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Notas: "Mother Night", de Kurt Vonnegut (1961)
Mother Night, de Kurt Vonnegut (1961, 🇺🇸). Editado por The Dial Press, 290 páginas.
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He disfrutado muchísimo de esta novelita. Lo único que había leído de Vonnegut era su libro más famoso, Matadero cinco, y en esta ocasión el tono es totalmente diferente.
La novela, escrita en primera persona por Howard Campbell, Jr., se gesta en una máquina de escribir con el logo de la Schutzstaffel, desde una prisión israelí. Campbell nos cuenta cómo ha acabado ahí, cómo un tribunal de guerra ha conseguido echarle el guante para juzgarle por su participación en la elaboración de propaganda nazi. Y la historia no te deja descansar ni un minuto. Sus constantes giros y el particular elenco elaborado por Vonnegut hacen de esta autobiografía ficticia una toda una aventura literaria que bien podría ser leída en una o dos tardes si la vida no se interpusiera en la lectura.
Como protagonista de su propia autobiografía (claro, cómo va a ser si no), Campbell se muestra en toda su complejidad. No sólo por sus acciones, que podrían parecer contradictorias para un observador externo, sino también por sus razones y pasiones. Nuestro protagonista, un estadounidense naturalizado alemán, es arrastrado por las fuerzas ciegas de la Historia hasta un trabajo que no le desagrada, pero tampoco le reporta placer alguno. Campbell es escritor, es locutor de radio. Campbell declama todo tipo de odio antisemita en la radio: es un propagandista. Su vida, hasta que Alemania pierde la guerra, es cómoda e involucra codearse con los escalafones más altos del Tercer Reich. Pero Campbell también trabaja en secreto para el gobierno de Estados Unidos, codificando información sensible con sus carraspeos y sus pausas, revelándola en secreto a sus socios americanos.
Cuando la alfombra bajo sus pies desaparece, Campbell está solo. Nuestro protagonista se ve forzado a evaluar por qué, exactamente por qué, ha hecho lo que ha hecho. ¿Para quién ha trabajado, y qué pretendía obtener? ¿En qué momento aceptó, para sus adentros, trabajar para cada uno de los bandos en esta historia? La pregunta más crucial: de haber ganado Alemania la guerra, ¿se habría considerado sinceramente nazi? Un ejercicio extremo de introspección que ataca un problema increíblemente complicado: hasta qué punto somos quienes creemos ser, y no un mero trozo de arcilla en manos de la Historia.
Vivimos tiempos interesantes. Como Campbell, nos encontramos sumidos en acontecimientos de escala histórica, y como Campbell, nos asomamos a una ventana (digital, en nuestro caso) y decimos lo que pensamos, moldeados por fuerzas que escapan de nuestro control. Al ver la cara de la tragedia, muchos entendemos las verdades más simples, más llanas, aquellas que no requieren más que estar atento y observar lo que sucede. Vemos claramente que los genocidios son aberrantes, y que cualquiera capaz de defender el exterminio deliberado de un pueblo no merece respeto. Y no me cabe la menor duda de que, una vez pasen los años y en los escombros de hoy se levanten modernos edificios residenciales, habrá quien mentirá y tendrá que desdecirse de las barbaridades que está diciendo ahora.
Volviendo al libro: lo que hace desquiciante la historia es que Campbell es un narrador poco fiable. Es un personaje complejo que se contradice constantemente, que cuenta —en ocasiones— historias inverosímiles con una frialdad y un desapego que nos hace ponerlo en duda. Y eres tú, como lector, quien debe filtrar e interpretar los detalles que aparecen en la historia para encontrar tu versión de la historia de Campbell. Vonnegut no nos sirve nada en bandeja.
There are plenty of good reasons for fighting […] but no good reason ever to hate without reservation, to imagine that God Almighty Himself hates with you, too. Where's evil? It's that large part of every man that wants to hate without limit, that wants to hate with God on its side. It's that part of every man that finds all lands of ugliness so attractive. It's that part of an imbecile […] that punishes and vilifies and makes war gladly.
Muy recomendable.
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soaptxt · 2 months
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Dostoyevski, santos, lenguas antiguas.
Últimamente me apetece escribir por aquí, pero los temas que tengo presentes son tan fragmentarios e inconexos que no se me ocurre una forma coherente de hilarlos. Sin embargo, esto no es un libro ni ningún tipo de publicación seria, y puede que el formato de newsletter me permita decir cosas, sin más pretensiones. Así pues, éstas son algunas de las cosas que he estado pensando (y leyendo) últimamente.
Sobre libros rusos.
Hace unas semanas empecé a leer Los hermanos Karamázov, que llevo teniendo pendiente desde hace años. Curiosamente, no se trata del texto denso y recargado que esperaba. Puede parecer sorprendente, pero muchas de las novelas rusas ensalzadas como obras cumbre de la literatura universal cumplieron una función social que los convierte en el equivalente decimonónico de Aquí no hay quien viva. Libros como Los hermanos Karamázov, de Dostoyevski, Padres e hijos, de Turguénev —una de mis novelas rusas favoritas— o Guerra y paz, de Tolstói, fueron publicados en forma de pequeños avances en la misma revista, Rússkiy véstnik, algo así como El heraldo ruso. Ésta era una revista literaria de entrega mensual que incluía capítulos de novelas que el propio autor escribía, la mayor parte de las veces, sobre la marcha, y que estaba financiada por unos pocos individuos. Tras un siglo de vida, la revista fue comprada por un viejo duque, parte alemán, parte ruso, y abandonada a su inevitable muerte.
La novela consiste en una serie de malentendidos, chismorreos, amoríos mal avenidos y debates filosóficos entre vasos de vino. Es fácil imaginarse a un caballero ruso de hace siglo y medio que acude a comprar la revista tras pasar un mes en ascuas, sólo para terminarla, dejarla olvidada en un alféizar y que ésta sea recogida por otras manos igual de ansiosas de proseguir con la trama. Un entretenimiento por fascículos y que estaba pensado para dilatarse a lo largo de uno o dos años. Un predecesor del fenómeno moderno de esperar a que salgan capítulos nuevos de la serie de turno. Que haya muchos académicos que se desgañiten diciendo que estas novelas constituyen la cumbre de la literatura universal no debe desanimar a su lectura.
De hecho, muchas de las cosas que se discuten en estas novelas pueden resultarnos tremendamente actuales si las entendemos en su contexto. A mediados del siglo XIX, Rusia veía a Francia como un modelo de sociedad a la que aspirar. De forma más general, Rusia recibía una enorme influencia de Europa, y el aroma de las ideas se cocían en el viejo continente empezaba a percibirse en el mundo eslavo. El darwinismo social, el utilitarismo inglés (y otras muchas corrientes que pueden condensarse en una ideología de mierda si uno carece de empatía) llegaron a Rusia casi de inmediato. Y, más pronto que tarde, todo este pensamiento confuso acabó destilándose en una serie de ideas que se dieron a llamar egoísmo racional. Se hizo popular en Rusia la idea de que los humanos somos naturalmente egoístas, y que gracias a nuestra capacidad de razonar entendemos que lo mejor para que nos vaya bien es tener una sociedad ordenada y equilibrada. El humano es egoísta, pero así nos va mejor. Y esto a Dostoyevski le parecía una gilipollez. El viejo, que veía en sus propios vicios motivos más que de sobra para sospechar que no somos seres racionales, no compraba esta idea. Se veía destruirse, endeudado hasta las cejas, dado a la bebida y perdiendo parte del dinero que ganaba en las apuestas. Así que escribió una obra en la que un joven decide lleva este supuesto egoísmo racional a sus últimas consecuencias. El joven Raskolnikov decide matar a su casera, una vieja prestamista que ahogaba a todo el mundo con unos intereses excesivos, de un hachazo en la cabeza. Un acto que, racionalmente, mejoraría la sociedad. ¿Y no es esto algo con lo que continuemos luchando? ¿No seguimos escuchando a diario eslóganes darwinianos, mentalidad de tiburón? ¿No siguen vivas esas ideas de las que Dostoyevski, alcohólico y ludópata y casi asesinado por su propio país, se reía al ver en sí mismo un contraejemplo excelente?
En fin. El caso es que el libro me está gustando, y no me está pareciendo tan denso como pensé que sería. Pero la vida no para, y no estoy leyendo tan rápido como quisiera. Uno de los motivos de que esté avanzando despacio es que la propia novela me está descubriendo tantos asuntos interesantes sobre los que leer que al final dedico más tiempo rebuscando entre las referencias de Wikipedia que con el mamotreto de mil páginas entre las manos. Uno de estos temas —cuyo interés no había cultivado hasta ahora— es el de la vida de los santos. Los santos del cristianismo ortodoxo ruso, concretamente.
Sobre santos.
San Inocencio de Alaska, nacido en 1797 en el extremo oriental de Rusia, se mudó (en un viaje que duró un año e incluyó navegar los madres de Alaska) a las islas Aleutianas. Ahí aprendió los dialectos idiomas locales, el yakuto y el aleutiano, además de sus dialectos. Tradujo una gran cantidad de material eclesiástico a estos idiomas. En 1838 empezó una viaje a lo largo de los territorios eslavos, desde Alaska hasta Kiev, en un viaje de decenas de miles de kilómetros durante el cual le llegó noticia de que su mujer había muerto. Recibiendo una negativa de la Iglesia ante su petición de volver a casa, le ordenaron hacerse monje. Ascendió a archimandrita (rango inferior al de un obispo en el cristianismo ortodoxo), luego a obispo, volvió a las islas Aleutianas y a las islas Kuril (a unos 500 km de Japón). En 1867 fue nombrado Metropolitano de Moscú, uno de los escalafones más altos de la Iglesia en toda Rusia. El mismo año Rusia vendió Alaska a Estados Unidos por poco más de 7 millones de dólares, unos 175 millones de dólares actuales, motivo por el cual Inocencio es también venerado por los cristianos ortodoxos estadounidenses.
