Ese libro que estaba en el estante de mi casa, se veía realmente viejo. Pero me encantaba precisamente eso, el color de las páginas me recordaba al papel revolución, pero más grueso. Su textura era rasposita y el olor, eso era lo mejor, abrir el libro y olerlo. Olía a libro viejo. Pero rico.
Cuando lo tomé por primera vez tenía como 11 años, me dijeron mis papás “Ese todavía no, mi Chinito”. ¡Puts! “¿Cuándo lo podré leer?” “Después, cuando estés en segundo de secundaria, yo creo”. Y a mí se me hacía eterno.
Pero lo que más me llamaba la atención era la dedicatoria. Fue de los primeros libros que mi papá le regaló a mi mamá cuando empezaban a estar juntos. “Para Liz, la mujer que me ha hecho sentir todo. Absolutamente todo”. ¡Jijos! Tenía solo 11 años pero estaba consciente de que eso era mucho. ¿Qué tipo de libro era aquel donde mi padre le decía eso a mi madre? Y, sobretodo, que no podía leer aún. Seguramente hablará de mucho sexo.
La portada me llamaba mucho la atención, el fondo era blanco. En el primer tercio de hasta arriba decía el autor y debajo de su nombre el título, todo con letras rojas mayúsculas. Me acuerdo que una de las E del título estaba al revés. Daba la impresión que estaban desalineadas las letras de esa máquina de escribir. A partir del segundo tercio venían unos cuadros azules, eran 9. Bueno, lo azul era el marquito, porque el fondo era blanco. En cada cuadro había unos dibujitos: en la primera hilera, de izquierda a derecha eran unas campanas, unos soles riéndose y unos diablitos; la segunda hilera había en los marcos azules unas flores naranjas, luego unas estrellas y el último cuadro tenía un dibujo de otra flor naranja y a los lados de esta había hojas, daba la impresión que era un adorno para finalizar un cuento. Y en la última hilera, había en el primer cuadro cuatro gorritos acomodados de dos en dos, se parecían a los gorritos que usaban los 7 enanos en la de Blancanieves, luego unas lunas en cuarto creciente –a mí se me figuraban que estaban llorando- y en el último cuadro unas calaveras, de esas que les ponían antes a los envases como advertencia a toda sustancia que fuera venenosa. Y hasta abajo, otra vez con letras rojas mayúsculas: Editorial Sudamericana.
Una vez, cuando iba en primero de secundaria, estaba sacudiendo el estante de los libros y los libros claro, y lo tomé. Lo abrí para olerlo, ya lo iba a dejar en su sitio pero me asomé a ver si no venía mi mamá y empecé a leer ahí donde lo había abierto, a media voz, de esa lectura que haces en la mente pero tu boca va dibujando las palabras, inaudibles. Lo que vi fue esto:
“…A las mujeres que lo asediaron con su codicia les preguntó quién pagaba más. La que tenía más ofreció veinte pesos. Entonces él propuso rifarse entre todas a diez pesos el número. Era un precio desorbitado porque la mujer más solicitada ganaba ocho pesos en una noche, pero todas aceptaron. Cuando sólo faltaban dos papeletas, se estableció a quiénes correspondían.
-Cinco pesos más cada una- propuso José Arcadio- y me reparto entre ambas…”
Cerré el libro de improviso, oí las pisadas de mi mamá y lo volví a poner en su lugar. Tenía una cara que iba más allá del asombro, o sea, no sólo era prostitución lo que acababa de leer, y de un hombre, era, además, una orgía… Tal vez no llega a orgía, pero al menos un trío. Y supongo que también homosexualismo en ese trío porque no creo que las mujeres nomás estén con el hombre en cuestión, o ¿así funcionaban los tríos? Mi ser puberto de 12 años de 1995 estaba en shock. Porque no eran temas tan ligeros como ahora, ni siquiera llegaban a temas. Nunca había estado en contacto con algo así. Sabía lo que era el coito, pero siempre me enseñaron que eso sucedía en el matrimonio, su objetivo era tener hijos y siempre, siempre involucraba a dos personas únicamente, y por supuesto que debían ser de distintos sexos.
Mi primer libro había sido Bosque Mitago, y lo amé, en verdad, fue mágico, al final lloré a mares como siempre. Después leía con el gordo puras cosas de ciencia ficción… Pero prostitución, de un hombre, que comparte mujeres y aparte lesbianas (en mi mente claro) era mucho. Esto no hizo más que avivar el deseo de tener ya los 14 años para por fin tener toda la libertad de leerlo.
