En el crepúsculo del sueño, las estrellas despiertan su danza silenciosa, bordando el firmamento con destellos de ensueño. El café humeante, en la biblioteca, se convierte en el elixir que despierta la imaginación, donde las páginas antiguas son testigos mudos de historias olvidadas.
Luces tenues destilan un halo de misterio en las calles empedradas, donde la nostalgia se cuela con la lluvia, acariciando las hojas con melancolía. Entre sombras, los recuerdos se entrelazan como hilos de seda, formando un tapiz de experiencias que danzan en la penumbra.
El viento susurra secretos al río que fluye con melancolía, mientras ventanas empañadas revelan historias aún no contadas. Un vinilo gira, llevando consigo la esencia vintage de la música pasada, como un eco del tiempo que se desliza entre notas y recuerdos.
En el jardín, las mariposas danzan en perfecta armonía con las flores, y la luz de la luna acaricia las olas del mar en una sinfonía plateada. Sombras danzantes adornan las paredes, contando cuentos silenciosos, mientras un reloj de arena susurra el fluir constante del tiempo en la penumbra.
En un rincón acogedor, las luces doradas resplandecen, abrazando la habitación con calidez. Espejos antiguos reflejan historias de tiempos olvidados, y el perfume de las velas envuelve la habitación en un abrazo tranquilo, como un poema perfumado.
En la paleta del cielo, tonos pastel pintan el atardecer, y las hojas caídas crujen bajo los pasos, anunciando la llegada del otoño. Palabras escritas a mano adornan páginas en blanco con elegancia, como tinta que se desliza con gracia sobre el lienzo de la vida.
Las siluetas de los edificios se recortan contra el cielo de la ciudad nocturna, mientras la neblina abraza los bosques, tejiendo un velo de enigma. Una bicicleta antigua descansa contra la pared, testigo de viajes pasados, y un vestido de encaje ondea suavemente al viento en un rincón olvidado, evocando la delicadeza de los días que ya se desvanecen.
Las estrellas se reflejan en el agua, duplicando la magia del universo, y candelabros dorados iluminan la mesa, preparada para una cena íntima. Las notas de un piano flotan en el aire, llenando la habitación de melancolía, mientras sombreros vintage y guantes de encaje evocan la elegancia de décadas pasadas.
Un farol antiguo ilumina el camino hacia un callejón lleno de secretos, y el susurro del viento entre las hojas cuenta historias de tiempos lejanos. En un rincón de lectura, libros gastados y sueños aún por descubrir aguardan, como tesoros escondidos entre las páginas de la vida.
La ciudad despierta, pintando un lienzo urbano con destellos de neón, donde cada esquina es un poema esperando ser leído en la sinfonía de la vida que late en cada rincón.
Don Ggatto
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Epimeteo
Esta noche estuve bordando pensamientos.
Y en el desdoblamiento incoherente de las elucubraciones borrosas e incoherentes que preceden al sueño, se me ocurrió recordar esta frase que, con toda probabilidad, de mil maneras, ya he confundido, descompuesto y remendado de alguna forma, con quién sabe, que otras y peores palabras:
“Los discursos o ideas inteligentes sólo pueden exponerse a una sociedad inteligente; en la comuna, en cambio, son odiosos porque para ser del agrado de ésta es absolutamente necesario ser superficial y limitado de cerebro” (A.S)
El hombre exigente, pensé, riguroso al exigirse el esfuerzo constante de superación (o el, igualmente arduo, de no empeorar), está pues inevitablemente destinado a chocar con las dificultades de un contexto que reconociéndolas evita las 'inteligencia, de cualquier tipo, en cualquier forma, ya sea intelectual o emocional, social o especulativa: consiste en educación o sentido de la proporción, respeto o apertura mental.
Sensibilidad o coherencia: como si alguna capacidad de profundización, articulación, razonamiento , la introspección y la construcción de pensamientos o sentimientos parecerían a la mayoría como un intento constante y quirúrgico de atrapar, confundir, engañar.
Como si saber hablar, comer, comportarse y discutir fuera un expediente para narrar, cercar, complicar.
La inteligencia como un hábito esnob, un instrumento de engaño, un error garrafal, un soberbio contraflujo.
El amor como punto de partida egoísta, medio de cerco, humo, arma traicionera, la confianza como estrategia.
Al hacer esta curiosa distorsión de la realidad, que de otro modo no podrían garantizarse un lugar en el sol, se vuelven locos al transmitir la extraña idea de que la escasez de intenciones, sentimientos, forma y espíritu corresponde a algún valor objetivo, un mérito, una cualidad.
Entonces los ves hacer alarde de una supuesta autenticidad, alardeándola como una forma de sinceridad instintiva, básica, absoluta y perfecta: si tengo que decir algo, lo digo como me sale de la boca.
Y, sin embargo, diría que la fuerza de un valor no radica exclusivamente en su instintiva simplicidad: de hecho, encuentro que la mejor manera de hacerlo concretamente útil para uno mismo y para los demás es saber cómo metabolizarlo para comprenderlo, su significado, acariciar su núcleo, descomponer su propósito.