San Serafín de Sarov tuvo una vida más común, pero una muerte mucho más convulsa. Nació en 1754, cerca de la actual frontera con Ucrania. En su juventud, con 19 años, ingresó en el monasterio de Sarov, se hizo novicio, y con apenas 39 años fue ordenado hieromonje, una figura del cristianismo ortodoxo que combina las funciones de cura y monje. Más tarde se marchó a un bosque, donde vivió como ermitaño durante 25 años, cultivando papas, remolacha y cebollas. Fue apaleado por unos ladrones —que no encontraron nada que robarle— y, como resultado, Serafín se impuso pasar 1000 días subido a un pedrusco, rezando con los brazos alzados al aire. Bajaba una vez a la semana al monasterio para llevarse una ración de pan y coles que le duraría hasta la siguiente visita. Alcanzó la categoría de starets, un sabio cuyo juicio se toma como referencia. Murió rezando unos años después, siendo lo último que vio un icono de la Virgen muy común en Rusia, un theotokos. Su amabilidad con los demás, que contrastaba con la dureza con la que se trataba a sí mismo, le hizo famoso en toda Rusia; se le suele representar acompañado de un oso amigable. Hasta aquí la vida de un santo. Casi un siglo después de su muerte, nace la Unión Soviética. Sus restos desaparecen debido a la persecución religiosa de los sóviets. Reaparecen en Moscú, en 1991, con la caída del vasto imperio soviético, en un museo dedicado a cargar contra la superstición religiosa. Sus restos se devuelven a un convento cercano a Sarov, que había sido el lugar de nacimiento de la tecnología nuclear rusa durante la guerra fría. (Sarov, por cierto, está hermanada con la ciudad estadounidense de Los Álamos, donde el Proyecto Manhattan nació y dio lugar a los primeros hongos nucleares). En 2003, un tal Dimitry Sladkov, jefe de relaciones públicas del Instituto de Investigación Científica en Física Experimental de Sarov, dijo:
Si San Serafín no hubiera permitido la creación de la bomba nuclear, no habría pasado nada. [...] Le rezamos por la solidez del escudo nuclear ruso, y percibimos a Serafín, [cuyo nombre] significa ardiente en hebreo, como el patrón de los científicos nucleares.
La Iglesia Ortodoxa Rusa, que ha desarrollado la narrativa de que los usos bélicos de la energía nuclear son una intervención divina a favor de la causa rusa (sea cual sea esta), corrió con esto. El patriarca de Moscú, Cirilo, cabeza de la iglesia rusa, dijo: “Por la inefable Providencia de Dios, estas armas fueron creadas en el monasterio de San Serafín. Gracias a esta fuerza, Rusia ha permanecido independiente y libre”. Así, la vida de este santo, famoso por su amabilidad y su sacrificio, ha quedado vinculada con el poderío nuclear ruso. Y si el alma del santo no ha dejado de ser invocada, su cuerpo ha tenido menos descanso aún. En octubre de 2016, un fragmento de los restos del santo (imagino que un hueso, pero no he encontrado más detalles) se lanzan al espacio a bordo de la Soyuz MS-02, en una cápsula contenida en el pecho del cosmonauta Sergei Ryzhikov. No creo que hubiera habido forma de explicarle al hieromonje —que tuvo el poco atino de morir mucho antes de que la humanidad domase el átomo— ninguno de estos dos desarrollos históricos.
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Isidoro de Sevilla nació en torno al año 560, en tiempos de los reyes visigodos. Es famoso, en parte, por haber escrito una enciclopedia enorme donde trataba de encontrar el origen de todo lo que se le ocurriese: su Etymologiae. En luz de las interpretaciones modernas de su trabajo es posible decir que hizo trampa. Doblando las palabras a su antojo fue capaz de llegar a conclusiones precipitadas, a menudo incorrectas; no le preocupaba tanto tener razón en un sentido etimológico (lo cual es problemático, si tu obra se llama Etymologiae), sino en un sentido más ontológico. Una especie de “bueno, sí, esto me lo he inventado, pero ves por dónde voy, ¿no?, pues eso”. En un giro muy apropiado de los acontecimientos, el Papa Juan Pablo II hizo a San Isidoro santo patrón de internet en 1997. El resultado es que un milenio y medio después del nacimiento del santo tenemos estas estampitas para pedirle que no nos encontremos porno al navegar en internet:
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Sobre Wikipedia.
(Aviso: vienen algunos detalles algo truculentos). Los últimos días de Carlos I de Inglaterra, condenado a morir por los parlamentaristas, están extraordinariamente bien documentados. Hay todo tipo de detalles que han quedado registrados para la posteridad, desde la ropa que llevó (en dos capas, para que no confundiesen sus tiriteras con temblores de miedo) hasta el discurso que dio desde el cadalso y que nadie, salvo su sacerdote de confianza (que lo taquigrafió todo) fue capaz de escuchar. Esto fue en 1649. Oliver Cromwell, uno de los artífices de su ejecución, moriría casi una década más tarde, en 1658. Tres años después de su muerte, con la monarquía ya restaurada en Inglaterra, su cadáver fue exhumado y sujeto a una “ejecución” póstuma, de caracter simbólico pero no menos truculenta: fue decapitado, su cuerpo acéfalo fue exhibido y colgado, y su cabeza ocupó lo más alto de una pica en Westminster durante un cuarto de siglo. La cabeza de Cromwell estuvo un tiempo dando vueltas; según el académico Peter Gaunt, que publicó una biografía de Cromwell en los noventa, la cabeza estuvo cambiando de manos desde 1685 hasta 1960 (!!!), cuando finalmente se enterró en Cambridge. Por cierto, es posible ver la cara de Cromwell justo después de morir. Se le hizo una máscara mortuoria (usando, creo, cera), de modo que podemos ver exactamente cómo era su rostro justo en el momento de su muerte.
Etimologías.
Leyendo Los hermanos Karamázov encontré a un personaje, una tal Smerdiákova, que según la novela no es un nombre ruso real, sino el apodo que le ponen porque huele mal. Y oliéndome que podía estar relacionado con una palabra española, busqué la etimología de este nombre. Efectivamente, se da lo siguiente:
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Tanto la palabra española mierda como el verbo ruso смердеть (smierdet, oler mal) comparten origen. En algún momento de esta evolución lingüística se acabó por cambiar el significado de una palabra usada en los pueblos eslavos, smerd; dicha palabra solía servir para referirse a cualquier hombre, pero la influencia de смердеть acabó por convertir a los smer en lo más bajo de lo bajo: siervos de bajo rango, “apestosos”.
El protoindoeuropeo, claro está, no es un idioma que conozcamos por observación directa. Se trata, de hecho, un de invento bastante moderno y que ha sido reconstruido a partir de observaciones como la que hago aquí por parte de personas mucho mejor preparadas que yo. Un lingüista alemán, August Schleicher, escribió una fábula con la reconstrucción más moderna (en el momento) del protoindoeuropeo en 1868. Esta fábula, “La oveja y los caballos”, ha ido evolucionando con cada avance que se ha hecho en el estudio de este idioma tan antiguo. Si os interesa escuchar cómo sonaba, podéis escuchar la narración más reciente de la fábula de Schleicher en Soundcloud. Podéis leer algo más sobre esta fábula —y sobre el protoindoeuropeo, PIE— aquí.
Poco más que quiera compartir por el momento. ¡Hasta otra!
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soaptxt · 3 months
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Notas del mes de enero.
Hoy estaba conduciendo y saboreando una pequeña victoria. Mi coche, tras amenazar un par de veces con acabar convertido en un cubo metálico en la esquina de un desguace, ha pasado la ITV. En un semáforo, contemplando la pegatina verde en la esquina del parabrisas, me invadió la sensación —por primera vez en años— de que todo está bien. No solo bien de la forma más inmediata y momentánea: todo está fundamentalmente bien. Quizá sea un arrebato debido más a la bioquímica de haber desayunado fuera y tener el fin de semana por delante que a haber sopesado las cosas con templanza, pero es una sensación agradable. Estoy satisfecho con mi trabajo, que empecé hace poco. La convicción de que nunca llegaría a terminar la carrera se disipó con el último examen en noviembre del año pasado (¡ya puedo decir que soy físico!). Y para desasosiego de muchos coaches motivacionales de internet, puedo confirmar que la felicidad no surge de darse duchas heladas a las cinco de la madrugada, sino de dormir a diario con la persona a la que quieres en una casa llena de plantas, libros y luz.
No ha sido fácil, pero tampoco ha sido tan difícil como podría haber sido; sospecho que una combinación de suerte, tener la capacidad de trabajar como una mula cuando es necesario y una predisposición hacia el hedonismo me han allanado considerablemente el camino a estar bien. Ha habido una serie de trabas (económicas, burocráticas, administrativas, estocásticas, temporales) que no podría haber superado sin el apoyo de una red de amigos y familiares, y sobre todo, sin mi pareja. Finalmente, sea como sea, el bregar de los días acabó destilándose en el ahora. Y lo importante es que ahora estamos bien, o todo lo bien que se puede estar.
Últimamente he disfrutado leyendo novelas que, con una fuerte inspiración autobiográfica, reflejan la vida de personajes que nunca han existido. No me refiero a la autoficción que lleva unos años prosperando, y que recibe críticas más duras desde que son mujeres las que ponen sus vivencias al servicio de la literatura. Me gusta la autoficción, me gusta Annie Ernaux, pero el tipo de novela que tengo en mente pone en juego una idea ligeramente distinta: la de poner el foco en las particularidades geográficas, temporales, de clase y credo, de quien escribe el libro.
En esta vena tan particular, el mes pasado leí la saga El país de los otros, de Leïla Slimani. En 2016, Slimani ganó el Premio Goncourt, el más prestigioso premio literario francés, dotado con un cheque simbólico de 10 €. En 2021 publicó El país de los otros. En 2022, la segunda y última parte de esta saga familiar, Miradnos bailar, vio la luz. Ambos libros fueron traducidos rápidamente al castellano por Malika Embarek —una señora con una pluma excepcional— y publicados por la editorial Cabaret Voltaire en dos tomos que, juntos, rozan las 900 páginas. La saga sigue la historia de una familia formada por una joven de Alsacia y un soldado marroquí que se conocen tras la Segunda Guerra Mundial. Dicho así, el atractivo de la historia se desvanece, y la trama quede despojada de los detalles que fundamentan estas dos novelas. Cualquier apunte que yo pueda hacer aquí no le haría justicia a esta saga monumental, cuyo foco cambia constantemente sobre el amplio elenco de personajes sin perder interés ni generar confusión en ningún momento. Son dos novelas excelentes que discuten con una sensibilidad envidiable asuntos como el colonialismo, el racismo, el papel de la religión en familias multiconfesionales, la violencia intrafamiliar, la sexualidad en el Islam, el desarraigo o la integración cultural. Slimani no da puntada sin hilo y es admirable que en un tocho de estas proporciones —que tiene por hilo conductor la historia del Marruecos independiente del siglo pasado— pueda mantenerse atrapado al lector con tanta perseverancia y atino. Leedla si tenéis oportunidad. Además, Malika Embarek, la traductora, es experta en traducir libros de autores magrebíes del francés al castellano; si bien no puedo valorar la traducción per sé, porque no sé francés, sí que quiero mencionar que es un gusto leerla y ofrecer en bandeja de plata una terminología que podría ser compleja, pero que se asimilar según se lee sin mayor problema.
