Extractos de El breviario d la podredumbre de Emile Michel Cioran (primera parte)
La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable... su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo... En las crisis místicas, los gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis... Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.... La sociedad es un infierno de salvadores.
Nos aferramos a los días porque el deseo de morir es demasiado lógico, por tanto ineficaz.
La salud la conserva tal cual, en una estéril identidad; mientras que la enfermedad es una actividad, la más intensa que el hombre pueda desplegar, un movimiento frenético y... estacionario, el más rico derroche de energía sin gestos, la espera hostil y apasionada de una fulguración irreparable.
III. Contra la obsesión de la muerte, los subterfugios de la esperanza se declaran tan ineficaces como los argumentos de la razón: su insignificancia no hace sino exacerbar el apetito de morir. Para triunfar sobre este apetito no hay más que un solo «método»: vivirlo hasta el fin, sufriendo todas sus delicias y sus espantos, no hacer nada por eludirlos. Una obsesión vivida hasta la saciedad se anula en sus propios excesos. De tanto hacer hincapié sobre el infinito de la muerte, el pensamiento llega a gastarlo, a asquearnos de él, negatividad demasiado llena que no ahorra nada y que, más bien que comprometer y disminuir los prestigios de la muerte, nos desvela la inanidad de la vida. Quien no se ha entregado a las voluptuosidades de la angustia, quien no ha saboreado en el pensamiento los peligros de la propia extinción ni gustado aniquilamientos crueles y dulces, no se curará jamás de la obsesión de la muerte: será atormentado por ella, por haberla resistido; mientras que quien, experto en una disciplina de horror, y meditando en su podredumbre, se ha reducido deliberadamente a cenizas, ese mirará hacia el pasado de la muerte y el mismo no será sino un resucitado que ya no puede vivir. Su «método» le habrá curado de la vida y de la muerte.
El aburrimiento es el eco en nosotros del tiempo que se desgarra..., la revelación del vacío, el cese de ese delirio que sostiene —o inventa— la vida...
. Y cuando soñamos mares convertidos en agua bendita es demasiado tarde para zambullirnos en ellos, y nuestra corrupción demasiado profunda nos impide ahogarnos allí: el mundo ha infectado nuestra soledad; las huellas de los otros sobre nosotros se hacen imborrables.... Los que hablan no tienen secretos. Y todos hablamos. Nos traicionamos, exhibimos nuestro corazón... La curiosidad ha provocado no sólo la primera caída, sino las innumerables caídas de todos los días. La vida no es sino esta impaciencia de decaer... Políticos, reformadores y todos los que se reclaman de un pretexto colectivo son tramposos: Sólo la mentira del artista no es total, pues sólo se inventa a sí mismo... la «misión» ahoga el canto, la idea entorpece el vuelo.
¿Cómo imaginar la vida de los otros, si hasta la propia parece apenas concebible?
Si nuestras convicciones nos parecen fruto de una frívola demencia, ¿cómo tolerar la pasión de los otros por sí mismos y por su propia multiplicación en la utopía de cada día? ¿Por qué necesidad éste se encierra en un mundo particular de predilecciones y aquél en otro?Cuando sufrimos las confidencias de un amigo o de un desconocido, la revelación de sus secretos nos llena de estupor. ¿Debemos referir sus tormentos al drama o a la farsa?
La diferencia entre la inteligencia y la estupidez reside en el manejo del adjetivo, cuyo uso no diversificado constituye la banalidad.
el alma se pasea sin encontrarse más que con ella misma y su impotencia para responder a la llamada del Vacío.
Los desocupados captan más cosas y son más profundos que los atareados: ninguna empresa limita su horizonte; nacidos en un eterno domingo, miran y miran mirar. La pereza es un escepticismo fisiológico, la duda de la carne. En un mundo transido de ociosidad, serían los únicos en no hacerse asesinos. Pero no forman parte de la humanidad y, puesto que el sudor no es su fuerte, viven sin sufrir las consecuencias de la Vida y del Pecado. No haciendo el bien ni el mal, desdeñan — espectadores de la epilepsia humana— las semanas del tiempo, los esfuerzos que asfixian la conciencia.
(La única función del amor es ayudarnos a soportar las veladas dominicales, crueles e inconmensurables, que nos hieren para el resto de la semana y para la eternidad. Sin la seducción del espasmo ancestral, nos harían falta mil ojos para llantos ocultos, o, si no uñas para morder, uñas kilométricas... ¿Cómo matar de otra manera este tiempo que ya no transcurre?
existir no tiene más que un sentido: zambullirse en el sufrimiento.
(Desde Adán, todo el esfuerzo de los hombres ha sido por modificar al hombre. Los intentos de reforma y de pedagogía, ejercidos a expensas de los datos irreductibles, desnaturan el pensamiento y falsifican su devenir. El conocimiento no tiene enemigo más encarnizado que el instinto educador, optimista y virulento, al cual los filósofos no sabrían escapar: ¿cómo permanecerían indemnes sus sistemas? Salvo lo Irremediable, todo es falso; falsa esta civilización que quiere combatirlo, falsas las verdades de las que se arma... Mientras que todos los seres tienen su lugar en la naturaleza, él continúa siendo una criatura metafísicamente divagante, perdida en la Vida, insólita en la Creación.
Si avanzamos en el suplicio de los días, es porque nada detiene esta marcha excepto nuestros dolores; los de los otros nos parecen explicables y susceptibles de ser superados: creemos que sufren porque no tienen suficiente voluntad, valor o lucidez.
