se convierte en una burda imitación de aquello de lo que falsamente se había emancipado. En el lugar de la acción recíproca, que aun la más rígida filosofía afirmaba, se instala el cuerpo astral, vergonzosa concesión del espíritu hipostasiado a su contrario. Sólo en su comparación con un cuerpo puede concebirse el espíritu puro, con lo que al mismo tiempo se anula. Con la cosificación de los espíritus, estos quedan ya negados.
VIII. Para los ocultistas esto significa una acusación de materialismo. Pero están decididos a preservar el cuerpo astral. Los objetos de su interés deben a la vez rebasar la posibilidad de la experiencia y ser experimentados. Ello ha de hacerse de un modo rigurosamente científico; cuanto mayor es la patraña, más esmerada es su componenda. La pretensión del control científico es llevada ad absurdum, donde nada hay que controlar. El mismo aparato racionalista y empirista que dio el golpe de gracia a los espíritus es puesto a contribución para conseguir que vuelvan a admitirlos quienes ya no confían en la propia ratio. Como si todo espíritu elemental no tuviese que sortear las trampas que el dominio sobre la naturaleza le tiende a su ser evanescente. Pero hasta eso lo utilizan los ocultistas en su beneficio. Como los espíritus escapan al control, es necesario dejarles franca, entre los dispositivos de seguridad, una puerta por la que puedan hacer tranquilamente su aparición. Pues los ocultistas son gente práctica. No los mueve la vana curiosidad; sólo buscan indicios. Van directos de las estrellas al negocio a plazo. Casi siempre el informe dado a unos cuantos pobres conocidos que esperan algo concluye con que la infelicidad está en casa.
IX. El pecado capital del ocultismo es la contaminación de espíritu y existencia, la cual se convierte incluso en atributo del espíritu. Este se originó en la existencia como órgano para sostenerse en la vida. Pero al quedar la existencia reflejada en el espíritu, éste se convierte en otra cosa. Lo existente procede a negarse con el recuerdo de sí mismo. Tal negación es el elemento del espíritu. Atribuirle también al espíritu una existencia positiva, aunque fuera de un orden superior, significa ponerlo en manos de aquello a lo que se opone. La ideología burguesa tardía lo había reconvertido en lo que fue para el preanimismo, en un existente en sí a la medida de la división social del trabajo, de la ruptura entre el trabajo físico y el espiritual, de la dominación planificada sobre el primero. En el concepto del espíritu existente en sí la conciencia justificaba ontológicamente el privilegio y lo eternizaba al dotarlo de autonomía frente al principio social que lo constituía. Tal ideología explota en el ocultismo: éste es en cierto modo el idealismo vuelto a sí. Precisamente por obra de la férrea antítesis entre ser y espíritu se convierte éste en un distrito del ser. Si, con respecto al todo, el idealismo había patrocinado la idea de que el ser es espíritu y este existe, el ocultismo saca la conclusión absurda de que la existencia significa un ser determinado: «La existencia, atendiendo a su devenir, es en general un ser con un no-ser, de modo que este no-ser se halla asumido en simple unidad con el ser. El no-ser se halla de tal modo asumido en el ser que el todo concreto está en la forma del ser, de la inmediación, y constituye la determinación como tal» (Hegel, Wissenschaft der Logik, 1, ed. Glockner, p. 123). Los ocultistas se toman al pie de la letra el no-ser «en simple unidad con el ser», y su tipo de concreción es un vertiginoso recorrido del camino que va del todo a lo determinado, lo cual puede encontrar un apoyo en la idea de que el todo, una vez determinado, deja de serlo. A la metafísica le gritan hic Rhodus bhic salta: si la inversión filosófica del espíritu ha de determinarse con la existencia, entonces la existencia dispersa, cualquiera - les parece a ellos- tiene que justificarse como espíritu particular. Si esto es así, la teoría de la existencia del espíritu, máximo encumbramiento de la conciencia burguesa, llevaría teleológicamente implícita su máxima degradación. La transición a la existencia, siempre «positiva» y base para una justificación del mundo, supone la tesis de la positividad del espíritu, su captabilidad y la transposición de lo absoluto al fenómeno. Que el mundo entero de las cosas tenga que ser, en cuanto «producto», espíritu o bien haya de ser algo de cosa y algo de espíritu, resulta indiferente, y el espíritu del mundo (Weltgeist) se convierte en espíritu supremo, en ángel guardián de lo existente, de lo despojado de espíritu. De ello viven los ocultistas: su mística es el enfant terrible del momento místico en Hegel. Llevan la especulación a una fraudulenta bancarrota. Al presentar el ser determinado como espíritu, someten al espíritu objetivado a la prueba de la existencia, la cual tiene que dar resultado negativo. No hay ningún espíritu.