Más cosas. Utilizo este blog para hablar de las cosas que leo, y creo que no está de más que comente aquí que el mes pasado leí mucho. Unas dos mil páginas, dependiendo de dónde se consulte la extensión de cada libro, pues algunos los leí en formato digital. Pasé por una montaña de emociones leyendo Vida de un desconocido, de Andrei Makine (2009), y he de admitir que caí en la trampa que el autor nos tiende en esta novela; me pareció que el narrador era un pelmazo, un tío insufrible que se tiene en demasiada estima y que disfruta ahogándose en la compasión. En la segunda mitad de la novela, Makine le da la vuelta a la situación rápidamente y entiendes que has ido justo por donde él quería. También leí Chevengur, de Andrei Platonov (1928), y vi un atisbo de optimismo donde muchos solo ven la condena de un sistema. Pasé miedo leyendo en un avión La glándula de Ícaro, de Anna Starobinets (2013), que es como una temporada de Black Mirror escrito por Mariana Enríquez. Leí en un solo día Cambiar: método, de Édouard Louis (2023). Ya leí un libro de este señor hace un par de años, así que no me resultaba desconocido y sabía a qué venía, en parte. Al igual que con Vida de un desconocido, empecé el libro pensando que el autor es aborrecible a más no poder. Desgraciadamente, no encontré ningún contraste que me hiciera cambiar de opinión al terminar la novela y estaría feliz de no volver a leer ningún libro suyo nunca más. Aún con esta sensación, hay algunas reflexiones interesantes y sirve como espejo si uno quiere pararse a pensar en cómo uno se ha separado, en cierta medida, de los marcadores de clase con los que se crió.
Este mes también he dedicado mucho tiempo a hacer pan.
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Mucho pan.
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A riesgo de meterme en temas que no interesan a nadie, por fin he encontrado una receta en la que puedo confiar y que resulta en un pan jugoso cada vez que se siguen correctamente los pasos. También tengo un cultivo de masa madre vivo y que pronto llegará al mes de vida. No es un cultivo histórico, pero se está portando muy bien y hace buen pan. Le he puesto de nombre Whitman, por esa estrofa del poeta:
Do I contradict myself? Very well then I contradict myself, (I am large, I contain multitudes.)
También programé algo interesante: un pequeño script, de unas 20 líneas, que hace un análisis de sentimiento muy rudimentario del texto que se desee. El eje horizontal avanza con el tiempo, y el vertical indica cómo de positiva (o negativa) es la carga emocional del texto. Todo esto, claro está, implementado de forma muy rudimentaria y rápida. Este es el resultado de analizar todas las conversaciones que he tenido con mi pareja desde que nos conocimos. Creo que es la gráfica más bonita que he hecho nunca.
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Estos últimos días han estado ocupados por el trabajo, el proyecto lector de este mes (un mamotreto ruso de más de mil páginas que llevo mucho tiempo queriendo leer), mi empeño por hacer una cantidad vergonzosa de pan y la anticipación por un viaje que ya está cerca.
No hay mucho más que quiera contar por aquí. Ha sido un buen mes :)
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soaptxt · 3 months
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Notas: “Chevengur”, de Andrei Platonov (1928)
Chevengur, de Andrei Platonov (1928, 🇷🇺). Editado por New York Review Books, 640 páginas. Traducido del ruso al inglés por Robert y Elizabeth Chandler.
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He leído esta novela con la mecanicidad con la que uno avanza por un terreno irregular, sin saber dónde posar el pie ni qué depara el camino. Chevengur fue escrita justo después de la revolución bolchevique, teniendo Platonov una vista de pájaro especialmente privilegiada para juzgar el funcionamiento de la maquinaria soviética. Abandonando su ocupación de escritor ocasional, Platonov se dedicó por voluntad propia a la gestión de tierras en la naciente Unión Soviética, primero a nivel regional y luego a nivel estatal; el establecimiento de electricidad en territorios rurales y la reclamación de tierras por parte del Estado (tanto a grandes terratenientes como a los kulaks, campesinos que habían prosperado bajo los zares) ocuparon sus días, pudiendo así ver en qué términos la nueva élite lidiaba con su recién encontrado poder.
En este contexto nace en Platonov la semilla de esta novela. Una obra que ha sido definida por muchos como quijotesca, un híbrido extraño entre la fórmula del viaje del héroe y un sueño de fiebre. Más o menos la primera mitad de la novela parece estar imbuida en un estado de calma, de contemplación. Platonov crea una atmósfera que casi recuerda a una película de Don Hertzfeldt. La retahíla de personajes que pueblan esas páginas se me hace curiosísima en su relación con la pena. En el mundo complicado en el que nacen varios personajes, es común que un niño muera o que un pescador se ahogue. Sin embargo, no es algo que se trate con el dramatismo que uno esperaría encontrar en una novela que muchos alaban como un supuesto alegato antisoviético. Chevengur no es el Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn, no son los testimonios de Ayn Rand, esa hija de una familia rica que abandonó Rusia apenas cumplió la veintena. Platonov no actúa como un insider, y si lo hace es incierta la posición desde la que articula el andamiaje literario de la novela, que puede interpretarse de forma un tanto naive como un testimonio de los peligros de los soviets, pero también como algo más. Si nos fijamos, es posible que el autor esté haciendo todo lo contrario, que esté siendo más papista que el propio Papa. Me explico.
La trama de la novela involucra a un número de personajes que, entre todos, nos dan el contexto para seguir al protagonista. El protagonista, Aleksandr (Sasha) Dvanov, nace en una familia tan grande como pobre. Tras ser expulsado del hogar, acaba por ser acogido por Zakhar Pavlovich. Pavlovich es un personaje al que seguimos en el inicio de la novela, un hombre simple que se deja llevar por la voluntad ajena, entregado a su sentido de la belleza de los artefactos mecánicos. Así, con el respaldo de su padre adoptivo, Sasha decide salir al mundo y encontrarse con el fuego deslumbrante de la revolución bolchevique, aún en curso. En el camino se topa con varias figuras quijotescas (en el sentido más estricto), caballeros andantes del comunismo que inicialmente lo confunden con un guerrillero antirrevolucionario por su falta de adherencia al dogma. Tras solucionar el malentendido, el grupo acaba llegando al pequeño pueblo de Chevengur, una utopía comunista donde las supuestas ideas de Marx han sido llevadas al extremo. Nadie trabaja, porque el único ente que produce de verdad es el sol. Las mujeres han sido colectivizadas. Un desastre que es bien acogido por el grupo al que estamos conociendo poco a poco, y que cada vez se muestra más excéntrico. La novela sigue hablando de los sucesos que se dan en este pueblo; finalmente, el pueblo es invadido por enemigos del régimen (no se sabe quiénes son, si caballeros del zar o cosacos) y el proyecto fracasa. Sasha, por su parte, decide unirse a su padre en un acto que recuerda al paseo de Cristo hacia el monte Calvario: una muerte asumida con templanza.
Es aquí donde creo que Platonov está jugando con nosotros. La historia es, evidentemente, una sátira, y es fácil caer en la trampa de pensar que es una sátira al estilo de Orwell, donde los cerdos son los políticos y el caballo es el trabajador y llegamos a un paralelismo de lo más facilón. Creo que Platonov viene desde fuera, desde más allá. Platonov apoyó la causa, en su trabajo y con sus acciones, y vio cómo la colectivización funcionó en la implementación soviética. Fue un hombre que partió con unos ideales diferentes a los que acabaron por imponerse; que apreció cómo las decisiones despóticas de hombres que no comprendían el terreno que pisaban costó la cosecha y la salud de mucha gente. Quizá por eso en el libro nadie ha leído a Marx, a pesar de que hay personajes con el nombre de Rosa Luxemburgo cosido al casco, o caballos que se llaman Fuerza del Proletariado. Creo —y puede que no sea así, claro— que Platonov se ríe de quienes se dicen marxistas y no han sostenido nunca un libro sobre marxismo en sus manos. Y así, el libro no estaría condenando el marxismo, sino plantando una semilla para una segunda oportunidad: las cosas podrían hacerse mejor.
En cualquier caso, es seguro que la postura de Platonov cambió con la edad. Los muchos malentendidos, rechazos y desprecios que despertó la novela. He visto escrito en varias partes, sin fuente, que el propio Stalin garabateó cierto apelativo poco cariñoso en el libro, aunque es poco probable: no fue publicado entero en la URSS hasta casi el final de su existencia, y solo algunos fragmentos aparecieron en revistas como historias cortas. (Ésta, de hecho, es la primera edición completa en inglés y directa del ruso, hasta donde sé; una traducción preciosa y sopesada). El autor viviría hasta los años 50, siendo su destino similar al de Bulgakov. Siguió publicando, víctima de una censura obstinada, y moriría tras contraer la tuberculosis que su propio hijo contrajo en el gulaj al que fue enviado por el gobierno de Stalin.
Es difícil elucubrar sobre lo que quiso decir Platonov: la muerte del autor y el silencio impuesto por el regimen bajo el que vivió nos impiden saberlo con certeza. Solo nos quedan estas pequeñas discusiones.
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soaptxt · 4 months
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📚 Lecturas de 2024
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Algunos datos del año pasado: terminé leyendo 32 libros y, según Goodreads, unas 9438 páginas. El libro más reseñado por otros usuarios fue Tan poca vida, que me dejó con un regusto amargo. El menos reseñado fue Escape, un ensayo que me gustó mucho sobre la relación que tenemos los millennials con internet, y su influencia en nuestra identidad. Ambos libros los leí en enero. El libro que más me acompañó fue, sin duda, American Prometheus, de Kai Bird y Martin Sherwin (aunque no hice ninguna reseña). Mi experiencia lectora favorita fue leer Modern Nature, de Derek Jarman, durante mi estancia en Londres. Fue bonito visitar los mismos sitios que Jarman menciona en el libro. Un descubrimiento sorpresa de fin de año: la narrativa histórico-científica de Benjamín Labatut, que disfruté mucho.