La vida sólo es posible por las deficiencias de nuestra imaginación y de nuestra memoria...Sacamos nuestra fuerza de nuestros olvidos y de nuestra incapacidad para representarnos la pluralidad de destinos simultáneos... la verdadera locura no es nunca debida a los azares o a los desastres del cerebro, sino a la concepción falsa del espacio que se forja el corazón...
la verdadera locura no es nunca debida a los azares o a los desastres del cerebro, sino a la concepción falsa del espacio que se forja el corazón...
En un principio, pensamos para evadirnos de las cosas; después, cuando hemos ido demasiado lejos, para perdernos en el pesar de nuestra evasión... Y es así como nuestros conceptos se encadenan a modo de suspiros disimulados, como toda reflexión ocupa un lugar de interjección, como una tonalidad plañidera sumerge la dignidad de la lógica.
¿Un alma que no esté perdida? ¡Dónde está, para que se le levante atestado, para que la ciencia, la santidad y la comedia se apoderen de ella!
Vivir en la espera, en lo que todavía no es, es aceptar el desequilibrio estimulante que supone la idea de porvenir. Toda nostalgia es una superación del presente. Incluso bajo la forma de remordimiento, toma un carácter dinámico: se quiere forzar el pasado, actuar retroactivamente; protestar contra lo irreversible. La vida no tiene contenido más que por la violación del tiempo. La obsesión de estar en otra parte, es la imposibilidad del instante; y esta imposibilidad es la nostalgia misma... No sabríamos insistir suficientemente sobre las consecuencias históricas de ciertas aproximaciones interiores. La nostalgia es una de ellas; nos impide reposar en la existencia o en lo absoluto; nos obliga a flotar en lo indistinto, a perder nuestros agarraderos, a vivir a la intemperie en el tiempo... La nostalgia es sentirse perpetuamente lejos de casa... La nostalgia no es más que una teología sentimental; donde el Absoluto está construido con los elementos del deseo, donde Dios es lo Indeterminado elaborado por la languidez.... Cambiamos de remedios, al no encontrar ninguno eficaz ni válido, porque no tenemos fe ni en el apaciguamiento que buscamos ni en los placeres que perseguimos... no podríamos alcanzar el término de un solo día si la posibilidad de acabar no nos incitara a comenzar al día siguiente...
La idea de destruirnos, la multiplicidad de los medios para conseguirlo, su facilidad y proximidad nos alegran y nos espantan;
la realidad lúgubre: vivimos para desaprender el éxtasis... Cuando la soledad se acentúa hasta el punto de constituir no tanto nuestro dato como nuestra única fe, cesamos de ser solidarios con el todo: heréticos de la existencia, somos excluidos de la comunidad de los vivientes, cuya sola virtud es esperar, anhelantes, algo que no sea la muerte... Cada hombre evoluciona a expensas de sus profundidades, cada hombre es un místico que se rehúsa: la tierra está poblada de gracias fallidas y de misterios pisoteados.)
Todos los útiles nos ayudan, todos nuestros abismos nos invitan; pero todos nuestros instintos se oponen. Esta contradicción desarrolla en el espíritu un conflicto sin salida.
Si, en el momento de nuestro nacimiento, fuéramos tan conscientes como lo somos al salir de la adolescencia, es más que probable que a los cinco años el suicidio fuera un fenómeno habitual o incluso una cuestión de honorabilidad. Pero despertamos demasiado tarde... Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían en ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses.
El suicidio es uno de los caracteres distintivos del hombre, uno de sus descubrimientos; ningún animal es capaz de él y los ángeles apenas lo han adivinado; sin él, la realidad humana sería menos curiosa y menos pintoresca: le faltaría un clima extraño y una serie de posibilidades funestas, que tienen su valor estético, aunque no sea más que por introducir en la tragedia soluciones nuevas y una variedad de desenlaces. Los sabios antiguos, que se daban la muerte como prueba de su madurez, habían creado una disciplina del suicidio que los modernos han desaprendido. Vocados a una agonía sin genio, no somos ni autores de nuestras postrimerías, ni árbitros de nuestros adioses; el final no es nuestro final: la excelencia de una iniciativa única —por la que rescataríamos una vida insípida y sin talento— nos falta, como nos falta cl cinismo sublime, el fasto antiguo del arte de perecer. Rutinarios de la desesperación, cadáveres que se aceptan, todos nos sobrevivimos y no morimos más que para cumplir una formalidad inútil. Es como si nuestra vida no se atarease más que en aplazar el momento en que podríamos librarnos de ella.
La injusticia gobierna el universo. Todo lo que se construye, todo lo que se deshace, lleva la huella de una fragilidad inmunda, como si la materia fuese el fruto de un escándalo en el seno de la nada. Cada ser se nutre de la agonía de otro ser; los instantes se precipitan como vampiros sobre la anemia del tiempo; el mundo es un receptáculo de sollozos... En este matadero, cruzarse de brazos o sacar la espada son gestos igualmente vanos.
Nuestra rebelión está tan mal concebida como el mundo que la suscita. ¿Cómo empeñarse en reparar los entuertos cuando, como Don Quijote en su lecho de muerte, hemos perdido —en el extremo de la locura, extenuados— vigor e ilusión para afrontar los caminos, los combates y las derrotas... La rebelión, orgullo de la caída, no extrae su nobleza más que de su inutilidad: los sufrimientos la despiertan y luego la abandonan; el frenesí la exalta y la decepción la niega... No podría tener sentido en un universo no-válido...En este mundo, nada está en su sitio, empezando por el mundo mismo. No hay que asombrarse entonces del espectáculo de la injusticia humana. Es igualmente vano rechazar o aceptar el orden social: nos es forzoso sufrir sus cambios a mejor o a peor con un conformismo desesperado, como sufrimos el nacimiento, el amor, el clima, y la muerte.
