Tumgik
#Después De Mi 、 El Diluvió
aurascoral · 8 months
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༒ . ׂ︵ AMOR PROHIBIDO 🧄 灵魂审美
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mrpxcc · 1 year
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Mientras llovía me senté a tu lado.
Cuando empezó a caer el rocío, repetí lo que hiciste.
Cuando diluvió, las veces que lloré por lo que dijiste.
Y cuando finalmente escampó, dejé ir las cosas que prometiste y nunca cumpliste.
El cielo estaba despejado, las nubes se habían alejado.
Al fin, y después de mucho tiempo, te había perdonado.
Miré a mi lado. Y comprobé, con mucho alivio, que finalmente no había un cuerpo que ocupara ese lugar donde te habías sentado.
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nubes-espantadas · 7 years
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Cajita
Era una cajita hecha con sándalo, bisagras de oro, recubierta por dentro de rico ajmardí. En ella guardé todas las cosas que nunca pude hacer o decir: mentiras, arañas, terremotos: sueños plateados, un motor de diésel. Un día, cuando tenía 19 años e iba cabalgando, una esmeraldina nube me preguntó:           ―¿Qué llevas ahí?           Yo me hice el que no sabía escuchar. Habían pasado 37 horas desde mi destierro y mi persecución y cualquiera podía venir a matarme.           ―¿Qué llevas ahí? ―insistió la verde nube.           ―Ohhhhh, Tomás ―pronuncié para detener a mi caballo. Volteé la cara. Me daba pena que la nube viera el grano que me había salido en la frente, así que me el yelmo.           ―¿Qué llevas ahí? ―insistió la nube.           ―¿Qué llevas tú ahí? ―le dije a la nube como si un tamarindo estuviese acidaseándolo todo en mi boca.           ―¿Dónde? ¿Aquí? ―preguntó la nube señalando su enorme barriga.           ―Sí, nube: ahí.           ―Oh, pues, ¿qué más va a ser? Muchos tesoros, por supuesto ―dijo la nube.           ―Ah ―dije―: sigue tu curso, amable Tomás ―y me adherí a la montura del caballo como una babosa.           Pero la nube me seguía siguiendo. Engullía a las nubes que chocaban contra ella y cada vez se hacía más grande. Pensé que iba a llover, pero no llovió. Era una nube con mucho tesón. Después de unas horas repitió la voz la nube:           ―¿Qué llevas ahí?           ―Un tesoro, como tú ―dije sin voltear a verla.           ―¿Lo puedo ver? ―preguntó la nube.           ―Por supuesto... ¡QUE NO! ―y me seguí el camino.           El sol se entretenía en lo alto del cielo, por encima de la nube y por debajo de Dios, jugando con su Game Boy, y todos los planetas alineados sólo me quería decir una cosa: debía cuidarme, el Rey había podido llamar a sus asesinos, y estos pudieron haberse escondido dentro de la panza de la nube. Por eso le temía. Por eso todo me daba miedo, las sombras de las flores, el silbar del viento: todo; menos Tomás, mi fiel amigo. Después de más de tres horas de camino (el sol se había vuelto en el horizonte un atardecer irrecobrable) la nube, gorda enorme cubriendo más allá de la mitad del morado cielo, volvió a insistir:           ―¿Qué llevas ahí?           ―¿Aquí, en esta cajita? ―pregunté.           ―Sí ―dijo la nube afilando su curiosidad.            ―¿Me guardarás el secreto?           ―Sí ―dijo la nube con solemnidad.           ―¡Aquí dentro hay un dinosaurio!           La nube, por supuesto, no era tonta, y era obvio que no me iba a creer. Pero a mí la risa de verle la cara me vino de lo profundo de la garganta y brotó al aire y yo creo que cayó sobre las flores y el pasto y las abejas que desvestían las corolas, si es que las había. Dentro del yelmo hacía calor, yo sudaba a mares así que me lo quité. La nube no dejaba de observarme. Entonces le pregunté a la nube:           ―¿Sabes quién soy?           ―Sí ―dijo la nube.           ―Pues, vaporcito suspendido, puedes, por favor, decirme quién soy.           ―Tú eres Tristán el valiente, amante de la reina Isolda.           ―Así es, charquito de imprudencias, y como bien has de saber, penetro los bosques, salto troncos podridos y piedras negras, atravieso anchurosos, bravos ríos, presto como quien ha de entregar una pizza, porque de lo contrario, el Rey Marco, el hermano de mi madre, quien ha puesto precio a mi cabeza, hará con mis huesos una marimba. Y si no es un desaire para ti, verdosa nube, busco partir en soledad. No es que desconfíe de tus moléculas, pero sí. Entonces te digo adiós, ¡y buenas suerte!           ―Algo raro le pasa a tu caballo ―dijo la nube.           No me había dado cuenta, ¿cómo no me pude haber dado cuenta? Tomás, mi fiel compañero, había sido cambiado por la botarga de un caballo, en la que iban dentro tres robustos matones. Salté del lomo del falso caballo para observar el cuerpo del que pensaba amigo mío volverse la beoda juerga de manos y patas, ojos y culos. Una espada abrió el cuerpo de Tomás, partiéndolo en dos, y los tres homicidas salieron a mi encuentro.           ―¡No pidas siquiera misericordia, que en segundos mi acero helado beberá la tibieza de tu sangre a través de la aorta tuya, Tristán, embaucador! ―dijo uno de ellos.           Más triste que sorprendido me sentí al darme cuenta que Tomás no era Tomás, y que mi espada y mi pistola láser se habían quedado en las alforjas del falso caballo. No tenía puños sino para defenderme, lo que era nada en comparación de las bastardas que cargaban los tres asesinos. En mi recuerdo, la perla del sueño de mi amada se volvió mi único consuelo. Apreté la cajita contra mi pecho. Ya nada quedaba por hacer.           ―¡Hora de morir! ―dijo otro de ellos.           De pronto, un viento muy recio comenzó a soplar las hojas de los árboles. Mi campera y mi capa ondeaban con los vientos de algo parecido al fin del mundo. Volteé y miré a la nube abrir su boca como enojada, y soplar con fuerza hacia los asesinos, mas estos no se dejaron intimidar, y con esfuerzo acometieron el paso en pos mío. Entonces la nube entonces voló en su dirección, toda apelmasada, contenida en sí misma, y cerniéndose sobre sus cabezas, me miró con unos ojos buenos de vergüenza y dijo:           ―Una disculpa.           Entonces comenzó a llover. Las gotas se soltaron sobre mis atacantes de manera torrencial. Un diluvió caía sobre sus yelmos, pero mi asombró no estalló en la boca abierta sino hasta que las armaduras y las cotas y las grebas de mis enemigos comenzáronse a deshacer. La nube llovía su lluvia ácida. Fue que me di cuenta de que toda ella era radioactiva. Después de disolverse los uniformes de mis adversarios, fueron sus carnes, sus ojos, sus huesos, sus intestinos. Todo se volvió cera al fuego, derretida y desagradable. Cubrí mis ojos que comenzaron a arder. Cuando cesaron de mis rivales los gritos, eché una mirada al sitio donde la muerte había tañido su ominosa campanada. Pelos y agua sanguinolenta era todo lo que quedaba de aquellos tres. Sonreí de puro alivio. Busqué a la nube para darle las gracias, pero de ella ya nada había a la vista. Ni el sol, que jugaba con su Game Boy, proyectando sus despreocupados rayos; sólo la noche, oscura e insondable, y un poco del claro de luna. Me sentí un poco muy triste. No debí de haber desconfiado así de aquella nube, juguetona, no debí haberla tratado así. Me tiré al suelo, crucé las piernas y empecé a arrancar el pasto y a arrojarlo por los aires en mi berrinche. Pesada sentía la desventura. Mas en breve escuché una voz que era chiquitita, un ratón piensen ustedes, una hormiga, un ácaro si quieren.           ―¡Hola, tú! ―dijo la voz.           ―¿Quién eres tú, que en medio de mi rabieta vienes a debelar mis secretos?           La nube, antes cetrina y gorda, era ahora apenas un humito. Me miró con sus ojos de nube y me sonrió con su sonrisa de nube, sin dientes.           ―¿Qué llevas ahí? ―preguntó, señalando la cajita, la pequeña nube amarilla.
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