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Una mañana cualquiera
Hace una hora que Fran está encerrado con dos botellas de alcohol etílico, trapos y encendedores en la habitación. Todo lo que significa vida para aquellos dos está allí dentro. Y él está dispuesto a desaparecerlo. Al menos eso dice.
_ ¡Salí de ahí!
Golpea la puerta con los puños.
_ ¡Calláte!
_ ¡Dale! ¡Salí de ahí!
_ ¡Calláte te dije!
La puerta de madera rechina. Toc toc toc toc toc toc toc toc.
_ ¡Por favor!
Los puños de Rita están rojos.
_ ¡Siempre tenés que estar haciendo un escándalo! _ dice él.
_ ¡Te lo pido por favor!
Rita explota en llanto. Da una patada a la puerta. Luego otra y otra, pero no la abre. La traba doble está puesta al otro lado.
_ ¡Por favor! ¡Salí de ahí!
No era la primera vez.
_ ¡No voy a salir! ¡Dejame solo! ¡Llamá a quién quieras!
Le parece curioso que le diga eso. Sabe perfectamente que, hasta el teléfono, está al otro lado. Y su ropa. Y su dinero.
Fran y Rita habían llegado a Los Fauces al mismo tiempo, cada uno con su valija de mano, sin preguntar por el pasado. Se conocieron en el bar de la única casa de huéspedes que existía en el pueblo. Lo regentaba una anciana con una cicatriz que le cruzaba toda la frente y que dependiendo de cómo se asomara a su balcón, podía verse el brazalete de prisión domiciliaria. Como no hablaba nunca, comenzaron a hacerlo entre ellos dos. A veces, la soledad se confunde con el amor. Ya hace más de diez años.
_ ¡Salí, te digo!
_ ¡Llama a la policía!
Está claro que ni ella, ni la vecina la llamarán. Rita siente rabia. ¿Por qué una persona que dice amarla, le está haciendo esto? Niega con la cabeza, aunque nadie la mire. Ahora, no puede pensar en la rabia. Ahora, la prioridad es que Fran no se mate, QUE ÉL NO LO HAGA.
Puños. Toc toc toc toc toc toc toc toc.
 _ ¡Dale! ¡Salí!
¿Por qué, si realmente quiere hacerlo, no lo hace en soledad? piensa Rita. La invade una presión en el pecho. Sigue golpeando. Llora.  
_ ¡Mirá lo que voy a hacer! ¡Sólo te pedí un abrazo!
Él la culpa. Una y otra vez. Lo había hecho durante todos estos años. Ésta es una mañana cualquiera en la vida de aquellos dos.
_ ¡No! ¡No lo hagas!
_ ¡Un abrazo te pedí! ¡Un abrazo!
Mira por la rendija de la cerradura. Fran está tirando alcohol en los trapos. Rita corre hasta el baño. Sabe que muchas de sus acciones son absurdas. Se mira en el espejo: El labio inferior tremolando. Pone la yema de sus dedos sobre él. Y luego en la pera y en el cuello. Pero no, no se trata de una caricia. Sus músculos están reaccionando. Ella lo nota.
Para bajar el movimiento involuntario de su boca, se echa agua fresca. No funciona. Un rato con la toalla en la cara. Tampoco. Solloza y se avergüenza de su propia voz. Aprieta preventivamente el grifo y vuelve al pasillo. Tropieza con esa baldosa saliente y casi, voltea una maceta de Aloe. Entonces, empieza. Otra vez.
Patea la puerta y no puede abrirla. Siente cómo su rostro se convierte es una pelota contraída y desfigurada, que nunca volverá a ser lo que era. 
 _ ¡Nena! ¿Por qué sos así conmigo?
 ¿Así cómo? piensa.
Nota que cuando se aleja, no se escucha ningún quejido. Fran solo parece actuar en público. Ella es su único público.
_ ¡Sólo te pedí un abrazo!
