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#aprendé la diferencia entre estado y gobierno
titina-pitriqli · 4 months
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Todavía no puedo creer que la gente haya votado como presidente a un pelotudo estafador que ahora se quiere delegar facultades que no le corresponden suspendiendo el Congreso de la Nación mientras lotea el territorio argentino en estos momentos para regalarlo al poder extranjero. Y todo esto, culpa de sus votantes de mierda que ignoran primero y principalmente, la diferencia entre Estado y gobierno.
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tr3sempanadas · 6 years
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LA ESTRELLA QUE LES FALTA
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Publicada el jueves 23 de agosto de 2018
Aterrizamos en La Habana a las 14.10 de un lunes de abril soleado y muy caluroso. Lo primero que aprendés al llegar a Cuba es a tener paciencia. Sobre todo si sos un porteño apurado, acostumbrado a otros ritmos.
El aeropuerto José Martí se parece más a la terminal de micros de Retiro que a Ezeiza. Olvidate del aire acondicionado. Además, a los cubanos les gusta mucho conversar. Entonces, las colas en migraciones pueden ser eternas.
Lo segundo que uno aprende es que en Cuba no entienden el significado de la palabra “no”. Les habíamos aclarado a Alejandro y Nelly, los dueños de la casa de familia en la que nos íbamos a hospedar, que no hacía falta que nos fueran a buscar al aeropuerto. Pero ahí estaba Gilberto, con el cartelito en la mano.
Personalmente, cuando llego a una ciudad que no conozco, me gusta sentarme un rato a mirar a la gente, estudiar el terreno, fumarme un pucho, tomarme una birra, cambiar plata. Por eso no quería que nos fueran a buscar, para poder movernos con libertad. Le expliqué a este buen hombre, casi excusándome, y me miró raro, como no entendiendo mi enrosque. “Claro, chico. ¿Qué apuro hay? Ahí tú tienes una CADECA”, me dijo, señalando con su mano a la izquierda.
Las CADECA son las casas de cambio, y en La Habana hay una cada diez cuadras. En ese instante recibí la tercera lección: que el equivocado era yo, que Gilberto tenía todo el tiempo del mundo, y que si no lo tenía no se hubiese comprometido a ir a buscarnos, y que no se iba a fastidiar ni nos iba a querer cobrar más por esperar, porque su trabajo consistía en ayudarnos, no en luquearnos. El error siempre es suponer. Y más en un país tan diferente al tuyo.
Caminamos hasta el taxi de Gilberto, que estaba estacionado fuera del aeropuerto porque los taxis particulares tienen prohibido entrar a levantar pasajeros (esa zona es exclusiva para los taxis del Estado). Era un LADA rojo destartalado, traído de la Unión Soviética a principios de los ’80, pero andaba fenómeno. Acomodamos los bultos en el baúl y arrancamos.
En el trayecto, Gilberto nos explicaba lo de los taxis. La noche anterior la policía lo había llevado detenido por levantar a dos turistas alemanas dentro del aeropuerto. Pero parece que en Cuba es normal que la policía te detenga por ese tipo de contravenciones. Solo tenés que ir a dar las explicaciones correspondientes y listo, te vas a tu casa. Un trámite.
Gilberto tiene arriba de 70 años. Ingeniero agrónomo, aunque ya jubilado. Fue militante de la Revolución, pero hoy está un poco desencantado de todo. No es para menos. Ser ingeniero agrónomo en un país que sólo cultiva azúcar y tabaco y con tanta tierra ociosa debe ser un poco decepcionante.
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Llegamos a Casa Concordia, la casa de familia de Alejandro y Nelly. Está ubicada en Centro Habana, a cinco cuadras del Malecón, a unas quince de La Habana Vieja, y justo enfrente del edificio donde se filmó la famosa película cubana Fresa y Chocolate, nominada al Oscar en 1994. Allí, hoy funciona un paladar.
Los paladares son pequeños restaurantes privados reservados al turismo que los cubanos pueden instalar en el living de su casa. Al igual que las casas de familia, comenzaron a aparecer a mediados de la década del ‘90, en los últimos años del “período especial”.
