Los relatos antiguos cuentan que un manojo de cerezas fueron derretidos sobres tus labios incoloros, dotándolos ahora de su característico tono rojizo, volviéndolos dulces con cada beso que era robado de ellos, empalagosos como lo podría ser la propia miel, húmedos, sabrosos, deliciosos, haciéndolos imposible de rechazar.
Otros relatos cuentan que fueron bendecidos por el licor que se escapó de la copa que era sujetada por Dionisio, en su última noche de jolgorio y libertinaje, empapando con su vino. Encontrando refugio en las comisuras y bordes que contornan tus labios y le dan forma. Empapándolos de su elixir afrodisíaco y pasional.
Quizás por eso dicen que los besos tuyos son como regalos enviados por los mismísimos dioses del Olimpo.
Pues se dice que Afrodita fue quién los pintó, volviendo polvo, pétalos de rosas rojas y conchas del mar hasta que sirvieran como pigmento para lograr el tono deseado de carmín, mezclándolo posteriormente con unas gotas de agua de luna, volviéndose más densa su creación, idóneo para colorear su mejor obra de arte. Cuentan que incluso corto una pequeña parte de su cabello para crear las brochas con las que definió sus texturas. Dando cada pincelada con el mismo cuidado y cariño que con el que se cuidan las rosas, se canta una nana de cuna o se escribe una carta de romance.
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No niego que la casa se me quedó más pequeña, más vacía desde que no estas, y a la vez se volvió demasiado grande para que solamente la habité una única persona, aunque fuese así desde el principio, antes de ti. Ahora paseo de una habitación a otra, matando las horas en el silencio que inunda cada cuarto y lo hace eternamente suyo, a pesar de que la música no ha dejado de sonar nunca desde que te marchaste por esa puerta. La misma que observo por horas, la misma que siento que a veces se vuelve a abrir y cuando asomo la cabeza por el pasillo para observar, tan solo me topo con que son imaginaciones mías. Y eso puede pasar varías veces en el mismo día, varias veces en la misma hora, como si la vida pudiese cambiar de diez minutos en diez minutos.
La única habitación que menos toco a lo largo del día, es la habitación para dormir, pues he cogido la costumbre ahora dé acostarme durante las noches en el sofá, lo más cerca del balcón posible, porque posiblemente necesito más ruido para conciliar el sueño, y el ruido de la calle en las horas nocturnas a veces ayuda. El ir y venir de las personas, el pasar de los automóviles, el maullido de los gatos callejeros, el silencio de la soledad.
Hago las tareas cotidianas, ordeno y limpio, lavo los platos sucios de ayer, salgo a estudiar o a trabajar dependiendo del tiempo en el que esté, vuelvo para comer, hago la tarea y me acuesto de nuevo un rato en el sofá, leyendo o simplemente observando al techo mientras pienso, se pasan las horas hasta llegar al atardecer y entonces salgo un rato a ver a mis amistades y pasar el rato con ellos, nos reímos, fumamos, nos contamos nuestras penas y nos damos el consuelo y los ánimos que necesitábamos para continuar con el día y empezar el que viene mañana, camino de regreso a casa, un poco más tarde cada vez, ceno algo rápido y ligero, me siento en el suelo del balcón y observando las estrellas mientras pasó el tiempo escribiendo hasta que los ojos y el cuerpo me pesan, pidiéndome que me vaya a acostar ya, un poco más tarde de lo que lo hice ayer.
Mi rutina no ha cambiado ni un ápice, ni lo hizo en el pasado, ni lo hace ahora, ni parece llegar a hacerlo en el futuro, y aunque a veces hago actividades aleatorias para intentar salirme de la normalidad y poder cambiar un poco el día, se siente como se sintió siempre, y ni siquiera como siempre, pues ahora hay otra sensación diferente que parece haberse vuelto un inquilino y no sólo de la casa, sino también de mi alma.
Es lo mismo de siempre, pero no es la tristeza de siempre.
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