_ Voy a picar a la vecina.
_ ¡No! ¡No! ¡No!
_ Tengo miedo, por favor.
_ ¡Lo voy a hacer! ¡Lo voy a hacer!
Más puños. Toc toc toc toc toc toc toc toc.
_ ¡Mira!
 Rita se aleja y viene el silencio.
 _ ¡Un abrazo! ¿Tan difícil es?  
Es una pelea dispar. En los galpones oscuros de su corazón, Rita lo sabe. Algo no anda bien en ellos dos.
 _ ¡No seas así conmigo!
_ ¡Andate!
_ ¡Basta!
_ ¡Me voy a matar!
_ ¡No! ¡No lo hagas! ¡No hagas esto!
Quizás la vecina esté escuchando, aunque nunca ha dicho nada. 
 _ ¡Me voy a matar! ¡Si! ¡Por tu culpa!
_ ¡No hagas esto, por favor!
_ ¡Si ni te importa!
_ ¡No me hagas esto!
_ ¡Me odias!
_ ¡Basta! ¡Me hace mal! ¡Me haces mal!
 Más llanto.  
_ ¡Me voy a matar!
Rita se vence y se va dejando caer hasta quedar sentada en el escalón del piso. Siente unos pasos por las escaleras. Fran abre el pestillo y se asoma. Tiene el pelo alborotado y los ojos con los párpados hacia arriba. Se queda mirándola.
 _ ¡Estoy tan cansada! _ dice ella. Su labio inferior no para de temblar.
Fran tiene un encendedor en una de las manos y una botella de alcohol etílico en la otra. Por el costado del patio interno, se asoma la anciana. Fran mira a Rita.
_ ¿Qué hiciste, hija de puta?
Una espuma blanca sale de entre los dientes de Fran. Entonces, la anciana levanta una pala con la plancha desatornillada y se la incrusta en la cabeza.
_ ¡Dejame dormir!
La voz de la anciana es rasposa y gutural. Rita se lleva las manos a la boca y grita. Fran cae. La anciana golpea otra vez.
_ ¡Dejame dormir! ¡Dejame dormir!
La botella de alcohol etílico se vierte al costado del tobillo de la anciana. El pelo de Rita se llena de pintas rojas. 
_ ¡Dejame morir! ¡Dejame dormir!
@vanessamartazaccaria
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Souvenir
Han vendido la guerra
como un souvenir,
como una perla descubierta
en la orilla de una playa.
Han saltado las cuerdas
de guitarra y de violín,
cuando levantaron
sus banderas como dagas.
Han manchado las pistas
con ríos color escarlata.
Han celebrado
con confeti de plomo
barricadas de plástico y chatarra.
Una masacre se avista.
Niños debajo de ruinas.
Manos enredadas en vallas.
Violencia live o
una película aburrida
en el sillón de tu casa.
Vanessa Zaccaria
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“El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta ‘el modo imperativo’ 
Jorge Luis Borges
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Una gran hoguera
Cortaron la luz en Sant Andreu del Palomar y una chica decidió picar al timbre de cada uno de los vecinos. Cuando aparecía la persona en concreto al otro lado, ella se limitaba a decir: Soy la vecina del 78 donde vive el murciélago perro. No nos pueden dejar sin luz.  
Y se ve que todos estaban de acuerdo con eso porque, enfadados por la comida podrida en sus neveras, o porque sus hijos no podían terminar los trabajos prácticos que había que entregar sí o sí en ordenador decían: ¡Claro! ¡Quememos algo! ¡Vamos!
Porque habían pasado cuatro días en los que, cuando se apagaba el Sol, no llegaba la luz de la Luna a los naranjos de los callejones y no se podía recoger la basura, así que aquello se había convertido en un gran vertedero desbordado en plástico. Todos tiraban las bolsas desde las ventanas, incluso colchones viejos o se iban hasta La Maquinista a buscar gomas de coche descartadas (se valía todo) e hicimos una gran hoguera para recordarnos que teníamos nuestra propia luz. Una gran hoguera que se alzaba hasta el cielo, así ya no había que explicar lo que pasaba. Porque ella hablaba por nosotros, ella gritaba por nosotras.  