Continuamos por aquí con los libros de este año. (Para los años anteriores, véanse las entradas de 2022 y 2023).
Enero.
Bi: The Hidden Culture, History, and Science of Bisexuality, de Julia Shaw (2022, 🇨🇦). Editado por Canongate Books, 256 páginas.
Foster, de Claire Keegan (2022, 🇮🇪). Editado por Grove Press, 128 páginas.
Cambiar: método, de Édouard Louis (2023, 🇫🇷). Editado por Salamandra, 228 páginas. Traducido del francés al castellano por José Antonio Soriano Marco.
La glándula de Ícaro, de Anna Starobinets (2013, 🇷🇺). Editado por Impedimenta, 247 páginas. Traducido del ruso al castellano por Fernando Otero Macías.
Chevengur, de Andrei Platonov (1928, 🇷🇺). Editado por New York Review Books, 640 páginas. Traducido del ruso al inglés por Robert y Elizabeth Chandler. Reseña aquí.
Vida de un desconocido, de Andrei Makine (2009, 🇫🇷/🇷🇺). Editado por Tusquets, 272 páginas. Traducido del francés al castellano por Juan Manuel Salmerón Arjona. Reseña aquí.
El país de los otros, de Leïla Slimani (2020, 🇫🇷/🇲🇦). Editado por Cabaret Voltaire, 448 páginas. Traducido del francés al castellano por Malika Embarek López. Reseña aquí.
Febrero.
Miradnos bailar, de Leïla Slimani (2022, 🇫🇷/🇲🇦). Editado por Cabaret Voltaire, 436 páginas. Traducido del francés al castellano por Malika Embarek López.
Marzo.
Mother Night, de Kurt Vonnegut (1961, 🇺🇸). Editado por The Dial Press, 290 páginas. Reseña aquí.
Abril.
A History of the Bible: The Book and Its Faiths, de John Barton (2020, 🇬🇧). Editado por Penguin, 640 páginas.
Acerca del robo de historias y otros relatos, de Georgi Gospodinov (2000, 🇧🇬). Editado por Impedimenta, 160 páginas. Traducido del búlgaro por María Vútova.
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soaptxt · 5 months
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Notas: “El último encuentro”, de Sándor Márai (1942)
El último encuentro, de Sándor Márai (1942, 🇭🇺). Editado por Emecé, 188 páginas. Traducido del húngaro por Judit Xantus.
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No quería sentarme a pensar en este libro en las condiciones en las que lo terminé — cansado, pendiente de otras cosas, agobiado. Ahora que la situación se presta a ello me siento más cómodo valorando esta excelente novela.
Las mejores obras me parecen, a menudo, aquellas que tratan de asuntos tan humanos que no dependen (más que de forma superficial) de las circunstancias particulares en las que se desarrollan los hechos. Es el caso de esta novela, cuya trama es atemporal. Dos antiguos amigos se reúnen tras mucho tiempo, cuarenta y un años precedidos por una vida que los unió casi como a dos hermanos. Henrik, hijo de una familia acomodada de la aristocracia austrohúngara, conoce a Konrád, hijo de una familia humilde. Ambos están en la misma academia militar, que apenas supone una molestia para una familia, mientras que para otra implica un desgaste y un sacrificio monumental. Los dos chicos pronto descubren que encajan como dos piezas de una misma máquina, como si estuviesen hechos para ser amigos desde antes de haberse encontrado. Y, sin embargo, las complejidades que vienen con la edad les hace darse cuenta de que su amistad —prístina, sin compromisos y en apariencia sin problemas— contiene una dificultad terrible e insalvable que sólo puede resolverse de una forma. Tras cuarenta y un años sin hablarse, Henrik recibe a Konrád en su mansión, la misma casa en la que toda su familia ha vivido durante generaciones, un pequeño castillo en las faldas de los Cárpatos.
No puedo deshacerme de la sensación de estar leyendo algo destilado de una pluma con experiencia, a alguien que ha pensado en las cosas importantes que unen y separan a las personas. Márai vivió la agonía del Imperio Austrohúngaro, y fue partidario de la formación de la efímera República Soviética Húngara. Tras una época convulsa que cambió por completo la Europa que el autor conoció no es de extrañar que quedase en él el anhelo de conservar las raíces, de encontrar la solidez y la firmeza que nadie aseguraba. Es por eso, quizá, que Márai decidió escribir en húngaro en lugar del alemán — afianzando así su relación con el lugar que lo vio crecer. Márai escribiría en húngaro hasta el fin de sus días, manteniendo vivas su raíces y guardando dentro de sí algo que le resultaba preciado; Márai, como su protagonista, decide vivir y morir como sus ancestros. En lugar del aislado castillo, el autor se resguarda en su lengua.
Uno siempre responde con su vida entera a las preguntas más importantes. No importa lo que diga, no importa con qué palabras y con qué argumentos trate de defenderse. Al final, al final de todo, uno responde a todas las preguntas con los hechos de su vida: a las preguntas que el mundo le ha hecho una y otra vez. Las preguntas son éstas: ¿Quién eres?... ¿Qué has querido de verdad?... ¿Qué has sabido de verdad?... ¿A qué has sido fiel o infiel?... ¿Con qué y con quién te has comportado con valentía o con cobardía?... Éstas son las preguntas. Uno responde como puede, diciendo la verdad o mintiendo: eso no importa. Lo que sí importa es que uno al final responde con su vida entera.
Este párrafo, que condensa el espíritu de la novela, el mensaje de un hombre a su amigo, es reminiscente del Tolstói tardío: “No existe el tiempo, sólo existe el instante. Y en él, en el instante, está toda nuestra vida. Por eso hay que poner en él todos nuestros empeños”. La idea fundamental presentada por Márai es ésta: la primacía de las acciones sobre las intenciones, de lo que hacemos frente a lo que queremos hacer. Si la medida de la gran literatura es sacarnos de la inercia del día a día y forzarnos a considerar el estado de nuestros asuntos, esta novela tiene méritos de sobra para entrar en esa categoría.
El título original de la novela se traduce literalmente por Las velas arden hasta el final, y es uno de esos casos en los que el título original no se conserva en las traducciones. La traducción inglesa, que se publicó hace apenas veinte años, tiene Embers como título. Ascuas, brasas, rescoldos. Los restos de un fuego que ardió. El fuego toma un papel importante en la ambientación de la novela: es la única fuente de luz y calidez de la que disponen los dos amigos, que se ven obligados a tener una dura conversación en mitad de un apagón. Las ascuas son aquello que queda cuando una hoguera está muriendo, y esta novela habla, claro está, de las ascuas de una amistad. Los restos de los lazos que unieron dos vidas. En castellano, Judit Xantus eligió El último encuentro, tomando un enfoque más literal, más prosaico que el original. Me parece una buena elección, y el resultado es un texto fluido e incluso poético que contrasta muy bien con la atmósfera sombría y densa que el protagonista elabora con su monólogo. Xantus también tradujo del castellano al húngaro a autores como Cortázar, Gabriel García Márquez o Borges. Contaba, por supuesto, con una amplia experiencia como traductora literaria y tenía un dominio envidiable del idioma castellano, y es de agradecer su trabajo en este libro en particular.
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Reseña: “Drive Your Plow over the Bones of the Dead”, de Olga Tokarczuk (2009)
Drive Your Plow over the Bones of the Dead, de Olga Tokarczuk (2009, 🇵🇱). Editado por Fitzcarraldo Editions, 270 páginas. Traducido del polaco al inglés por Antonia Lloyd-Jones.
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En la frontera entre Polonia y la República Checa, en la cruda región de Silesia, Olga Tokarczuk nos invita a participar en un misterio. El vecino de Janina —la protagonista, que odia su nombre— aparece muerto una mañana helada. El libro, de inicio lento pero que pronto se torna interesante y cautivador, recuerda al caprichoso clima que ha de soportar Janina siendo una de las pocas habitantes permanentes de su aldea.
Janina nos narra lo que sucede y tenemos acceso a su particular mundo interior. Su voz narrativa, profundamente introspectiva y enigmática, está cargada de sustantivos en mayúsculas. Los Animales, el Horóscopo, el Ser. A mí me resulta tremendamente desconcertante la psique de Janina, como si sus engranajes internos fueran completamente diferentes a los míos y hablásemos idiomas diferentes, una brecha insalvable. Sin embargo, creo que es precisamente esta singularidad lo que dota a la historia de encanto.
Uno de los aspectos que más he disfrutado de la novela es el elenco, pequeño pero bien escogido, que acompaña a Janina en su proceso de descubrimiento. Dizzy, con quien comparte un proyecto para traducir los versos de William Blake al polaco, y el entomólogo Borys (o Boros, como ella lo llama) hacen de espejo para que Janina nos enseñe y ella misma explore diferentes facetas de su personalidad. Su vecino, Oddball (¿"Raruno"? Aún no se ha traducido al castellano, creo) también remueve el interior de Janina, que apenas le conoce pero lo considera una fuente de calma.
Algunas de las divagaciones de Janina podrían haber sido más breves. Quizá sea mi desconocimiento sobre los temas de los que habla; el horóscopo y sus particulares teorías personales, aunque interesantes, ocupan una parte importante de la novela y no termino de ver qué aportan, exactamente, más allá de presentarnos a una protagonista que nos deja claro desde el principio que es una persona particular. Intuyo que, en parte, se dibuja un cuadro muy particular. Janina cree en una especie de mecanicismo, una suerte de determinismo: conocidas las circunstancias iniciales de una persona, es posible hacerse una idea bastante adecuada de cómo afrontará lo que se le presente en la vida. No puedo hablar de cómo esta idea es relevante, pero sí que parece que es una de esas pistas que sólo se entienden al mirar hacia atrás.
Una novela con un aire noir en la que el misterio se entrelaza con un poderoso mensaje ecologista, uno de los pilares temáticos del libro. Quizá no recomendaría este libro a todo el mundo. Me ha gustado, y me ha entretenido, pero no me ha apasionado ni me parece un descubrimiento. Difícilmente puede descubrirse a la ganadora de un Nobel de literatura, así que sospecho que no es uno de sus trabajos más fuertes. Los libros de Jacob, ese mostrenco de más de mil páginas que se tradujo al castellano hace unos meses, sigue esperando en mi estantería. Quizá me tome un descanso antes de cogerlo: no sé cuánto congenio con la pluma de Tokarczuk.