Entonces, me postulé voluntariamente para que cada semana (en el día de limpieza profunda de la casa) fuera yo la desempolvadora oficial del estante de los libros. Esta labor a nadie agradaba mucho porque la cantidad de libros abarcaba una pared de 3x5 m. Pero era plan con maña, ya sabes, solo así podría leer la novela a hurtadillas, sin que se dieran cuenta mis papás. Gusto que me duró lo que al triste la alegría porque nos mudamos de casa.
Cuando nos instalamos en la nueva casa, ¿adivinen quién se ofreció a acomodar los libros? Así mero, yo mero. Los empecé a ordenar por orden alfabético. Por allá del medio día, nos dio hambre. Mi papá dijo que iba a ir por unos pollos rostizados para los 6, ¿quién lo acompañaba? Mis hermanos fueron, yo me quede con mi mamá en la casa. Mientras ella acomodaba los trastes de plástico, ollas, vajillas, alimentos, instalaba la estufa, ponía el trastero, colgaba los cuadros de la cocina, mi único trabajo era ordenar los libros por orden alfabético.
Entonces, lo tuve en mis manos. Tenía nervios, los sentía por todo el cuerpo. El pulso se me aceleró. Los latidos de mi corazón los sentía en mi cabeza, tenía la boca seca. Estaba a punto de desobedecer al gordo, eran pocas las cosas en las que me decía que no. Esta era una de ellas, no había sido un “no” rotundo, pero sí un “todavía no”, involucraba la negación pues. De plano me senté en el piso. Había hecho pilares con los libros que estaban a mi alrededor para esquivar la visión de águila de la matriarca y ganar tiempo para tomar otro libro y sacudirlo por si llegaba cualquiera de los dos. En esta ocasión, lo iba a disfrutar. Me prometí que ya no me iba a espantar de lo que leyera. Abrí la portada blanca con letras rojas y marcos azules, pasé la primera página, luego la página donde estaba la dedicatoria de mi papá para llegar al inicio. Otra vez leía con voz inaudible:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.”
Me enamoré. Qué cosa tan bella. Pensé que era imposible eso de no conocer el hielo, pero yo nunca había visto la nieve, lo más cercano fue una vez que cayó granizo y la gente pensó que era el fin del mundo porque en el puerto nunca granizaba. Me pregunté con mucha curiosidad ¿qué era cañabrava? Como antes no googleábamos las cosas, lo consulté en el Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado de Selecciones del Readers Digest, una enciclopedia de portada azul marino con letras blancas y doradas, era la nueva edición la anterior era roja, esa la tenía mi abuela. Imagínate, un mundo tan nuevo que había que señalar las cosas con el dedo. Como bebecitos.
De vez en cuando echaba un ojo para divisar si venía mi mamá o paraba el oído para escuchar la camioneta del gordo.
Me demoré en armar ese librero como semana y media. Jamás nunca me volvieron a dar semejante encargo. Estaba perpleja porque tampoco había terminado un libro en semana y media. Es que me atrapó, me sedujo, me condujo por senderos que jamás había pensado: se casaron los primos Jospe Arcadio y Úrsula, ella decía que sus hijos iban a tener cola de cochino, me sentí identificada con la locura de Jose Arcadio Buendía –el original-, pobre, ¿cómo era posible que lo hubieran amarrado a un árbol?, el misticismo de Melquíades, el dolor de Pietro Crespi, sin saltarme el “ay Jesús de Veracruz” porque Arcadio hijo había hecho el delicioso con Rebeca… ¡Juego de Tronos existía desde hace mucho señoras y señores!, el coronel Aureliano y cómo se me figuraba a una de mis hermanas por lo ermitaño que era cuando era joven, hasta que se convierte en liberal, la muerte de los 17 Aurelianos que nunca reconoció Aureliano, qué decir de Remedios La Bella, la imagen de Mauricio Babilonia y su enjambre de mariposas amarillas, todo, todo el libro me revoloteó el alma.
A los 14 lo leí por segunda vez, pero era oficialmente la primera. Ahí fue cuando decidí hacer el árbol genealógico de los Buendía en una hoja de rotafolio papel bond. Capté mejor todo. Cuando me tocaba sacudir el estante y era el turno de Cien Años de Soledad de ser desempolvado, me quedaba como dos horas leyéndolo, en la página que fuera. Me sacaba de la realidad, era una habitante más –y muy chismosa- de Macondo.
-E. Jean
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