Entonces vino la policía. Un jefe de operativo grandote y canoso, se empecinó en descubrir quién estaba liderando el alboroto y todos contestamos que nadie. Y se ve que era una frase un poco difícil de digerir porque, pobre policía, bufaba y se movía de un lado al otro ensanchando la espalda y cada tanto hasta se ponía la mano en la pistola. Se ve que estaba muy nervioso. No entendía que no se podía liderar el fuego, que eso crece solo. De hecho, mientras él seguía haciendo la misma coreografía, fueron apareciendo más hogueras a los alrededores, igual de altas y vivas que la nuestra. 
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Vanessa Zaccaria
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Busco una habitación
Busco una habitación
Toco tu puerta y te digo: 
Busco una habitación. 
Pero ni bien te miro
tus ojos desvías como si 
tuvieses delante
en medio de una carretera: 
un ciervo, una yegua, 
una gran piedra que, 
haga que quieras 
dar el volantazo. 
 Toco tu puerta y te digo: 
Busco una habitación. 
Y ahí me tiras tus migajas: 
Messi, Maradona, el tango.
Yo tengo un amigo argentino, 
Yo tengo un amigo paraguayo.
Pero no, no te podré poner 
en el contrato. 
No podrás empadronarte, 
no hay lugar 
ni para ti, ni para tu gato. 
Toco tu puerta y te digo: 
Busco una habitación. 
Pero en verdad estoy queriendo 
algo más que un cuarto. 
Un hogar es un amigo 
que te abre bien los brazos 
y deja que llores en su pecho, 
cuando rechazan la solicitud, 
cuando volvés sin el papel 
que solo contiene números, 
pero que dice que sos alguien 
o al menos algo. 
Cuando aún no
tengas trabajo. 
Cuando aguantes el llanto
por no preocupar a la voz
al otro lado del teléfono: 
tu papá, tu mamá, 
tu abuela, tu hermano. 
Toco tu puerta y te digo: 
Busco una habitación. 
¿De dónde eres? decís
y contesto: Hoy de ningún lado. 
Al día siguiente te veo, 
en el bar del barrio 
tomándote un quinto, 
fumándote un cigarro. 
Vendedores ambulantes pasan,
con sus reliquias de colores, 
con sus llaveros de árbol. 
Y escupís y movés
la cabeza de lado a lado, 
negando una ciudad, 
una calle, un amor (aunque sea de verano). 
Vengo de lejos y voy 
hacia ningún lado.
Busco una cama calentita
donde dormir apretados. 
Un amanecer desde un balcón,
a poder ser, barato. 
Toco tu puerta y te digo: 
Busco una habitación. 
Vengo de un péndulo blanco 
que siempre está despierto, 
encendido, oscilando; 
del que me caí porque 
siempre la estoy agitando. 
Toco tu puerta y te digo: 
Busco una habitación,
aunque me cobres a parte los gastos. 
Yo quiero una casita 
para llenarla de gajos. 
Un tenue farol que me guíe los pasos. 
Una palabra amiga, 
que me de fuerzas 
para seguir luchando. 
Toco tu puerta y te digo: 
Busco una habitación y 
en realidad quiero decir
¡Dale, acepta! 
¿No ves que me estoy cansando? 
Yo merezco una vida, 
Yo merezco un espacio. 
Yo merezco poesía. 
Yo me alimento de abrazos. 
Toco tu puerta y te digo: 
Busco una habitación. 
Busco que entiendas, 
que también soy humano. 
.
Vanessa Zaccaria
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¿Cómo lo estás pasando?