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Reseña: “Te di ojos y miraste las tinieblas”, de Irene Solà (2023)
Te di ojos y miraste las tinieblas, de Irene Solà (2023, Cataluña, 🇪🇸). Editado por Anagrama, 176 páginas. Traducido del catalán al castellano por Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.
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Recuerdo claramente escribir un tuit en algún momento de diciembre de 2019. Acababa de terminar Canto yo y la montaña baila, de Irene Solà, y no podía creer el libro tan maravilloso al que había llegado casi por casualidad, por el boca a boca de internet. Sin pretensiones de tener nada especial entre las manos. “En marzo no se va a hablar de otra cosa”, dije, medio en broma. (Al final sí que se habló de otra cosa). Tras Canto yo pudimos leer Los diques, otro libro maravilloso. Y cuando hace unos meses leí que ya había fecha de publicación para el tercer libro de la autora, no pude esperar. No sólo para que lo publicasen, sino para que lo tradujesen; Solà escribe exclusivamente (salvando cancioncillas, citas, y pequeños diálogos de castellanoparlantes) en catalán. 
El libro ya está aquí: Te di ojos y miraste las tinieblas, publicado por Anagrama y con traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera. Una novela desbordante, extensa y concentrada, que recoge el paso de varias generaciones de mujeres (desde el siglo XVI hasta el presente) en Mas Clavell, una masía casi literalmente perdida en los montes catalanes. La acción principal de la novela, con numerosos afluentes narrativos que hemos de tratar de no mezclar ni perder de vista, transcurre en un solo día. Bernardeta, aprendemos, está a punto de morir y asistimos a su particular velorio, organizado por los fantasmas de todas las mujeres que nacieron y murieron en la masía. No quisiera desvelar nada, así que sólo diré que la voz tan particular que la autora ya nos cedió en Canto yo y en Los diques vuelve a aparecer aquí, con la ambientación que la caracteriza. Aprendemos, en forma de historias que se conectan y enlazan a través de varios siglos, sobre las vidas de esas mujeres que murieron allí, en Mas Clavell. Historias de bandoleros, de diablos (no tanto los del infierno sino los de la tierra), de promesas y guerras, de convivencia y cariño.
Las mujeres hicieron un corro. Joana, con el culo en la punta de la silla blanca, tumbó al animal en el suelo y le ató las patas con el cordel. Ángela, Elisabet y Blanca se agacharon y le pusieron las manos encima. Lo sujetaron. Se quedó quieto. Como si no supiera que las bestias pueden morir una mañana fresca rodeadas de manos de mujeres.
Solà apareció en el programa Página Dos de RTVE el pasado 18 de septiembre. Una de las cosas que me llamó la atención de la entrevista fue la premeditación con la que la novela está construida así. La autora, diferenciando la Historia (con mayúscula) de la historia (con minúscula), decide contar y reflejar el tipo de sucesos que no quedaron, en su mayor parte, en los libros que hablan de la época. De la vida doméstica, de las creencias y la mitología tan particular del entorno rural de la Cataluña de hace quinientos, trescientos, cien años. Y no es un ejercicio estilístico: hay toda una documentación detrás, una lectura de varios archivos históricos y estudios historiográficos que la autora recoge, a modo de bibliografía, como inspiración para las historias que cuenta.
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Joan Sala i Ferrer, más conocido como Serrallonga, es el bandolero catalán del siglo XVI en el que se basa la figura de Clavell.
Así, el hecho de que la mayoría de las protagonistas sean mujeres, mujeres viejas, mujeres —también— muertas hace tiempo, mujeres feas y deformes, mujeres solas, es una decisión tan bien integrada en la novela que se hace imposible imaginársela escrita de cualquier otra forma. Una breve anotación al respecto: he disfrutado mucho del papel que juegan la cocina, las recetas y la comida en la novela. Dice Solà en la entrevista de Página Dos: "[las recetas] forman parte de esta reflexión alrededor de la memoria y del olvido, de cómo cocinamos ahora y cómo cocinábamos no hace tanto tiempo [...] Las maneras de cocinar tienen que ver con las maneras de relacionarse con el mundo, con las maneras de entender el mundo, de transformar el mundo de algo que no se puede comer a algo que sí se puede comer".
Yo siento una especial simpatía por Solà. Me parece una autora valiente, que no despoja la experiencia diaria de lo escatológico, ni de lo escabroso, ni de la bondad que asoma como una brizna entre la fealdad que abunda; y que ha adquirido rápidamente una voz tan propia, tan distinta, y que resuena tanto conmigo que se me hace difícil esperar a que siga escribiendo.
Porque hay cosas que no se pueden decir. Porque se pueden decir las desgracias, y se puede decir la pena, se pueden decir los remordimientos y la culpa, y se puede decir la muerte, y el dolor y las cosas que hacen los hombres. Las buenas y las malas. Pero no se puede decir cómo se hace una niña. No hay palabras para explicar cómo la hiciste, porque la hiciste como la tierra hace los árboles y los árboles hacen las ramas y las ramas hacen los frutos y los frutos hacen las semillas. A oscuras. Desde un sitio tan adentro que no sabías que sabías hacerlo.
Una novelita cuya corta extensión no impide que deje una huella profunda en el lector. 
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La plaza de las Pasiegas, Granada.
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Near the Cathedral, de William Lee Hankey (1914, óleo sobre lienzo).
Una bonita reproducción de cómo era la plaza hace más de un siglo. La plaza de las Pasiegas, en el centro de Granada (entre la catedral y plaza de Bib-Rambla), es uno de esos lugares a los que uno acaba llegando cuando no planea dónde ir. Lugar con historia, solía estar ocupado en el siglo XVII por una escuela en la que se educaba a descendientes de los moriscos (los musulmanes convertidos forzadamente al catolicismo tras la conquista de Granada por parte de los Reyes Católicos). Se denominó originalmente la "plaza de las Flores" debido a los puestos de floristas que existieron en algún momento. Sin embargo, el nombre por el que se la conoce en la actualidad proviene de la inmigración cántabra (del valle del Pas) que se asentó en los alrededores, dedicándose las mujeres cántabras a hacer de nodrizas para familias adineradas. Más tarde, hasta los años veinte del siglo pasado incluso, muchas mujeres granaínas se dedicaron a esto empujadas por la necesidad. Es el caso de una tal Olema, nacida en los años veinte del siglo pasado, en Granada:
Dice mi madre que llegó un día una señora y que le dijo llorando que se le estaba muriendo el crío y era de hambre, que le daba biberón… le daba biberón y no quería, le daba esto y tampoco lo quería, y mi madre dice “dónde está el niño”; se metió la madre en el coche y se colgó al niño en la teta, y le dio la teta al niño… con unas ganas [mucho énfasis], estaba el niño esmayaíiiico, dice “me hasía así, en la teta, me estrujaba, pa que saliera más, y yo le ponía así la teta… así que no podía, que me faltaba a mí la respiración” […] se la llevó [la señorita], esta fue la de la calle Recogidas.
(Aquí la fuente, un artículo muy interesante sobre las "amas de teta" del sur español). Algunas cosas han cambiado. La acera de la izquierda desapareció, y fue reemplazada en 1946 por un tramo bajante de escaleras; la pequeña tienda que se ve a la derecha con un mulo desapareció en algún momento junto a toda la construcción superior, dejando al aire libre la pared original de la catedral. Sin embargo, la estampa es completamente reconocible.
La plaza estaba así esta misma mañana.
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Reseña: “Chernobyl Prayer”, de Svetlana Alexievich (1997)
Chernobyl Prayer: Voices from Chernobyl, de Svetlana Alexievich (1997, 🇧🇾). Editado por Penguin, 292 páginas. Traducido del ruso al inglés por Anna Gunin y Arch Tait.
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Increíble trabajo de investigación que se centra en la dimensión humana del desastre de Chernobyl. Alexievich viajó por toda Bielorrusia y otros países integrantes de la ya desaparecida URSS, y entrevistó a gente de todos los estratos de la sociedad. Militares y amas de casa, físicos y ladrones, niños y ancianos. Las consecuencias de la explosión del Reactor 4 aún no se han revelado en su totalidad, pues la historia que trazan es tan larga como la semivida de los isótopos que aún impregnan la tierra y los ríos: de decenas o centenas de milenios.
Everybody near Chernobyl began to philosophize They became philosophers. The churches filled up again with people - with believers and former atheists. They were searching for answers that could not be found in physics or mathematics. The three-dimensional world came apart, and I have not since met anyone brave enough to swear again on the bible of materialism. We were dazzled by infinity. The philosophers and writers fell silent, derailed from the familiar tracks of culture and tradition. What was most interesting of all in those early days was not talking with the scientists, not with the officials or the high-ranking military men, but with the old peasants. They lived without Tolstoy and Dostoevsky, without the Internet, yet their minds somehow made space for the new picture of the world. Their consciousness did not crumble.
Me sorprendió que se expusiera algo que no se suele mencionar cuando se habla de Chernobyl; es cierto que muchísimas personas fueron evacuadas, pero también es cierto que muchas otras volvieron. Chernobyl no es sólo el nombre de un accidente nuclear, sino el de un lugar en el que mucha gente vivía y prosperaba. Gente con vidas comunes, occidentalizadas y modernizadas en las últimas décadas, con la guerra —por suerte— lejos en el pasado. Es difícil explicarle a alguien que ha de dejar su vida atrás porque una explosión a decenas de kilómetros ha contaminado sus patatas y su ropa con radiación, o que el parque de su hijo está vetado debido a algo que no se puede ver, oler ni percibir de forma alguna. Muchos se quedaron, y la pobre gestión del desastre se hizo evidente sólo con los años.
Se pone de manifiesto la diversidad de escenarios y gentes de la Unión Soviética, un país en el que un héroe nacional había paseado por el espacio y numerosos satélites proveían de telecomunicaciones a la velocidad de la luz mientras una parte de su población aún vivía como en tiempos de Dostoyevski. Un país que ochenta años antes era eminentemente rural y agrícola y que, según algunos de los entrevistados por Alexievich, pagó un precio caro por tan rápido progreso tecnológico; la humanidad maduró mucho más despacio que la tecnología a la que quería domar. El hombre soviético aún consideraba los frutos de la tecnología como un enemigo, como un estorbo impuesto en nombre del progreso. El hombre soviético, que "segaba con la guadaña, cosechaba con la hoz y talaba con el hacha". Las observaciones sirvieron a la autora como esbozo de otro de sus libros: El fin del Homo sovieticus.