Theodor W. Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada, Taurus, 2001
151. “Tesis contra el ocultismo″, pp. 241 - 247
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novistenada · 4 years
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novistenada · 4 years
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Julio 5, 2020
Avelina -o Adelina, o incluso Andrea, Andreinha- deja Noia a los veinte años. No quiere saber nada más de su pueblo ni de su familia. Ignoramos por qué, pero destruye su pasaporte - dicen que lo tiró por la borda antes de desembarcar en Buenos Aires -. Olvida o niega hasta su nombre, la fecha en que se diga que nació... En Buenos Aires, se casa con José que un tiempo después de que ella partiera renunció a sus tierras coruñesas para ir a buscarla (desde América, él seguirá escribiendo a sus parientes, a sus hermanos; no parece compartir el desapego de Avelina). Tiene ocho hijos e hijas, dos niñas se le mueren, una de difteria, otra quizá de meningitis. Pasan los años sin noticias de su familia en Noia, o sin querer oírlas. Avelina parece haber conseguido olvidar. Entonces, su hijo Ramón, que había abierto negocio en Mar del Plata, la lleva a pasar unos días con él. Avelina vuelve a ver el mar, a sentir el olor del mar, a probar la resistencia de la roca marina bajo sus pies, ahí donde en la costa de Mar del Plata no hay playa, solo piedra; y todos esos años, todo ese trabajo, ese empeño en el olvido, se revelan inútiles. En esos pocos minutos, se deshacen décadas y décadas de afán. Desde entonces, Avelina pedirá una y otra vez a sus hijos que la lleven a ese trocito de costa en el que ha vuelto a ver la patria abandonada más de medio siglo atrás. Vive aun otros veinte años en Buenos Aires, hablando galego, cantando a su bisnieta las tonadas de Galicia.
cm, Noia, abril de 2016
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novistenada · 4 years
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Junio 28, 2020
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Baila conmigo
Al principio es el mundo – verdad que no cualquier mundo, un mundo de algunos lugares y de muchos detalles: callecitas oscuras que terminan en ninguna parte; bares con carteles de neón, o como cajas de luz; siluetas humanas que apenas llegamos a ver porque pasan demasiado rápido o demasiado lejos; vidrios empañados; puertas y ventanas y ventanitas que se abren y se cierran y que no sabemos bien si están ahí para dejarnos ver algo, o para ocultarlo; pero quizá esto no importe tanto ahora – es el mundo, decía, y el mundo parecería ser cosa de contigüidades, de contactos, de cercanías. Cosa de que cada uno pueda encadenar con los de otro sus deseos, sus palabras, sus movimientos. Las ganas de comer ostras de uno que hacen que le dé ganas de comer ostras a otro que bebe a su lado; el nombre de un lugar desconocido que evoca otros lugares que sí se conocen; dos cuerpos que se inclinan juntos sin tener que proponérselo; o movimientos de lo más banales que sin embargo se corresponden como si un titiritero enorme y magistral estuviera moviendo los hilos. Es así como vemos al mundo hacerse -al mundo de Tokyo boshoku, por lo menos-, de esas conexiones, de esos impulsos que se continúan en otros, en el que está al lado, y que son capaces de conseguir, quizá, que un bar pequeñito de Tokyo se prolongue en el mar inmenso.