Aquella noche tocaba La Peste en La Cochera y yo había terminado allí después de mucho rato de estar merodeando. La camarera estaba más sonriente que la última vez que había estado y había decorado el lugar con luces azules y velas doradas. 
Un tipo de camisa hawaiana invitaba rondas al azar a algunas de las chicas y yo lo observaba del otro extremo de la barra. Una de ellas, morocha de vestido rojo apretado y plataformas, se había quedado un rato hablando. Después de que el tipo recibió el cambio de la invitación de trago, se ve que se sintió con el derecho y vi cómo metía su mano entre sus piernas e incluso, cómo la apretaba contra sí mismo mientras ella intentaba apartarse y se le iba desdibujando el rostro. Se retiró incómoda entre la gente, acomodándose la falda, medio borracha como con los zapatos desnivelados. Al tipo se le salían los colmillos al verla alejándose. Una mirada temblorosa en él, me hizo poner en alerta. Pero fue un segundo. Luego pedi otro martini y me relajé bebiendo y conversándole a la nada. Era una figurante más de la escena que se escondía detrás de las copas de los bares de Noir Barris. 
La cantante de La Peste comunicó que harían un receso y se acercó a la barra. Apoyó la mano en la madera y al instante, la camarera ya tenía servida otra cerveza transpirante. 
_ Aquí tienes. 
_ Gracias, cariño. 
Le dió un trago y se giró hacia donde estaba yo. 
_ ¿Cómo lo estás pasando? _ preguntó. 
_ De maravilla  _ contesté y nos mantuvimos la sonrisa mutuamente durante un momento. 
Mientras tanto el tipo reclamó más alcohol y cuando la camarera se lo trajo, se inclinó hacia ella agarrándole el cuello de la camisa. 
_ Quedate con el cambio _ dijo. 
La trabajadora asintió y se fue cerrando la botella en los pasos. Al rato le pidieron cubatas y allí estuvo, concentrada en la tarea de emborrachar. 
La cantante dejó la cerveza a la mitad y volvió al escenario y la gente comenzó a aplaudir. 
Yo terminé mi vaso y me di cuenta de que había tomado demasiado. Me tambaleaba en el taburete, cuando me di cuenta de que el tipo me estaba mirando. 
_ ¿Te pasa algo?_ solté y al tipo se le borró la cara de baboso y apareció algo mucho más oscuro que me estremeció por completo. Tragó saliva. Se mojó los labios. Se sonó el cuello de lado a lado, todo esto sin dejar de mirarme y yo sentía que los músculos de mi cuello se tensaron al extremo.
En el escenario La Peste comenzó a tocar esa canción tan bonita que tenían de un pájaro enamorado de un avión y me pregunté en profundidad si nosotros, los seres humanos sabíamos algo de eso. Entonces, me dieron arcadas. Me llevé las manos a la boca y me levanté como pude para ir al baño. En él, el descuido de un grifo abierto. Alguien que tiró la cadena y salió del cubículo sin que pudiese levantar la vista. Estaba a punto de llegar al inodoro cuando el tipo abrió la puerta de una patada y sin que me diera tiempo a reaccionar, me dió un puñetazo. Luego me lanzó contra la pared y mi cabeza rebotó en ella. Un hilo caliente me llegó hasta la nuca. Me subió la falda y me arrancó las bragas con tanta fuerza que mis muslos estaban temblando de escozor. El tipo se bajó los pantalones con un gesto de asco en su boca. Y me penetró con tanta fuerza que del dolor, vi las estrellas. La canción todavía estaba sonando. El agua no paraba de brotar del grifo. La voz de la cantante retumbaba en mi cabeza con su ¿Cómo la estás pasando? y a pesar de que siempre había dicho que en una situación así, me defendería, no me podía mover. Una parálisis absurda me estaba controlando. Un dejarse estar tan peligroso que sentía cómo se corría dentro de mí mientras me violaba y yo no hacía nada. Afuera la gente reía y chocaban las copas y aplaudían y tarareaban.