They were already living in a completely different world - with a new right to life, new responsibilities and a new sense of guilt. Their stories continually featured the idea of time. They were constantly saying, the first time', 'never again', forever. They remembered driving through the deserted villages, occasionally meeting some solitary old men who hadn't wanted to leave with the others or had later returned from some unfamiliar places. Those men would sit in the evenings around a rushlight. They mowed with a scythe, reaped with a sickle, chopped down trees with an axe, turned in prayer to the animals and spirits. To God. Just like 200 years earlier. While somewhere high above spacecraft were flying. Time had bitten its own tail, the beginning and end had merged. Chernobyl, for those who were there, did not end in Chernobyl. They were returning not from war, but almost from another world.
El trabajo de Svetlana Alexievich es encomiable, y pionero en el difícil proceso de destapar una verdad tan horrorosa que aceleró la caída de una de los imperios más poderosos de toda la Historia. Se me hacía difícil avanzar, no por la falta de interés sino por lo crudo de algunas evidencias. Todo un paisaje humano devastado, condensado en un mosaico de voces ya perdidas.
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Reseña: “I Who Have Never Known Men”, de Jacqueline Harpman (1995)
I Who Have Never Known Men, de Jacqueline Harpman (1995, 🇧🇪). Editado por Vintage, 188 páginas.
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Un libro tan profundamente extraño que se hace difícil hacer una reseña. La premisa hace pensar que se trate de una novela distópica al uso, aunque nada más lejos de la realidad; la protagonista, que relata su vida en primera persona, es sólo referida por los demás personajes como "the Child". Es la más joven del grupo de cuarenta mujeres que forman el elenco principal, cuarenta mujeres que viven forzosamente juntas en una pequeña prisión subterránea. No sabemos nada del mundo en el que nos encontramos, ni del evento catastrófico que desembocó en el orden de las cosas reflejado en esta autobiografía. Sólo sabemos que, entre estas cuarenta mujeres, la única que parece no tener memoria —la única que no ha conocido el mundo, ni a los hombres, ni las anteriores formas de vida— es la protagonista. Con una sencillez difícil de reproducir, Harpman nos pone en la piel de un ser humano en blanco, de una persona sin cultura, vacía, que ha de dotar de sentido su vida sin referencias ni fórmulas prefabricadas, sin filosofías ni teologías externas a su propia experiencia.
Una novela fantástica, pausada, visceral y tremendamente original que plantea una pregunta de dificilísima respuesta: ¿qué queda de una persona cuando es despojada de lo atávico? En definitiva, ¿qué es ser humano? En la austera y elegante prosa de Harpman resuenan ecos de El muro, otro libro que también quedó relegado a un inmerecido segundo plano hasta hace muy poco. Una obra pequeña y valiosa.
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Apuntes: “Modern Nature”, de Derek Jarman (1994).
Modern Nature, de Derek Jarman (1991, 🇬🇧). Editado por Vintage Classics, 314 páginas.
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Derek Jarman, cineasta británico, recibe a mediados de los ochenta su diagnóstico de VIH. En mitad de una pandemia cuyo fuego ardía gracias a la inacción política y una homofobia aún rampante, Derek decide —con una esperanza de vida pronosticada en poco más de un año— gastar parte de la herencia que le había dejado su padre para comprar una cabaña costera en el cabo Dungeness, al sureste de Inglaterra. La casita, con el profético nombre de Prospect Cottage (prospect significa posibilidad, perspectiva) despierta en Jarman una vitalidad que no parece corresponderse con la poca esperanza que se le transmitió inicialmente.
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Ante la idea de una vida que llega a su fin, el arista concibe la posibilidad de un jardín. Se pone inmediatamente manos a la obra: en una tierra baldía y llena de grava, salitre y vientos que arrastran la herrumbre dejada atrás por las gentes del mar, Jarman conjura una farmacopea. Un lugar donde poner empeño físico y mental, donde transmutar la preocupación por la propia salud en la esperanza de ver surgir nuevos brotes.
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A lo largo de las páginas que componen este diario, seguimos los pensamientos del autor a lo largo de dos años, entre 1990 y 1991. Debe haber poca gente con la profundidad de conocimiento de Jarman sobre las implicaciones de labrar un jardín; las páginas quedan llenas de referencias al papel de cada planta en la vida de las gentes antiguas. Desde la Roma de hace dos mil años a las supersticiones medievales que viajaban por Europa recogidas en manidas farmacopeas, leemos recortes de los antiguos libros que acompañan a Jarman desde su infancia.
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El libro, maravilloso, se lee como una conversación pausada con un amigo. Una conversación que no gira en torno a nada en particular, que salta de tema en tema, pero que nunca pierde la calidez de un recuerdo que casi parece compartido. Presenciamos cómo Jarman sana, pero no en el sentido físico —su salud no deja de empeorar, por un brote de tuberculosis, durante la segunda mitad del libro—, sino en el emocional. Un jardín en constante cambio, viajes al vivero local, breves escapadas a Londres, visitas de amigos, té, coladas y esculturas hechas de herrumbre marina impregnan las páginas. Las emociones se acallan, los recuerdos pasan por un filtro. Todo con el trasfondo de la central nuclear de Dungeness, ya fuera de servicio, que con su murmullo y su brillo tenue ilumina la ventana de Prospect Cottage.
Curry Malet, Somerset 1952 Late one winter's afternoon the stone gable of the old farm collapsed without warning into the yard on a tidal wave of honey, leaving the applescented attic in which my sister and I secretly whiled away rainy days open to the wind and rain. For years playing in the attic had been accompanied by the buzzing of wild bees hidden deep in the old stones; they had nested there as long as anyone could remember, building an enormous comb. That afternoon the house shuddered: and with a great rumble the ripe wall burst, scattering its contents. The gnarled magnolia dripped honey.
Jarman viviría mucho más allá del año de vida que le pronosticaron los médicos de la época. Moriría en 1994, casi diez años más tarde de recibir su diagnóstico. Serían años brutales: sólo en las páginas de este breve diario nos enteramos con el autor de la muerte de más de diez de sus amigos. De cómo el Londres que conoció en su juventud (sucio, barato y lleno de posibilidades) se ha transformado en la ciudad limpia, prohibitiva y aséptica que conocemos ahora. Y, sin embargo, las páginas están llenas de esperanza, de reflexiones sobre el cambio social que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo pasado, de ideas potentes. ¿Por qué uno decide crear? ¿Qué puede quedar tras el paso de un hombre por el mundo, y qué es lo que recordamos de quienes ya no están? Reflexiones, no necesariamente explícitas pero siempre muy claras, sobre la permanencia y el papel de la memoria.
Last year the icy February winds cut back my plants — by April they were blackened and bedraggled; but the summer revived them and they grew into strong healthy bushes about a foot high. Rosemary -Ros marinus, sea dew— has proved quite hardy here. My next door neighbour has an ancient gnarled specimen -all the garden books are emphatic it hates the wind, but a more windy and exposed spot you could not find. Thomas More, who loved it, wrote, 'As for Rosemarie, I let it run all over my garden walls, not because bees love it but because it is the herb sacred to remembrance and therefore to friendship, whence a sprig of it hath a dumb language.' The herb was part of Ophelia's bouquet: 'here's rosemary for remembrance.' Gilded and tied with ribbons it was carried at weddings; also, a sprig of it was placed in the hands of the dead.
Viva Jarman en mi recuerdo.
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Garabatos lorquianos.
Con el viaje a Londres hemos vuelto a casa cargados de libros. Reordenando la estantería del pasillo he encontrado un libro de P. que no sabía que teníamos, una antología poética de Lorca. Hojeándola he acabado por interesarme por sus garabatos, pequeños dibujos con los que Lorca acompañaba algunos poemas, cartas a conocidos y márgenes de cuadernos. Algunos eran trabajos autosuficientes, autorretratos y registros escuetos de su estado de ánimo. Investigando un poco encontré este, que me parece maravilloso y que justo pasado mañana cumplirá cien años.
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Acompañaba a una carta dirigida al crítico cubano José María Chacón y Calvo, que le haría de guía en La Habana tras la estadía del poeta en Nueva York unos años después. En la carta, firmada el 26 de julio de 1923, Federico intercambia algunos pareceres con su interlocutor y acaba con una posdata en la que menciona la tormenta de verano que tiene asustadas a su madre y hermanas:
P.D. Adiós. Ahora mismo comienza una gran tormenta. Los truenos como grandes brasas de hierro negro que rodaran sobre una pendiente de piedra lisa, hacen temblar los cristales de una casa. ¡Señor, acuérdate de los rebaños que viven en el monte de las garbas de trigo abandonadas sobre el rastrojo! Entre la luz cenicienta mi madre y mis hermanas dicen ¡santo, santo, santo! Yo como el caracol, encojo mis cuernecitos de poesía.
Un dibujito hecho por un Lorca de 25 años en algún rincón de esta provincia, hoy más castigada por el sol que hace cien años. Aquí la imagen original:
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El viaje de Niels Bohr.
Dejo aquí un recorte que me hace mucha gracia en el que se relata el viaje que hizo Niels Bohr, el físico danés, para ser trasladado a Estados Unidos sin el conocimiento de los nazis. (Del libro American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer, de Kai Bird y Martin J. Sherwin, 2005).
Oppenheimer was enormously gratified to have Bohr at his side. The fifty-seven-year-old Danish physicist had been smuggled out of Copenhagen aboard a motor launch on the night of September 29, 1943. Arriving safely on the Swedish coast, he was taken to Stockholm-where German agents plotted his assassination. On October 5, British airmen sent to his rescue helped Bohr into the bomb bay of an unmarked British Mosquito bomber. When the plywood aircraft approached an altitude of 20,000 feet, the pilot instructed Bohr to don the oxygen mask built into his leather helmet. But Bohr failed to hear the instructions- he later said the helmet was too small for his large head-and soon he fainted from lack of oxygen. He nevertheless survived the air journey and upon landing in Scotland, he remarked that he had had a pleasant nap.