El ser verdaderamente solitario no es el que ha sido abandonado por los hombres, sino el que sufre en medio de ellos, el que arrastra su desierto en las ferias y despliega sus talentos de leproso sonriente, de comediante de lo irreparable. Los grandes solitarios de antaño eran felices, no conocían el doblez, no tenían nada que ocultar: no se relacionaban más que con su propia soledad...
He visto a éste perseguir tal meta y aquél, tal otra; he visto a los hombres fascinados por objetos dispares, bajo el embrujo de proyectos y de sueños juntamente viles e indefinibles. Analizando cada caso aisladamente para penetrar en las razones de tanto fervor desperdiciado, he comprendido el sinsentido de todo gesto y de todo esfuerzo.... No puede justificarse más que aquel que practica, con plena conciencia, lo disparatado necesario para cualquier acto, y que no embellece con ningún sueño la ficción a la que se entrega, del mismo modo que no puede admirarse más que a un héroe que muere sin convicción, tanto más presto al sacrificio por haber entrevisto su fondo.
Todas las verdades están contra nosotros. Pero continuamos viviendo porque las aceptamos en sí mismas, porque nos negamos a sacar las consecuencias. ¿Dónde hay alguien que haya traducido —en su conducta— una sola conclusión de la enseñanza de la astronomía, de la biología, y que haya decidido no volver a levantarse de la cama por rebelión o por humildad frente a las distancias siderales o a los fenómenos naturales?
«¿De qué sirve eso?», «¿qué más da?»; «no hay mal que cien años dure», «todo cambia y todo sigue igual», y sin embargo nada ocurre, nada se interpone: ni un santo, ni un poeta más... Los hay que pagan todas sus alegrías, que expían todos sus placeres, que tienen que rendir cuentas de todos sus olvidos: no serán jamás deudores de un solo instante de felicidad.
la filosofía — inquietud impersonal, refugio junto a ideas anémicas— es el recurso de los que esquivan la exuberancia corruptora de la vida. Poco más o menos todos los filósofos han acabado bien: es el argumento supremo contra la filosofía. El fin del mismo Sócrates no tiene nada de trágico: es un malentendido, el fin de un pedagogo, y si Nietzsche se hundió fue como poeta y visionario; expió sus éxtasis y no sus razonamientos. No se puede eludir la existencia con explicaciones, no se puede sino soportarla, amarla u odiarla, adorarla o temerla, en esa alternancia de felicidad y horror que expresa el ritmo mismo del ser, sus oscilaciones, sus disonancias, sus vehemencias amargas o alegres.... El ejercicio filosófico no es fecundo, sólo honorable.... El universo no se discute; se expresa. Y la filosofía no lo expresa. Los verdaderos problemas no comienzan sino después de haberla recorrido o agotado, después del último capítulo de un inmenso tomo que pone el punto final en signo de abdicación ante lo desconocido, donde se enraizan todos nuestros instantes, y con el que nos es preciso luchar porque es naturalmente más inmediato, más importante que el pan cotidiano. Aquí el filósofo nos abandona: enemigo del desastre, es tan sensato como la razón y tan prudente como ella. Y quedamos en compañía de un anciano apestado, de un poeta instruido en todos los delirios y de un músico cuya sublimidad trasciende la esfera del corazón. No comenzamos a vivir realmente más que al final de la filosofía, sobre sus ruinas, cuando hemos comprendido su terrible nulidad, y que era inútil recurrir a ella, que no iba a sernos de ninguna ayuda.... Las cosas que tocamos y las que concebimos son tan improbables como nuestros sentidos y nuestra razón; sólo estamos seguros en nuestro universo verbal, manejable a placer, e ineficaz. El ser es mudo y el espíritu charlatán. Eso se llama conocer.
El hombre ha profanado las cosas que nacen y mueren bajo el sol, salvo el sol; las cosas que nacen y mueren en la esperanza, salvo la esperanza. No habiéndose atrevido a ir más lejos, ha puesto límites a su cinismo. Y es que un cínico, que se pretende consecuente, sólo lo es en palabras; sus gestos hacen de él el ser más contradictorio: nadie podría vivir después de haber diezmado sus supersticiones. Para llegar al cinismo total, sería preciso un esfuerzo inverso al de la santidad y al menos igualmente considerable; o, si no, imaginar un santo que, llegado a la cumbre de su purificación descubriera la vanidad del trabajo que se ha tomado y el ridículo de Dios...
Mientras que las decadencias más elocuentes no nos elevan más sobre la desdicha que los balbuceos de un pastor, y que a fin de cuentas hay más sabiduría en la risotada de un idiota que en la investigación de los laboratorios, ¿no es entonces locura perseguir la verdad por los caminos del tiempo o en los libros?
Fui, soy o seré, es cuestión de gramática y no de existencia.
El asesino hace un uso ilimitado de su libertad y no puede resistir a la idea de su poder. Está dentro de las posibilidades de cada uno de nosotros el arrebatar la vida a otro. Si todos los que hemos matado con el pensamiento desaparecieran de verdad, la tierra no tendría ya habitantes. Llevamos en nosotros un verdugo reticente, un criminal irrealizado. Y los que no tienen la audacia de confesarse sus tendencias homicidas, asesinan en sueños, pueblan de cadáveres sus pesadillas. Ante un tribunal absoluto, sólo los ángeles serían absueltos. Pues nunca hubo ser que no desease —al menos inconscientemente— la muerte de otro ser.