Vanessa Zaccaria
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La lluvia trajo en su cola un velero
¡Menos mal que la lluvia
trajo en su cola un velero!
Uno de proa corta
con bandera de filibustero. 
Llega cortando camino 
por la Calle del Almendro. 
Guirnaldas color agua
acompañan su progreso. 
Palpitan en su barriga 
piezas de valor exento,
que sus toscos capitanes 
pescan en el firmamento. 
Vienen de la distancia
saltan de cuerda a cuerpo, 
curten la luz y la sombra,
sin saber decir te quiero. 
Silban en las alcobas 
donde cruje el afecto,
para luego ocultarse   
en las Costas del Recuerdo. 
Yo que soy malhechora
siempre me les acerco 
con ojos de pájaro negro 
aleteando en el silencio. 
Lamento que sea tarde,
digo y entonces  bostezo. 
Y sirvo una copa de vino 
para curar sus tormentos.
Y luego cuando se duermen, 
en la tormenta me meto.
Robo sus piezas vacías
y voy amarrando mis versos. 
Redes con forma de trébol.
Bruma azul, corso de viento.
¡Y mira que digo verdades 
con estos nudos señeros!
¡Menos mal que la lluvia
trajo en su cola un velero!
Uno que sigue avanzando 
detrás de los limoneros. 
En él mudaré mis voces
Allí esconderé mis espero. 
Repetiré: No camines
de la mano de un marinero. 
Sus trajes están manchados 
de gestos criados en hielo.
Se le escapan las promesas 
por todos los agujeros. 
¡Menos mal que la lluvia
trajo en la cola un velero!
¡Y que yo soy más pirata 
que todos sus forasteros!
Que levanto mi botella 
y que dibujo en el cielo, 
con la punta de mi navaja
un hermoso camino abierto.
Vanessa Zaccaria
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Bugateria Garrigó
Aún no eran las cinco de la tarde. Quise aprovechar eso de que los viernes salgo más temprano de trabajar, para dejar todo limpio y poder dedicarme el fin de semana por completo a escribir. Últimamente me las arreglaba realizando solo el secado afuera y era más por falta de espacio que por estar compartiendo el piso. 
Al llegar lo primero que vi es que a una de las secadoras le faltaban siete minutos para acabar, así que me senté en uno de esos bancos individuales de goma y de diseño que eligieron para darle un aire más moderno al sitio. Había dos parejas. Una que en realidad ya había finalizado pero estaban viejos y enfermos y doblaban la ropa con movimientos ceremoniosos y la iban metiendo dentro de un carro de la compra bastante arruinado. Luego, muy amablemente, nos dieron las buenas tardes y desaparecieron. 
El altercado (aunque no lo fue con exactitud), lo tuve con la otra pareja. Cuando la máquina finalizó el secado, esperé a que el muchacho la vaciara y me acerqué con mi mochila mientras buscaba las monedas para pagar. Entonces, la muchacha se me acercó y me dijo: 
_ !No, no, no, no, no!_ como mil veces _ Es que estamos nosotros. 
_ Está bien _ dije aunque estaba casi segura de que la otra secadora también la estaban utilizando ellos. Reculé reprochándome a mí misma lo mal pensada que soy. Así que me quedé esperando otro rato y me dí cuenta que había pasado bastante porque los niños ya habían salido del colegio y se asomaban traviesamente a la puerta del negocio con panes y barras de chocolate en las manos. A todo esto, quedó disponible la otra secadora y para mí sorpresa, fue la muchacha en cuestión, la que abrió la puerta. Se cruzó por la sala con la canasta entre los brazos mirándome y me dijo: 
_ No. Aún no hemos finalizado. 