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Reseña: “The Backwater Sermons”, de Jay Hulme (2021)
The Backwater Sermons, de Jay Hulme (2021, 🇬🇧). Editado por Canterbury Press, 96 páginas.
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Jay Hulme es un chico trans que sintió la llamada de la vocación religiosa justo al comienzo de la pandemia, cuando fue aceptado en la iglesia de St Nicholas de Leicester.
Sería una injusticia decir que esto es una colección de poemas religiosos. Aunque el misticismo y la liturgia forman parte de lo que se encuentra entre estas páginas, la compleja relación entre la teología cristiana y las vidas de la gente queer son, en mi opinión, la base de algunos de los mejores poemas de la colección. Hulme, con su perspectiva única, explota este intrincado asunto teológico y desafía el dogma religioso para mostrar que una identidad de género disidente no es incompatible con la fe. Una bonita colección de poemas escritos por alguien con una voz que invita a la imaginación y calienta, como una lumbre en la noche.
Hay una noción que permea el libro, y es la idea de que todo lo que necesitamos está ya ahí, listo para tomarlo, incluso antes de que seamos conscientes de que nos hace falta. También la idea relacionada de que todo permanece, de que lo que hacemos perdura en el tiempo y cuenta una historia. Quizá para el autor esto no sea una idea, sino algo muy real: trabaja en el cementerio de una iglesia de más de un milenio de antigüedad, donde los huesos intentan escapar por las paredes. Un testimonio de un tiempo lejano.
Mis poemas favoritos: Stratus, For a Short While, Christianity for Heathens, Jesus at the Gay Bar, The Carpenter.
The Carpenter He knew his son would outshine him from the beginning, so taught this child the only thing he could: The skill of taking blades and wood, and turning death into something else entirely.
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Reseña: "The Innocence of Father Brown", de G. K. Chesterton (1911)
The Innocence of Father Brown (recogido en el volumen The Complete Father Brown Stories), de G. K. Chesterton (1911, 🇬🇧). Editado por Penguin Classics, aprox. 250 páginas.
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No he leído exactamente el libro entero. He saltado alguna historia que me parecía aburrida, y en cambio he leído alguna otra historia que se publicó mucho después, cuando Chesterton era más mayor y ya se había hecho creyente.
Leer obras de este tipo, antiguas, de esas que ahora forman parte del acervo cultural, trae consigo una consecuencia inevitable: sabes que Drácula es el vampiro y que el lobo es el malo. Aunque se supone que muchas de las historias han de tener un final imprevisible para el lector, a veces uno es capaz de verse venir el giro por el sencillo hecho de que esto ya lo ha visto antes. Antes, claro está, en películas y series producidas un siglo después de las historias de Chesterton. También está el hecho de que apenas se conoce nada del padre Brown, que parece viajar por el mundo y no tener deberes a los que atender. Y sin embargo esto no impide desarrollar una cercanía con el personaje; se le conoce como a una persona de carne y hueso. No necesitamos que se nos explique su vida, ni datos acerca de su procedencia o su familia, pues la mera exposición de su forma de pensar y su candor (así se tradujo la palabra innocence del título) le convierten en un personaje al que es fácil apreciar.
Aún sin saber yo mucho de detectives, el padre Brown tiene algo que me parece bastante único y simpático. El señor no se gana la vida resolviendo misterios, ni utiliza los medios habituales. Son historias mucho más cerebrales que no se resuelven comprendiendo las implicaciones de una pista física, sino los motivos y los esfuerzos internos de los sospechosos. Y el padre, como cura que es, no quiere encerrar a nadie. Quiere salvar sus almas. En lugar de explicar sus hallazgos a las autoridades, ofrece al criminal —cuando es posible— la posibilidad de confesarse. Un cura que tiene escrito en la frente A.C.A.B. no puede sino caerme bien.
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Taxidermia
Parte I.
La cumbre, testigo de los duros meses de invierno, había comenzado a desvestirse de su manto blanco. El aire vibraba con la luz del sol que por fin calentaba la superficie de la tierra apelmazada y secaba las hierbas que se habían abierto camino en los resquicios de los tejados. La temporada de caza de jabalí se acercaba a su fin, y don Augusto Abad no había tenido el tiempo necesario para subir al monte a ejercitarse.
El señor Abad fue un hombre menudo pero corpulento, médico rural conocido en la aldea por su estrechez de miras y por su tendencia a proporcionar un mejor trato a los pacientes que aparecían en el consultorio con algún regalo. Era de sobra sabido por los vecinos que una visita a don Augusto con las manos vacías era tan útil como quedarse en casa sudando la fiebre, así que el doctor solía volver a casa cargado de obsequios. Huevos recién puestos, una cuña de buen queso, tarros de miel, quizá una cesta de níscalos: casi cualquier cosa facilitaba un mejor trato. El galeno lo sabía —había procurado que fuese así y que los vecinos lo entendiesen— y estaba satisfecho con ese arreglo.
La mañana de ese domingo iluminó el portón de madera de la consulta. Un folio manuscrito recordaba a los vecinos que no habría servicio, tal y como se había avisado durante toda la semana. El doctor Abad reconocía que la responsabilidad de atender cualquier urgencia médica recaía sobre él, de modo que había desaconsejado con antelación la rotura de huesos y las caídas aparatosas. Cuando el primer vecino leyó el cartel, el doctor ya estaba lejos del pueblo y bien adentrado en el monte. Las botas de cuero machacaban la pinocha seca y chapoteaban en el barro. El doctor, que se enorgullecía de su vista y de su olfato, era realmente un hombre mediocre que cazaba tan suciamente como practicaba la medicina. No tenía reparos en disparar a cualquier animalillo si eso le aseguraba que su madre aparecería después.
Tras media hora de camino, un olor captó la atención del doctor. Un hedor sulfuroso y pesado era arrastrado por el viento y, a juzgar por la intensidad, debía venir de algo relativamente cercano. Siguiendo su olfato, don Augusto avanzó por el pinar y acabó llegando a un claro. El cuerpo sanguinolento y medio descompuesto de un animal irreconocible parecía esperarle, recostado contra un pino. La piel de la criatura, cubierta por un fino pelo parduzco, había sido desgarrada sin duda alguna por otros animales. Llagas y barro cubrían todo el cuerpo, tan desfigurado por la acumulación de gases que el doctor no supo reconocerlo. Un examen cercano demostró que el animal parecía ser un ciervo, quizá con un defecto congénito. La cara, achatada y empapada por un líquido grisáceo, estaba en buen estado de conservación. Una de las astas estaba casi desprendida, pero sin duda se podría arreglar. ¿Qué mejor trofeo para el día de hoy que este extraño animal? Sin cualquier historia formidable, repetida hasta ser formulada como la verdad en la cabeza del doctor, le harían recibir la estima y el respeto del resto de cazadores.
El doctor comenzó a cortar la base de la cabeza con su cuchillo de caza. Apenas salía sangre. Aunque los músculos del animal estaban agarrotados y aún medio congelados de la fría, fría noche, el proceso acabó pronto. El cuerpo descabezado y desfigurado del animal permaneció apoyado contra el pino, como descansando, desprendiendo el mismo olor sulfuroso. Tratando de dominar un escalofrío que le sacudió el cuerpo, el doctor marchó monte abajo con la cabeza embolsada a la espalda.
Preparar la cabeza para montarla ocupó las horas libres y las noches de la siguiente semana. La destreza del doctor, la práctica de muchos años y el acceso a instrumentos quirúrgicos facilitaron enormemente la tarea. Desangró, lavó, secó, saló y curó la piel de la criatura. Vació su cráneo: los sesos estaban completamente licuados. Notó que no tenía ojos: sus cuencas estaban vacías. Añadió dos prótesis de vidrio negro en su lugar. Aunque era un proceso que había llevado a cabo decenas de veces, un desasosiego comenzó a corroer la calma del doctor, al principio lentamente y más tarde con abrumadora pesadez. Quedaba claro que no se trataba de una cabra, ni de un ciervo, ni de nada parecido, y sin embargo las entrañas cedían con la misma facilidad ante la hoja afilada del bisturí. La cabeza estaba lista para montar al cabo de una semana, así que decidió colgarla en un lugar prominente del consultorio donde cualquier podría verla y, claro está, hacer preguntas. Optó por colocarlo justo en frente del crucifijo que presidía el lado derecho de la habitación, de modo que cualquiera que se sentase en la camilla para ser examinado tuviese que mirar de frente el trofeo. Y con sus vítreos ojos negros y sus astas como de piedra, la mirada vacía de la criatura muerta presenciaba todo cuanto aconteciese en la consulta.
Pocas semanas después, estando a punto de cerrar la consulta, el doctor escuchó el tañido de la campanita que anunciaba el paso de un nuevo paciente.
  —Cerrado —gruñó.
Un hombre de unos treinta años y de aspecto completamente sencillo cruzó la pequeña sala de espera con pasos largos. No había nada en su presencia que llamase la atención, a excepción de un alzacuello blanco que reposaba discretamente en la base del cuello. Se detuvo, ante la atónita mirada del doctor (que no toleraba la desobediencia en su propia consulta) en la puerta del despacho. La cabeza del animal, colgada a más de dos metros de altura, le paralizó durante un momento y no pareció ser capaz de encontrar las palabras que deseaba.
  —Buenas tardes, don Augusto.
  —¿Quién coño es usted?
  —El padre Orlando. No me conoce, soy de fuera.
  —Si viene de fuera y por su propio pie no puede ser nada importante. Vuelva mañana y ya veremos.
  —Lo siento mucho, pero no puede esperar. Esto le interesa más a usted que a mí.
  —Lo dudo mucho, muy señor mío. Yo ya tengo todo lo que me hace falta. Y ahora salga de la consulta si no quiere acabar peor de lo que entró.
  —Es preciso que atienda. He conocido a muchos médicos, pero ninguno tan imbécil como usted.
  —Se va a ir usted a la m-
  —Mató usted a un diablo hace un mes.
El doctor, a falta de palabras, miró con ojos vacíos al cura. El párroco señaló con la mirada la cabeza de la bestia, iluminada desde abajo con la lámpara de trabajo del doctor.
   —No sé muy bien quién cree usted que es hablándome así, pero eso es un ciervo con alguna extraña deformidad de la que no soy responsable —explicó el doctor, sin dar crédito a lo que escuchaba.