Para hacer esto no necesitas ser inteligente, por supuesto: pero no necesitas ser superficial.
La simplificación de temas y sentimientos, de hecho, creo que es el primer y más decisivo impedimento en el camino de la inteligencia o la confianza, la conciencia de sí mismo y de los demás, la capacidad de amar de verdad.
Por otro lado, también pienso que la banalización funciona como el mal gusto: ayuda a quien lo tiene (gusto) a elegir algo diferente a lo que ve, incitándolo a reaccionar, estimulándolo a buscar la excelencia, una matriz compartida que solo él logra imprimir una comunión de intenciones, ideas y perspectivas capaces de gratificar la esencia del valor mismo, magnificando sus peculiaridades.
Tome una idea, por ejemplo.
Como forma simple, aparece perfecta: limpia, instintiva, concluyente, circunscribe al hombre y lo cualifica, define sus límites o amplía sus horizontes.
Igualmente, cuando es fruto del razonamiento, la introspección, la investigación personal, la construcción, la cognición, es capaz de motivar a los ignorantes e intrigar a los sabios, iluminar a los negligentes y oscurecer a los frívolos.
Sin embargo, y en cambio he aquí el punto de inflexión, su banalización (es decir, reducirlo a un mero instrumento de oposición, mezclándose mezquinamente tras la afirmación apodíctica de su razón, contestándolo, gritándolo, reconectando con todo y cualquier sinsentido, sin motivación, fundamento, estructura, como excusa de la insuficiencia, pretexto de la violencia o necesidad de confirmación personal) la degrada hasta mortificar inexorablemente su calibre.
Y, sin embargo, qué grande y fuerte puede ser si se transmite de la manera correcta, se mastica, se convierte en voz, carne y sangre.
Toma el amor, entonces.
Como forma simple, se presenta también como perfecta: lineal, fatal, desbordante, coge al hombre desprevenido y lo distorsiona, lo eleva, lo hace crecer y lo vuelve niño.
Igualmente, cuando es fruto de la interiorización del acontecimiento, de la reflexión, de la maduración emocional, de la elección, de la comprensión, de la conciencia, es igualmente capaz de envolver y sanar al desencantado, despertar al apático, hacer reflexionar al cínico: cuán poderoso e inexorable puede ser cuando es objetivo para el corazón.
Y, sin embargo, y en cambio, aquí estamos de nuevo en el punto, su banalización, reduciéndola así a un mero pacto o escenario social, vinculándola torpemente a todas y cada una de las relaciones, al sexo, a los enamoramientos fugaces, a los impulsos, a las necesidades, despilfarrándolo como antídoto contra la soledad, la necesidad de confirmación personal o el deber de rol y lo degrada hasta el punto de aniquilar inexorablemente su fuerza.
Toma a la gente ahora.
Como simple entidad, cada uno de nosotros es capaz de expresar alguna inteligencia, puede jactarse o alardear de ideas y ciertamente puede llenarse la boca con la palabra "amor", cada uno, a su manera, puede convertirse en centro y periferia de todo, objeto y sujeto.
Pero solo algunas personas son capaces de darnos la lente adecuada para mirar las cosas, estimularnos a mejorar y darnos la sensación clara y quirúrgica de que nunca nada se da por sentado.
Ni las atenciones ni las palabras, que con demasiada frecuencia verter en envases vacíos o perforados o que acabamos por considerar evidentes en cuanto se supera el umbral de confianza.
No las pasiones y tensiones, que añoramos para idealizarlas o derrocharlas hasta apagarlas, viéndolas enfriarse lentamente, bajo el peso de la cotidianidad, de la vida persiguiéndote, de los plazos y de fin de mes.
No la confianza y la honestidad, que muchas veces damos a las personas equivocadas, incapaces de comprenderlas o devolverlas, buenas sólo para mortificarlas, aniquilarlas.
No son las imágenes arrugadas en el fondo de los ojos al amanecer, ni son los pensamientos esparcidos por el suelo del corazón al atardecer, cuando regresas a casa y ves contra la luz el fantasma de quien quisieras, la sombra de quien tienes.
Perdido o encontrado, a quien espera sentado en el sofá, con los pies descalzos y los puños cerrados.
Así que, finalmente, me vino a la mente un violín.
Y comprendí que para tener cualquiera, aunque sea (sólo) mil virutas equivocadas, superficiales, distraídas, cursis, bastan; pero para conseguir un Stradivarius, solo dos o tres serán decisivos, probablemente solo uno: el correcto, el más razonado y calibrado, el que parece que se te escapa de las manos y luego te encuentras entre los dedos, diría perfecto, como la única persona con la que el hombre exigente decide (y puede) compartir inteligencia, ideas y confianza.
Aquí, qué pensamientos bordé: que amor es un stradivarius, porque soy un hombre exigente.
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