Disertar sobre la libertad no lleva a ninguna consecuencia, ni para bien ni para mal; pero sólo tenemos instantes para darnos cuenta de que todo depende de nosotros...La libertad es un principio ético de esencia demoníaca.
La vida tiene dogmas más inmutables que la teología, pues cada existencia está anclada en infalibilidades que hacen palidecer las elucubraciones de la demencia y de la fe. El escéptico mismo, enamorado de sus dudas, se muestra fanático del escepticismo. El hombre es el ser dogmático por excelencia; y sus dogmas son tanto más profundos cuando no los formula, cuando los ignora y los sigue.... Cada uno es para sí mismo un dogma supremo; ninguna teología protege a su dios como nosotros protegemos a nuestro yo; y este yo, si le asediamos con dudas y le ponemos en cuestión, no es más que por una falsa elegancia de nuestro orgullo: la causa está ganada de antemano.
Cada uno es para sí el único punto fijo en el universo. Y si alguien muere por una idea, es porque es su idea, y su idea es su vida.
Mientras el hombre está protegido por la demencia, actúa y prospera; pero cuando se libra de la tiranía fecunda de las ideas fijas, se pierde y se arruina. Comienza a aceptarlo todo, a envolver en su tolerancia no solamente los abusos menores, sino también los crímenes y las monstruosidades, los vicios y las aberraciones: todo vale lo mismo para él. Su indulgencia destructora de sí misma, se extiende al conjunto de los culpables, a las víctimas y a los verdugos; es de todos los partidos porque comparte todas las opiniones... Su piedad se orienta a la existencia entera y su caridad es la de la duda y no la del amor; es una caridad escéptica, consecuencia del conocimiento y que excusa todas las anomalías. Pero quien toma partido, quien vive en la locura de la decisión y de la elección, nunca es caritativo; inepto para abarcar todos los puntos de vista, confinado en el horizonte de sus deseos y de sus principios, se hunde en una hipnosis de lo finito.
Somos todos ridículamente prudentes y tímidos: el cinismo no se aprende en la escuela. El orgullo, tampoco... Que el mayor conocedor de los humanos haya sido motejado de perro prueba que en ninguna época el hombre ha tenido el valor de aceptar su verdadera imagen y que siempre ha reprobado las verdades sin miramientos.... Pero ha llegado el momento de oponer a las verdades del Hijo de Dios las de este «perro celestial» como le llamó un poeta de su tiempo.... Las verdades de la belleza se nutren de exageraciones que, ante un poco de análisis, se revelan monstruosas y ridículas. La poesía: divagación cosmogónica del vocabulario... ¿Se ha combinado alguna vez más eficazmente el charlatanismo y el éxtasis? ¡La mentira, fuente de las lágrimas!, esta es la impostura del genio y el secreto del arte. ¡Naderías infladas hasta el cielo; lo improbable, generador de universos!
Y es que todos los hombres que lanzan una mirada sobre sus ruinas pasadas se imaginan —para evitar las ruinas futuras— que está en su mano iniciar otra vez algo radicalmente nuevo. Se hacen una promesa solemne y esperan un milagro que les sacaría de ese abismo mediocre en el que el destino les ha hundido. Pero nada sucede. Todos continúan siendo los mismos, modificados únicamente por la acentuación de esa tendencia a decaer que es su distintivo. No vemos en torno a nosotros sino inspiraciones y ardores degradados: todo hombre lo promete todo, pero todo hombre vive para conocer la fragilidad de su destello y la falta de genialidad de la vida. La autenticidad de una existencia consiste en su propia ruina.
Entre estas dos tendencias, el hombre despliega su equívoco: al no encontrar su lugar en la vida, ni en la Idea, se cree predestinado a lo Arbitrario; sin embargo, la embriaguez de su libertad no es más que un zarandeo en el interior de una fatalidad, pues la forma de su destino no está menos determinada que la de un soneto o la de un astro.
Cada deseo humilla la suma de nuestras verdades y nos obliga a reconsiderar nuestras negaciones... Cuando has visto en toda convicción una deshonra y en todo apegamiento una profanación, ya no tienes derecho a esperar, ni en este mundo ni en el otro, un destino modificado por la esperanza. Se te hace preciso elegir un promontorio ideal, ridículamente solitario, o una estrella farsante, rebelde a las constelaciones.
Tener miedo es pensar continuamente en sí mismo y no poder imaginar un curso objetivo de las cosas. La sensación de lo terrible, la sensación de que todo ocurre contra uno, supone un mundo concebido sin peligros indiferentes. El miedoso — víctima de una subjetividad exagerada— se cree, en mayor medida que el resto de los humanos, el blanco de acontecimientos hostiles.
(El valeroso no es sino un fanfarrón que abraza la amenaza, que huye hacia el peligro.) (y todo el mal en el mundo viene de un exceso de agitación, de las ficciones dinámicas de la bravura y la cobardía).
La efervescencia de los corazones ha provocado desastres que ningún demonio se hubiera atrevido a concebir. En cuanto veáis un espíritu inflamado, podéis estar seguros de que acabaréis por ser víctimas suyas. Los que creen en su verdad —los únicos de los que la memoria de los hombres guarda huella— dejan tras ellos el suelo sembrado de cadáveres. Las religiones cuentan en su balance más crímenes de los que tienen en su activo las más sangrientas tiranías y aquellos a quien la humanidad ha divinizado superan de lejos a los asesinos más concienzudos en su sed de sangre. El que propone una fe nueva es perseguido, en espera de que llegue a ser a su vez perseguidor: las verdades empiezan por un conflicto con la policía y terminan por apoyarse en ella; pues todo absurdo por el que se ha sufrido degenera en legalidad, como todo martirio desemboca en los párrafos de un código, en la sosera del calendario o en la nomenclatura de las calles.