Esta vez no contesté y a pesar de que no había en el sitio ningún espejo en el que poder mirarme, estoy segura que mi cara reflejaba mi completa indignación. Incluso sé que lo percibieron porque ya no se reían entre ellos, ni me sonreían cuando cruzábamos miradas. 
Para ese entonces, un camión de bomberos cruzó calle Garrigó a toda velocidad. Las palomas espantadas salieron volando desde detrás de los carritos-mochila estacionados en la plaza de enfrente. Dos o tres perros ladraron. Algún que otro niño se puso a llorar y al parecer, todas esas cosas le dieron un aire de drama a la situación que hasta hace unos instantes, luchaba por no reflejarse. 
No sé a cronómetro cuánto estuvimos los tres allí conviviendo. Pero las secadoras y las lavadoras seguían girando y yo no podía evitar sentirme como hipnotizada por ellas; ida, transmutada. 
Cuando por fin el programa había terminado, el sol estaba desapareciendo. Volví a acercarme con mi mochila a una de las secadoras. La pareja doblaba la ropa en silencio en la mesa de atrás. Estaba poniendo el programa, cuando escuché a mi espalda: 
_ ¡Qué desconsiderada! No preguntarnos si terminamos ya. 
Cerré la puerta de la máquina con furia. 
Vanessa Zaccaria
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Vaga
Caminá como distraída 
por las calles de tu barrio
a la deseada hora 
del asfalto deshabitado. 
Que siempre palpes 
un juego de llaves. 
¡Y que ames o que hayas amado! 
No importa cuándo. 
Busca un puente viejo. 
Descansa en su regazo. 
Y abrite la chaqueta 
para que entre el ocaso. 
Susurra verbos destruidos.
Sacate los zapatos.
Deja que se deslice 
la Luna en tus párpados. 
Y después, seguí caminando.
Vanessa Zaccaria
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Llega mi libro y se caen las redes sociales
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A tiempo completo
Desde sus ojos, la amistad era algo muy simple. Si las dos íbamos a estar solas en casa (algo que sucedía a menudo) te tocaba el timbre. Preparaba arroz con pollo y encima, ¡lavaba los platos! ¿Qué podría salir mal? Te apuraba,  si te veía demasiado lenta poniéndote pendientes o pintándote los labios, porque no había tiempo que perder. Había que salir y en la calle, nunca preguntaba, nunca juzgaba. Se limitaba a reír y escuchar. 
Es cierto que a veces, su diversión consistía en pellizcarme el culo en algún bar, repleto de gente que no nos conocía y que nos dejaban pasar sin consumición. Me quería hacer creer que había sido algún otro, solo para verme peleando.  Otras veces, hacía lo mismo en el cine, si conseguíamos colarnos y yo daba un salto exagerado y la golpeaba mientras todos nos hacían callar. 
_ ¡Váyanse a su país! _ nos decían _ ¡Y no regresen nunca! 
Si el calor no era exagerado, preferíamos  los parques. Allí nos encontrábamos con un montón de otros adolescentes solos en casa porque todos tenían que trabajar y a los pocos meses, nos tocó a nosotras. Primero, fue cuidando a los más chicos de nuestras familias; velando las borracheras de nuestros padres y los silenciosos murmullos de nuestras madres cansadas. 
A los pocos meses, conocímos el tiempo completo, ella cuidando a esos niños maleducados de Avinguda Ramón Llull que la maltrataban y yo en aquella trattoria del Port donde servía una y otras vez menús diarios. Como todavía no habíamos terminado los estudios, nos quedaba muy poco tiempo para encontrarnos y si lográbamos hacerlo, estábamos tan cansadas que apenas nos daba el ánimo para saludar. 
Me acuerdo muy bien que antes de eso, la madre de Ruth tuvo que faltar a su trabajo por alguna historia y no había avisado. Así que aprovechamos la oportunidad para agarrar su tarjeta de personal de limpieza del Oceanográfico y nos pasamos la tarde allí, completamente fumadas, mientras los peces de colores volaban encima de nuestras cabezas.  