Se podría hacer la figura de una máquina formada de muchas piececitas pequeñas conectadas un poco misteriosamente, pero no me gusta pensar en esto como en una máquina porque se siente como algo más vivo, menos mecánico. Y, sobre todo, porque cuando una pieza de una máquina se rompe y no puede engancharse bien con las otras, la máquina empieza a andar mal y por fin se detiene, hasta que la pieza es cambiada por otra igual y todo vuelve a ser como era antes, como si nada. Pero acá no pasa eso, y además lo que estoy llamando “piezas” no son piezas, son personas, o cosas que hacen las personas – los personajes.  
Y además, también, empezamos a sospechar. Porque así como vemos esas transmisiones un poco mágicas y de una gracia que nos hace sonreír, nos damos cuenta al mismo tiempo de que el mundo no es todo el mundo, de que no todo está en esa especie de comunicación con todo; de que más bien parece tratarse de pequeños munditos capaces, cada uno, de no ocuparse para nada de lo que pasa alrededor, como si nada los conectara con algo fuera de ellos. Puede ser el mundito de cuatro personas de una mesa donde se juega mahjong, o el mundito de los habitués de un bar cualquiera, o el mundito de un hospital... Sin embargo, no lo digo bien. Lo que debería decir es que empezamos a darnos cuenta de estos mundos cerrados, que no son verdaderamente ciegos, pero sí un poco indiferentes a lo que pasa fuera de ellos, casi del mismo modo en que son indiferentes las cosas: el muñeco de trapo de una niña, o una pava donde se calienta agua, o el péndulo de un reloj. Empezamos a ver que el dolor, el sufrimiento, quizá también las alegrías - aunque no hay muchas en esta película - de los otros pueden ser para los personajes de esos munditos apenas un tema de conversación, o de entretenimiento. O algo que pasa sin importancia. Y que así como el nombre de un pueblo en el mar dejado caer por alguien al azar podía recordar a otro pueblo en el mar donde el que comía al lado tuvo parientes una vez, así también, el nombre de una mujer pronunciado con angustia por un personaje puede ser retomado por otro, casi sin darse cuenta, para hacer un versito sin mucho significado, un versito de esos como para cantar “truco”, pero en el mahjong.
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Todo el tiempo vemos distracciones así, desconexiones así. Pero más que a nadie, quizá, vemos a una chica a la que desde niña le han pasado cosas que no puede terminar de entender y que la hacen sufrir mucho. Una chica que aunque tiene una familia y amigos, o conocidos, se siente sola y abandonada. Ninguna de sus palabras, ninguno de sus deseos, ninguno de sus movimientos parece poder prolongarse en los otros, o por lo menos ella lo siente así, se siente como una pieza rota, suelta, que ya no participa de toda esa actividad, o que quizá nunca participó. Pero como el mundo es el mundo, no una máquina y las piezas no son piezas, son personas, o personajes, las cosas igual siguen andando. Solo que cuando la vemos a ella  -Akiko se llama-, vemos cuán separadas pueden llegar a andar las cosas. Hasta qué punto cada partecita puede desentenderse del resto y seguir por su cuenta, indiferente. Y así, nos resulta más difícil comprender todo, porque ya no parece un mundo y ya no tiene tanta gracia.