Que se me señale en este mundo una sola cosa que comenzase bien y que no haya acabado mal. Las palpitaciones más orgullosas se hunden en una alcantarilla, donde dejan de latir, como llegadas a su término natural: esta decadencia constituye el drama del corazón y el sentido negativo de la historia.
(No son las fatigas sospechosas, ni los trastornos precisos de los órganos los que nos revelan el punto bajo de nuestra vitalidad; no son tampoco nuestras perplejidades o las variaciones del termómetro; pero nos basta con sentir esos accesos de odio y de piedad sin motivos, esas fiebres no mensurables, para comprender que nuestro equilibrio está amenazado.
en diversos grados, todo es patología, salvo la Indiferencia.)
¡Pobre del conquistador que no tenga ingenio! El mismo Jesús, aun siendo dictador indirecto desde hace dos milenios, no ha marcado el recuerdo de sus fieles y de sus detractores más que por los retazos de paradojas que jalonan su vida tan hábilmente escénica. ¿Cómo interesarse aún por un mártir si no profirió una frase adecuada a su sufrimiento? Sólo guardamos memoria de las víctimas pasadas o recientes si su verbo ha inmortalizado la sangre que les salpicó.
En este mundo, donde los sufrimientos se confunden y borran, sólo reina la Fórmula.
Sólo prosperan en filosofía los que se detienen a propósito; los que aceptan la limitación y el confort de un estadio razonable de inquietud.
El artista que abandona su poema, exasperado por la indigencia de las palabras, prefigura el malestar del espíritu descontento en el conjunto de lo existente. La incapacidad de aliñar los elementos —tan desnudos de sentido y de sabor como las palabras que los expresan— lleva a la revelación del vacío. Por eso el versificador se retira al silencio o a los artificios impenetrables. Ante el universo, el espíritu demasiado exigente sufre una derrota semejante a la de Mallarmé frente al arte. Se trata del pánico ante un objeto que ya no es objeto, que ya no es posible manejar, pues —idealmente— se han rebasado sus límites. Los que no permanecen en el interior de la realidad que cultivan, los que trascienden el oficio de existir deben o pactar con lo inesencial, dar marcha atrás e integrarse en la eterna farsa, o aceptar todas las consecuencias de una condición separada y que es sobreabundancia o tragedia, según que se la mire o que se la padezca.
La inteligencia sólo florece en las épocas en que las creencias se ajan, en las que sus artículos y sus preceptos se relajan, en las que sus reglas se hacen más flexibles.
El efecto que un libro ejerce sobre nosotros no es real más que si experimentamos el deseo de imitar su intriga, de matar si el héroe mata, de estar celoso si está celoso, de estar enfermo o moribundo si él sufre o se muere.
No son tanto los acontecimientos lo que le irrita, sino la idea de tomar parte en ellos; sólo se agita para apartarse de ellos.
En la batalla de los argumentos vence siempre, del mismo modo que es siempre vencido en la acción: tiene «razón», lo rechaza todo y todo le rechaza. Ha comprendido prematuramente lo que no se debe comprender para vivir y como su talento era demasiado lúcido respecto a sus propias funciones, lo ha desperdiciado por miedo a que fluyese en la bobería de una obra... lleva su inutilidad como una corona... esa sensación de cadáver futuro erigiéndose ya en el presente y llenando el horizonte del tiempo... héroes descompuestos que lo prometen todo y no cumplen nada
¡Nada más extraño a la tragedia que la idea de redención, salvación e inmortalidad! ... no fecunda nada salvo la imaginación de los otros. Macbeth se desploma sin esperanza de rescate: no hay extremaunción en la tragedia...Lo propio de una fe, aunque deba fracasar, es eludir lo irreparable. (¿Qué hubiera podido hacer Shakespeare por un mártir?) El verdadero héroe combate y muere en nombre de su destino, no en nombre de una creencia.
Por eso el hombre del destino no se convierte nunca a ninguna creencia, fuera la que fuese; equivocaría su fin. Y si estuviese inmovilizado sobre la cruz, no sería él quien levantase los ojos hacia el cielo: su propia historia es su único absoluto, como su voluntad de tragedia su único deseo...
Vivir significa: creer y esperar, mentir y mentirse... No todos los hombres pueden tener éxito: la fecundidad de sus mentiras varía... Tal engaño triunfa: resulta una rebelión, una doctrina o un mito y una muchedumbre de fieles; tal otro fracasa: no es entonces más que una divagación, una teoría o una ficción. Sólo las cosas inertes no añaden nada a lo que son: una piedra no miente: no interesa a nadie, mientras que la vida inventa sin cesar: la vida es la novela de la materia... El amor adormece el conocimiento; el conocimiento despierto mata al amor. La irrealidad no puede triunfar indefinidamente, ni siquiera disfrazada con la apariencia de la más exaltante mentira.
Es que la conciencia lleva lejos y lo permite todo. Para el animal, la vida es un absoluto; para el hombre, es un absoluto y un pretexto.