_ ¡Es increíble!  _ dije. 
_ Si… _ apenas contestó Ruth. 
Un trabajador del lugar se asomó y su cordón de acreditación se tambaleó como un péndulo. Comenzamos a reír como locas delante de él, pero cuando desapareció por entre los cristales llenos de océano, nuestras risas se apagaron como una débil llama.  
_ ¿Qué pasa? _  pregunté. 
_ No lo sé. 
Y nos quedamos en silencio toda la tarde, mientras las aguamalas se expandían y contraían en azules eléctricos y las belugas nos sonreían encarceladas.  
Al año Ruth había quedado embarazada y el joven padre no se hacía cargo. Comenzaron los reproches, los ni se te ocurra andar por ahí,  los ¿qué vas a hacer ahora, eh?. 
Odié que la señalaran tanto. Sí, iba a ser madre pero ya hacía tiempo que cuidaba y estaba aportando en su casa. ¿Qué esperaban de nosotras? Teníamos quince o dieciséis años. 
Vanessa Zaccaria
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Pintadas
Las paredes de Meridiana
han amanecido pintadas.
Rápidas confesiones en aerosol
de astas borrosas y
blancos internos adobados
Vuélvanse a su país, decían,
con esa seguridad de saber
cuál es su lugar.
Como si nacer en un sitio
fuese un destino inamovible.
Como si supiera acaso
dónde estaré mañana.
Así que pequeños Bruce
Wayne sin un céntimo,
te señalan la salida
cuando no tienen
espacio ni para ellos
mismos en su interior.
Algo me irritó la garganta.
Para peor los semáforos
no coordinaban
y las bicicletas y los coches
colisionaban allí,
en medio de la avenida.
Más adelante en el Pont del Treball
(que se llama en realidad
Pont del Treball Digne, pero
la última palabra la abandonamos);
una ambulancia recogía a una señora.
No sé si estaría viva o muerta.
Y los Mossos d'escuadra estaban
más preocupados en enseñarles
las porras a los niños
en las puertas de las escuelas,
en vez de pensar
que la pobre mujer
murió (o casi) de cuidad.
Además estaba la alerta del viento.
Veías las bolsas desencajadas
de los cestos de basura
y la ropa de nadie tirada en la nada
y las flores ya maduras
de los Cosmos Amarillos
luchando a fibra única por no caer.
Era lunes de quejas e insultos
y para peor, normal.
El autobús dobló por Marroc
y dejé que mi cuerpo
se inclinara con la vuelta,
dócil como haría
durante el resto del día.
A la tarde, el cielo se confundió
con los reflejos azulados
de la Torre Agbar y el sol
se fue yendo.
Ya no había tanto berrinche
pero las pintadas seguían allí.
Vanessa Zaccaria
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“(…) nos parecemos por nuestros silencios y ausencias. Y, por qué no decirlo, también por las desgracias que bebemos de la savia de los días y contra las que tan difícil, tan agotador es luchar cuando la juventud se aleja y, con ella, la fuerza que dan la insolencia y la indiferencia. Sí, estoy cansado, lo reconozco, pero no lo bastante para dejar de querer a quienes quiero incondicionalmente.”
— Albert Camus, «De una carta a René Char» (via humanismo-nostalgico)
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... "Trato de recordarme a mí misma, porque entonces era otra, antes de tantas cosas que han pasado"...
"Manual para mujeres de la limpieza"
Lucia Berlín
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Solo hazlo.
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Lagos
¿Por qué cada tanto
nos escapamos 
a esa orilla 
sin contornos definidos, 
donde aún 
sonreímos y nos abrazamos? 
Dos lagos conectados, 
tanto que 
no sabemos muy bien 
qué parte del agua 
es mía, 
y qué parte del agua
es tuya. 
Vanessa Zaccaria
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