Dije que el mundo estaba al principio porque ese modo de extenderse las palabras, los deseos, o los movimientos en el que está al lado, eso que digo que hace mundo, es casi lo primero que vemos en esta película. Pero no es que no sigamos viéndolo más adelante. Incluso casi al final, volvemos a ver cómo dos cuerpos pueden seguir inclinándose juntos, o dos cabezas girar a la vez, llevadas por una misma fuerza y sin buscarlo. Sin embargo, lo que ahora tenemos es la sensación de que comprendimos que también puede olvidarse cómo hacerlo, que algo que alguna vez supimos puede perderse y que, cada vez más, todo se separa y parece resultar indiferente. Y que no es algo que pase solo en la película, que nos puede pasar, que nos pasa, a nosotros. Ahora, es también más trabajoso pensar que todo esto, así, apartado y ajeno, tenga sentido. Y cómo hacer, entonces, para que lo tenga. Y cuál. Y cómo no preguntarnos cuándo y de qué modo -si es que fue así, si es que empezó alguna vez- todo y todas las cosas y las personas y los mundos se fueron separando y perdiendo sentido hasta resultarse indiferentes y aun crueles unos a otros.  Cuándo y por qué fue que no supimos más cómo hacer que las palabras, los deseos, los movimientos de unos toquen a otros, nos toquen a nosotros.
cm, bsas, cuarentena, día 100
Tokyo boshoku, Yasuijirō Ozu, 1957
141 minutos, Japón, japonés
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novistenada · 4 years
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Junio 9, 2020
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Clodagh entra en la noche
Clodagh, junto a Con, pesca en un lago irlandés -un lugar que, sin duda, siente que les pertenece-, primero confiada, después pensativa. Clodagh agitada, feliz. Joven. En su patria. Clodagh, de vestido celeste y cabellera roja, al abrigo del hogar, rodeada de la calidez del fuego y de la calidez familiar, recibe de su abuela un collar de esmeraldas. A todos reconforta y nadie pone en duda que Clodagh y Con, pronto, cuando llegue el invierno, van a comprometerse.
Desde fuera, se escucha un silbido; sin duda es él. Clodagh abandona el salón con prisa, exaltada, ansiosa por verlo; antes de salir, todavía, se quita el collar, un regalo anticipado, para que ella vista más tarde, como mujer casada. Enseguida la vemos de espaldas, ya en la puerta, frente a la oscuridad de la noche. Una oscuridad absoluta, una oscuridad que no es siquiera verosímil y que se traga a Clodagh. Un silbido la había llamado, pero ahora Con no está ahí. Ahí no hay nada. Y Clodagh entra en esa nada oscura. Desaparece.
Esa entrada de Clodagh en la noche es el último plano de una secuencia feliz y está en la mitad de Black Narcissus. ¿Podría, en cambio, estar al comienzo? ¿Podría, quizá, ser el último plano de la película? No lo sé. Es probable que no. En la justa mitad, es el plano que hace posible todo lo demás. Todas las películas, cualquier película. El plano donde el cine muestra su incesante tarea de desaparecer y reaparecer en, como, otra cosa – el cine, que nunca deja de ir hacia la noche, de caer en ella.
[...] Oh, y la noche, y la noche, cuando el viento lleno de espacio cósmico nos roe la cara: ¿Para quién no permanecería aquélla, la anhelada, la tierna desengañadora, ahí, dolorosamente próxima al corazón solitario? ¿Es más suave con los amantes? Ay, ellos sólo se ocultan uno a otro su suerte. Rainer María Rilke, Elegía I
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Black Narcissus, Michael Powell & Emeric Pressburger (1947)
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novistenada · 4 years
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Junio 5, 2020
Una mujer… Una mujer puede tener esa mano blanca, chiquita, lechosa. Pero vos, no.
Mientras escucha las burbujas de la cocacola como fuegos en Pekín, la manito puede escribir un poema, hacer una selfie, maquillarse, salir en el zoom. No son fuegos en Pekín, es un fin de año celestial en el vaso de cocacola. La mano piensa solo una cosa. Después, piensa que no hay razones, ni causas, ni motivos para decir esa única cosa que piensa. “¿Para qué piensa?” Y ya son dos cosas. Escribe. Renuncia, la mano. De la cápsula celestial donde sigue la fiesta -leró leró- le llegan algunas imágenes -pocas-. Las borra.
Un ojo le lagrimea. Se lo seca, ella misma, mano. Vos no.
Madrid, enero de 2015 [2020]
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