La arrogancia de la oración : Cuando se llega al límite del monólogo, a los confines de la soledad, se inventa —a falta de un interlocutor— a Dios, pretexto supremo del diálogo. Mientras Le nombras, tu demencia está bien disfrazada y... todo te está permitido. El verdadero creyente apenas se distingue del loco; pero su locura es legal, admitida... . Vosotros pensáis, en nombre de la fe, vencer vuestro yo; en realidad, deseáis perpetuarlo en la eternidad, pues no os basta esta duración presente. Vuestra soberbia excede en refinamiento todas las ambiciones del siglo. ¿Qué sueño de gloria, comparado con el vuestro, no se revela engaño y humo? Vuestra fe no es más que un delirio de grandeza tolerado por la comunidad, gracias a que utiliza caminos camuflados;
Sin embargo, la función de los ojos no es ver, sino llorar; y para ver realmente hay que cerrarlos: es la condición del éxtasis, de la única visión reveladora, mientras que la percepción se agota en el horror de lo ya visto, de lo irreparablemente sabido desde siempre.
Pues no hay progreso en la idea de la vanidad de todo, ni desenlace; y, por más lejos que nos arriesguemos en tal meditación, nuestro conocimiento no crece en modo alguno: es en su momento presente tan rico y tan nulo como lo era en un principio.
En el espíritu que la propone, toda fórmula de salvación erige una guillotina... Los desastres de las épocas corrompidas tienen menos gravedad que los azotes causados por las épocas ardientes; el fango es más agradable; hay más suavidad en el vicio que en la virtud, más humanidad en la depravación que en el rigorismo. El hombre que reina y no cree en nada, he aquí el modelo de un paraíso de la decadencia, de una soberana solución de la historia. Los oportunistas han salvado a los pueblos: los héroes los han arruinado.
La «verdad» sólo se vislumbra en los momentos en los que los espíritus, olvidados del delirio constructivo, se dejan arrastrar por la disolución de las morales, de los ideales y de las creencias. Conocer, es ver; no es ni esperar ni emprender.
El espíritu necesitaría un diccionario infinito, pero sus medios se limitan a unos cuantos vocablos trivializados por el uso. Es así como lo nuevo, exigiendo combinaciones extrañas, obliga a las palabras a funciones inesperadas: la originalidad se reduce a la tortura del adjetivo y a una impropiedad sugestiva de la metáfora... Si el hombre inventa físicas nuevas, no es tanto para llegar a una explicación válida de la naturaleza como para escapar al hastío del universo conocido, habitual, vulgarmente irreductible, al cual atribuye arbitrariamente tantas dimensiones como adjetivos proyectamos sobre una cosa inerte que estamos cansados de ver y de sufrir como era vista y sufrida por la estupidez de nuestros ancestros o de nuestros antepasados próximos.
La riqueza interior resulta de los conflictos que se tienen con uno mismo; pero la vitalidad que dispone plenamente de sí misma no conoce más que el combate exterior, el encarnizamiento con el objeto.
Un ejemplar extremo del refinamiento reúne en sí al exaltado y al sofista: ya no se adhiere a sus impulsos, los cultiva sin creer en ellos
I. No puede haber desenlace para la vida de un poeta... La poesía expresa la esencia de lo que no podríamos poseer; su significación última: la imposibilidad de toda «actualidad». La alegría no es un sentimiento poético... Entre la poesía y la esperanza, la incompatibilidad es completa; de este modo el poeta es víctima de una ardiente descomposición. ¿Quién se atrevería a preguntarle cómo ha experimentado la vida, cuando ha vivido gracias a la muerte? Cuando sucumbe a la tentación de felicidad, pertenece a la comedia...
Valéry o Stefan George nos dejan allí donde les abordamos, o nos vuelven más exigentes en el plano formal del espíritu: son genios de los que no sentimos necesidad, sólo son artistas. Pero un Shelley, pero un Baudelaire, pero un Rilke intervienen en lo más profundo de nuestro organismo, que se los apropia como lo haría con un vicio. En su proximidad, un cuerpo se fortifica, y luego se ablanda y se desagrega. Pues el poeta es un agente de destrucción, un virus, una enfermedad disfrazada y el peligro más grave, aunque maravillosamente impreciso, para nuestros glóbulos rojos. ¿Vivir en su territorio? Es sentir adelgazarse la sangre, es soñar un paraíso de la anemia, y oír, en las venas, el fluir de las lágrimas...
III. Mientras que el verso lo permite todo, y en él podéis verter lágrimas, vergüenzas, éxtasis y sobre todo quejas, la prosa os prohíbe expansionaros o lamentaros: repugna a su abstracción convencional. Exige otras verdades: controlables, deducidas, mesuradas.
...Muchas veces he soñado con un monstruo melancólico y erudito, versado en todos los idiomas, íntimo de todos los versos y de todas las almas y que errase por el mundo para nutrirse de venenos, de fervores, de éxtasis, a través de las Persias, las Chinas, las Indias muertas, y las Europas moribundas, muchas veces he soñado con un amigo de los poetas que los hubiese conocido a todos por desesperación de no ser de los suyos.
Demasiado solicitados, los sentimientos se gastan y se degradan, empezando por la admiración... Y el meteco que se disipó en tantas carreteras, grita: «Me he forjado innumerables ídolos, he levantado por doquiera demasiados altares, me arrodillé ante multitud de dioses. Hoy, cansado de adorar, he despilfarrado la dosis de delirio que me tocó en suerte. No tenemos recursos más que para los absolutos de nuestra raza, pues un alma, como un país, no se expande más que en el interior de sus fronteras: pago por haberlas franqueado, por haberme hecho de lo Indefinido una patria y de divinidades extranjeras un culto, por haberme prosternado ante siglos que excluyeron mis antepasados. De dónde vengo, no sabría decirlo: en los templos, permanezco sin creencia; en las ciudades, sin ardor; junto a mis semejantes, sin curiosidad; sobre la tierra, sin certidumbres. Dadme un deseo preciso y derribaré el mundo. Libradme de esta vergüenza de los actos que me hace interpretar cada mañana la comedia de la resurrección y cada tarde la del entierro; en el intervalo, nada más que este suplicio en el sudario del hastío... Sueño con querer y todo lo que quiero me parece sin valor. Como un vándalo roído por la melancolía, me dirijo sin fin, yo sin yo, hacia ya no sé qué rincones... para descubrir un dios abandonado, un dios que fuese él mismo ateo, y dormirme a la sombra de sus últimas dudas y de sus últimos milagros».