En Cuba llaman así a la gran crisis económica que les tocó transitar luego de la caída del bloque soviético, años en los que el PBI se redujo un 36%, hubo escasez de alimentos y combustibles, y un rebrote del mercado negro y la prostitución. Frente a tal desastre, el gobierno se vio obligado a impulsar reformas en los modelos de producción, permitir inversiones extranjeras, fundar empresas mixtas y promover iniciativas privadas vinculadas al turismo, como son los paladares, las casas de familia o los taxis particulares, como el de Gilberto. No hubo otra alternativa. Para sostener el socialismo, era necesario abrirle una hendija al capitalismo.
En La Habana la gente siempre está en la calle, todo el tiempo, a toda hora. No se entiende muy bien qué hacen, pero ahí están. Se los ve en grupos, de a tres, de a cuatro, de a cinco. Algunos conversan a los gritos, otros discuten vaya a saber de qué, más allá hay unos que cantan alrededor de otro que toca la guitarra, otros están en la vereda arreglando un coche viejo, y así.
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Uno tiende a suponer que la gente está en la calle porque no hay tantos elementos de distracción como en los países capitalistas. Si bien Cuba cuenta con telefonía celular e Internet, son muy pocos los que pueden acceder a estos servicios. Los canales de TV y las estaciones de radio son estatales y mayormente dan noticias, programas culturales o partidos de beisbol. Leen el Granma o alguna revista literaria o de ciencia. Nada de Netflix, ni Facebook, ni WhatsApp. No existen los famosos, no hay un Tinelli, no hay prensa del corazón, ni escándalos mediáticos. Y es ahí cuando uno empieza a comprender la razón por la cual lograron ser un pueblo tan culto.
A diferencia de lo que ocurre en Argentina, en Cuba no hay una grieta. Hay varias. Están los que defienden la Revolución, están los que la cuestionan, están los gusanos (opositores acérrimos al socialismo), y también los parásitos del Estado. Estos últimos no cuestionan ni defienden, pero chupan desde hace años la teta de la vaca cubana sin aportar absolutamente nada. Los resignados.
Basta con caminar por la peatonal Obispo, donde está repleto de restaurantes del Estado y paladares privados, para darse cuenta quién es quién. Los que trabajan en los paladares te persiguen varias cuadras para convencerte de ir a comer ahí. Los que trabajan en los restaurantes del Estado, en cambio, ni saben cuál es el menú.
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En el Museo de la Revolución, por ejemplo, consulté en mesa de entrada si se hacían visitas guiadas y me respondieron que sí, pero que no sabían a qué hora era la próxima. No parece ser la manera más efectiva de difundir las virtudes del socialismo.
El contraste más notorio se da entre jóvenes y adultos. Los Sub 30, hijos del “período especial”, ya no creen en el socialismo. Los más grandes, sobre todo aquellos que fueron testigos del triunfo de la Revolución y otras hazañas como el combate de Playa Girón, tienen una mirada un tanto más romántica.
En los jardines de la emblemática heladería Coppelia, ubicada en el coqueto barrio de El Vedado, frente al hotel Habana Libre, que alguna vez fue el Hilton, un pibe de 20 años me contaba que sus tíos viven en Miami y que tiene un primo de su misma edad nacido allí. Y que a él le gustaría poder irse de la Isla algún día, porque “en los Estados Unidos se vive mejor”. Obviamente, él ya olvidó aquello de “seremos como el Che” que le enseñaron en la escuela.
Faltaba poco para el 1 de mayo y La Habana estaba alborotada por un rumor de iba a hablar Fidel en la Plaza de la Revolución, en el acto por el Día Internacional de los Trabajadores. Nosotros ya nos estábamos yendo.
Camino al aeropuerto, le comentaba a Gilberto que nunca me cerró del todo la figura del Comandante, básicamente porque no entendía cómo un líder que gastó tanta tinta y saliva hablando de revolución, libertad y autodeterminación, haya gobernado Cuba durante casi medio siglo y jamás le haya permitido a su pueblo elegir representantes. Gilberto asintió con la cabeza, pero aclaró que “la revolución hay que hacerla cada día”. Porque “algún día Fidel ya no estará y el pueblo tendrá que seguir construyendo su destino”.
Mientras descargábamos el equipaje, hablábamos de lo similares que son las banderas de Cuba y Estados Unidos, dos países tan cercanos y al mismo tiempo tan enemistados. “Es cierto, tenemos banderas parecidas, con los mismos colores. La de los yanquis tendrá muchas estrellas, pero nosotros tenemos la estrella que les falta. ¡Y que nunca podrán tener!”, exclamó, con una sonrisa pícara. Y nos despedimos con un abrazo revolucionario.
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