  —Y fue usted quien lo mató, ¿no? Eso van diciendo por el pueblo. Y veo que ha tenido a bien colgar la cabeza del pobre desgraciado como trofeo.
El doctor tuvo que plantearse rápidamente cómo continuar la conversación. Podría reconocer lo que sucedió y así arriesgar que su reputación en el pueblo se fuese a tomar viento, pero ¿por qué atender las locuras de un extraño?
  —Pues mire, sí, en mi derecho estaba. Y le advierto que tengo muy buena relación con los guardias que rondan estas calles. O se va a tomar por saco o les llamo enseguida.
  —Ah, don Augusto, es usted un inocente. Adelante, llámelos. Me temo que no van a llegar a tiempo, pues solo estoy aquí para darle a usted una información muy breve. Además, ¿qué cree que van a hacerle a un párroco?
  —¿No recuerda usted lo que pasó hace un par de años? También ardieron las cruces y las sotanas, y más de uno de los suyos acabó compartiendo fosa con los desgraciados que fueron a la guerra.
  —Haga lo que usted prefiera. Yo sólo tengo que advertirle algo.
El párroco se detuvo un momento, dejando que el doctor decidiese qué hacer. La mano del médico, ya en el teléfono de su escritorio, soltó el aparato.  Decidió que, quizá, lo mejor que podía hacer era darle el gusto a este lunático y esperar a que desapareciera para siempre.
  —Como le decía, mató usted a un diablo. No importa si usted lo cree o no: la consecuencia es la misma y es inevitable.
  —¿Cómo que un diablo? Está usted delirando.
  —Es usted un hombre de ciencia y, por lo que veo, católico —el párroco ladeó la cabeza, mirando la cruz que reposaba en la pared sobre la camilla.
  —Así es, y mi moral no tiene nada que ver con nada de esto.
  —Claro que sí. Está usted en una encrucijada. Como hombre de ciencia, debe atender a la evidencia material que se le presenta. Como católico, debe reconocer la existencia de fuerzas más allá de su comprensión. Esa cabeza que usted mismo cercenó no es de este mundo.
  —Estupideces. Hay todo tipo de explicaciones posibles. No se trata más que de un ciervo con un defecto congénito, posiblemente fruto del incesto. 
  —No. De hecho, era un ejemplar perfectamente sano. Un diablo, tan desgraciado como cualquiera, que por motivos que aún no entiendo acabó en estos montes.
  —Le repito que está usted diciendo estupideces —contestó, poco convencido, el médico. No estaba acostumbrado a sentirse retado, pues su autoridad siempre reinaba máxima en esta habitación.— Si hay excepciones a la ley natural, ¿qué pinto yo aquí? ¿Qué esperanzas tenemos de acabar con la enfermedad si la naturaleza puede hacer trampa?
  —No creo que a usted le preocupen demasiado las trampas, por lo que he escuchado.
   —Además de loco es usted un sinvergüenza.
  —Esta es la noticia que tengo que darle; como le digo, mató usted a un diablo. Y, como probablemente sepa, existe un equilibrio muy delicado que no puede romperse. Usted ha de tomar su lugar.
  —Voy a llamar al guardia para internarlo, está completamente demente.
  —Tiene un día para poner sus asuntos en orden. Mañana mismo a esta hora pasaré a recogerle.
Y, dando largos pasos, el párroco se esfumó.
Parte II.
El doctor abad encendió una pipa al llegar a casa. Según le dictaba la razón, tenía dos opciones. Podía concertar una visita de la guardia civil por cualquier otro motivo, uno que no delatase que estaba tomando en serio las habladurías de un demente, o podía ignorarlo e ir a trabajar al día siguiente como si nada hubiese pasado. ¿Qué puede hacer un hombre frente a otro, en una consulta? Si no cabe la menor posibilidad de que lo que había escuchado fuese cierto no tenía nada que temer. Y sin embargo, la expresión sin vida de la bestia que presidía la consulta aparecía en la mente del doctor.
Puso un plan en marcha. Decidió escribir una carta explicando lo sucedido. Podría escribir varias, de hecho, y dejar copias en la mesa de su consulta y en su propia casa. Sintió un escalofrío ante la remota posibilidad de que la carta fuese a ser leída por alguien, pero en el peor de los casos podría quemarlas si al día siguiente no pasaba nada. El doctor se sentó sin dilación, y explicó lo sucedido durante las últimas semanas. Cerró ambos sobres con un poco de cera, que no selló. Y, tratando de no pensar mucho, apagó la luz y se fue a dormir.
Cuando abrió los ojos al día siguiente fue invadido por la amarga sensación de que el episodio del día anterior no fue más que una broma, una pesadilla, pero tuvo que enfrentarse al hecho de que había sucedido de verdad. El médico tomó la ruta de cada día. Hizo su acostumbrada visita a la cafetería del pueblo, donde tomó café solo y se mostró más reservado que de costumbre. 
El día transcurrió sin sorpresas. El botín de la jornada: una rueda de queso fresco (a cambio de tratar una verruga con nitrato de plata), una rama de laurel (a cambio de diagnosticar un pie infectado de hongos, que quedó sin tratar), y una bolsa de picadura de tabaco (a cambio de desinfectar y limpiar la mano de un ganadero que había sido mordido por uno de sus perros). La vuelta a la normalidad suavizó la paranoia que el doctor había gestado durante la noche. La cabeza de la bestia continuó, como era de esperar, impasible en su marco.
Y, sin embargo, a las siete de la tarde la campana de la puerta volvió a sonar. El párroco, visiblemente cansado, cruzó la sala de espera y bloqueó la entrada de la consulta. 
  —Veo que ha terminado usted hoy.
  —Y yo veo que usted sigue teniendo la impresión de que voy a tomarle en serio en algún momento.
  —No le queda a usted otra, doctor.
  —Pues le informo, padre, que tengo intención de ir a casa, cenar algo y dormir plácidamente mientras a usted le dan por culo en el calabozo. He avisado al guardia, que está de camino.
  —Ah, don Abad. Sé de buena cuenta que el guardia se encuentra fuera del pueblo. Su madre ha muerto. —La mano del párroco volvió a acercarse al teléfono, pero la retiró al darse cuenta de que no había nada que ganar con una llamada.
  —¿Qué quiere de mí?
  —Nada. Un paseo. Que me acompañe.
  —Tengo un arma.
  —Usted no tiene nada. Y nada tiene que temer. Si quiere, considere que soy el loco que usted cree. Concédame un paseo, tan sólo a las afueras del pueblo.
  —No entiendo qué quiere de mí.
  —Se lo he dicho. Un paseo, nada más. Que me explique algo mientras.
El doctor, abatido, consideró durante unos segundos. Los engranajes de su mente rechinaban como si les estuviesen haciendo rotar fuera de sus ejes. No encontraba salida, y acabó concluyendo que quizá el menor de todos los males sería concederle a este loco lo que quería una última vez.
Las dos figuras abandonaron la clínica, que quedó cerrada y oscura.
Parte III.
Las lámparas de sodio iluminaban débilmente las calles con su luz monocroma, naranja y plana. Cada hombre proyectaba dos sombras débiles, que se desteñían y se confundían con la oscuridad a medida que se acercaron a la última calle del pueblo y se adentraron en el campo.
  —Dígame, padre, ¿por qué hace usted esto? —dijo el doctor, tratando de sonar cercano. 
  —¿Qué?
  —Esto. Por qué me obliga a darle explicaciones. Es un animal muerto. Si le confieso la verdad, yo ni siquiera lo maté. Yacía inerte, y a juzgar por su estado de descomposición llevaba al menos cinco días a la intemperie.
  —Poco importa eso ya. Los mecanismos necesarios se han puesto en marcha, y es usted quien debe ir a reemplazarle.
  —Pero cómo quiere que yo reemplace a un rumiante putrefacto, por el amor de Dios. Hable claro de una vez.
  —Ya se lo dije. Encontró usted el cuerpo de un diablo. No es usual: pasa cada par de siglos, en algún lugar del mundo. No hay continuidad suficiente para que nadie se tome en serio a la última persona que encontró uno. Las cartas que usted escribió serán inútiles.
  —¿Cómo sabe usted…?
  —Es mi trabajo. Tengo que estar al tanto. Sus cartas, como le decía, se interpretarán como una nota de suicidio, una excusa para escapar. No tiene usted descendientes, así que el banco se hará con su clínica y su casa. En pocos años usted será poco más que un cuento, un loco más de la genealogía de este pueblo.
El doctor caminaba pesadamente, con las manos entrelazadas a su espalda. La situación se volvió clara.
  —¿Se trataba realmente de un diablo?
  —Así es. No es tan raro, si ha prestado usted suficiente atención. Ninguno de sus pensadores lo entendieron totalmente, pero muchos se acercaron bastante.
  —¿Y qué hacía aquí? ¿Es el infierno un lugar real?
  —Bueno, es complicado. Los diablos sufren, sufren eternamente. El pobre desgraciado intentó escapar, no dándose cuenta de que allá donde fuese, el infierno iría con él. Por suerte para él, parece que lo consiguió.
Un momento de silencio.
  —¿Es usted realmente cura?
  —No. Siento el engaño, doctor.
  —¿Y qué es?
  —Si le sirve de consuelo, su compañero de viaje.
Las dos figuras avanzaron por el sendero abierto por el paso de carros y bestias. Subieron lentamente el monte, llegando al mismo lugar donde yacía la criatura ahora reducida a un esqueleto quebrado y lleno de jirones de piel, cuyos huesos mostraban protuberancias afiladas que sin duda causaron una agonía sin fin al sujeto en vida. No olía a nada, y no hacía nada de frío. La curiosidad del doctor le llevó a colocarse justo delante del cadáver.
  —Por favor, siéntese.
El doctor no dijo nada. La situación le había sobrepasado hacía mucho, mucho tiempo. Con cuidado, en cuclillas, se dejó caer torpemente contra el cuerpo inerte de la bestia. Sintió pánico por primera vez al sentir las costillas, resquebrajadas y resecas, apretarse contra su propio cuerpo. Sintió que perdía la consciencia, y un grito negro y prolongado fue lo que el doctor Abad cedió al mundo.
Cuando la luz rosada del amanecer se reflejó en los parches de nieve que quedaban en la cumbre, el monte estaba fresco, lleno de vida menuda, radiante, quieto y silencioso.
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