El conquistador soñador es la mayor calamidad para los hombres; pero ellos no por esto dejan de idolatrarle; fascinados como están por los proyectos estrambóticos, los ideales dañosos, las ambiciones malsanas. Ninguna persona razonable fue objeto de culto, dejó un nombre, marcó con su huella un solo acontecimiento. Imperturbable ante una concepción precisa o un ídolo transparente, la masa se excita en torno a lo inverificable y los falsos misterios. ¿Quién murió jamás en nombre del rigor? Cada generación eleva monumentos a los verdugos de la precedente. No es menos cierto que las víctimas aceptaron de buen grado ser inmoladas en el momento en que creyeron en la gloria, ese triunfo de uno solo, esa derrota de todos... La humanidad no ha adorado más que a los que la hicieron perecer.
Como la honestidad no tiene ni biografía ni encanto, desde la Ilíada hasta el sainete sólo el brillo del deshonor ha divertido e intrigado.
Historia Universal: Historia del Mal. Quitar los desastres del devenir humano vale tanto como querer concebir la naturaleza sin estaciones. Si no habéis contribuido a una catástrofe, desaparecéis sin dejar huella. Interesamos a los otros gracias a la desgracia que sembramos en nuestro derredor. «¡Nunca hice sufrir a nadie!»: exclamación por siempre extraña a una criatura de carne y hueso. Cuando nos entusiasmamos por un personaje del presente o del pasado, nos planteamos inconscientemente la pregunta: «¿Para cuántos seres fue causa de infortunio?»
la música procede no de las malicias del intelecto, sino de los matices tiernos o vehementes de la ingenuidad, estupidez de lo sublime, irreflexión de lo infinito... Como el rasgo de ingenio no tiene equivalente sonoro, es denigrar a un músico llamarle inteligente. Este atributo le disminuye y no tiene lugar en esa cosmogonía lánguida donde, a modo de dios ciego, improvisa universos. Si fuera consciente de su don, de su genio, sucumbiría al orgullo; pero es irresponsable; nacido en el oráculo, no puede comprenderse a sí mismo. A los estériles toca interpretarle: él no es crítico, como Dios no es teólogo.... Quien ya no tiene lágrimas para la música, quien ya no vive más que del recuerdo de las que vertió, está perdido: la estéril clarividencia dio buena cuenta del éxtasis del que surgían mundos...
Conformista, vivo, intento vivir, por imitación, por respeto a las reglas del juego, por horror a la originalidad. Resignación de autómata: poner cara de fervor y reírse secretamente; no plegarse a las convenciones más que para repudiarlas a escondidas; figurar en todos los registros, pero sin residencia en el tiempo; salvar la cara, cuando sería imperioso perderla... El que lo desprecia todo debe adoptar un aire de dignidad perfecta, inducir a error a los otros e incluso a sí mismo: cumplirá así más fácilmente su tarea de falso viviente. ¿Para qué mostrar nuestra ruina si podemos fingir la prosperidad?... A los veinte años se truena contra los cielos y la basura que cubren; después se cansa uno. La facha trágica no corresponde más que a una pubertad prolongada y ridícula; pero hacen falta mil pruebas para acceder al histrionismo del desapego.... la vida no es tolerable más que por el grado de mistificación que ponemos en ella.... Gracias a que somos todos impostores, nos soportamos los unos a los otros. Quien no aceptase mentir vería a la tierra huir bajo sus pies: estamos biológicamente constreñidos a lo falso.
Cuando uno no puede librarse de sí mismo, se deleita devorándose... La melancolía es el estado soñado del egoísmo: ningún objeto fuera de sí mismo, no más motivos de odio o de amor, sino esa misma caída en un fango languideciente, ese mismo revolverse de condenado sin infierno, esas mismas reiteraciones de un ardor de perecer...
Lo importante es mandar: a ello aspira la casi totalidad de los hombres... cada uno —según sus medios— se busca una multitud de esclavos o se contenta con uno solo. Nadie se basta a sí mismo el más modesto encontrará siempre un amigo o una compañera para hacer valer su sueño de autoridad. El que obedece se hará a su vez obedecer: de víctima pasará a ser verdugo; es el supremo deseo de todos. Sólo los mendigos y los sabios no lo experimentan; a menos que su juego sea aún más sutil... Intentad ser libres: os moriréis de hambre. La sociedad no os tolera más que si sois sucesivamente serviles y despóticos; es una prisión sin guardianes, pero de la que no se escapa uno sin perecer... Mientras que los hombres sientan pasión por la sociedad, reinará en ella un canibalismo disfrazado. El instinto político es la consecuencia directa del Pecado, la materialización inmediata de la Caída. Cada uno debería estar ocupado en su soledad, pero cada uno vigila la de los otros. Los ángeles y los bandidos tienen sus jefes: ¿cómo las criaturas intermedias —el grueso de la humanidad— podrían prescindir de ellos? Quitadles el deseo de ser esclavos o tiranos; demoléis la sociedad en un abrir y cerrar de ojos. El pacto de los monos está por siempre sellado; y la historia sigue su curso, horda jadeante entre crímenes y sueños. Nada puede detenerla: incluso los que la execran participan en su carrera... los ricos y los mendigos son los parásitos del Pobre... Y así avanza la humanidad: con algunos ricos, con algunos mendigos y con todos sus pobres...
