Casi las doce en punto. Casi en el blanco. Casi. Una vida plagada de constantes y excesivos casis. Un ave que observa desde lo alto, inexpresiva, el tropiezo ajeno y torpe que se camufla con el ritmo del corazón: casi –bum–, por casi –¡bum!–, ¡uy, por qué casi! –¡bum, bum!–.
Pareciera que la vida pida tregua a su amante oscura solo por el casi, generador de frustración, pero también de anhelos nuevos. Los dientes se sierran a sí mismos, los puños se consumen en su eje propio, pero se sigue esperando la oportunidad perfecta para acertar en la diana: las doce en punto, la campana que redobla, la paloma muerta ensangrentada a los pies de una farola. Ya felices, no casi felices; ya dichosos, no casi afortunados; ya plenos, no casi un pedazo de carne que convulsiona a cado latigazo de ilusión.
Pero no hoy. Hoy, por casi logro atrapar la dicha entre las manos, se ha sacudido el tiempo a menos cinco y ha seguido muda la campana, acumulando el polvo de mi vida. Pies que huyen de ojos animales; huellas que se alejan de una muerte insatisfecha.