Una civilización comienza a decaer a partir del momento en que la Vida se convierte en su única obsesión. Las épocas de apogeo cultivan los valores por sí mismos: la vida no es más que un medio de realizarlos; el individuo no sabe que vive, él vive, esclavo feliz de las formas que engendra, mima e idolatra. La afectividad le domina y le llena.
No hay creación alguna sin los recursos del «sentimiento», que son limitados; sin embargo, para el que no experimenta más que su riqueza, parecen inagotables: esta ilusión produce la historia. En la decadencia, el resecamiento afectivo no permite más que dos modalidades de sentir y de comprender: la sensación y la idea. Ahora bien, es por la afectividad por lo que uno se entrega al mundo de los valores, y se proyecta vitalidad en las categorías y en las normas. La actividad de una civilización en sus momentos fecundos consiste en hacer salir las ideas de su nada abstracta, en transformar los conceptos en mitos. El paso del individuo anónimo al individuo consciente no se ha dado todavía: sin embargo, es inevitable. Medidlo: en Grecia, de Homero a los sofistas; en Roma, de la antigua República austera a las «sabidurías» del Imperio; en el mundo moderno, de las catedrales a los encajes del siglo XVIII.
Una nación no podría crear indefinidamente. Está llamada a dar expresión y sentido a un conjunto de valores que se agotan con el alma que les engendró. El ciudadano se despierta de una hipnosis productiva, el reino de la lucidez comienza: las masas ya no manejan más que categorías vacías. Los mitos vuelven a convertirse en conceptos: es la decadencia. Y las consecuencias se hacen sentir: el individuo quiere vivir, convierte la vida en finalidad, se asciende al rango de pequeña excepción. El balance de esas excepciones, al componer el déficit de una civilización, prefigura su desaparición. Todo el mundo ha alcanzado la delicadeza; pero ¿acaso no es la radiante estupidez de los cándidos quien realiza la tarea de las grandes épocas?... En toda blandura se revela una incapacidad fisiológica de adherirse por más tiempo a los mitos de la comunidad. El soldado emancipado y el ciudadano lúcido sucumben bajo el bárbaro. El descubrimiento de la Vida aniquila la vida... Un pueblo se muere cuando no tiene fuerza para inventar otros dioses, otros mitos, otros absurdos; sus ídolos palidecen y desaparecen; busca otros, en otra parte, y se siente solo ante monstruos desconocidos. También esto es la decadencia. Pero si uno de esos monstruos adquiere primacía sobre él, otro mundo se pergeña, tosco, oscuro, intolerante hasta que agota su dios y se libera de él; pues el hombre sólo es libre —y estéril— en los intervalos en que los dioses mueren; esclavo —y creador— cuando, tiranos, prosperan... El hambre busca en la religión una vía de salvación; la saciedad, un veneno... Hay una plenitud de disminución en toda civilización demasiado madura. Los instintos se flexibilizan; los placeres se dilatan y no corresponden ya a su función biológica; el placer se convierte en fin en sí mismo, su prolongación en un arte, el escamoteamiento del orgasmo en una técnica, la sexualidad en una ciencia. Procedimientos e inspiraciones librescas para multiplicar las vías del deseo, la imaginación torturada para diversificar los preliminares del gozo, el mismo espíritu mezclado con un sector extraño a su naturaleza y sobre el cual no debería tener ninguna garra, son otros tantos síntomas de empobrecimiento de la sangre y de intelectualización mórbida de la sangre... Se trata del individuo engañando a la especie... Quien, lúcido, se comprenda, se explique, se justifique y domine sus actos, jamás hará un gesto memorable. La psicología es la tumba del héroe... ¡Qué deliciosa ironía deben experimentar al verse excluidas del devenir, tras haber fijado durante siglos las normas del poder y los criterios del gusto! Con cada una de ellas todo un mundo se extingue. ¡Sensaciones del último griego, del último romano!... Cada civilización finge una respuesta a las interrogaciones que el universo suscita; pero el misterio permanece intacto; otras civilizaciones, con nuevas curiosidades, se aventurarán en él, igualmente en vano, pues cada una de ellas no es sino un sistema de equivocaciones...En el apogeo se engendran los valores; en el crepúsculo, usados y derrotados, son abolidos. Fascinación de la decadencia, de las épocas en que las verdades no tienen ya vida..., en las que se amontonan como esqueletos en el alma pensativa y seca, en el osario de los sueños... La era de la gran Fealdad comienza: una histeria sin calidad se extiende por el mundo... El alejandrinismo es un período de sabias negaciones, un estilo de inutilidad y de rechazo, un paseo de erudición y sarcasmo a través de la confusión de los valores y las creencias... Es ahora cuando toca al individuo desengañado florecer en el vacío y al vampiro intelectual abrevarse en la sangre viciada de las civilizaciones... Hay un Weltschmerz, un mal del siglo, que no es sino la dolencia de una generación; hay otro que se desprende de toda la experiencia histórica y que se impone como única conclusión para los tiempos venideros. Se trata de «lo vago en el alma», la melancolía del «fin del mundo». Todo cambia de aspecto, hasta el sol, todo envejece, hasta la desdicha....
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